lunes, 5 de septiembre de 2016

Al otro extremo… Arrebato pasional - "Parte 1: En el meridiano 0"

Para mis apreciados lectores una nueva historia de mi "puño y letra", o mejor dicho, de mis dedos y teclas. Inspirada por el libro que leí y reseñe previamente; y situada en la ciudad de mi libro favorito: "El signo de los cuatro" de A. Conan Doyle; también por el notable tráfico de personas que miran mis publicaciones allá (al menos eso dicen mis estadísticas del blog).
Esta historia comienza con la llegada de dos amigos a Londres. Donde uno de ellos, Leandro, por incitación y complicidad del otro, se sumerge en una "cita" con una chica desconocida, "Sonichka", en un bar apenas llegan a la ciudad. Envuelto en mentiras: un alias, y falsas pretensiones; llegan a verse inmersos en una ilusión placentera por un tiempo, y a la vez insostenible para uno de ellos. Yendo de sitio en sitio por la ciudad, comienza algo entre ambos, algo que ninguno imaginara al aceptar las incitaciones, respectivas, en el bar, al comenzar el día, o al embarcarse hacia la excitante ciudad de Londres; golpeándoles la incertidumbre del porvenir ulterior al placer y plenitud de lo inevitable (como se asevera él) e incontenible. Esto y más se encuentra entre las líneas de esta historia; y unas gotas de erotismo, porque, el romance sin el erotismo, creo, resulta sólo en lo que pudo ser, lo que culminó al borde de lo que sería envuelto en el esplendor de la pasión arrebatada e intensa: evolución, metamorfosis, del romance.
Dada la extensión de este cuento —por mi facilidad o desdicha de explayarme—, me he decidido por dividirlo en partes; haciendo más fácil su lectura, así como su disfrute... ¡espero! Lo he basado también, en parte, en una experiencia real; muy poco realmente. Todos los lunes una nueva parte.


Al otro extremo… Arrebato pasional


En el meridiano 0

Estaba a punto de arribar el tren 4650 a la estación Charing Cross, en el corazón de Londres. Dos amigos, provenientes del otro hemisferio del mundo, viajaban en dicho tren; uno de ellos, Leandro, leía apaciblemente a la espera de que el tren frenara al llegar a su destino, y siendo esta su primera vez en Londres, más aun, su primer viaje fuera de su país natal; el otro, Tomás, como en gran parte del trayecto, se paseaba de extremo a extremo del tren; de padre británico, y siendo esta una de muchas veces que visitaba la grandiosa ciudad cosmopolita.
—¿Qué lees? —preguntó Tomás dirigiéndose a su amigo, tomando el libro en sus manos a modo de poder ver la portada.
—«Infancia - adolescencia - juventud» de To… — Tomás desvió la mirada hacia el corredor y sin más se marchó, dejándole, como es habitual en él, con la palabra en la boca (algo ya acostumbrado en su relación).
Leandro retomó la lectura; estando a medio capítulo de la segunda obra del libro. No tardo en estar el 4650 próximo al final del trayecto. Encontrándose el tren en el puente, guardo su libro y contempló a un costado las embarcaciones yendo y viniendo a lo lejos, en el Támesis; y al lado opuesto la “rueda” icónica de Londres, o The London Eye, como indica en la guía turística que adquiriera en el aeropuerto por una módica cantidad.
En la estación, mientras Tomás acudía a realizar un par de llamadas, Leandro observaba atento a la gran diversidad de gente que transitaba por todo el lugar, desde familias, ansíanos, jóvenes, y hasta, como los llamaría su padre, vagos alborotadores —por usar un eufemismo—; un sentir y opinar totalmente opuestos a Leandro, pues le parecía formidable dicha diversidad étnica, cultural y expresiva. El ambiente era bullicioso y abundante de gente fluyendo en él, cientos de personas entrando y saliendo, yendo y viendo por todos lados y a todas direcciones. Aguardaba ansioso no tuviera que dialogar o sencillamente intercambiar palabras con alguien, ya que su inglés no era más que básico tirando a escueto, visto así por el mismo. Aún con ello, se sentía un tanto entusiasmado de poner en práctica los conocimientos que poseía sobre el lenguaje —tampoco es que fuera muy malo, salvo en algunos aspectos de la pronunciación—.
Al volver Tomás, de inmediato se dirigieron a su primer destino del día, y desconocido para Leandro.
Tomás es apenas unos considerables diez centímetros más bajo que su amigo; de figura entrada en carnes, aunque no con exceso, robusto más bien; ojos pequeños, pero notorios por mirones; de rostro bonachón, armónico con su actitud y contrastado por su carácter ocasionalmente arrogante y pesado.
—¿Tomaremos un taxi? —cuestionó Leandro.
—¡Caminaremos; no queda lejos! —respondió Tomás.
—¿A dónde?
—¿A dónde qué?                                 
—¡A dónde iremos!
—¡Oh! A un bar a unas calles de aquí.
—¡Un bar! ¿No crees que es muy temprano para beber? —pronunció Leandro, sabiendo perfectamente que esperar por respuesta.
—Es de noche en casa; y sigo con ese horario —exclamó con tono elocuente, creyendo era muy ingeniosa su respuesta; a no ser por la respuesta de su amigo.
—¡Sabes que allá son —miró su reloj e hizo la cuenta— las ocho de la mañana! —Tomás calló momentáneamente sin atinar a que responder.
—Es igual. No me acostumbro a tomar “técito” —dijo emulando llevarse una taza de té a la boca, levantando como todo un caballero el meñique al hacerlo y haciendo el sonido de estar sorbiendo. Ambos rieron de su payasada.
En breve caminaban por The Strand, una vía importante de la ciudad —misma que, al final de ella en dirección sureste desemboca en el Palacio de Buckingham—. Llegaron a George Court: un callejón estrecho entre una farmacia y un banco, y más allá la famosa “pizza caliente”. Descendiendo los últimos ocho escalones inmediatos al callejón, Leandro por sobre los temores de hallarse en una tierra lejana y desconocida, y sin dominio del lenguaje nativo —algo que le disgustaba de manera preocupante—, se sentía emocionado, como un niño al descubrir el mundo que le rodea, sólo que en él de manera más tenue, pero intensa. Reconociendo las sensaciones mezcladas, débilmente se rehusaba a explorarlas y dejar que le dominaran felizmente en su totalidad.
Esperaron formados por unos veinte minutos; antes de entrar Tomás dijo a su acompañante:
—Aquí llámame Mr. Thomas Nell.
—¡Mr.! Pretendes que sea tu criado —exclamó Leandro girando la cabeza y mirándole con sorpresa incrédula.
—Me conocen así por estos lares —respondió con aire arrogante.
—Sin importar que, me tomas por idiota ¿verdad? Lo que pretendes es hacerme ver como el extranjero lerdo que no se entera de nada. Como aquella vez que querías dar a probar a los gringos un chile de árbol a mordidas. ¡Madura! —Tomás simplemente se carcajeaba, en principio por ser descubierto y seguido por recordar aquel día y sus gracejadas.
Apenas unos pasos dieron en el corredor para llegar a estar en el bar. Al medio del lugar numerosas mesillas redondas con taburetes se hallaban distribuidas, al igual que algunas arrimadas a los muros; un sofá rojo; y al fondo y en el rincón asientos corridos. Frente a la puerta la barra, larga y detrás a ella una vitrina tapizada de disímil  botellas de licores y jarabes; y a la izquierda de la barra las ventanas de vista al callejón. Los muros carmesís del lugar eran cubiertos en gran proporción por retratos y fotografías en blanco y negro todas ellas, de personalidades reconocidas de la región y a través de los años —cuando menos eso suponía Leandro—.
Bebiendo una cerveza —un tanto a desagrado no siendo su veneno preferido­— a sorbos —lo opuesto a Tomás, siendo la tercera la que asía en su mano libre—, Leandro observaba a los presentes, sus atuendos, casuales y otros formales, sus expresiones y ademanes repletos de jovialidad y algunos de fraternidad para con quienes convivían. Al Tomás referir que le presentaría a algunos de sus conocidos ahí, Leandro se rehusó sintiendo no tendrían de que hablar con su escaso dominio del inglés; quedándose, así, solo, bebiendo y leyendo entre sorbos, de espaldas a la pared en una mesilla próxima a la entrada.
Una hora más tarde, sentadas en los asientos corridos al fondo, dos primas de situación algo similar a la de los dos amigos: una de ellas, Lucilda, hacía dos años que vivía en Londres; y su prima, Sonia, de visita por una semana, proveniente de la nación que viera crecer a ambas; charlaban, Lucilda perfecta y desenvueltamente con amigos y desconocidos en el bar, Sonia también, sólo que falta de interés, sobre todo. Cuando se disipó su compañía, quedando solas Lucilda y Sonia, y avanzada la conversación, Lucilda —de cabellera teñida de rubio, ojos grandes y brillosos; un cuerpo ligeramente torneado; siempre vistiendo escotada, y de voz algo escandalosa— decía a su prima:
—Anda; no me digas que no te parece guapo.
—No es eso, Lucí.
—¿Entonces? ¡Eres soltera, y estas de visita en una ciudad excitante que llama a la aventura! ¡Y ya estas grandecita; o acaso no eres una mujer que decide por si sola!
—No sé ­—pronunció dudosa, Sonia, pero sin descartar lo que argumentaba su incitante prima—; Es que…
—¡Nada, tía…! ¡Vale! si no te sientes cómoda lanzándote como yo lo haría, pues no sé… llévalo por la ciudad, dale un pequeño tour: así mareas a la libre y luego ¡ZAZ! JE-JE-JE —Sonia se limitó a mirarla con descontento por no tomar sus planteamientos con la misma seriedad— Vale, perdona. Lo llevas por la ciudad y si no te mola no tiene por que pasar nada; te piras sin más y te olvidas… De él y de un buen polvo de una noche. ¿Vale?
Sonia miraba con duda y curiosidad al extranjero. Lucilda notando eso insistió esperando convencerla:
—Anímate, tía; ¡Es ruso! —aseveró con total certeza, levantándole las cejas.
—¿Estás segura?
—¡Segura; Soni! Cuando llegamos le oí hablar­ —reveló Lucilda, refiriéndose a oírle leer y confundiendo el ruso con el alemán (mal pronunciado, por cierto), y por haber oído la procedencia del autor del libro que leía.
Tomás, conversando, de pie junto a las señoritas, se disculpó y corrió a con su amigo.
—¡Me ca… en toda; Leandro!
—¡Qué! —formuló en protesta Leandro.
Tomás, entre risas y sonrisas se sentó junto a su serio amigo y le sujetó abrazándole con camaradería y pesadez.
—Ves a las chicas, allá —Señaló en su dirección con el índice, sosteniendo la cerveza recién recargada—. ¡Creen que eres ruso! —Le sacudió estrechándole con fuerza del brazo y estrujándole el cuerpo mientras emitía un desmedido y escandaloso chillido de exaltación—. Lo que vas a hacer es que si viene una de ellas hacia acá tú sigues el juego; y no hables por nada del mundo. ¡Deja que papá se encargue de todo!
­Leandro le miró, ¡como vaya!, hace siempre al oír o presenciar sus tonterías, impulsivas y por tanto opuestas a su carácter. Sin tiempo a replicarle algo, Tomás se largo dejándolo solo ante la chica que se aproximaba; fugazmente, pues volvió enseguida.
—¡Hi! —Saludo a Sonia.
—Ho… ¡Hello! —respondió tendiéndole la mano en compañía de una sincera sonrisa. Seguida de una tímida al saludar a Leandro. Quien respondió de igual modo, con un Hello.
Leandro contempló molesto y en desacuerdo a Tomás presentándose e intercambiando algunas palabras con Sonia, en inglés y entendiendo en su totalidad su conversación.
Sonia, he is my good friend1 —Tomás lo miró con insistencia a que siga y acceda con el “plan”.
1 Sonia, él es mi buen amigo…
Brevemente calló, observó a Sonia, para al final contestar:
YA, Liev… Liev Ivanovich… Nejliudov —Presentándose formalmente, tomó su mano y la besó—, krasivaya, Soñichka 2 —Sonia se sonrojó al cruzarse sus miradas tras besarle la mano (siendo un detalle que nadie había hecho antes). Leandro, forzado a pensar rápido atinó a usar las palabras rusas que escasamente conocía.
2 Soy, Liev… Liev Ivánovich… Nejliúdov, hermosa, Sonia.
Sorry, Sonia —continuó Mr. Thomas—, my friend “Liev”, just speaks a little of english; he is… bit silly 3. Ja-ja.
3 Lo siento, Sonia, mi amigo “Liev”, solo habla un poco de inglés; él es… un poco tonto.
—Oh! I see. But you speak russian, don’t you? 4
4 ¡Oh! Ya veo. Pero hablas ruso, ¿verdad?
Mr. Thomas, con premura dijo:
Ya; of course! 5 —Leandro se río de sus embustes descarados e ignorantes.
5 Sí; ¡por supuesto!
Tomás apartó a Sonia e inmediatamente de acordar algo se retiró de vuelta a con su prima.
—¡Listo, amigo! Iras con ella a dar la vuelta por la ciudad. Yo llevo todo al hotel, no te preocupes.
—¡Cómo! No, frénate…
—Chh-Chh-Chh —­Lo acalló—. Todo está pactado. No hay vuelta de hoja, amigo. ¡Y no queras desilusionarla, o hacerme ver como alguien sin palabra ni honor —dijo sarcástico, y lo ultimo con cinismo, antes de levantar de un tirón a Leandro.
—Lo más que has oído en tu vida del honor es el Medal of Honor; y das asco en él. Tal parece que me estas vendiendo. No me gusta…
—Ya hombre, compórtate —exclamó Tomás, jalándole de la ropa tras bofetearle suavemente— No me pides constantemente que madure; da ejemplo. Sólo irán a dar la vuelta —aseguraba Tomás, de nuevo abrazándole y mirando sonriente hacia las chicas—, y si no quieres no tienes porque perder tu preciada virginidad, ja-ja —Se mofó, injuriándolo, ¡como de costumbre!— Y si… ¡Suponiendo! No te agrada, no hagas algo que yo haría, ¡y ya! Te quejas, pero bien que hasta un nombre te inventaste, ¡pillín! Si me preguntas es mucho más creíble tu asentó al hablar inglés que ruso. Da igual.  —Leandro no respondió, estando pensativo y mirando con seriedad hacia la mesa de las chicas.
—Toma —decía Lucilda a Sonia, sacando de su bolso un condón y las llaves de su departamento; entregándoselas. Sonia de inmediato lo guardó en su morralito—. Por si te va bien —Le levantó las cejas pícaramente al entregarle un par más de condones. Sonia intentó devolverlos pero fue rechazada, y sin más los guardo— ¡Anda, tira; a que esperas! —expresó por último Lucilda, haciendo un ademan con la mano, sacudiéndola estirada al frente, en señal de que se alejara.
De similar modo, Tomás “expulsó” a su amigo fuera del bar, rematándole con una patadita en los glúteos, chasqueando la boca, guiñándole un ojo, y con el índice apuntándole y el pulgar erguido.
Tomás miró a Lucilda, al otro lado del bar; ella le mostró un gesto de sutil, pero claro, desprecio hacia sus posibles intenciones.

D. Leon. Mayén




London Eye view of the Jubilee Bridge and Charring Cross Station

Fotografía del perfil, en Flickr, de Rick Scully
(Usada bajo la licencia Creative Commons)

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