jueves, 30 de noviembre de 2017

Andromalia - Capitulo 2

En principio, por los acontecimientos, situaciones y personajes, descritos en el capítulo anterior (Da click para ir al capítulo 1) bien podría pareces que se trata de algún cuento infantil, los animalitos que hablan, unos buenos y otros malos, en apariencia (aunque la ingesta de bebidas alcohólicas rompe esa premisa, ja, ja). Pero la trama, poco a poco, se va trastornando hasta límites displicentes, sangrientos y brutales. Si bien el hecho de que en este "mundo" los animales hablen e imiten al hombre es sumamente trascendente y vital en la historia, no cambia la realidad de lo que llega a ser la especie humana; demostrándose aquí tanto lo notable como lo perverso en ella, tanto hacia los animales como hacia entre nosotros mismos.

Ahora Elidor conocerá al hombre que lo llevará hasta su destino; por un precio, desde luego... Mayor para uno que para el otro a fin de cuentas. Su viaje será, como muchos otros, tranquilo y normal (como seguro todos hemos tenido alguno)... pero el final de éste será como ninguno de nosotros desearíamos experimentar.

Andromalia - Capítulo II


U
na carreta de carga, con dos mulas al frente y cargada de cubas, se detuvo tras la taberna, bajando de ella un hombre. Entró en la taberna por la puerta trasera; del otro lado de la puerta, que da a la cocina, se encontraba sentada en un banquillo Evett, hija de la tabernera: una muchacha joven, de piel clara; ojos azules, profundos como el mismísimo mar; cabellos largos,  rizados y blondos, de una tonalidad como el bello plumaje mate y claro en un pequeño canario; de silueta sutilmente robusta y de rostro marcado por sus bellas facciones. Un ser bondadoso, delicado y a la vez fantasioso. Permanecía sentada en el banquillo desde hacía ya tiempo, expectante; con el codo flexionado sobre la mesa y la mano sosteniéndole la barbilla, como soportando una pesada carga, llena de pesadumbre y desilusiones. Esperaba a la llegada de su amado —perteneciente a un amor no correspondido, pero aun así esperanzador, lleno de anhelo e ilusión— quien al cruzar el umbral lleno su corazón de los más bellos y gratos sentimientos; llena de dicha se puso de pie de un salto, corrió de brazos abiertos, repitiendo su nombre; con los brazos extendidos alrededor de su cuello se alzó de  puntillas para así poder besarle la mejilla.
—¡Driskell! Cuanto te he extrañado; ¡no tienes idea! —exclamó Evett, con la voz entrecortada, mientras Driskell la abrazaba con suavidad y besaba su frente.
—Avisa a tu madre que he llegado. ¿Sí, Evett? —le pidió, pasando su mano por entre sus dorados cabellos, inclinando la cabeza y mirándole sonreír, llena de la más pura inocencia.
Evett corrió llena de júbilo a notificar a su madre —quien en ese momento no daba abasto en atender a los numerosos clientes—, de la tan esperada llegada por todos en la taberna.
Driskell, un hombre alto, de estatura notoria y fornido; de cabellera obscura, corta, algo enmarañada, a poco más de la oreja; barba de patilla a patilla, naciente hace pocos días; ojos marrones, y mirar profundo; musculatura marcada —cosa que en lo particular no le era tan favorable con las mujeres, así como en su «trabajo», pues muchas le veían con ojos lujuriosos aunque discretos, llevándolo a insinuaciones que rechazaba cortes, pero trayéndole escándalos y habladurías—; al oírsele hablar como al tratarle, podía ser gentil, bondadoso, fraternal y solaz; muchas veces irónico; y por otro lado, penetrante, atemorizante y amenazador, incluso a veces siniestro. Un hombre de arraigadas convicciones y avasallante visceralidad. Lleno de secretos, mayormente por actos pasados; secretos forjados entre el hierro de espadas, la madera de agudas flechas y el fuego de rugientes armas, motivadas por ajena codicia y poder, y saldadas con sangre: en obscuras y cruentas tierras lejanas al otro lado de un vasto e inmenso océano.
Petra, sonriendo sin disimulo, limpiándose las manos en el delantal recibió a Driskell abrazándole afectuosamente.
—¿Qué tal tu viaje? ¿Lo has descargado ya? Comienzan a impacientarse ahí dentro.
—¡Apenas llegó de un viaje de casi tres días! Me gustaría descansar un poco y comer aunque sea una mísera pieza de pan duro. ¡Si no te importa, mujer! —dijo sonriente.
—¡Tienes razón! ¿Siéntate y te sirvo algo de comer?
—Si hay muchos ansiosos por embriagarse mejor será que descargue los barriles, y después comeré. Ja, ja.
Descargados los barriles, llenos de baba urapi, y una vez guardadas y alimentadas las mulas, Driskell se dirigió a la muchedumbre que se reunía en la taberna. No cabía allí ni un alma más.
—Amigos míos. Les he traído por lo que esperan afanosos cada mes, por lo que pasan días enteros ahorrando, para luego venir a despilfarrarlo. ¡Así que todos a beber!
Tras el breve discurso que animó a todos en la taberna, Petra comenzó a llenar con baba urapi uno por uno tarros y cuencos. El ambiente en la taberna era de gran regodeo, ya que como bien había dicho Driskell, todos esperaban con ansia la llegada de la preciada bebida. Una bebida procedente de Destrren, un poblado al noreste de Zlintka, a día y medio en carreta. La baba urapi era elaborada extrayéndola de una planta de hojas verdes, largas y gruesas, decrecientes en longitud y terminantes en punta, dentadas con espinas en los bordes; creándola con el aguamiel o “esencia” de la planta; formándose la baba al dejar fermentar la “esencia”; consiguiendo cuantiosos litros de baba al mes, tan sólo de una planta.
Minutos después de media noche, la taberna seguía repleta. Los únicos en salir eran quienes lo hacían para vomitar, o los que confundían la puerta de la letrina. Desde fuera se percibía, cual bisbiseos incomprensibles, el bullicio de la muchedumbre reunida en la taberna; sólo al abrirse momentáneamente la puerta se dejaba oír todo lo que allí ocurría. Desde el otro extremo de la calle se aproximaba Cleyn, a paso apresurado, pensando angustiado que no le guardarían aunque fuera una mísera porción de baba urapi. Al entrar Cleyn, todos le acogieron a gritos —por estar ebrios, no por otra razón—; ignoró a la muchedumbre aún mal humorado por lo antes ocurrido; buscó de inmediato a Petra y pidió con alivio la tan deseada bebida. Pasado un corto lapso de tiempo se marchó satisfecho.
En la taberna, al encontrarse repleta, resultaba difícil distinguir lo que ahí se decía. En el rincón derecho, cerca a la letrina se hallaba un viejo: de cabellos y barba larga y cenizos, y en desorden; ojos claros; frente arrugada y piel reseca, desde el rostro hasta los pies; escuálido, pero aún así conservando el vigor pese a los años desfilados; vestía unos viejos harapos. Sentado en un banquillo —con la barba con residuos de baba urapi y patitas de grillo— tocaba sonriente y con entusiasmo la lira; las melodías emitidas no eran del todo desafinadas, pero sí pasaban desapercibidas, ya que nadie les prestaba la más mínima atención, exceptuando a Evett que escuchaba con placer desde la cocina.
Mientras algunos discutían, otros alegaban, casi a gritos, sobre cualquier nimiedad. Podía escucharse, sólo al acercarse a cada una de las mesas, cosas como: a un par de campesinos discutir acerca de que el trigo de esta temporada no era tan bueno como en ocasiones pasadas; o a un par de carneros y al herrero del poblado alegar sobro lo sucia que se pone la lana si no se limpia con frecuencia; a lo que uno de los carneros reacciono: «¡Me llamáis sucio!», poniéndose de pie ofendido. Momentos después se les podía ver compartiendo un plato de “botana”, la que consistía en, ya sea, grillos, charales o gusanos.
Desde la cocina, oculta entre las telas que hacen de puerta, Evett contemplaba entre suspiros a Driskell. Él estaba en una mesa en el medio de la taberna relatando sus audaces viajes por todo El Continente —la mayoría, inexactos y exagerados por voluntad propia—, todos le escuchaban con atención, reaccionando con asombro y emoción. Evett, susurraba entre las telas:
—Es tan apuesto… como valiente —Soltó un suspiro desde lo profundo de su ser—. Algún día, cuando… —Su madre, de pie a lado de ella, partiendo en trozos en ese momento una hogaza de pan de ajo, la detuvo.
—Lo que debes hacer es dejar de perder el tiempo en un hombre que no te corresponde, ni es para ti. Podrá serte de buen ver, pero no es lo que necesitas de un hombre; constantemente pienso en la pobre Kalyna y lo que será de ella sí algún día, ¡Dios no lo permita!, no vuelve de uno de sus viajes. ¿Eso quieres de un hombre; no saber si volverá, si morirá lejos de ti? ­—Le reprochó a la joven, quien no apartaba la mirada (reflejando ahora enfado) de su amado—. Él hombre que vino hace días… ¡Él sí que es alguien adecuado para ti!; dueño de tierras, ¡y!, de una generosa fortuna. Si os casáis… entristeceré por tu partida, pero ya iré a visitaros. ¡Que son dos poblados! —pronunció con nostalgia, partiendo en rodajas otra hogaza de pan—. ¡Espero que tengáis hijos pronto!
Evett dio media vuelta, salió de la cocina por la puerta trasera y subió presurosa las escaleras hasta llegar a su habitación, ahogando allí, sobre la cama, sus amargas penas entre lágrimas y profundos sollozos hasta dormir.
De vuelta en la taberna, todos los presentes, exceptuando quienes dormían en el piso o recargados en las mesas, coreaban ebrios una canción que, como cada mes, resonaba en la taberna:

Si no bebéis, bestias no seréis.
¡Baba, baba para cada bestia,
en este pútrido lugar!
¡BA-BA-BA! Cómo la oveja.
¡Bebed, bebed, bebed
hasta que la barriga esté repleta!

Driskell, poco afecto a cantar o bailar, o a cualquier actividad semejante, se refugió en la cocina. Petra se sirvió en un tarro la baba que había apartado para consumo propio, en un cántaro.
—¿Cansado de contarles tus hazañas? —preguntó Petra, rellenándole el tarro.
—Sí. ¿No deberías atender a tus “festivos” clientes? —la cuestionó Driskell, entre sorbos.
—Una vez que cantan esa ridícula canción es mejor no servirles más —Ambos rieron.
—No es de esperarse que compongan una bellísima canción poética una panda de ebrios. Ja, ja.
Driskell se sentó; observaba a Petra arrodajar más pan, con la mirada perdida, fija en el cuchillo, llevándose ocasionalmente el tarro a la boca.
—Kalyna… ¿Sabes cómo se encuentra? —preguntó Driskell pausadamente y con voz apagada.
Dejando su tarro sobre la mesa Petra se acercó con lentitud a él, y dijo con suavidad:
—¡Bien¡ Se encuentra bien... ­—Él se limitó a asentir con la cabeza. Dio un sorbo al tarro.
Elidor, sentado a solas en un banquillo, de espaldas a la pared; después de una placida siesta hacia unas horas; llevaba rato contemplando el frenesí concertado en aquel lugar. Sintiéndose en parte asustado, en parte asombrado, pues en palacio jamás oyó sobre el particular estado de los asistentes. (Por qué las voces creadoras de esas historias sólo relataban el ambiente en general: siendo ellas vivas participes de aquellos excesos). Nadie que sirviera o viviera en el palacio se encontraba presente esa noche, pues en palacio tenían su propia celebración. Por más que clientes, así como la misma Petra, le insistían que bebería un poco de baba Elidor declinaba muy cortésmente. Durante el rato como espectador, Elidor observó como aquellos irascos con los que hacia unas horas se encontraba conversando, ahora, uno de ellos yacía en el suelo, inerte y con la lengua de fuera; mientras el otro, aún de “pie”, se atiborraba de comida que encontraba en el suelo. También fue testigo de cómo los dos campesinos antes llamados «Asesinos», por Cleyn, minutos antes alegaban entre sí, con voz trémula, aguda y soez —característica en alguien en ese estado—, acerca de la mujer del otro, argumentando que era una tonta al haberse casado con él; siguiendo su alegato con cosas como, quien era mejor hombre con sus respectivas mujeres, y, terminando por amenazarse de muerte, diciéndose entre movimientos toscos: «¡Os matare señor!», respondiéndole el otro «¡No si yo os mato primero!». Posteriormente, mirándolos a ambos entre llantos afectivos y suplicas de perdón. Elidor observaba con inquietud constantemente al oso, de quien temía se despertara y devorara a todos allí. Algo imposible, pero persistente en su mente, debido a un aterrador cuento que había leído hacía ya tiempo, en su puerquil infancia.
—¡Por cierto! —pronunció Petra tratando de distraer a Driskell de sus aparentemente sombríos pensamientos—, ha venido un cerdo a buscarte. Te espera allí dentro.
—Lo he visto. ¿Sabes por qué me busca? —preguntó con interés, saliendo de su transe y poniéndose de pie.
—No. Ve y pregúntaselo.
Driskell echó un breve vistazo alrededor. Mirando al cerdito con detenimiento y recordando un viejo acuerdo. Bajó cuidadoso de una de las mesas, cercana al rincón donde Elidor se encontraba, a un carnero que dormía del todo despreocupado. Se acercó al cerdito parándose frente a él de brazos cruzados.
—Me han dicho que me buscas. ¿Es cierto? —preguntó con severidad.
—Así es, señor. Llevo toda la tarde esperándolo. ¡Oink! —pidió disculpas—. Permítame presentarme: soy Elidor Cerdic. Enviado por…
—Sé de dónde vienes, cerdito. Sígueme y conversemos —Tomaron asiento en la mesa libre de carnero—. ¿Dime, que te trae a este “placido y acogedor” agujero? —Elidor se extraño al no comprender a que se refería con “placido y acogedor”.
—He venido en su búsqueda… ya que requiero de sus servicios. En mí hay una encomienda de suma importancia.
—Ya veo. Dime, en donde entro yo en esa “encomienda de suma importancia”.
—Debo acudir a la tierra del conocimiento.
—¡Vaya! Eso es lejos. “A pie seguro no llegas”. —Añadiendo lo último en mofa; Elidor no comprendió.
—Desde luego que no señor, por ello necesito de sus servicios. Cuento con el dinero necesario. —(Los ahorros de su vida; cantidad que no resultaría retribución suficiente para lo que les aguardaba).
—De acuerdo, cerdito. Necesito saber quiénes irán, que llevaran consigo y quiénes son. ¿Dime, has ido ya a Verdsnan?
—Solo seré yo; llevo únicamente este morral que ve, y soy Elidor. Por lo demás me temo que no, señor. Pero estoy muy emocionado al respecto, es la primera vez que saldré de Zlintka. ¡Oink! —Se dispensó.
—Seguro que si cerdito… seguro. Escucha, nos veremos aquí mañana a medio día.
—Me gustaría, si no le importa, partir ahora. No puedo volver a palacio a estas horas. ¡Es peligroso! ¡Oink¡ —pidió lo excusara.
Driskell permaneció callado y pensativo.
—Me encuentro medio ebrio, medio sobrio, cerdito… —pronuncio malgeniado y exhausto—, pero, te diré que haremos: pediré a Petra que te permita dormir en la habitación extra que tiene. ¿Qué te parece?
—De acuerdo. Le agradeceré sea puntual. No quisiera abusar de su generosidad.
Driskell y Elidor siguieron discutiendo los pormenores de su futuro viaje. Más tarde Driskell habló con Petra; ella aceptó de buena manera; guiando al cerdito hasta la habitación donde pasaría la noche.
Las aves trinaban cuando, del este, los primeros rayos de luz se dejaban ver por entre las calles de Zlintka; en la taberna abundaba un hondo silencio, así como una honda peste. Quienes gozaban hacia unas horas, entre gritos y canciones desentonadas, yacían ahora en el piso o en las mesas, dormidos o inconscientes, boquiabiertos, algunos con las lenguas de fuera; otros más sobre sus propios charcos de vomito; también había quien roncaba desaforadamente. Entre tanto, Petra recogía de entre los impúdicos presentes, tarros —los pocos que no sucumbieron a tan alborotada velada— y platos, entre otras cosillas; para seguido, extraer sin pena alguna, de sus bolsillos, el respectivo dinero que debían. Petra siempre recordaba con suma precisión quienes y cuanto debían.
De entre el tétrico y sucio interior de la taberna, comenzaban a reanimarse los cuerpos victimas del exceso; tratando de incorporarse con movimientos torpes y lentos; algunos no podían siquiera concluir su cometido, cayendo de nuevo. El primero en ponerse de pie, un hombre, arrastraba los pies, sujetándose la cabeza — esperando no se le cayera por tan intenso malestar—, al llegar a la puerta se detuvo un instante, susurrando: «Me matara mi mujer, lo sé»; al abrir éste la puerta, permitió la entrada de la esplendorosa e intensa luz del sol, la que, no solo a él, al mirarle sintió que le quemaba las retinas y provocaba profuso dolor en la cabeza. Desorientado al salir, tomo el camino opuesto a su casa, notándolo casi de inmediato dio media vuelta y tomó la dirección correcta.

(Registrado en INDAUTOR bajo el seudónimo de D. Leo Mayén)


Tratando de olvidar los recuerdos y actuales pensamientos angustiosos, se dirigió hacia el mueble pesado junto a la chimenea, mismo que movió no muy fácilmente; dejando a la vista una trampilla en el suelo. Sacó del mueble unos fósforos y una palmatoria con una vela casi nueva en ella; junto con un trapo. Levanto la trampilla del todo, y, con palmatoria en mano, bajó por unas angostas escaleras, llegando a su “armería” privada: no era muy amplia, poco más de un tercio de la estancia. Alumbrado por la tímida luz de la vela, encendió el resto de las velas de alrededor. Aun con todas las velas encendidas, aquel lugar tenía una apariencia lúgubre, húmeda y polvorienta, incluso tenebrosa. Al medio de su singular madriguera, está una mesa, misma que construyó ahí mismo; y, alrededor varios baúles. Tomó de debajo de la mesa un cántaro con el cuello estrecho y tapado por un corcho; lo destapó y empapó el trapo para limpiar de polvo la mesa. Sustrajo del baúl de los mapas —repleto de ellos—, el mapa geográficamente más extenso, que no abarcaba hasta Verdsnan pues se hallaba muy al norte; lo extendió sobre la mesa, y estudiándolo por unos minutos planeó la ruta que seguirían; lo dobló dejándolo sobre la mesa. De otro baúl tomó un arco recurvado, usado sobre todo para cazar y ocasionalmente para afinar la puntería —algo un tanto innecesario para el viaje, pensó; pero siendo precavido…—, flechas, bastantes flechas, así como una ballesta y virotes. Abrió dudosamente otro baúl; abierto por completo, permaneció observando su contenido moviendo los ojos de un lado a otro; sacó de allí una katana, envuelta en cuantiosos trapos, la sostuvo entre sus manos por unos instantes, sintiendo la textura de la vaina. Ese objeto era muy preciado para Driskell, le recordaba el radical cambio de vida que realizó hacia unos años. La desenvaino unos centímetros… la enfundó y colocó en la mesa. Regresó al mismo baúl, sacando de él una daga de unos quince centímetros; del fondo tomó un hacha. De otros baúles, sacó diversos artefactos y cosas que creía necesarias para el viaje. Antes de subir se equipó con la katana a la cintura, de lado izquierdo; y la daga de lado derecho cerca de la espalda; el arco a la espalda junto a las flechas . Al tenerlo todo listo, apagó las velas y salió de su solitario agujero con tres morrales a cuestas; cerró la trampilla y reacomodo el mueble.


sheep
Fotografía del perfil, en Flickr, de steve p2008
Usada bajo la licencia Creative Commons

sábado, 25 de noviembre de 2017

Andromalia - Capitulo 1

¿Darías tu vida por un animal? ¿Qué harías para salvarlo; hasta dónde llegarías para lograrlo?

Diría que estos son algunos cuestionamientos que nuestro protagonista se plantea, pero no es así. Ya que, Driskell, no requiere siquiera pensarlo, es una de las mayores convicciones en él. Para él, realmente da igual si es un animal ordinario, un digno humano o un animal “parlante” —como algunos en este mundo ficticio—, una vida valiosa, es una vida imprescindible.

Sin más, con ustedes queridos lectores el primer capitulo de Andromalia - El hijo de la reina. (Registrado en INDAUTOR bajo el seudónimo de D. Leo Mayén)


Andromalia

El hijo de la Reina


“Aquel que acoja con su manto nuestra Reina de la mano le guiará dentro y fuera del campo de batalla, entre algazaras de guerra y paz; al adoptado, su hijo. Eternamente protegiéndolo mientras sea férvido servidor de su voluntad; sin cuestionarla o reclamarla, simplemente siguiendo, intuyendo y obedeciendo sus designios. Siendo el vehículo de sus deseos; estoico entre oscuros y lúgubres senderos.”

Traducción de la inscripción al pie de una de las estatuas en el templo de la Diosa Morrighan, en Drakdlan.

Capitulo I


E
l gallo en el corral, hacia más de una hora que cantaba anunciando la majestuosa presencia en el horizonte del astro rey, dando pie al comienzo de un nuevo día.
Un día en lo particular importante para Elidor Cerdic: un cerdo de notable sapiencia —para un cerdo—; con poco más de siete años en su haber; un ser amable y bondadoso, de gestos gentiles y jubilosos; ávido por aprender, sin importar tema o materia a tratar. De altura promedio —en un cerdo: cerca del metro setenta; siendo más un bípedo que cuadrúpedo, aunque también solía andar a cuatro patas—; de piel rosada, cubierta de pelillos en ciertas partes; su hocico, así como su trompa, casi tan grandes como sus orejas, rosadas, grandes y puntiagudas; ojos pequeños y marrones, ubicados casi al centro de la cara; sus pesuñas de las patas como de las manos siempre bien cortadas. Vistiendo un chaleco de lana teñida de color marrón; en el bolsillo interno del mismo es donde guarda sus voluminosos lentes, necesarios para notar los más finos detalles, y pantalones gruesos y holgados, exceptuando de la cadera, donde están bien sujetos pues sería más que vergonzoso para él que cayeran en público.
Elidor se disponía a salir a una encomienda de suma importancia; como él solía referirse lleno de emoción, pues, era esta la primera vez que saldría más allá de las cercanías del poblado. Alistó todo lo que consideró necesario para su encomienda; lo revisó repetidamente hasta que se sintió seguro de no olvidar nada.
Cuando el sol se hallaba en lo más alto, salió de su humilde y sencilla choza, no de paja o de madera, de arcilla; y tras volver a revisar que todo estaba colocado en su respectivo sitio, cerró la puerta de la choza girando una enorme llave, y, ocultándola después entre los arbustos, ubicados a los pies de la choza. Con el alma llena de júbilo, al contemplar él su alrededor, se podía notar en su cara la emoción que le invadía, escapándosele un corto y espontaneo gruñido, tras el cual emprendió la marcha.
Elidor bajó por la senda que lleva desde su choza hasta el jardín; mismo que se encuentra a un costado del majestuoso palacio, propiedad de un hombre el cual aún al renunciar a ser llamado por un título nobiliario gozaba de reconocimiento, no sólo por sus tierras o su cuantiosa riqueza sino por su notable y amplio conocimiento, pero más aun por su generosidad hacia los demás.
Al encontrarse Elidor con el jardinero: un hombre de mediana edad; de tez acanelada a causa del sol; quien en ese momento se encontraba en plena labor, achatando los matorrales, se dirigió a él:
—¡Buen día, Antón! —dijo Elidor— tendrías la amabilidad de comunicar a mi tutor que he partido hacia el poblado.
—Desde luego, su excelencia; se lo hare saber en cuanto lo vea­ —respondió Antón, sonriente, sosteniendo su sombrero de paja entre las manos y haciendo una reverencia.
—Tened suerte —Se despidió Elidor.
Tras caminar cerca de un kilometro y poco más, Elidor, llegó al poblado: Zlintka. Observaba con admiración, como era habitual en él, todo a su alrededor: desde los niños y crías, con caras mugrientas, jugando en la diminuta plaza; así como a la gente comerciar en el mercado —tanto animales como hombres—; emocionado por los ruidos y voces producidos por los mismos. Sentía particular contento al saludar amablemente tanto a conocidos como a extraños; salvo a algunos con quienes tenía reservas.
A una calle, detrás del mercado, se encuentra la taberna del poblado. Sitio al cual, Elidor, sentía particular repelo, debido a diversas historias oídas sobre ese lugar entre los muros del palacio. Pero, aún así, sintiendo particular curiosidad por lo que allí ocurría; se preguntaba si aquellas míseras historias, llenas de excesos y vulgaridad eran ciertas, o meras exageraciones. Indeciso por no saber si tocar a la puerta o simplemente entrar a la taberna, permaneció de pie frente a la puerta; hasta que se decidió a simplemente entrar. Empujando ligeramente la puerta, vieja y astillada de los bordes —y rara vez bajo llave—, ya dentro de la taberna todos ahí le miraron con ojos entre cerrados, a causa de la intensa y resplandeciente luz diurna que intrusa penetraba por la puerta. Tras acostumbrarse los ojos de Elidor a la escueta luminosidad en el interior de aquel lúgubre y sombrío lugar, de nuevo permaneció de pie indeciso sobre cómo proceder: ¿Preguntar e irse, o sólo sentarse y esperar? O más importante aún ¿Si permanecía demasiado tiempo allí sucumbiría a las bajezas relatadas en las “historia”? Transcurridos unos segundos todos en la taberna dejaron de mirarle, siguiendo en lo propio, creándose así un silencio, interrumpido ocasionalmente por algún breve ruido sin importancia.
La propietaria de la taberna, quien vivía en la parte superior de la misma junto a su joven hija, era Petra: una mujer de figura ancha y estatura media; de cabellos negros, bien sujetos en la nuca formando una rosca; llevaba un delantal sucio, lleno de todo tipo de manchas. Desde cerca de la cocina notó al desorientado cerdito, pareciéndole algo extraño, pues además del hecho de que la mayoría sabían perfectamente a que acudían a la taberna, era nada usual ver un cerdo como Elidor en ese lugar —o a un cerdo que no fuera él en Zlintka—. Era bien sabido por ella, quien era él y quien era su tutor, al igual que muchos en Zlintka. Petra se acercó a preguntarle que necesitaba. A lo que Elidor respondió:
—Buen día, buena mujer. Vengo en busca de un hombre del cual desconozco su nombre. Soy enviado por…
—¿A quién buscas? —preguntó la tabernera interrumpiéndolo; algo que sorprendió a Elidor, junto a la descortesía de hablarle así. “Menudos modales”, pensó.
—El hombre a quien busco es alto, fornido, de cabellera corta. Me dijeron que lo encontraría aquí, lo necesito para emprender un viaje a… —De nuevo fue abruptamente interrumpido. Pues, Petra no necesitaba más información para saber a quién se refería.
—¡Oh, sí! Ahora no está. Si esperas no tardara en aparecer.
La robusta tabernera le ofreció tomar asiento, pidiéndole que si deseaba comer o beber algo la llamara. Elidor se sentó en una mesa cerca del rincón izquierdo, próximo a la puerta. De su morral, que cruzaba por su pecho hasta un costado, sacó una libreta, un lápiz —un objeto raro al menos en las cercanías, pero de uso frecuente en El Continente—,  y un artefacto especializado para poder sostenerle. En su libreta escribía acerca de la taberna. Si bien no era lo que imaginaba, tampoco era una representación exacta de lo que oyó.  Comenzó por mencionar lo primero que percibió al entrar: una amplia variedad de aromas y hedores; desde comida de diversos y suculentos aromas, hasta olores nuevos y extraños, un tanto desagradables para él. Describía la taberna como un lugar amplio, que contaba con más de diez mesas, y en cada una con ocho cuencos incorporados —algo que en lo partículas le parecía interesante, ya que sobre eso no le contaron—, dos para cada cliente animal, así como cuatro banquillos en cada mesa; aunque algo sucias. En los muros, se hallaban quinqués siempre encendidos, de igual modo, una vela al centro de cada mesa; la cocina permanecía oculta a la vista por un par de telas que fungían de puerta.
Del otro lado de la taberna, estaban sentados dos irascos y un carnero esquilado, quienes comían y bebían —los tres vistiendo pantalones holgados, semejantes a los del cerdito—. En el rincón frente a Elidor, lindante a la cocina, estaba dormido sobre la mesa un gran oso, se notaba con facilidad como se inflaba todo su cuerpo, al inhalar y exhalar con profunda serenidad; aquel oso, causaba temor en él, pues a momentos y entre sueños dejaba ver sus enormes colmillos.
Momentos después entraron en la taberna dos hombres, de aspecto rubicundo y taciturno, ambos con ropas repletas de manchas obscuras; se sentaron en una mesa en el medio. Pasaron unos minutos antes de ser atendidos; los hombres pidieron de beber, recibiendo una respuesta negativa de parte de la tabernera, oyéndose de la fuerte y ligeramente ronca voz de Petra: «Sólo hay cerveza ahora, aún no llegan las mulas con la baba. ¿Si deseáis esperad?». Los hombres, descontentos y un tanto decaídos, pidieron de comer.
Un par de hombres, cerca a Elidor, conversaban, llegando a escucharles él inevitablemente, pero siendo arrastrado a poner atención a lo que decían por el contenido de la conversación; algo que le resultaba descortés al cerdito: escuchar conversaciones ajenas; pero sucumbió ante la curiosidad innata en él.
—Mi abuelo contaba —decía uno de los hombres— que su abuelo le contó, que originalmente por una guerra llegaron los pobladores originarios aquí, asentándose en la tierra del olvido, decía él —Su compañero, oyente, devoraba y bebía con igualado apetito que interés por lo dicho.
—¿Tierra del olvido? —Le cuestionó al pasar bocado acompañado de un sorbo de cerveza.
—Sí, algo tenía que ver con que eran los olvidados o algo.
—¡Vaya! ¿Quién diría? Ahora la llamamos Exulia. Mejor nombre.
—Y antes de eso, Exuterra; también me contó mi abuelo.
Durante una breve distracción de los hombres, el carnero trato a señas de llamar la atención de Elidor, invitándole a sentarse con ellos en la mesa. Titubeante, Elidor, se aproximó hacia la mesa aceptando su invitación.
Uno de los irascos poseía una mancha marrón en el ojo izquierdo, cubriéndole casi del todo la mitad de la cara. Por lo demás eran muy semejantes: de pelaje blanco; largos mechones de pelo en la barba; orejas alargadas, apuntando a los costados; mirada despreocupada, y cuernos curvados hacia atrás. El carnero, al estar deslanado llevaba —irónicamente— un grueso chaleco de lana gris; su cabeza grande y alargada; nariz amplia; orejas también alargadas, casi imperceptibles por lo enrollado de sus robustos cuernos, enroscados formando una espiral con punta al frente; y mirada severa.
—¡Buen día, señores! —pronunció Elidor al sentarse.
—¡Buen día! —respondieron al unisonó los irascos, mientras el carnero se inclinaba para beber de uno de los cuencos.
Los irascos se expresaban acompañados de un acento remarcando, balante, arrastrando la «a» previa a la «b o v»; entre moviendo frecuentemente la boca, llevando la mandíbula de un lado a otro, como si mascaran; de igual manera el carnero, sólo que este acompañado de una pronunciación, acento balante, más entrecortado y con particulares muletillas; diferentemente en la «e», e igual en la «b y v».
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó uno de los irascos.
—Soy Elidor Cerdic. ¡Oink!—respondió, lleno de orgullo; y pidiendo disculpas.
—¡Tienes apellido! ¡E-eh! —exclamó el carnero.
—Así es. Lo llevo con orgullo desde que mi tutor me lo otorgó de muy buena manera.
—¿A caso eres el cerdo que vive en el palacio, en la colina? —preguntó uno de los irascos; mirándose entre sí.
—Así es.
—¡He oído de él! —exclamó con asombro hacia su compañero—. ¿Es cierto que eres muy listo?
—Tanto como puedo, señor —reconoció con modestia.
—¿Qué hace un cerdo tan listo en un lugar como este? —inquirió el carnero con tono altanero—, aquí no hay libros o cosas así. ¡E-eh!
—No molestes, Cleyn —pidió uno de los irascos al carnero—. No le escuches Elidor, siempre está temperamental cuando lo han deslanado.
Ambos irascos rieron por lo antes dicho —Emitiendo sonidos interpretables como risas; como hace en particular cada animal—, mientras el carnero bebía, ignorándoles.
—He venido en busca de un hombre… —Elidor fue interrumpido por el carnero.
—¿Un hombre? ¿Eres un cerdo tonto? No se puede confiar en «Asesinos». ¡En cuanto te das la vuelta —Dio un golpe con la pesuña en la mesa, atrayendo la mirada de todos en la taberna—… te matan! Son ruines, sucios ladrones, hipócritas y mentirosos… traicioneros, sólo piensan en cómo aprovecharse de los demás. Carecen de decencia y respeto propio, o por los demás ¡E-e-eh!... Mirad a esos dos, sentados, planeando como…
—Ignóralo, Elidor, no todos son malos.
—Siempre está con eso recién lo deslanan —añadió el otro irasco, y riendo de nuevo—, se queja aún viniendo a gastar lo que le han pagado por su lana —De nuevo rieron.
El carnero, molesto por lo dicho, se puso de pie, se dirigió a la cocina a pagar lo que debía y se marchó tirante.
Se produjo un silencio, mientras uno de los irascos fue a la letrina y el otro bebía. En ese lapso de tiempo, Elidor, retomó la escritura en su libreta; escribía, preguntándose por qué Cleyn, el carnero, se refería de ese modo hacia los hombres. «Asesinos», una referencia al hombre que sólo había leído en libros. Se creaba una interrogante discrepante y llena de incredulidad, con gotas de indignación, en Elidor, quizá, debido a la imagen sumamente arraigada en él hacia su tutor, quien no había sido nada menos que magnánimo con él.
Por su parte, los dos “Asesinos”, sin mediar palabra o cruzar miradas, simplemente contemplando sus respectivos platos sobre las bandejas, comían sin apuro alguno, dos piezas de gallina cada uno; siendo lo que podían pagar, aunque también, guardaban lo suficiente para gastar a la llegada de las mulas. Ambos campesinos, lo cual se podía notar en sus manos y ropas, obscurecidas por trabajar la tierra bajo el incesante ardor del sol.
Al regreso del irasco, comenzaron a conversar los tres. Los irascos le contaban sobre sus vidas en el monte; él cerdito les escuchaba muy atentamente. Después de un buen rato escuchándoles, Elidor pidió amablemente a la tabernera que le sirviera una porción de vegetales —una porción consistía en lo que cupiera en uno de los cuencos, parte de la mesa—. Ya servida su porción, al preguntarle Petra que deseaba de beber, Elidor pidió cortésmente agua. Al finalizar con su alimento, los irascos interrogaron al cerdito sobre cómo era la vida en el palacio; Elidor con gran deleite relato su diario vivir dentro y fuera de los muros del palacio. Les relataba como era su humilde pero amada choza de arcilla; cómo, cerca de medio día acudía al palacio a instruirse, leyendo amplia variedad de libros; para más tarde entablar extensas y enriquecedoras conversaciones con su tutor; contándole éste, en ocasiones, sobre su vida durante los años vividos en El Continente. Los irascos le escuchaban con admiración.
Intercambiando historias, transcurrió desapercibido el tiempo. En la taberna no dejaba de abrirse y cerrarse la puerta; como si de un reloj de arena se tratara, uno a uno y en ocasiones a la par, entraban a la taberna hombres y animales, llenándola poco a poco, y más y más. Al abrirse la puerta, en esos breves lapsos, podía notarse que el ocaso estaba por marchitarse. Al notarlo Elidor, y temiendo volver a obscuras a palacio, se excuso con los irascos y se levanto; dirigiéndose a la tabernera preguntó de nuevo por el hombre a quien buscaba. Petra respondió:
—No tardara, cerdito; ya va siendo hora de que se aparezca. Driskell de Drakdlan jamás rompe una promesa —aseveró con convicción, en voz baja.
—¡Driskell! —exclamo Elidor al saber el nombre del tan buscado hombre.
Al oírse ese nombre, todos en la taberna, tanto animales como hombres, aclamaron gritando a coro: ¡Driskell! ¡Driskell!
—¡Calmaos señores… calmaos! Todavía no está aquí —repuso Petra, tratando de acallar el exalto de los presentes.


U
na carreta de carga, con dos mulas al frente y cargada de cubas, se detuvo tras la taberna, bajando de ella un hombre. Entró en la taberna por la puerta trasera; del otro lado de la puerta, que da a la cocina, se encontraba sentada en un banquillo Evett, hija de la tabernera: una muchacha joven, de piel clara; ojos azules, profundos como el mismísimo mar; cabellos largos,  rizados y blondos, de una tonalidad como el bello plumaje mate y claro en un pequeño canario; de silueta sutilmente robusta y de rostro marcado por sus bellas facciones. Un ser bondadoso, delicado y a la vez fantasioso. Permanecía sentada en el banquillo desde hacía ya tiempo, expectante; con el codo flexionado sobre la mesa y la mano sosteniéndole la barbilla, como soportando una pesada carga, llena de pesadumbre y desilusiones. Esperaba a la llegada de su amado —perteneciente a un amor no correspondido, pero aun así esperanzador, lleno de anhelo e ilusión— quien al cruzar el umbral lleno su corazón de los más bellos y gratos sentimientos; llena de dicha se puso de pie de un salto, corrió de brazos abiertos, repitiendo su nombre; con los brazos extendidos alrededor de su cuello se alzó de  puntillas para así poder besarle la mejilla.



Piglets
Fotografía del perfil, en Flickr, de A. Sparrow
Usada bajo la licencia Creative Commons

Sad Dog

lunes, 20 de noviembre de 2017

Entre gloría y escoria - Poema

Ya ni siquiera recuerdo un aproximado de hace cuanto que no publico o, peor aún, que escribo algo de lo acostumbrado aquí. Diversas cosas me han golpeado estos últimos meses, desde la habitual soledad y desesperanza innatas en mí, hasta la muerte e incertidumbre de algunos seres queridos… Como sea, he vuelto a las andadas, ja, ja. El texto que a continuación dejo… lo he escrito, como muchas veces, buscando algo de desahogo y paz interna. Por desgracia, el manuscrito original no lo feche. Y es que es algo que en conjunto expresa mucho sobre mí, que me va como anillo al dedo. Mi doliente situación.

Entre gloría y escoria


Bien sé que no soy un Dios del Olimpo,
mas un ser humano… tampoco lo creo.
Esta vida, este mundo; el sentir que me provocan,
dudo que algún mortal así lo perciba…
Algo hermoso, intenso… avieso y doloroso.

¿Qué soy; qué mora en mí?
¿Luz y día;
noche y sombra;
amor y desprecio…?
Arrebatada pasión y agonizante martirio,
marcado y turgente sufrimiento
desgarran mi alma
fragmento a fragmento,
gota a gota…
de mi sangre y lágrimas.
Condenado, afectado por pena, sufrir y desgracia ajena;
carcomiéndome lo propio…,
sucumbiendo por quienes amo.
Dilapidándome por todo y todos,
sea nimio o magnánimo,
es como me encuentro.
En mí resulta inevitable y recóndito
el abismo entre fruición y tormento.
Perduro entre dones y maldiciones…
ángeles y demonios,
humanos ordinarios y sandios mentecatos.

Ni bueno ni malo,
simplemente un ser que agoniza en el delirio
que osan llamar realidad, verdad.
Lo que a innúmeros nos termina por matar.



D. Leo Mayén