Antes que todo quiero agradecer a Vanessa Bonilla, autora de En esa esquina del bosque, por ser de mis lectores cero y brindarme su opinión. ☺
Después de casi ocho meses he terminado este cuento, que viene siendo un puente entre mi novela Andromalia: El hijo de la reina y lo que sería la secuela de ésta.
Espero sea de su agrado. Por favor tómense la libertad de hacerme cualquier comentario ya sea aquí en alguna de mis redes sociales. Twitter, Instagram, Google+ ¡Buen día! ☺
¡Oh!, por cierto, tal vez a partir de esta semana continuare con la publicación de los capítulos restantes de Andromalia.
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Creer que una persona es inferior en algún aspecto cotidiano de la vida
sólo por ser mujer, es misógino.
Aseverar que una mujer no es apta para algún propósito o actividad, sin
pruebas, es misógino.
Pensar que el valor de la vida de una mujer está por debajo del de un
hombre, es misógino y más que eso.
Preferir a un individuo masculino por sobre uno femenino más capas,
llega a ser misógino.
Dudar sin razón de la palabra de una mujer, por ser mujer, es misógino.
Soslayar la opinión o sentir de una mujer por ser del género femenino,
es misógino.
Pero, subestimarlas a «Ellas» ignorando toda evidencia y razón resulta
más que misógino e idiota… un suicidio.
Misoginia y venganza
Este relato tiene lugar y se desarrolla en el
universo constituido en la novela Andromalia:
El hijo de la Reina, de mi autoría. Los eventos tienen lugar en una región
de lo llamado en ésta como El Continente.
Parte I
Ejecutar y Escapar
Como cada semana en la fortaleza del noreste de Chimia, una
doncella de la mujer del general Zorian Krelissin esperaba en uno de los
comedores de los criados a éste. Era una práctica habitual del General;
ignorada por su mujer, solapada por sus hombres y mantenida en secreto en todo
el fuerte por medio de amenazas de muerte hacia las víctimas y subordinados del
General.
La fortaleza, en antaño, era la segunda línea de defensa
contra el ejército de la Brecha Imperial; mas ahora sólo fungía como un puesto
militar avanzado —semi-olvidado—; ahora recibía menor cantidad de comercio
legal: ahora era el contrabando lo que proliferaba. Dirigido, protegido y
orquestadas sus operaciones por el General. Quién, para su pronto retiro
ejecutó favores en pro del nuevo Reino, consiguió ser transferido como
comandante de dicha fortaleza a gozar de sus últimos meses en activo para el
ejército Chimita.
Caminando solaz por entre los pasillos, al dirigirse a su
pecaminoso y carnal encuentro, devolvía con una amable sonrisa el respetuoso
saludo de sus tropas; por quiénes sentía un especial aprecio, ya que jamás
había olvidado de donde venía, que él “no hace tanto” era uno más de ellos.
Hermandad, confianza y sacrificio lo regían (profesarlo desde muy temprano lo
llevó a un prematuro acenso militar), aún en la actualidad —a sus más de
cincuenta y seis años—. Así mismo, merito, valor y esfuerzo lo trajeron hasta
la privilegiada posición que gozaba; era apreciado, respetado y considerado por
sus allegados militares y políticos, así como por sus inferiores y superiores
en rango.
—¡Señor! —profirió Federic, mano derecha, y segundo al mando,
del General—, antes de que… Debe saber que la doncella que aguarda... no es del
tipo habitual.
—Sé claro, Federic —ordenó el General.
—Es un tanto mayor de lo acostumbrado; básicamente, señor,
pidió verse con usted prometiendo servir con fervor, hacer lo que a usted le
plazca con ella; dijo expresamente. Buscará algún favor especial o ascenso de
algún tipo, señor. Dé la orden y yo la…
—Si la has traído no será por nada; ¿me equivoco?
Mientras el esbirro de Zorian balbucía, el par de hombres
que resguardaban la puerta exterior del comedor reían entre dientes eludiendo
esquivamente el atractivo de la mujer encerrada.
—¡JA, JA! —rió el General en respuesta a la risa de sus
hombres. —Cualquier favor debe ganarse con el merito del esfuerzo, y placer
equitativo. Je, je, je —rió de nuevo, seguido por sus hombres, al entregar su herreruelo
a Federic.
Tras cruzar el umbral la puerta fue sellada por fuera, pues
por seguridad nadie entraba ni salía sin que sus tropas lo supieran; y antes lo
autorizara alguno de sus tres fieles tenientes (entre ellos Federic).
La noche era tranquila dentro y fuera de los gruesos muros
de la fortaleza; en el exterior una esplendorosa media luna acariciaba con
deleite los ojos de quien la observara: a esas horas, más que nada, por los vigías.
En torno a la fortaleza eran distinguibles los caminos de acceso a ésta por el
amparo de antorchas. Resultaba claro que las lechuzas cazaban en esos momentos:
se las podía observaba posadas en las ramas altas de los pinos abundantes en el
terreno; así como en vuelo, e ir en picada directo a por sus presas condenadas.
También daban señales de presencia diversas criaturas, animales menos
perceptibles para el Hombre en estos lúgubres momentos del día.
El General, con arrojo, con desvergüenza, ya no palpaba el seno
de la doncella, ahora lo estrujaba al punto de querer provocar en ella
disgusto, algún quejido que lo excitara; pero ella se mantenía sería esperando con
ansia el momento de comenzar lo que había venido a consumar. Cada beso que él
lanzaba ella lo evadía, y a él le
provocaba lo que tanto anhelaba.
—Cierre los ojos, General —Le susurró al oído al tocarle la
entrepierna, con voz templada y circunspecta como su proceder en estas
situaciones; como en cada una de ellas, numerosas antes y cientos por venir.
Ella posó la mano en el hombro del General para alejarlo con
sutileza: pues la tenía de espaldas a una mesa arrimada a la pared. Liberó el
talabarte, sin armas en él, y cayeron por sí solos los pantalones del hombre.
Entre hipados de placer anticipado el General volteó hacia
el techo; lo que facilitó el cometido de la “doncella”. De pie frente a él
retrajo velozmente el brazo y con fuerza lo golpeó en el gollete —expuesto éste
en su totalidad—. Lo que provocó qué, al caer de espaldas, se llevara por
reflejo las manos al cuello, evitar realizara cualquier quejido al ser atacado
y se desorientara al caer y golpearse la nuca. Sin tiempo que perder, la “doncella”
se arrojó sobre el General con todo su peso; su rodilla derecha sobre el
estomago; su mano derecha sujetó la izquierda de él; su rodilla izquierda
oprimió su garganta, y con la mana izquierda le tapó nariz y boca. Comprimía su
cuerpo a modo de ejercer la mayor presión sobre sus órganos y vías
respiratorias.
—Saludos de la Reina, General —dijo a instantes de
asesinarlo. —¡Maldito traidor! —Lo escupió tras maldecirlo ya inerte en el
suelo con un gesto desesperado.
Ahora venia la parte difícil, ¡escapar!
—¡Ayudadme, por Dios, ayudadme! —Se escuchó una voz femenina
chillar al interior del comedor.
Ambos guardias custodios de la puerta entraron con prontitud
y preocupación. Al ver a su superior en el piso, raudos se aproximaron a él en
busca de, inútilmente ya, socorrerlo. Ella aguardaba con sensatez por la mejor
oportunidad.
—¿QUÉ PASÓ, MUJER? ¡CONTESTA! —La interrogaba uno de los
hombres teniéndola prensada de los brazos mientras la zangoloteaba con
violencia; ella guardaba silencio, fingía angustia y llanto anodino.
Apenas le dio la espalda su interrogador, la guerrera, con
maestría, alcanzó la empuñadura del sable del hombre, y con el antebrazo lo
empujó hacia su compañero de rodillas cerca del interfecto; el efecto de
empujarlo le facilito desenvainar el sable de un solo filo. Al darse la vuelta
el soldado empellado, fue segado del cuello por un sablazo transversal. El
hombre restante, apenas se levantó, desenvainó y atacó entre improperios hacia
la persona y genero de su oponente. Ella esquivó las primeras estocadas y
esgrimes de su atacante moviéndose de lado a lado y hacia atrás; giró sobre sus
pies con sutil gracia hacia los costados. Tras uno de esos giros le propinó un
golpe en la nariz con el codo; una coz en el estomago, y concluyó con un corte
profundo en el antebrazo. El guardia se levantó aprisa por temer ser finado allí
mismo. Sangraba a ríos. Ejerciendo presión en la herida contra sí mismo, como
pudo lanzó uno tras otro feroces e impulsivos ataques; todos esquivados por
ella, bastándole la tenue luz de la araña sobre la mesa en el centro de la
habitación así como los quinqués en lo alto de los muros para observar con
claridad el entorno. En un mal logrado ataque el hombre fue rajado justo en el
medio del lateral derecho del cuello: en segundos se desangró y murió.
La doncella asesina echó un raudo vistazo al pasillo de
acceso al comedor: todo despejado. Entonces, se despojó del zagalejo que por
regla toda servidumbre femenina debía vestir; de igual modo se desprendió de una
blusa clara, también obligatoria, para quedarse en prendas más cómodas y al
gusto de ella —muy “inusuales” para la actualidad—. Liberando su corvina
cabellera —antes sujeta por regla formando una coleta en el lateral siniestro
de su nuca— le dio libre movimiento y grata apostura a ésta; caía hacia los
lados apenas y tocando sus hombros, pero acariciaba su espalda ya que ampliaba
su extensión conforme se aproximaba a su columna. En ese momento sus únicas
armas eran un par de dagas (delgadas, ocultas y casi siempre con ella); por lo
cual, tomó la pistola de uno de los guardias soslayando llevar consigo el
respectivo talabarte para portar la pipa
de llave de chispa a la cintura, y simplemente portó el arma entre el cinturón
y su persona.
Al entrar Frederic, ya sospechaba por encontrar la puerta
abierta y sin resguardo, como rayo desenfundó, apuntó y disparó hacia la mujer
de inusual vestir y con un arma a la cintura. Ésta, apenas escuchó amartillarse
una pistola y distinguir de reojo una silueta cercana a la puerta, se arrojó
sagazmente a cubierto bajo la mesa, sólo la alcanzó el estampido del arma de avancarga.
Federic, por antojos del destino olvidó en la mañana su sable en sus aposentos,
y por idénticas razones no pudo ir por él en todo el día. Enfundó aprisa la
pistola y se aproximó a la mujer, temeroso de que le disparara. Estando suficientemente
cerca y sin titubear, arrojó un golpe directo hacía su rostro, deseoso y
dispuesto a matarla a golpes ya que la creía inferior en estas circunstancias,
cegado por la ira y la escena frente a él. De ser más cauto y prudente habría deducido
con prontitud que ella era lo opuesto a lo que pensaba. La asesina, de un
rápido movimiento de pies hacia la derecha de su atacante, evadió la agresión, y
lo empujó del hombro haciendo se alejara de ella. Al colocarse en guardia
frente a él —con ambos antebrazos a la altura del pecho y en ángulo, formando
un triangulo—, Federic se sorprendió; pero, más sorprendente era la rabia que
aún así le nublaba la cabeza, ya que consideraba que la mujer ante él
simplemente sabía colocarse en guardia, algo que hasta un chiquillo o simio
podría.
La pólvora recién quemada, como su aroma, la estimulaban, más
incluso en el combate. Al mover uno por uno los dedos de su mano derecha hacía
ella misma, dijo a su rival:
—Vamos, galano soldadito, tócame si puedes —Lo retó
esbozando una sonrisa socarrona.
Arrojando se al ataque, acompañado de un grito, Federic lanzó
un golpe recto hacía el rostro de la mujer; en respuesta, ella se inclinó hacia
su izquierda al tiempo que torcía la cabeza en ese mismo sentido e hizo hacia
atrás el lado derecho de su cuerpo. Al tirar Federic el consiguiente golpe con
el puño opuesto, la doncella asesina lo esquivó del mismo modo; ella no le
respondía ya que con arrogancia deseaba probar la valía de su apuesto enemigo.
Comenzando a girar en torno de sí mismos, ella lo azuzaba fintándolo con el
movimiento de sus brazos, caderas y rodillas como si fuera a atacar. Para este
momento Federic se aseveraba que la mujer simplemente era ágil o con mucha
suerte, ya que sólo esquivaba e incitaba sin atacar o pretender hacerlo en
verdad. Federic tiró un gancho derecho con pretensión de golpearla en el
pómulo, mas ella se agachó casi poniendo una rodilla al suelo, se ladeó y
conectó un buen golpe en el estomago de éste: que retrocedió con una mano en el
vientre. Se recuperó pronto ya que ella se lo permitió. La atacó con mayor ira,
con constantes golpes desde lo bajo así como directos; ella, en principio,
atajó los primeros y detuvo los últimos tres con su persona: el primero en el
brazo derecho, el segundo en la mejilla y el final en el labio. Al borde de
caer por la fuerza de las dos últimas arremetidas, a pasos torpes, retrocedió
hacia la mesa de espaldas a ella. Pretendiendo arrojarla al piso y terminarla a
golpes ahí él la sujetó por detrás de los hombros. Al sentir su agarre ella lo
golpeó con el codo en el costillar y de igual modo en la mandíbula, libre de él.
Giró sobre su propio eje para patearlo en la corva; le dio una fuerte puñada en
la espalda cerca al omóplato, y, sacudido, lo tomó de sus rubios cabellos de la
nuca y lo azotó de cara contra la mesa. Mientras él se levantaba con pesadez
ella se mordió y lamió el labio degustando su propia sangre.
—¡No es manera de tratar a una dama! —pronunció, dispuesta
ya a dejarse de tonterías.
De nuevo ambos en guardia, Federic lanzó un golpe recto
hacia su rostro, ella lo eludió al hacerse ligeramente hacia la derecha; tiró
un veloz gancho derecho a él, y al contenerlo éste, ella lo golpeó en el rostro
con su puño libre, listo para ese propósito. La doncella dio un paso atrás; él
arrojó un puñetazo izquierdo que ella desvió con su antebrazo derecho; se colocó
a un costado de Federic para acertar un golpe por lo bajo, en el abdomen de
éste; pateó de forma lateral, con la planta del pie, su espinilla derecha
—posicionada ella un paso al frente— e hizo que se hincara; lo sujetó de la
muñeca izquierda con su mano homologa, mientras con la diestra prensaba su
hombro para acertar fácilmente un golpe con la rodilla en el ijar de él, y
terminó por vapulearlo en la mejilla siniestra de un codazo —todo efectuado en
una vertiginosa sucesión de movimientos orquestados con gracia y desenvoltura
afinada durante años—. Sin tiempo a siquiera articular algo más que no fueran
quejidos, la doncella ciñó el brazo de Federic con ambas extremidades para
halarlo y dirigirlo al suelo y colocarlo boca abajo. Con daga en mano —ésta sin
guarnición—, la asió raudamente desde lo alto y caló a Federic justo entre las
vertebras Axis y C3; la punta plateada del arma surgió bañada en escarlata en
diagonal en el gollete de Federic. Con prontitud buscó y recogió la pistola, ya
que al arrojarse a cubierto oyó como se le cayó.
No había nadie cuando se asomo al corredor. Tres pasos fuera
dio la doncella cuando escuchó las botas de los refuerzos aproximarse; pues
desde que se produjera el disparo hecho por Federic comenzaron a buscar sala
por sala. Apenas y consiguió ocultarse en el lateral del ropero en la
habitación de las escobas y enseres afines. Pasaron a toda prisa sin siquiera
mirar hacía la habitación. Asumiendo que podría haber alguien en las
inmediaciones la guerrera se aproximó lenta y ligeramente hasta el umbral sin
puerta. Apenas llegó al marco comenzó a sacar la cabeza con lentitud para así
mirar y anticiparse a lo incierto. En efecto, al girarse para mirar al lado
opuesto, un guardia permanecía cubriendo el corredor a escasos pasos de ella. Sin
tiempo que perder, con rapidez y fuerza lo golpeó con la cacha del arma en la
espalda y lo finó con su “cuchillo”, en el cuello. Ahora avanzaba algo más aprisa
por los corredores al asir la pistola en todo momento, deteniéndose en las
esquinas y adhiriendo el cuerpo a la fría piedra de los muros para escuchar
atenta previo a asomarse, de exponer cabeza y brazo al apuntar con el arma de
ser requerido.
Aún no daban la alarma cuando llego al canto inmediato a su
objetivo principal, el motivo por el cual tomaba tantos riesgos: el dormitorio
del General. Un soldado armado lo custodiaba, siempre era así, día y noche,
estuviera solo o con su ocupante. Con más ansia que nervio, esperaba a que
dieran la alarma para poder eliminar el obstáculo; miraba una y otra vez de
lado a lado los pasillos: detrás de ella y los dos transversales a éste. En la
situación y posición en que se hallaba era muy simple que todo se complicara de
manera rápida y más que adversa: trágica. La campana, así como cornetas, comenzó
a sonar con estruendo por todo el fuerte: era la esperada alarma. La asesina
arrebató el arma de su cintura, se aproximó con paso firme y seguro hacia el
custodio de la puerta, y, con el brazo izquierdo extendido y el ojo izquierdo alineado
con la mira y su blanco, haló del gatillo: acertó justo en su cabeza. Antes de
llegar a la puerta se guardó el arma para tomar el mosquete. Abrió la puerta
con prudencia. Ya en el interior, ayudada por una silla, bajó de una de las
trabes del techo una cajita de madera, que impactó contra el suelo con todas
sus fuerzas. Terminó la cajita con una notable rajadura a un costado, introdujo
sus blancos dedos y, sin importarle astillarse o cortarse, hizo fuerza para
terminar de destrozarla. Una vez con las cartas en su poder, leyó una de ellas
para cerciorarse fuera la correspondencia que buscaba; al reconocer el nombre
Rodrigo se dio por bien servida. Introdujo las cartas en una talega que en su
interior era estomago de ternero; anudó repetidas veces y con fuerza, aseguró
la invaluable inteligencia, y resguardó la talega, sin nada de aire, en su
seno. Ahora, sólo le restaba salir viva de la fortificación, la parte difícil
de todo el laborioso plan fraguado a detalle. Luego de trabar la puerta por
dentro se precipitó hacia la ventana. Abrió con insignificancia una de las
batientes para echó un vistazo. Siendo que todo parecía despejado en el mundano
patio bajo la ventana, no esperó más, se echó el mosquete al hombro y comenzó a
escalar desde el marco de la ventana hasta la azotea. El clima gélido no
favorecía la escalada, mas por fortuna la sima no era distante del punto de
partida.
La azotea conectaba con la muralla norte de la fortificación;
ésta ascendía en su punto más alto a veinte metros, y quince en el más bajo.
Agazapada, y con sigilo, la doncella se desplazó hasta alcanzar el borde de la
muralla.
—¡ALTO O DISPARAMOS! —Gritó uno de los vigías, lejano a la
derecha de la muralla.
La asesina pudo divisarlos favorecida por la ausencia de luz
inmediata y la presencia de ésta desde donde la amenazaban. Colocó una rodilla
al piso y asió el mosquete lista para disparar retrayendo el pie de gato; dio
un hondo respiro, y mientras soltaba el aire con pasiva lentitud ubicó a uno de
ellos; al vaciarse sus pulmones los volvió a hinchar, y, con las miras
alineadas a contra luz rápidamente las dirigió a su blanco y disparó. El vigía cayó
al impacto; se aquejaba mientras su compañero contraatacó del mismo modo. Éste
se tomó su tiempo al creer que entonces recargaría su atacante. Al ver una
sombra muy pegada al borde moverse, disparó justo a ésta —no por nada era el
campeón de tiro en las competencias del fuerte—. Un horrido grito femenino se
escuchó. El vigía se echó a correr con
el sable por delante. Pero, al llegar al medio de la muralla, donde creyó estaría
su blanco, no encontró nada; ni siquiera cuando más hombres llegaron y
ampararon la búsqueda con antorchas. Nada era seguro entonces; la luz de luna
estaba obstaculizada de forma nubosa, era normal ver lo que no era y no ver lo
que sí era.
—¡Allí está! ¡AL OTRO LADO DEL MURO! —exclamó uno de ellos
al distinguir un cuerpo tumbado al otro lado de la muralla.
Cuantiosos soldados descendían por las escaleras
acaracoladas, uno tras otro; resonaban sus botas en estampida por escalones y
pasillos, pues todos ya sabían de la muerte del General. Un pequeño grupo resguardaba
el sitio del último contacto con el asesino: un morrocotudo cúmulo de bosta. Se
aproximaron a paso cauto, con mosquetes en alto, para rodear por todos los
flancos el montón de excremento equino y vacuno. Con violencia dos de ellos
picaron con horquillas el pestilente estiércol al pensar que bien podría estar
oculto ahí el asesino. Entre tanto, «la guerrera» aprovechó el tiempo que tenía
de ventaja (mientras la buscaban) para correr hacia el bosque. Los sabuesos llegaron
pronto, y aunque les sería difícil seguir el pestífero rastro correcto, rápido
pegaron las narices al suelo y anduvieron de aquí para allá; algunos partieron
hacia las caballerizas, otros hacia los caminos transitados con frecuencia por
los équidos, y apenas tres por buen camino, seguidos por sus amos que corrían
tras ellos con antorchas en mano y hombres a metros por detrás de éstos.
Andando precavida la guerrera escuchó dos voces comunicarse
a murmullos, mientras sus emisores buscaban con los ojos bien abiertos
distinguir algo entre la maleza y vegetación próxima, así como con los oídos atentos
a cualquier ruido. Lo primordial era ganar terreno de sus caninos perseguidores,
puesto que no tardarían en llegar; por lo tanto tomó la decisión de evadirlos.
—¿Hueles eso? —proclamó uno de los hombres.
—Sí… sí. Huele a… caballo cagado —respondió el otro olfateando
con hondura a cada pauta; esto lo extrañaba, pues si se trataba de algún corcel
de las cercanías, como buen cazador que fue, se hubiera percatado de él, o de
alguna señal de su presencia por muy nimia que fuera. —¡Por aquí; vamos! —indicó
a su compañero.
Agachados y con los mosquetes listos se dirigieron hacia donde se acrecentaba el hedor. A cada silente
paso que daban se acrecentaba la peste. En cuanto llegaron a donde parecía
encontrarse la pestilencia, ambos rodearon el grueso árbol ante ellos, uno detrás
del otro para evitar posible fuego cruzado. La luz de luna, con gentileza, les
permitía buscar en la inmediación, pues les era certero que el tufo provenía de
ese sitio.
—¡Será un animal muerto!
—No. No lo es. Así no hieden —respondió el antiguo cazador.
Al estremecerse con furor un arbusto, no muy lejos, apuntaron
hacia éste con velocidad: uno de ellos se plantó donde estaba mientras su colega
se aproximaba con prontitud. El pequeño mamífero “infantil” huyó espantado a
toda mecha (indistinguible por escabullirse entre ramas y hierba).
—¡Estúpido animal! Deberíamos cazarlo para que aprenda —profirió
el hombre al frente, antes de escupir al suelo por enfado, y con mala cara.
—¿No crees…
La apestosa guerrera
dejó con delicadeza en el suelo el cuerpo sangrante de su compañero y le arrojó
una piedra justo en la cara. De tres agiles zancadas se posicionó a pasos de su
presa, y, como le enseñó su joven instructora, lo atacó con una potente patada
frontal justo en el costillar izquierdo; lo sujetó del brazo del mismo lado y
con la daga ya lista lo escindió hasta el hueso en su sangradura (asía la daga
en su puño con la punta en dirección a su meñique), y le perforó el pulmón con
un fuerte golpe por detrás. Lo empujó y se marchó sin más al tener el tiempo en
contra (los sabuesos se escuchaban más y más cerca a cada instante).
Las patrullas eran frecuentes en el perímetro del bosque,
siempre en duplas ya que la peligrosidad del bosque había disminuido con consideración
en el último lustro: el enemigo nada tenía ya que hacer aquí, y los bandidos sólo,
esporádicamente, acampaban un par de días y se marchaban para evitar cualquier
problema o conflicto con los soldados. Dos hombres, a unos cincuenta metros de
la ribera, resguardaban el camino al austero puerto en el río que cruza buena
parte del bosque de norte a sur en una trayectoria irregular —acentuada por su
forma serpentina—.
—¿A qué crees que se deban las campanas? ¿Será algo grave?
—Si fuera algo trascendente ya se sabría hasta en esta
remota y miserable posición donde nun-n-ca
pasa nada —expresó el otro con hastío pateando con descontento un guijarro.
Con exagerada parsimonia, la amazona se aproximaba hacía los
dos custodios del camino al puerto. A cada paso que daba introducía primero la
punta de la bota entre la blancuzca nieve no muy gruesa, para luego pisar con
firmeza, retirar suavemente el pie posterior y balancear su peso (estando en
una posición gacha) al tener el pie en el aíre, e introducirlo de nuevo en el
terreno. Siempre cuidaba con recelo aminorar el sonido que producía y no ser
descubierta. De este modo se colocó al medio de ellos, a tres pasos, ambos de pie uno junto al otro.
La indagatoria previa durante la detallada, prolongada y amplia planificación
del asesinato del General —en colaboración con sus “hermanas”— reveló que un
hombre de cada patrulla del perímetro portaba una corneta de cacería a modo de
alarma. Esto la obligaba a acabarlos con prontitud y sin errores, Desde su estática
posición, todavía acorvada, movía la cabeza de lado a lado en busca de
vislumbrar o intuir en cuál de ellos pendía de su cuello la corneta. Apenas
volteó un poco el hombre a la derecha ella se arrojó al ataque. De una zancada,
cual fiera tigresa, acortó distancia; dio un saltito y piso la corva siniestra
al guardia a su izquierda, a la vez que lo sujetó de la muñeca y del hombro —a
la vez que asía la daga—, y de un movimiento vertiginoso y circular lo derribó,
y cayó de cara al suelo. Dando una patada hacia atrás derribó al otro. Con
rapidez, antes que contraatacara, caló la espalda del hombre prono a la nieva hasta
el corazón. Al mirar al sujeto restante, ya con la corneta a centímetros de su
boca, ella alcanzó a darle una puñada en la ingle impulsada por un salto de
boca. El rostro de aquel individuo se tornó casi tan encarnado como la sangre
que pronto teñiría la nevisca; la corneta sólo alcanzó a ser bañada en saliva.
El grito de dolor, mientras se tocaba con consuelo la bragadura, fue segado de
tajo al introducirse la daga en su pecho —la que porta semi-oculta en la otra
pernera en su parte exterior—. Volteó ambos cuerpos a modo de que las
respectivas hendiduras mortales en ellos quedaran ocultas; con frenesí cubrió
los cuerpos de nieve y ramas de arbustos cercanos. (Vigilando siempre y lista
para correr o escabullirse).
De debajo del puerto, del río ahora congelado en su superficie,
sustrajo un costal oculto entre las duelas; por entre las maderas cortó la soga
que lo retenía seguro.
Corriendo cada vez más y más aprisa los sabuesos parecían ser
azuzados por el mismísimo Demonio, ladraban con mayor intensidad y bravura a
cada larga zancada; ansiosos e impacientes por clavar sus dientes en la presa,
y “devorarla” hasta ser detenidos a regañadientes por sus crueles amos, quienes
muchas de las veces los dejaban divertirse con su infortunada caza, alentados
entre risas, gritos e injurias, o bien mientras la interrogaban. En cuanto los
canes escucharon el clamor de una corneta, al igual que los soldados metros
detrás, apresuraron la carrera. Llegaron al borde del río entre ladridos
arrebatados, a la espera de órdenes de sus sanguinarios maestros; algunos de
los canes vigilaban el avance de su presa que corría sobre la solida agua
mientras otros llamaban con ahínco a los hombres —Educados para no cruzar el
río a menos que les fuera indicado—. No tardaron en arribar éstos, exhaustos:
sus pechos se hinchaban tan pronto como se retraían.
—¡Ubiytsa, Sierdtse,
Nesti corran! —ordenó Pavel a tres de los sabuesos; hombre
barbado y peludo, varonil en cada rasgo posible.
Con lentitud, pero firmeza, corrían babientos hacia su
presa. Ubiytsa al frente: de pelaje
espeso y negro como la más oscura de las noches, era la líder de este grupo. La
recompensa a todo su esfuerzo ya estaba cerca de sus hocicos. Nesti, joven e impetuoso, anticipaba la
victoria pese a ser el rezagado y quién más se patinaba durante la carrera.
Al llegar el resto de hombres e informar del hallazgo por parte
de otro grupo de sabuesos sobre dos cuerpos no muy lejos, todos se colocaron en
línea hacia el rio en posición de tiro, expectantes a lo que pudiera acontecer
teniendo en la mira a la lejana silueta encapuchada. Pavel concentrado en los perros, ya que de alejarse demasiado el
fugitivo les ordenaría se retiraran de inmediato.
La guerrera,
cercana a la mitad de la longitud del río, se detuvo y se giró, y, al tener a
los perros casi en el cuello les gritó buscando ahuyentarlos; comenzó a
golpear vehemente el frágil hielo con el
talón de su pie desnudo sin importarle que comenzara a quebrarse. Al no ceder
los bravíos perros dio un salto acompañado de un grito. Grito que fue opacado
por el estruendo del hielo al romperse.
Un urgido y potente silbido llamó a los perros a volver. Nesti, sin comprender del todo lo que
pasaba, siguió y cayó en la gélida agua. Ubiytsa
y Sierdtse dieron media vuelta para
ayuda a Nesti. Ambas lo incitaban a
nadar a la orilla, pero la orilla se alejaba de él al romperse ésta. Por
fortuna, ambas cogieron a Nesti de
las manos y lo sacaron entre jalones y gañidos de él. Estando fuera de peligro
se sacudió el agua; Ubiytsa lo mordió
de la oreja con fuerza, lo regañó e hizo que la siguiera de regreso a tierra
mientras el pobre gañía a todo pulmón. Mientras los amos secaban al tembloroso
de Nesti, se divisó una mano y cabeza
asomarse por sobre el agua, mismas que desaparecieron pronto. Dieron un paso al
frente y abrieron fuego; recargaron y aguardaron…
Parte II
Sólo ella podría
Por debajo del endeble hielo, durante los últimos minutos,
la “doncella” había nadado sin contratiempo alguno entre la gélida agua: ya que
de forma previa había hecho el recorrido desde la superficie. Corriente abajo
emergió en el borde del río.
—Blyad! —maldijo
al resbalar.
Con prontitud su “hermana” le tendió la mano para ayudarla a
salir.
—¿Te encuentras bien, Ludmila —preguntó Leavis al cubrir su
desnudo cuerpo con una manta.
—Da. Todo ha ido
bien. Con seguridad me dan por muerta —declaró mientras se secaba—. Tengo las
cartas y lo he matado. ¡Trae mi ropa! —indicó Ludmila señalando con la cabeza
hacia el río. —Apenas y las miré, pero sin duda son las correctas: aparece el
apellido Santibáñez.
—¡Listo! Nos esperan —dijo Leavis tras eliminar los rastros.
Casi a medio kilometro del río, y a cien metros del camino,
en medio del bosque umbroso y tétrico, las aguardaban el resto de sus “hermanas”
en la carreta.
—¿La han seguido? —preguntó la menor de ellas dirigiéndose a Ludmila, Ena, de rasgos
orientales y baja estatura, de pie en el pescante —sin soltar la brida, como
siempre, por ningún motivo—.
—“Sí, niña, tres bagres y diez buitres” —expresó sarcástica
y molesta Ludmila, lo que provocó que se sonrojara su joven entrenadora y
ocultara la mirada hacia el pecho; algo acostumbrado por Ludmila hacia Ena.
En el camino sufrieron un revés al zafarse una de las ruedas.
Ludmila, estando impaciente y molesta, acusó de incompetente a la que preparó
la carreta; a lo que las demás no hacían mucho caso ya que preferían ignorar
los cotidianos reclamos de ella efectuados para desahogar tensión.
Çarlot divisó a la
lejanía, desde lo alto de la rama de un árbol donde vigilaba con arco en mano,
un par de hombres que se aproximaban a pie; avisó a las demás con un silbido
aviar y especificando a señas. Ludmila tenía lista la pistola oculta a sus
espaldas, recargada ella contra la puerta de la carroza. Leavis siguió ayudando
a la más joven a colocar la rueda en su lugar. Al llegar hasta ellas, y al ser
unos caballeros como lo auguraban sus distinguidas vestimentas, se dirigieron
cortésmente a éstas:
—Buena tarde, distinguidas Ledïs, ¿podemos ayudaros?
—¡Oh, gracias a los Dioses que aparecéis! Agradeceremos
vuestra ayuda, gentiles caballeros —expresó con cálido fingimiento Leavis;
siempre prefería aparentar y fingir vulnerabilidad ante ciertas situaciones y
eventos.
Ludmila barrio con la miraba a ambos hombres en busca de
cualquier signo de alarma o peligrosidad en ellos, y a diferencia de Leavis o Çarlot lo realizaba con descaro y sin
ocultar la seriedad en su rostro.
Sin más, todas ellas se retiraron de la labor, de pie junto
al camino, dejando a ellos realizar lo que sin problema bien podrían lograr. Esperando
que la más joven regresara con un tronco para sostener la carroza y colocar con
facilidad la rueda y ajustarla de modo seguro, conversaban los caballeros.
—Insisto en que es imposible que un solo hombre haya acabado
con la ciudad entera.
—Es por qué no era un hombre como tal; te lo he dicho
—reiteraba el más lozano de ellos—, era el mismísimo Espectro que asesino al rey de Chimia hace años ya —Al notar los
sutiles gestos de mofa, continúo deseoso de convencer—. Fue ayudado por una
manada de lobos… y por la Diosa Dazhda:
los rayos quemaron la ciudad y destruyeron el cuartel de los guardias, también fueron
envenenados muchos de ellos; el hijo del Regente fue asesinado… Y su padre
desapareció; algunos dicen que fue perdonado y huyo el muy pusilánime. Piénsalo.
Era una ciudad “sucia”: mataban cerdos para consumirlos… ¡LOS COMÍAN, JOHN! Es entonces cuando aparece el Espectro
para castigar…
—¡Calla! Son nada más que mitos. Se mataron entre sí debido
a que consumían cerdo. Por eso es ilegítimo aquí en Chimia, además de ser
pecado. ¡PUNTO!
Terminando con los arreglos los hombres siguieron su camino,
ellas de igual modo; Çarlot montó
junto a la joven conductora pasados unos momentos de que se perdieran en el
horizonte aquellos buenos caballeros.
—¡Lástima que no fueran bandidos! —enunció Ludmila al
enfundar la pistola. —¿Te gustó oír de tu amado Espectro, verdad? —Se dirigió a
Leavis en tono socarrón.
Leavis calló, sencillamente sonrío ruborizada como una
pueril mocita; como siempre que se refería Ludmila a su querido Dris o alguien
más lo hacía; algo que siempre hacia y que Ludmila notaba desde que fueron
mocitas y se conocieron volviéndose inseparables, ambas resultaban un consuelo,
apoyo y sustento para conllevar el pasado y presente de sus entonces vidas infortunadas.
Leían las cartas del General Zorian cuando Ludmila se exaltó
de repente.
—¡Çarlot, Çarlot! Ven aquí, esta maldita carta
está en fe’dä —expresó a gritos
golpeando con ahínco el techumbre del coche.
—Sabes lo que te dirá: “¡Aprende de una buena vez!” Ja, ja,
ja —dijo Leavis.
—¡¿De qué te mofas?! Lo parlamos y comprendemos a medias por
igual —expresó Ludmila con desazón al sentirse menoscabada (las habituales
chanzas de sus hermanas no siempre eran de su agrado). —Las v
se pronuncian como u —Se quejaba con
voz burlona—; los dobles puntos son la pronunciación larga de la letra; también
está esa letra rara, una a y una e juntas que por suerte se pronuncia
igual; la c con cola se enuncia como
la sh de aquella otra lengua que
parla, y, para fastidiar más, todo es yo, yo, yo…, bueno, YE. Es de tontos y raros, Leavis, de verdaderos ton…, —calló y se
sonrojó avergonzada al aparecer Çarlot:
natal de la media luna de Chimia y por ende de lengua materna el fe’dä.
Parte III
Conspiradores
—Señor, ha llegado correspondencia para usted —comunicó el
maestresala: hombre entrado en años, lacayo en el palacio, y toda su vida de la
familia Karlibsin—.
—Te puedes retirar —contestó con despotismo el Conde, tras
limpiarse boca con la servilleta en su regazo.
Cogió el estilete traído junto a la correspondencia y con
ansiosa premura rompió el sello personal en el sobre.
Comenzó a leer:
«Tenga buen día mi
querido Conde.
Es una pena e invaluable
pérdida para Todos el repentino deceso del General, sin duda alguna. Peor aún
es que no se tengan pistas, o detenidos; y que todo haya ocurrido en un lugar
fuertemente resguardado como es el fuerte del norte resulta igual de grave. En
mi opinión, bien podría tratarse de algo que no tenga que ver con Nosotros,
como podría ser un arrebato pasional por parte de su mujer, encubierto por sus
hombres por respeto a su memoria; o posiblemente efectuado por un soldado o
soldados inconformes.
No me parece que sea
momento de entrar en pánico o posponer nuestra reunión programada.
Su estimado amigo Filipi du Astin.»
Respuesta del conde Bromius al médico Filipi:
«Filipi, le pido
amablemente se deje de temores y eufemismos al hablar de los acontecimientos,
tales como el asesinato de Zorian, etcétera. Nuestro correo es de los más
seguros en toda Chimia; le pido entonces, sea franco, directo y tajante en lo
que tenga que comunicar.
Desde luego que no
será cancelada nuestra reunión mensual. Sin embargo, he instado a Santibáñez a reunirnos
con prontitud y de manera prioritaria antes de que llegué la fecha habitual;
así mismo aprovecho para hacérselo saber por este medio. Mi ciervo le dará los
detalles pertinentes.
Estará, al igual que todos
Nosotros, al tanto de las circunstancias y manera en que fue fenecido el
General. Por tanto, le pido que no se justifique con boberías risibles;
Krelissin cargaba consigo pecados propios como ajenos, y su mujer era incapaz
de efectuar algo así, basta con mirar en la desdicha en la que la ha
desamparado vuestra Majestad tras lo ocurrido. De seguir o creer los
planteamientos que propone, deberíamos soslayar cada cruento hecho que ocurrió esa
noche: los hombres muertos, los indicios de un claro asesinato premeditado y experto.
Claro está que, lo único que debemos omitir sin reparo alguno es el estúpido rumor
sobre la realización del mortífero ataque a manos de una hembra, más aún si se
habla de una vulgar y mundana doncella; no resultan más que eso: ¡estupideces!
No hay mujer capaz de realizar algo siquiera similar; “¡matar a tantos hombres,
¿y con sus endebles manos?!” Sólo son sandeces de mentecatos. Estuve ahí, vi el
lugar y cada palmo de éste, y créame cuando le digo (incluso puedo jurarlo por
mi propia vida) que fue perpetrado por un grupo de hombres, o de uno solo con
la suficiente habilidad y destreza para efectuarlo, que si bien es el caso, y
aunamos lo escandaloso de la escena, es de admiración: un hombre codiciado por cualquier
ejercito. La hipótesis más atinada señala que se debe de tratar de un grupo de mercenarios
o posibles asesinos enviados del Imperio (al General nunca le faltaron mujeres
y enemigos, ja, ja, ja) En el peor de los escenarios podríamos hablar de Corvus
leales al difunto rey; lo que me preocupa
en gran medida ya que la integridad y cripticismo del grupo se vería
comprometido, así como los planes a futuro de vuestra Majestad. Debemos estar
muy alertas y atentos a cualquier cambio si fuera éste el caso.
Conde de Sarlist»
Carta de Bromius Karlibsin, conde de Sarlist, al banquero
Santibáñez:
«Te saludo con afecto,
amigo mío.
Rodrigo, te pido
tengas calma y sosiegues tus preocupaciones acerca de leyendas ridículas sobre
el Espectro y su directa implicación en la muerte de Zorian. Desde la
desaparición del Rey se le señala por todo tipo de muertes trascendentes en
cada rincón del planeta, como de hecatombes de caris siniestro y magnitud macabra.
De la misma manera que llegamos los tres, hace más de un año, a la absoluta
conclusión que lo sobrevenido en
Gregsindal no lo realizo sino el mismo pueblo y su inhábil regencia renegada de
la Corona, obtendremos intachables conclusiones similares ahora que nos
sumerjamos en los resientes eventos trágicos acontecidos en el borde norte.
Vuelve a dormir
tranquilo, y saluda de mi parte a tu esposa y críos.»
Cinco días después.
«Tenga buen día, mi
querido Conde.
La razón de mi misiva
es comunicarle que, debido a problemas en el banco central de la Capital no
podré reunirme con vosotros en palacio; aunque es una reunión de vital
importancia como de prontitud, tendremos que posponer nuestro encuentro, ya que
como bien sabrá mi puesto me tiene sujeto a este tipo de imprevistos. De igual
manera le pido tenga la cordialidad de avisar a nuestro colega Filipi. Os pido
me pongáis al tanto si llegaseis a celebrar la reunión, tan pronto sea posible.
Su querido amigo Rodrigo Santibáñez.»
Una semana después el conde Karlibsin, hasta hace algunos
años reconocido Terrateniente, recibió urgente correspondencia de Filipi du
Ástin, médico laborante en la Capital, colega de la academia; la urgencia se
debía al asesinato de Santibáñez la semana anterior; al día siguiente de la
carta previa.
«Bromius, como me ha
solicitado, acudí a realizar las pesquisas necesarias para esclarecer lo
ocurrido a nuestro estimado amigo Santibáñez en el anfiteatro privado del Duque.
Al parecer lo tomaron
por sorpresa igual que al General, en una habitación retirada de donde se
encontraba el resto de invitados. Ruptura de cuello es la causa de muerte, lo
pude confirmar.
Por otra parte, le
alegrará saber que he conseguido señas importantes que me han llevado, como
mencioné antes, a constatar que se trata del mismo asesino que del General, que
son más de uno, ¡y por encima de todo!, como se sospechaba, son mujeres;
féminas tras los ataques al General como a nuestro amigo Santibáñez. Lo que le
relataré lo oí de primera mano del primordial testigo de los acontecimientos;
mismo relato que lo convencerá de que en efecto son mujeres de las que
hablamos.
A mi llegada,
inmediata y cordialmente, el comisario Alfonci me facilitó todos los medios
para hacer mis propias indagatorias y poder ahora informarle a usted; también
se puso a mi disponer diversos recursos para mi empresa (como un intérprete de fe’dä, ya que varios interrogados, como el propio
comisario, parlan fe’dä de forma
materna —temo que mi expresión y comprensión del fe’dä no es lo que fue en la academia—. Por la tarde del día de mi arribo uno de los guardias en el proceso me llevó a
entrevistar al deponente principal y antes mencionado: un joven simio que en su
tiempo de descanso como pupilo de maestresala se escabulló en una de las
habitaciones —contiguas al crimen— a descansar entre las trabes del techo.
Perpetrado el asesinato, una de las doncellas dio tremendo grito al entrar en
la habitación y hallar el cuerpo de Rodrigo —se desconoce si las asesinas
estaban en la habitación entonces—; a los pocos minutos, en la habitación
desocupada donde el joven simio descansaba —de nombre Guillermo—, una de las
asesinas entró a ocultarse y cerró tras de sí con sutileza, así lo relató
Guillermo. La describe de estatura alta, compleción modesta, cabellos canarios
y tez clara; “ropas extrañas”, así lo mencionó, y armas a la espalda como a la
cintura. El grito de la doncella alertó a los guardias siempre en la puerta
principal; ella misma los invocó al tercer piso, donde todo aconteció. Revisaron
la habitación del crimen, para con prisa inspeccionar el resto de recintos. Al
aproximarse los guardias a inspeccionar la sala la mujer se ocultó tras el
armario debajo de Guillermo, quien, al ser sumamente tímido, jamás emitió
siquiera un nimio ruido. Dos guardias entraron a revisar cada rincón mientras
los demás hacían lo mismo en habitaciones lindantes. Estando uno de los
guardias a punto de descubrirla, la mujer surgió de su escondrijo y atacó;
según he oído, con rapidez y destreza derribó a ambos arrojando a uno contra el
otro. Cuando acudieron los demás hombres a prestar ayuda uno de ellos ya había
sido asesinado. Con algo de dificultad, y excelso primor, la asesina logró
hacer frente a los tres hombres; esquivó estocadas y sablazos, como golpes de
todos ellos. Cuando llegaron dos guardias más una segunda mujer también
apareció —con un segundo muerto allí—. Por lo que los médicos y el testimonio
de Guille aportan, ninguno de los guardias presentes tuvo posibilidad de vencer,
pese a asestar embates y su notable preparación para el servicio. Escapando, en
medio de disparos, eliminaron a seis guardias más, entre ellos un diestro
capitán invitado a la función.
Se acaba de hallar un
papel con un mensaje que al parecer pertenecía a una de ellas, y perdió en la
riña; se creé por esto que es de importancia. Carece de mucho sentido, pero
igual enviaré una copia.
Una tragedia absoluta,
sin duda. Sin más que reportar, por ahora, espero noticias de usted. Sin
embargo, me parece que el proceder es obvio, y más aún las intenciones de
quienes, sin temor a errar ya, vendrán por nosotros.
Filipi du Ástin.»
Mensaje hallado:
«Tu venial miramiento
resalta grandes inspiraciones, wild expressions; purgar y fornicar espaciadamente, while instas with medianos
knowledge ya impropios, ganas
interpretaciones vacuamente grotescas, espantosas, especialmente paganas
generalizadas sobre raros hechos insanos. Paz, intensidad, estoicismo. Darío.»
Respuesta del Conde:
«Agradezco de corazón
el viaje que ha realizado así como ponerme al tanto.
Sus aseveraciones no
tienen cabida más que en lo absurdo. “¡¿Mujeres que asesinan a nobles de Chimia?!”
Le pido se dé cuenta de las tonterías que afirma. Reconozco que las cualidades
y habilidades tanto físicas, mentales y psíquicas son muy equiparables a las de
nosotros, de nuestra especie (no tan inferiores como las de nuestro genero
opuesto, desde luego), pero aun con ello en mente resulta muy dudoso que el
joven simio haya visto lo relatado. Por ningún motivo en esta tierra, y bajo
ninguna circunstancia no favorable para ellas, una mujer es superior a un
hombre, ¡mucho menos se diga que estén por sobre las fuerzas del orden público
o marcial!; dichas aserciones deberían ser sancionadas y corregidas con rigor…
incluso tomadas como blasfemia.
Apartemos hipótesis
ilógicas y ocupémonos de lo único importante. A partir de ahora debemos tomar
todas las medidas pertinentes para anticipar seguros ataques venideros; al ser
claro que algún grupo, ¡de HOMBRES! (como demuestra el nombre del redactor de
la minúscula carta encontrada), viene por nosotros. Cortemos contacto alguno
por un par de semanas. Entre tanto, avisaré a nuestros colegas sobre la actual
amenaza. Sin duda enviaran a por ellos a la brevedad, y terminaran con estos
desdichados contratiempos. ¡Tenga calma!
Conde Bromius.
Postdata: De
presentarse cualquier evento trascendente, sabe como contactarme.»
Pasaron cinco semanas desde el último contacto entre el
Conde y el médico Filipi. Por lo tanto el Conde envió a uno de sus allegados a
buscarlo y entregarle una misiva, que ponía:
«Querido amigo mío,
hace semanas que no tengo nuevas de ti; comienzo a preocuparme. Mas me inclino
a pensar que te encuentras todavía oculto y temeroso; pensamiento inspirado por
aquella vez que evitaste cobardemente a nuestro preceptor de cálculo por toda
una semana, ja, ja, ja.
Debes saber, amigo
mío, que nuestros colegas están al tanto de lo acontecido. Y ya que no he recibido
noticia alguna de ellos desde que me comunicaron que tomarían partido de
inmediato, te aseguro que la amenaza sobre nosotros debe estar ya contenida; de
seguro los mismísimos Corvus se
ocuparon ya de ello.
Apenas termines de leer
esta misiva, te imploro mandes respuesta con mi lacayo.
Tu querido amigo Bromius Karlibsin.»
Los días transcurrían con pesadez para el Conde. Daba una y
otra vez vueltas por el palacio, cabizbajo por la incertidumbre, elucubraba y
se imaginaba lo peor. No recibía a nadie; dormía menos de lo que debía, y comía
de igual modo. Por las noches atrancaba la puerta por dentro y temía a
cualquier ruido: estuvo a nada de matar de un tiro desde el balcón de su alcoba
a una doncella que acudía al llamado de las aguas de media noche, Esta suerte
no la compartió uno de sus finos canes, que mató con el mosquete al estar el
pobrecillo oculto a la sombra de los matorrales. Lo lloró con profundo dolor
pues por él emanaban de su pecho sinceros sentimientos de aprecio y afecto;
similares a los sentidos hacia Filipi, a quien estima como al hermano que nunca
tuvo. Si bien nunca lo expresó como tal, procuraba con esmero, según su propio
sentir, demostrárselo.
Al recibir una carta urgente y oriunda de La Capital de inmediato
sintió un alivio hasta lo hondo de su alma.
«Respetabl Kond dv Sarlist, m’entristes Y
informar a vst qe dvn Filipi dv Ästin ha fayecid. Sæ presvpon æl fve
enbenenadi. Æsts heçis akonteciervn has yæ dvs cemanæs.
La razvn dv qe Y le eskribæ hastæ ahoræ æs
debid a lvs ebentis desafortvnadis qe cigiervn al acecinati dvl medik Filipi.
Cigiendi Y las indagatoriæs et pesqisæs dvl kaci sæ enkontrö vnæ kortæ kartæ
dirigidæ a dvn Mavri Mavricin dv part dv dvn Filipi adbirtiendi a æl sobr vn
grvpi dv fem’acecins q’estaban tras æl et irian per dvn Mavri. Kab destakar qe
la kartæ sæ enkontrö arrvgadæ entr las manis dvl hoi difvnti; sæ infier qe æl
l’escribiæ agoniçandi. Cin tiempi qe perdir, Y lokalicë per medio dv la kartæ a
dvn Mavri et Y lo pvs a resgvardi. Per desgracia mæs esfverçis per protegerli
æl o indagar la natvraleçæ dv l’amenaçæ fvervn infrvktvosvs totalment: pvis fve
tambïn acecinadi, inklvci ciendi æl resgvardadi per la mita dv mæs hombris,
todis ælos, hastæ ahoræ, intaçabls æn
svs laboris. Le krimin fve ehekvtadi al intentar hvir dv sv atakant, ciendi
estrangvladi æl per detras kan algvnæ especie dv sogæ finæ. Sv kondicivn kom
afrikan, altæ et fornidæ, le cirbio dv poqi. Ne hai rastri algvni dvl
perpetradvr; ningvni dv mæs hombris vio, oyö o notö algi sospeçoci dentri o
fveræ dv la kasæ resgvardadæ. Y kaci olbid mencionar qe todi ocvrriö æn pleni
diæ, cerkæ dv las tries horæs dvl diæ.
Enteradi Y dv qe vstedis eran bvenis anigs, Y
le insti a qe çi vst sab algi relacionadi al motib dv les anterioris decesvs me
lo hagæ sabir dv inmediat, mäs inklvci çi crë qe, o çi, sv bidæ sæ be æn
riesgi, æn kval kaci akvdæ vst a las avtoridas cerkanæs a vst, et pidals vst me
pongan al tanti kvanti antis.
Y agradeçki sv tiempi et prontæ respvestæ æst
asvnti.
Tercir Komisario dv La Kapital,
Alfonci Grvtcin.»
Lágrimas humedecían el papel. Bromius comprimió la hoja
entre su mano al cerrarla en puño. Dando un sonoro golpe al escritorio echó a llorar
la pérdida de su hermano.
Aminorada su pena, sumergió en el tintero la pluma y se
dispuso a redactar con coraje.
«Comisario, la
mediocridad en su única y vital encomienda de preservar la vida de todo
ciudadano es merecedora de la orca. Y tenga por seguro que haré todo lo
necesario y bajo mi poder para que sea así, ya que esto compete al mismísimo rey
de Chimia. Además de obvios criminales, son abominables seres no merecedores de
la más mínima de las misericordias, acreedores al peor y atroz de los castigos
por perpetrar las muertes de nobles y altísimas personas como los difuntos Filipi,
el general Zorian Krelissin, el banquero Rodrigo Santibáñez y de Ma…»
Paró en seco la escritura; apartó y dejó caer la péndola al
suelo, sin importarle haber manchado el exquisito pantalón blanco del conjunto.
Se puso de pie con abrupto —hizo rechinar la silla en el marmóreo piso— al
caer en cuenta, de forma reflexiva y sombre todo por lo escrito en el último
enunciado, de sus propios crímenes, sus propios pecados, la parte que tomó en
las acciones viles y macabras realizadas hacia la antigua Corona: por lo que
eran cazados de forma implacable. Llamó a gritos al maestresala y lo instruyó a
que alistara cuanto era necesario para salir a toda prisa; estaba pálido como
la más blanca de las gallinas. Cuarenta minutos después, estaban ya en fuga.
Parte IV
Entre reyes y divinidades
Hacía una hora que la celeste luminaria de la tierra se
disipó al horizonte. Ludmila repitió el conejo cocido que hace un par de horas
cazaron y comieron. Y se pusieron en marcha. Transcurridos largos meses de metódica
y cauta planeación y ejecución, así como de vital rastreo e indagación, estaban
ante el final de sus objetivos en esta cacería; pero muy lejos de ser el último
o el más meritorio.
Las hermanas observaban ocultas desde el borde arbolado que
delimitaba la parte norte de las tierras del ahora conde, entonces
Terrateniente. Era el turno de Çarlot
de sondear el terreno aledaño a la hacienda con el catalejo; con el hombro
apoyado en un grueso árbol contaba los guardias en torno a la edificación
central y sus cercanas construcciones menores. Al concluir un cuarto barrido
del horizonte próximo se acercó al grupo; donde Leavis esperaba con una rodilla
al suelo y arco listo para actuar mientras vigilaba el flanco izquierdo; Ludmila
sentada al suelo de piernas cruzadas revisando sus armas más que el flanco
derecho, y la más joven de ellas cubría la retaguardia oculta tras un arbusto.
—Son unos quince al menos. Las patrullas tardarán en volver,
lo que nos da cerca de quince minutos —comunicó Leavis, al estar todas
reunidas—. Avanzaremos hasta el muro y de ahí al granero en relevos.
—La prioridad es llegar al establo. No permitiremos que
nadie huya y pida ayuda…; nos llevará tiempo “charlar” con el Conde… y no
querremos ser interrumpidas. Todos son mercenarios o traidores, da igual su
porvenir. Tú, niñata, permanece aquí y vigila; esta empresa es mucho para ti —ordenó
Ludmila ya ansiosa por esa “charla”; dejaron a la mocita, como acostumbraban, fuera
de acción y peligro.
—¡Raudas y cautas, muchachas! —exclamó Çarlot, pues era su frase habitual antes de encaminarse a la caza.
La vegetación era alta de camino al muro derruido, lo que
les permitió llegar hasta allí con simpleza, agazapadas y una a la vez. Primero
Leavis, seguida por Ludmila y Çarlot
al final. En cuanto entraron en el alto pastizal comenzó el silencio verbal
entre ellas; ahora sólo se comunicaban con señas, sonidos y gestos, según lo
que ameritara la situación. Reunidas en la primera posición, Leavis comunicó haber
percatado la presencia de alguien al otro lado del muro. El correr del agüilla
en chorrito lo confirmaba. Ludmila y Çarlot
ayudaron a Leavis a que alcanzara a echar un vistazo: se hincaron ellas dos de
espaldas al muro para que apoyara los pies en sus muslos; con parsimonia se puso
de pie para lograr ver al otro lado. Un guardia de frente a ella, inclinado
hacia el muro, sostenía su propio peso con una mano mientras miraba al suelo. Desenfundo
su daga Leavis, homologa a las de Ludmila, y de un saltito alcanzó a tomar al
hombre del brazo y halarlo; entre cortos y lánguidos forcejeos de éste y
mientras era sujetada de las piernas por sus hermanas, alcanzó a acertarle una
puñalada en el lateral de la cabeza. Quedó colgada de medio cuerpo en la barda
y a tirones la ayudaron a volver. Entre gestos de repulsión Leavis se olía la
mano, apestosa a micción al igual que la manga de donde la sujetó. Rápido se
limpio la mano entre el pasto, con frenesí y repetidas veces. Después de revisar
las cercanías, cubiertas y agachadas desde las esquinas como siempre en
coberturas de baja altura, corrieron agazapadas hasta el granero abandonado,
miraban a todas direcciones en el proceso. A cubierto en el granero, viejo y
maltratado por el tiempo, se escuchó la madera del piso superior crujir por el
peso —un sonido muy distintivo—. Entraron al granero Leavis y Ludmila pues eran
las que portaban las ballestas; Çarlot
vigilaba afuera con el arco. Cautas y raudas llegaron hasta las escaleras,
también de madera rancia y muy posiblemente chillona. Ludmila se tomaba su
tiempo para siquiera subir un escalón; revisaba con sutileza y reserva la
resistencia de cada tablón. Una vez en el piso superior, con arrogancia se
colocó la ballesta a la cintura para atacar con la daga, como prefiere en estos
escenarios. Mientras Ludmila se aproximaba entre las sombras a él, éste era ya
consciente de su presencia. Dándole intencionalmente la espalda desenfundaba
con languidez la pistola. El vigía se giró súbitamente. El brillo metálico del
bien pulido cañón evitó que Ludmila se abalanzara sobre él. Se miraron
fugazmente; ella resultaba una oscura silueta con apenas su rostro divisible,
sorprendido con una ligera angustia; iluminado por el candil que colgaba de una
viga.
—¡Muere, maldita puta!
El alongado proyectil terminó en su ojo, lo que permitió a Ludmila
correr a terminarlo al soltar éste la pipa
y llevarse ambas manos a la cara; cortó el grito de dolor del hombre al calarlo
de frente, en diagonal bajo el costillar al pegar su cuerpo al de él para
impelerlo con fuerza y terminara en el suelo. El shock por ambas heridas hizo
que se desmayara y muriera al poco tiempo. Entre tanto, Leavis preparaba la
ballesta con otro virote a mitad de las escaleras. Ludmila, con trozos de las
ropas del muerto cubría y hacia presión en los orificios sangrantes para evitar
que emanara en exceso y goteara por entre el piso y pudiera alertar a quien
pasar por allí —no les pasaría de nuevo—. Çarlot
tomó la posición en la segunda planta donde colocó el mosquete a un lado de la
amplia ventana con vistas al lateral de la residencia, a unos treinta metros; y
con arco en mano —ya que era sumamente diestra con él—.
Leavis y Ludmila avanzaron con la prevención y protección de
Çarlot hasta la siguiente estructura:
un cuartillo donde pasaba la noche la servidumbre; edificación de una sola
planta que formaba una «U» en su parte posterior, justo donde ellas arribaron.
Entre barriles rotos y desperdicio se ocultaron a tender la trampa. Al poco, el
ruido de maderas caer atrajo la presencia de uno de los guardias apostado a la
entrada de la residencia. Lentamente se aproximaba, ya que por precaución se
veía obligado a revisar, le pareciera o no. Al llegar nada vio más que montones
de maderas rotas todas desperdigadas. Al bufar con desaire y estar por
marcharse frente a él cayó una tablilla al fondo del “callejón sin salida” —efecto
del movimiento del pie de Lea—. Asumió, por el relativo espacio corto tras la
tabla angosta al fondo, que se trataba de algún animal silvestre, indómito que
se ocultaba ahí.
—¡Venid; encontré una zorra! —vociferó asiendo la pistola,
para que los demás estuvieran al tanto de una posible falsa alarma de ataque. —Ven,
zorrita, no te haré mucho daño.
Teniendo el hombre que pasar por entre dos barriles a medio
camino, y que estrechaban el paso —uno semi-roto y el otro entero—, agachó el
cuerpo para escurrirse y pasar. Ahí fue cuando Ludmila le clavó la daga justo en
el cuello, desde debajo, en la quijada; lo haló de la mano y lo finó en el
suelo. Estando otros dos guardias de frente a la entrada al sitio de emboscada,
recibieron en simultáneo un virote, uno de ellos en la cabeza y el otro en el
tórax. Con agilidad, ellas se desplazaron por entre las maderas para ocultar el
cadáver y convertir al otro en uno. Leavis se arrojó sobre la espalada del
herido, lo derribó, y lo arrastró tomándolo de ambas piernas. Un cuarto hombre,
que giraba en la esquina lejana del cuartillo, alcanzó a ver la mano de su
colega resistirse al arrastre y sujetarse del filo de la pared.
Çarlot, al ver que
el cuarto hombre se devolvía por donde vino, oculto de su tiro ya listo, esperó
que no corriera por ayuda o gritará con el mismo fin. No apartó la vista (o
siquiera parpadeó) de la esquina donde desapareció de su vista el hombre; sus
músculos permanecían iguales o más tensos que la cuerda del arco; controlaba su
respiración y latidos, que le provocaban ligeros, pero importantes para ella,
movimientos como para efectuar un tiro certero. En ella destacaba la cualidad
de tomar el arco de manera ambidiestra, ya que poseía buena vista en ambos ojos.
El guardia asomó la cabeza y la regresó a salvo en un instante. La centinela,
de hebras bermejas, tenía toda su concentración en su blanco; en parte su
conciencia estaba en un estado puramente autómata, y a la espera de cambios o
nuevos factores que la sacasen del transe en que se hallaba, o bien, de forma
ideal, pudiera culminar su propósito inmediato. La saeta voló libre hasta su
destino, al éste asomarse exactamente como antes pero, en realidad, no tan rápido
como los reflejos de ella, como su perspicacia, como ella misma. El zumbido de
la jara que cortaba el aire, veloz y mortal, advirtió a sus hermanas. Quienes
echaron un vistazo en la arista antes de tomar el cuerpo. Mientras una cubría
la saliente la otra ocultaba el cuerpo junto al resto. Entre las tres, de forma
sutil, sofisticada, estratégica y silenciosa sobre todo, limpiaron la zona
inmediata a la residencia; sin novedad alguna de las patrullas. Bajo uno de los
balconcillos del segundo piso, Leavis fue asistida por sus hermanas para subir
hasta allí. El resto esperaron semi-expuestas bajo una de las ventanas laterales.
Una vez en la residencia, específicamente en la habitación
del maestresala, bien amueblada y confortable, Leavis cerró con la misma
delicadeza con la que abrió el ventanal al balcón. Antes de avanzar con
circunspecta flema, se tomaba breves segundos para escuchar con total atención.
Entonces, sus pies eran pies de felino; pies y pasos de una felina al acecho:
silentes, livianas e imperceptibles para su presa hasta el momento letal y
final en que ataca. De igual forma procuraba las sombras y “escondites”, fieles
coberturas, resguardos de la incertidumbre de lo ignorado y adverso, de alguna
sorpresa innecesaria. Para fortuna de ella los pisos eran de piedra y no de
madera, incluidas las escaleras; terreno traicionero por su naturaleza y
constante desgaste. En la planta inferior se escuchaban un par de voces
dialogar con discreción. Al ubicar la fuente de las voces (dos mercenarios en
la cocina), Leavis revisó el resto de la planta en busca de más actividad, mas
no halló nada. Echó un vistazo rápido en el umbral de la cocina: ambos sentados
a la mesa en el centro de la habitación; uno de ellos le daba la espalda
mientras el otro estaba de frente. Leavis irrumpió sagazmente; disparó un
virote a la cara del mercenario al otro extremo de la mesa, y justo al
reaccionar su compañero lo vapuleó a cachazos con la culata de la ballesta.
Semi-inconsciente en el suelo, lo terminó con la daga.
—Eliminé a dos en esta planta. Parece que está en la
superior, en su estudio —reveló Leavis al abrir la puerta trasera a sus
hermanas.
Faltando por inspeccionar un armario en la planta superior
para dar por despejado el interior de la residencia
Al inspeccionar a fondo el interior de la residencia y
faltar sólo una habitación en la planta superior, Çarlot posó su lechosa mano en el pomo de la puerta de ésta, un
armario, cuando Leavis gritó:
—¡Escapa por la puerta frontal!
Çarlot se precipitó
a asir el arco y perseguirlo, pues no escaparía por ningún medio; alcanzó a mirar
los pies del Conde cruzar la puerta principal al estar ella en la cima de las
escaleras. Bajó de dos en dos los escalones y se arrodilló al final de estos, y
antes de poder alinear el tiro Ludmila calló sobre el fugado al saltar desde la
ventana sobre la puerta, a donde apenas escuchó el exclamo de Leavis corrió
lista a efectuar su intrépida hazaña de salvación —Ludmila poseía una notable
memorización y orientación—. Apenas amortiguó su caída con el cuerpo de Bromius
se abalanzó hasta su boca para evitar alertara a la patrulla. Para facilitar su
silencio y arrastre Çarlot lo golpeó
en el estomago en cuanto lo tuvo cerca. Entre las dos lo llevaron hasta su
estudio, donde lo sentaron en una silla común —dispuesta para quienes atendía
ahí—.
—¡No revelaré nada, sucias lumias! —vociferó antes de ser
golpeado a puño limpio por Ludmila; que ansiaba esto desde hace mucho tiempo.
—¡ Alguien como tú sabe poco sobre lo que necesitamos!; un
simple ciervo miserable…, un pobre diablo sin nada más que sí mismo —declaró Ludmila
tomando una silla a la que dio vuelta para sentarse y cruzarse de brazos sobre
el respaldo.
Çarlot y Leavis abandonaron
la habitación (a lo que el Conde reaccionó con intriga); harían guardia
mientras Ludmila charlaba con él.
—¿Qué… qué queréis entonces de mí? —indagó temeroso.
—Venganza y absolución…
—¿Qué os he hecho; dime?
—Directamente nada —dijo ella poniéndose de pie frente a su
asiento—. ¿Ha disfrutado de su estatus actual, Conde? Porque en parte eso es lo
que nos ha traído aquí, a este justo momento y lo que ocurrirá ulterior. Eso es
la Vida, el Todo —divagó reflexiva—.
Un día usted codició más de lo que tenía, ¡quizá!, no lo sé con certeza. O…
posiblemente se le presentó la oportunidad: alguien lo guió, aconsejó o llamó.
Ser un terrateniente con vastas tierras no le basto, ¿cierto?
—¡Qué sabe de mí una estúpida como tú, de mi vida y lo que
me ha costado ser quien soy!
—Tiene razón, Conde. En parte la tiene… Veo que es creyente
del Dios de Dioses —exclamó Ludmila, al percatarse de un tronco grueso con
forma de Y ungido con sangre de
cordero, arriba de su blasón otorgado por concesión no hace tanto, en el muro a
espaldas del escritorio—. Con certeza debe conocer este pasaje: «También se erige el abismo con monedas y
centavos, metal tan poderoso como la espada mejor templada; nimio mineral trasformado
en valor ambivalente. Usado, ungido en escupitajos a la bondad de la caridad
apenas toca pérfidas manos; con meros propósitos de dilatar las arcas del
tirano, del avaro y codicioso… ¡Uno más de tantos dæmanum!»
—No es más que blasfemia, ¡ESPURIA BLASFEMIA! Asquerosa
bruja, ardera…
Ludmila se abalanzó sobre él y lo derribó de espaldas con
todo y silla al empujarlo con fuerza de la boca. Antes de concluir el pasaje le
apretó la boca y pómulos con todas sus fuerzas, lo miró a los ojos mientras se
sacudía y forcejeaba para liberarse del agarre.
—«…son entonces yerros,
PECADOS plagados de codicia y desprecio a la miseria visible y palpable en el Hombre;
actos carentes de piedad al prójimo, a su igual.»
—¡Haré que te escalden y calcinen por bruja! —juró al
ponerse de pie.
—JA, JA, JA. ¡Qué lo vuelvan a intentar! —señaló, seria,
arrogante y desafiante a la propuesta.
El Conde acalló sin atinar a como amedrentarla, hacer eso
que siempre hacia con cualquier mujer que buscará opacarlo, contrariarlo o por
mucho menos. Hizo que él recogiera la silla y se sentará de nuevo, sentada ella
como antes, mientras sujetaba la pistola en la mano; hacía muecas y mohines
para que efectuara dicha orden.
—¡Dime qué quieres o mátame!, repulsiva asesina —Escupió
hacia ella—. Como hiciste con los demás buenos hombres que… —enmudeció al
chasquear el arma lista para dispararse.
— ¡Su caterva de
estúpidos mal paridos homicidas y traidores tuvo lo que merecía, tal vez menos.
Ludmila haló del gatillo mientras con la otra mano frenaba
el pie de gato, y aseguró así el arma.
—Olvidé con quién hablo: un noble de Chimia e idiota como
numerosos de ellos. Ja… —rió por lo bajo— Si bien no podría haber evitado esto
si pudo haberlo aplazado, señor conde
—Cargó de nuevo el arma—. Constantemente se le advirtió; tus camaradas
conspiradores lo hicieron repetidas veces. Que un grupo de MUJERES venían a por
ti. Algo que negó rotundamente y sin parar. De seguro crees que yo, frente a
ti, soy nada más que una pesadilla: una mujer tanto o más capas que un hombre,
que un soldado, tan fiel y aguerrida como el mejor de ellos.
—Ja, ja. “¿Soldado, tú?” Una simple asesina de quinta con cuantiosa
suerte.
Al levantar el arma de forma vertiginosa, el Conde cerró los
ojos al creerse muerto, pero ella de nuevo la descargó (método muy usado por
ella para amedrentar a sus interrogados).
—¿A quién sirve? ¿A la Corona… a su Dios? —dijo con enfado Ludmila—.
Tu Rey y tu Dios son un homicida y un genocida… Lo que te hace cómplice…; más
por uno que por el otro. ¡Tu bastardo Rey —exclamó con rabia al ponerse de pie
y dar una violenta coz a la silla— usurpó la Corona e intentó matar a nuestra
Reina y A MI PRINCESITA! Entonces, tú, en cuanto te volviste devoto al Rey y te
compró como a otros con dadivas y promesas…; cuando te hizo conde para lograr
su empresa de tomar la Corona… A la sazón te volviste tan asesino como él
—terminó por decir justo en su cara.
Bromius aprovechó la oportunidad, pues sabía que no saldría
vivo y porqué no lo haría, y le dio un cabezazo y la empujó para poder ir por
el arma oculta bajo su elegante silla de escritorio —arma que todos los días
intercambiaba y usaba para su buen funcionamiento y evitar cualquier fallo al
dejarla empolvada todo el día previo—. Se arrojó al suelo para tenerla a pronto
alcance. En los escasos pasos, escasos momentos entre su silla y el arma, entre
la vida y la muerte, elucubró lo que haría: tomar la pistola, alar del
martillo, apuntar y disparar; tomar el arma de la difunta y escabullirse fuera
y lejos de la propiedad. Mas sin en cambio halló un vacio donde debiera estar
la pipa. Fue, para él, una sensación
espantosa, macabra como pocas, aderezada con algo de ira y mucha frustración.
—¡Espera, espera! ¡Lo admito, soy cómplice! Lo diré aunque
me ejecuten… es lo justo; pero espera —suplicó, al tiempo que Ludmila se
limpiaba de sangre el labio; y no quedarle de otra al pobre diablo.
—Justicia… ¿¡Justicia es lo que invocas ahora!? ¿Dime a quién
te entregaría para que se te juzgue por traición a la Corona: ¿a la Corona, la
que rige… o a quién? Podría tenerte preso por décadas mientras te veo morir;
pero, además de que no vales el esfuerzo, no cumplirías la principal utilidad
que tienes…: sir vn mensah.
Bromios pensaba en que decir, que hacer para sobrevivir;
todo pensamiento y posible acción lo llevaban a subestimar las capacidades e
inteligencia de sus atacantes femíneas.
—El concejo del pueblo —decía Ludmila— o una corte deciden
si al ladrón se le corta un dedo o que manos; si al violador se le castra, marca
o cercena..., y si al asesino se le cuelga. Pero el traidor casi nunca llega a
ser castigado. ¿Sabes por qué? Por justos como yo, seres fieles a sus deidades,
a sus convicciones, a su gente y familia. Mis Diosas mediante, y por mi Reina,
acabaremos con vosotros —Le propinó una patada en el abdomen, aún él en el suelo.
—¡Nadie puede tocar a los reyes, NADIE! Vosotras no sois
nada en contra de un solo Corvus
Real.
—Es probable que sí, lo sé —Ludmila hizo una larga pauta
enmarada entre pensamientos temerosos de lo que más temía, fracasar; mismos que
eran una constante en ella—. Juré a Nuestra reina Morrigan que con mis manos
terminaría la vida del Rey y la Reina —dijo Ludmila mirándose la mano izquierda,
con duda en el semblante— y la de cada uno de sus esbirros así tenga que ser reclamada
la mía en el trayecto… ¡Y así será!
El estampido del arma se hiló con el sonido de la última
letra tildada que pronunció, de la última palabra que Bromius, conde de Sarlist,
escuchó.
Parte V
La vida es frágil e incierta
Ludmila, seguida por Leavis, descendió pesarosa las
escaleras, a la vez que le rondaban todavía las ideas desalentadoras sobre su honrosa empresa por
delante.
—Estamos un paso más cerca —profirió con vehemencia y
confianza fingida, pues jamás dejaba que la negativa fuera notoria en ella de
ningún modo, o siquiera fuera perceptible; al menos eso creía.
Mientras cacheaban los cuerpos en la cocina, Ludmila,
recargada de espaldas a un mueble en el pasillo inmediato a las escaleras, de
brazos cruzados y mirada perdida, cavilaba sobre el futuro incierto que les
aguardaba. En ese momento de enajenación introspectiva, notó de reojo
movimiento y ruido provenientes del final del pasillo. En su actual estado
psíquico, a diferencia de lo cotidiano, su reacción fue simplemente torcer la
cabeza hacia su izquierda mientras contemplaba a la muchacha a lo lejos. Se
acercaba con languidez directo a Ludmila. Sus pómulos, tanto las mejillas y
hasta la comisura de los labios estaban marcados por lágrimas oscuras; su
cabello, largo y opaco, enmarañado; vestimenta de una pieza y blanca como la
misma nieve, sólo contrastada en partes con tonos grisáceos por mugrientos. De
rostro juvenil —al igual que lo aparentado por su estatura—, casi tan albo como
su prenda de dormir. Ludmila permaneció atónita, pasmada con la sangre y el
espinazo helados. Una parte muy recóndita en ella, que jamás había podido
diezmar siquiera en sus luengos y arduos años de adiestramiento y
entrenamiento, la llevaban a experimentar sueños y pesadillas sumamente
abstractos, incluso aparentaban ser más delirios que sueños al contarlos, pero
ambivalentes para ella; también, en ocasiones, se hacían presentes espíritus
como el que ahora aparecía frente a
ella. Por un instante se miraron ambas a los ojos.
—¡Los matasteis! —expresó el espíritu, con voz lastimera y
desconsolada.
Irguió el brazo el ánima, que asía una pistola; al apuntar
directo a las maduras y agraciadas facciones de Ludmila, ella simplemente cerró
los ojos en espera de que terminara lo que creía era nada más que una
alucinación, un delirio más. El estallido cercano la hizo reaccionar, y la
volvió en sí de inmediato con alteración.
Çarlot la
inspeccionaba tomándola de los brazos a la vez que le preguntaba cómo se
encontraba. Ludmila, confusa por el estallido a sus espaldas y aún con los
oídos zumbando, contemplaba a Leavis arrodillada ante la muchacha que estuvo
muy cerca de matarla de un disparo.
—¡Aguanta, aguanta, por favor! —suplicó Leavis luchando por
contener la hemorragia de la muchacha al hacer presión con ambas manos sobre su
pecho, sobre su prenda ahora profanada por la sangre que se expandía
remisamente.
Çarlot transitó la
primera planta en busca de materiales para salvar a la moribunda joven.
—Me… me… me duele —exclamó la mocita, que escupió unas
cuantas y diminutas gotas de sangre (de su boca cubierta al interior por el
vital fluido); miraba con ojos acuosos mientras profusas lágrimas germinaban de
estos.
Un par más de gotas brotaron, sólo que estas de los
lagrimales de Leavis, correspondientes, reflejo del dolor del alma ante ella y
en ella.
—Es el pulmón. —expresó con frialdad Ludmila de pie a un
lado de su hermana que la salvó. —No hay que…
La más joven de las hermanas irrumpió en la propiedad, y
azotó la puerta tras de sí.
—Ya vienen. ¡La patrulla oyó disparo! —reveló Ena
recuperando el aliento al pronunciar la primera oración y con esforzándose en
la segunda.
—¡Por qué no informaste! —reclamó Ludmila con enfado al
referirse a por qué no dio la señal en lugar de venir, como era debido.
—Ser… Son siete hombres armados con armas largas de fuego. Mi
posición está… antes comprometida.
Raudas alistaron el campo de batalla: el primer piso:
volcaron mesas y bártulos crearon parapetos y barreras para controlar los
accesos y dirigirlos por un solo camino; encendieron algunas velas y candiles
para obtener ventaja estratégica. Encendiendo la última de las velas, por una
de las ventanas divisaron el paso de una sombra proyectada en el muro de
enfrente.
«¡Ya están aquí! ¡Tienen antorchas!». Se comunicaron entre
ellas, pues toda información oportuna era repetida entre todas.
—Déjala, Leavis —instó Çarlot
halándola de un brazo. A lo que respondió zafándose con brusquedad y
empujándola de la pierna entre un alarido de protesta y rabia—. ¡VAMOS —exclamó
insistente en levantarla ayudada por la menor de ellas—… ya vienen!
Retrocedió mirando el cuerpo apenas con vida al ser
acarreada, y estar turbada, hasta detrás del parapeto que era la gruesa y larga
mesa del comedor. Se atrincheraron en el salón, donde colocaron la mesa en
horizontal y ceñida al exterior de los muros: con las patas encajadas hacia
dentro de la habitación y la tabla que obstruía la parte inferior del umbral; ésta
era una mesa larga, ancha y robusta.
El silencio casi podía palparse mientras esperaban ocultas.
A momentos echaban un vistazo hacia puertas y ventanas. Tras el cristal, a un
costado de la puerta principal, se dibujaba una flamígera silueta rutilante que
acrecentaba su fulgor al aproximarse. Cuando la fuente de luz iluminó por
debajo de la puerta reveló un par de extremidades. Ludmila, apenas y con los
ojos por sobre la tabla protectora e hincada a una rodilla, amartilló el
mosquete sujetándolo en vertical y lo colocó al borde de la mesa, tan lista
como ansiosa por descargar el arma. Desde su posición hasta la puerta eran
cerca de ocho metros sin obstáculos. Çarlot
cubría el pasillo lateral izquierdo del comedor, a cubierto tras un mueblecillo
enano y de poco volumen, que si bien no era apropiado para fungir de barricada
medianamente aceptable sí lo era para resguardarse del fuego enemigo. Leavis era
la encargada de recargar las armas para que así sus hermanas tuviesen mayor
cadencia de tiro y ventaja estratégica. Ninguna de ellas apartaba por nada la
vista de sus áreas auto-asignadas; llegaban a aparentar, por lapsos, ser casi
estatuas.
Tras minutos de mutismo por ambas partidas (en las que cada
cual buscó con agudeza escuchar al otro, a la vez que evitaban fuera escuchada
su presencia), el momento llego. La puerta se abrió con violencia debido a una
fuerte patada; golpeó con fuerza y revotó en la pared. En ese cortísimo instante
de apertura, una silueta entró cual espíritu en pena, que desapareció a la
izquierda en el pequeño cuarto de recepción. Dispuesta a disparar al segundo
hombre que entrara, Ludmila contuvo el impulso al visualizar una sombra extra.
El segundo hombre en entrar arrojó la antorcha al frente e ingresó hacia la
misma posición que su compañero. Esto le dificultó a Ludmila distinguir con claridad
más allá del medio de la habitación frente a ella; pues entorno a la antorcha
todo era oscuridad absoluta. Aún así no apartó la mira del umbral de la puerta
frontal; con la vista fija, clavada en su objetivo venidero, tal cual hace un
ave rapaz con su inocente e inadvertida presa. Un destello argénteo indicó a Ludmila
halar del gatillo; con ello derribó a uno de sus rivales y comenzó la refriega
infernal. Sin titubeos ni tiempo a perder les respondieron el fuego: dos desde
cada extremo del umbral divisor del interior y el exterior del edificio, y los
dos hombres dentro desde el flanco izquierdo.
Mientras rugían estridentes y sin cesar las armas,
acompasadas por flamantes destellos, un mercenario ingresaba a la segunda planta
ayudado por su socio que le serbia de apoyo e impulso; tal y como lo realizara
Leavis. Una vez dentro, y sin saber si habría alguien en ese piso, anduvo con
cautela; el único ruido efectuado fue el chasquido del arma al cargarla. Por
ser un veterano de guerra, participe en dos de éstas en su vida, resultaba ser
bastante hábil, el más apto y mejor capacitado de todos sus colegas. Apenas
aceptó el trabajo de proteger al Conde tomó como medida pertinente conocer cada
rincón del terreno como de la propiedad, y donde se hallaba todo; lo que le
permitió, ahora y a oscuras, poder hacerse con una lámpara de aceite guardada.
La encendió con una cerilla y prosiguió la búsqueda de su contratante. En el
corredor principal, mientras hacía pautas en su avance, podían escucharse,
entre disparos, gritos de órdenes e indicaciones de ambos bandos en la planta
inferior. El sonido de una moneda caer lo hizo voltear a su izquierda, hacia la
habitación aledaña; justo entonces la hermana menor apareció de entre las
sombras de la habitación paralela, y de un veloz manotazo lo despojó del arma; lo
pateó en el ijar derecho antes de siquiera permitirle reaccionar; ambos retrocedieron
unos pasos, y ella, al dar un vertiginoso medio giro (horizontal) acompañado de
un salto, lo remató de una patada en el mentón. El mercenario soltó la lámpara, mas Ena con sus ávidos reflejos
logró atraparla al vuelo, dejarla a salvo y terminar en guardia lista para
seguir el combate, todo sin pensarlo a conciencia o detenerse siquiera una fracción
de segundo.
—¡Polvo! —exclamó uno de los hombres a cubierto tras el
muro, que pedía le arrojaran una talega con pólvora.
En ambos grupos comenzaba a escasear la munición. Esto
representaba una ventaja para ellas más que para ellos, ya que las damas
contaban con flechas y saetas.
Dos de los hombres, uno a cada lado del muro divisor del
comedor y el recibidor, se comunicaron a señas tener cada uno un último tiro. El
de la derecha tomó un abrigo colgado frente a él. A la voz de «sin munición»
arrojó el abrigo al interior del comedor. Tras el disparo efectuado, por Çarlot, su compañero respondió, ella a
éste —con el tercer mosquete a sus pies—, y todos quedaron sin munición útil en
sus respectivas armas largas. Recargaba la mujer de cabellos intensos a la vez
que daba continuos vistazos sobre el mueblecillo que la cubría; abortó la
acción pues ambos hombres se abalanzaron por ella con sables en mano. La primera
estocada, descendente, la atajó con el mosquete; que inclinó y movió hacía su
lado siniestro apenas chocaron ambas armas entre sí, y consiguió apartarlo de
enfrente a ella; alejó a su agresor al asestarle un culatazo en la cara. El segundo
hombre atacó de igual modo, con un sablazo desde lo alto; pero Çarlot lo evadió al dar un paso al
frente al tiempo que se inclinaba para ejecutar una pirueta al suelo. Desenfundo
el arma de mano al estar boca arriba, y se rodó hacia su derecha y frenó en
seco a su oponente: lo atravesó la esférica bala que terminó por quebrar en dos
una de las velas de la titilante araña. Çarlot
fue derribada por un potente empellón de un nuevo adversario que llegó
corriendo con hacha en mano. Aún desorientada por el derribo, alcanzó a parar
el ataque de su oponente ya sobre ella. El hombre con el sable, el primer
atacante, cayó de rodillas acompañado de una saeta clavada en la base de su
cuello: que no lo mató. Çarlot
resistía con todas sus fuerzas para no ser extinta de un horripilante hachazo
en el rostro; su mirada (aguerrida a la vez que temerosa) iba de la rabiosa
expresión del hombre sobre ella al otro hombre de rodillas a unos metros que
buscaba contener la hemorragia con ambas manos en el cuello.
—¡Deja de luchar Y MUÉRETE ASQUEROSA LUMIA INFERNAL!
—vociferó el mercenario escupiendo a cada palabra; aplicó mayor peso sobre ella
al entrar en desesperación por no poder con una “simple mujer” más: ya que
comenzaba a sentirse superado en fuerza.
Çarlot se giró de
caderas y cedió resistencia al ataque apenas sintió que él intentó hacer mayor
presión sobre ella al levantar la cadera para conseguirlo. Ella quedó de
costado en el suelo con el hacha a centímetros de su mesuradamente pecoso
rostro; y cercenada sin remedio, al realizar tan osada maniobra, una buena
cantidad de sus hebras capilares. Al tenerlo pegado a su cuerpo de forma
literal, rauda alejó el rostro de él con una mano y evitó zafara el hacha con
la otra; él constantemente le apartaba la mano en su rostro a manotazos.
Después de uno de estos manotazos Çarlot
ya no volvió a sujetarle el rostro sino que le asestó un puñetazo en la
sangradura del brazo que buscaba desesperado el arma afianzada al piso de
madera —único piso así en el comedor y recibidor—. Çarlot deslizó su brazo por entre ambos cuerpos juntos del todo,
prensó al pobre infeliz de los testes y se los apretó, se los estrujó con toda
saña y fuerza posibles; resultó ser escupida de nuevo. Sus fuerzas se
aminoraron notable e inmediatamente, lo que le permitió quitárselo de encima
como si se tratara de sabanas por la mañana. Pasos presurosos marchaban en el
recibidor. Çarlot se incorporó para
seguir la lucha y sólo atinó a coger una silla y recibir al primero de los
nuevos adversarios como es debido: con una cálida bienvenida y un asiento. Se
arrojó sobre el otro con las patas de la silla hacia el frente, lo llevó de
espaldas contra la pared sin mucho que éste pudiera hacer. Mientras ella, con
toda su fuerza, presionaba el mueble contra el enemigo, éste pudo tomar su arma
del cinturón y amartillarla del todo con ayuda de uno de los bordes de la
silla. Çarlot soltó la silla y se
movió hacia la derecha, pues quería alejarse del cañón del arma. Antes de que
disparara le asestó una puñalada en el muslo que le rasgó la arteria femoral. El
disparo se realizó, pero falló en su totalidad. Desde el extremo opuesto, cerca
a las escaleras, un ex-soldado mató de un tiro al hombre sangrante con
profusión de la pierna, al buscar darle a Çarlot.
En el comedor Çarlot esquivó el
embate del hombre con el hacha al apartarse hacia su derecha; lo finó al dar un
cuarto de giro hacia el lado opuesto y clavar la daga en la base de su nuca. El
mercenario herido por el ataque de la ballesta retiró la pequeña jara con
veterana delicadeza y cautela, y se sacó un pañuelo del bolsillo con el que
contuvo lo mejor posible la hemorragia: hacía presión con la mano y la porción
de tela. Çarlot lo hincó de una patada
en la corva, le torció hacia arriba y detrás la mano libre y lo zanjó de un hachazo
en el cuello: quedó la filosa arma incrustada en esta parte del cuerpo. Ya que
estaba ahí a descubierto corrió hasta donde se atrincheraron, junto a sus
hermanas.
Leavis luchaba a sablazos y estocadas en la parte posterior
de la residencia con un par de individuos.
Cuando Ludmila disparó una flecha por sobre la mesa-parapeto
fue sujetada por un enemigo oculto en el muro lindante. Éste la alaba
sujetándola con fiereza de la muñeca, a la vez que la rajaba con una pequeña
navaja de bolsillo al intentar calarla con la misma.
—¡Bastardi mal parid!
—expresó Çarlot golpeando al sujeto
con repetitividad mientras se estiraba para alcanzarlo; también obtuvo un par
de cortes.
El desgraciado, al soltársele la navaja intentó sacarla de su
escondrijo: para lo cual apoyó la mano en las exquisitas molduras del umbral sin
puertas del salón. La segunda vez que colocó la palma sobre la moldura Ludmila
aguardaba con la daga en mano; así, con violencia, le atravesó el lomo de la
mano: dejándosela empalmada a la madera perforada. De inmediato, naturalmente,
soltó a Ludmila buscando liberarse entre gritos y maldiciones al aire. Ludmila
lo golpeó en el rostro e impactó su cabeza, ayudada por ambas manos, contra el
filo de la meza y después contra la moldura. Estando inconsciente el muchacho retiró
la daga; y a punto de acabarlo sádicamente —como ella frecuenta en momento de
semejante exalto y excitación— al perforarle el cráneo, algo la golpeó con
fuerza en la mejilla; posterior, se oyó un golpe grave y seco en el piso. Al
dirigir la mirada hacia el frente (hacia la entrada) observó una silueta correr
con soltura hacia fuera. Se tocó el pómulo adolorido, y por reflejo sus ojos se
abrieron tanto como si de la mismísima luna se tratara al gritar a todo pulmón
dándose media vuelta y echarse a correr:
—¡¡¡GRANADA!!!
Apenas alcanzó a lanzarse de boca al suelo —hacia la cocina—
cuando el potente estallido sacudió todo; todo lo cercano voló en miles de
fragmentos, sobre todo la mesa, que terminó partida en tres y arrojando cientos
y cientos de astillas por todas partes, a la par de homologas esquirlas
metálicas pertenecientes a la mortífera arma explosiva.
Bastantes minutos
después, entre llamas y humo, Leavis y Ludmila sacaban a rastras a Çarlot de entre un librero a medio caer,
sostenido por nada más que las sillas en el comedor. El fuego se extendía con
prontitud gracias a los atavíos de materia natural e inflamable al interior y
exterior de la morada. Todo comenzó al caer la araña en el comedor e incendiar
los robustos y largos cortinajes.
Entre Leavis y Ludmila ayudaron a Ena a descender por donde
subiese Leavis; mientras tanto, Çarlot
se reponía sentada y realizaba plegarias entre murmullos.
De pie a unos cien pasos de la ardiente propiedad, a campo abierto, se revisaban entre
ellas en busca de heridas y lesiones; atendían las más importantes y soslayaban
las menores hasta llegar a sus equinos que aguardaban en el bosque. Ludmila aún
sangraba de la pierna debido a las astillas lanzadas como proyectil; Çarlot tenía dolor en el vientre, que,
al descubrírselo rebeló la temprana formación de moretones, también se dolía
por la pérdida de un sustancial mechón de pelo; la jovencita, si bien no había
sufrido ni un rasguño, estaba a punto de creársele un trauma psíquico a raíz de
la explosión y sus consecuencias: ulterior a la detonación, se creó un silencio
sepulcral, lo que la llevó a pensar que sus hermanas habían fenecido; más todavía
al intentar bajar y no poder realizarlo por el estado endeble en que estaban
las escaleras, y también, en consecuencia, al gritar los nombres de cada una de
ellas y no recibir respuesta alguna; aunado esto a la sumamente macabra escena
que dejo el muchacho descuartizado y regado por buena parte de la habitación
principal, en conjunto con cuerpos ya muertos cuando la explosión. Fue Leavis la
que menores daños recibió.
Aparejaban los corceles en el establo sin que ninguna
vigilara, pues había prisa. Polvo y escombros caían y volaba de sus ropas y
cabelleras con cada movimiento de ellas; por más que se sacudían solas y entre
ellas parecía no quitárseles en su totalidad. Partieron a todo galope, con sus
rostros y vestimentas ensangrentadas y cenizas por polvo, humareda y favilas…,
¡por el laurel!
A kilómetros de la propiedad caída a pedazos, y pasadas
horas del comienzo del incendio, Fernandi, el soldado que arrojara la granada
—antes de salir a toda leche—, escribía un pequeño y breve relato de lo ocurrido,
en mitad del bosque, próximo a una diminuta fogata —diminuta en busca de no
llamar mucho la atención a la lejanía, pese a haber huido tan rápido y tan
lejos como el solípedo azabache se lo permitió—.
«…tres mujeres, tres
demonios encarnados en feminales cuerpos han acabado con toda una banda de
hombres bien preparados, mis camaradas todos ellos… Mujeres no son, eso lo
puedo jurar por mi madre.» Escribía a toda prisa, muy exaltado; metía con frenesí
la pluma en el tintero y dejaba en consecuencia manchas por todo el lienzo. «Yo mismo he acabado con esos engendros del
abismo. Apenas recobre ímpetu el caballo iré hasta el poblado más cercano a
por hombres para volver por los cadáveres
de tan aborribles criaturas mimetizadas como agraciadas hembras. Reclamaré,
entonces, sus cabezas o cuerpos, depende que haya quedado, como trofeos que
col…» El pie de la página se mancilló con una mancha pródiga y no oscura
como la tinta dadiva de los Dioses, no, sino escarlata como el vital fluido de
gran parte de todo lo creado y bendecido con vida. Fernandi quedó sentado,
encorvado con la cabeza caída al frente por causa de tres proyectiles alongados
clavados en su cabeza y espalda. De su boca destilaba el elixir de la vida en
un constante flujo delgado; mientras el bosque estaba en calma y sólo se oían los
animales cercanos y lejanos entorno a ese sosegado y sombrío paraje. El cuerpo
cayó de costado por sí solo pasados unos segundos; la última hoja que
escribiese se ocultó debajo del tronco en que estaba reposado. Leavis recuperó
y arrojó al fuego las demás hojas. Ocultaron el cuerpo entre unos matorrales
cercanos y partieron deprisa ya que todavía les restaba camino para poder estar
completamente a salvo, y conseguir descansar hasta entonces.
Ya acompañadas por sus fieles corceles se detuvieron en un
riachuelo a reabastecerse de líquidos. Las primeras horas de ese día eran
grisáceas.
—Deja de pensar en ella. —instó Ludmila a Leavis, al intuir
con certeza que pensaba en la mocita fallecida. —No podías haber hecho algo más.
Era ella o yo.
—Lo sé… lo sé —respondió apesadumbrada y con la mirada
melancólica.
—No debió tomar un arma. —insistió Ludmila buscando reconfortar
a su hermana, cosa que escasas veces se le daba bien.
—¡¿Pides que no me compunja por lo hecho?! Era una moza nada
más, Ludmila. ¿Comprendes lo que eso conlleva? Buscaba venganza tal y como nostras…
Y mira a lo que la llevó…; lo que provocamos. ¿Qué nos diferencia de ella?
¿Años de entrenamiento, experiencia… QUÉ? —gritó antes de llevarse la mano a
la frente y pasarla por entre sus cabellos y dar media vuelta. —¡Por nuestra
diosa Brighid! —expresó antes de volverse de nuevo hacia Ludmila.
—La victoria implica y clama sacrificio. Bien lo sabes. Al
igual que sabes que no podemos fallar en nuestra merced divina. Es voluntad de
nuestra Reina lo que pase en la senda para lograr lo prometido.
—Es un grave yerro lo que hicimos, Ludmila.
—Soy consciente, hermana mía. Si se ha de purgar por ello,
seré yo quien lo haga por sobre todo, sin importar la consecuencia o la pena
que aguarde. Pero antes terminaremos esta empresa que estamos cada vez más y
más cerca de concluir.
—Ya no es tan simple como hace tanto… ¿No has pensado que el
médico poco tenían que ver en esto?
—¡Blasfemas el terno, Leavis! —profirió con enfado Ludmila— ¡¿También
me dirás lo mismo del maldito banquero?! —reclamó—. «El caudal en plétora, de un alma superflua, estará entre manos erradas;
y seguro le conllevará a execrables perversiones; seres herrados por el Demonio
para beneplácito y beneficio primigenio de éste.» —finalizó su cita y
continuó con vehemente convicción—. Lo mismo aplica a los doctos dones del
médico. No matarlos hubiera sido uno de los mayores yerros en nuestras vidas…, Leavis.
Se miraron a los ojos con profundidad, ambas en busca de
algo en el alma de la otra, de lo que deseaban prevaleciera en la otra, aflorara
de nuevo o tan sólo diera indicios de seguir latente.
—¡¿Dudas de la causa, de nuestro arbitrio divino?! —manifestó
con desconcierto Ludmila rompiendo el silencio; reclamando de nuevo.
—No. Debemos apresurar el paso —alegó rápida y secamente apartándose
de Ludmila que buscó sujetarla con afecto del antebrazo.
Trató de alcanzarla y discutir su disconformidad pero Çarlot las interrumpió, pues había
terminado de leer las cartas robadas al occiso conde. Al terminar de contarles
lo leído, y mientras Ludmila y Leavis trataban de leerlas por sí mismas debido
a lo sobrecogedor de las palabras de su hermana, Çarlot daba vueltas en torno a ellas sin parar de mirar el
majestuoso cielo diáfano llevando hacia atrás su rojiza cabellera con sus dedos
y expresar con honda angustia —proveniente de su mente y pecho—:
—Gerræ, Gerræ… Gerræ! Ceæ
maldit!
—¿Gue…?
—¡Guerra! —Terminó por decir Leavis con voz temblorosa; a la
vez que el espinazo se le heló por el hondo y profuso miedo que la invadió de
súbito.
Mirándose entre las tres… sabían, en parte, todo se les
complicaría más pronto que tarde.
D. Leo Mayén
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Dibujo de en una chica hermosísima, hecho exclusivamente para ilustrar este cuento, je, je, ,je. |
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