En esta parte, Driskell se topa con un acto por demás
perverso hacia un grupo de mujeres; y aunque trata de evitarlo no puede sino
sólo mirar impotente y cargado de rabia desde la distancia. Arribando en Uvlieb,
de mal genio por los recientes acontecimientos, deja a Elidor en la plaza
central, mientras acude en busca de algún carpintero que mejore la carreta; encontrándose,
entonces, con una propuesta muy tentadora para obtener servicios de forma
gratuita de parte del curioso carpintero.
Andromalia - Capítulo VII
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e vieron forzados, ineludiblemente, a detenerse a
un lado del camino a no mucho de haber retomado el trayecto. Elidor no podía
evitarlo.
—¿Todo bien, cochinito? —gritó montado sobre
Zorka—. Pensándolo mejor aprovechare la ocasión. ¡Wirt, Sheply, atentos!
Se apeó de Zorka pasando la pierna derecha por
sobre la parte posterior del equino.
Elidor volvía de entre los matorrales.
—¿Cubriste el hoyo?
—No señor, me he olvidado. Ahora lo hago —Driskell
le detuvo del brazo, y clamó:
—Déjalo. Tardare un poco… y ya después lo hago yo
—desapareció con viejos pergaminos en mano entre los matorrales, con
intensiones de hacer lo mismo que acababa de realizar el cerdito, lo que Wirt y
Sheply hacían a cada oportunidad que podían, eso que Zorka y Pekar efectuaban
sin más cada que les place.
Regresó Driskell sin los pergaminos. Y montando en
Zorka siguieron la andanza.
—Escucha, Elidor, pasaremos a Uvlieb. Espero que
ahí haya un carpintero que pueda fabricar algo para cubrirte del sol durante lo
que nos queda de viaje. Mientras, si quieres, cúbrete con una manta.
—De acuerdo, señor Driskell.
Para llegar a Uvlieb tuvieron que desviarse hacia
el oeste, siendo esa la manera más pronta de llegar desde donde se encontraban.
Tenían que subir una pendiente lo suficientemente pronunciada como para tener
que desmontar de Zorka y de la carretilla, para que subieran con mayor
sencillez. Todos avanzaban a un costado de los équidos. Próximo a la mitad de
camino de la pendiente, Driskell escuchó de entre los árboles, al costado
izquierdo del camino, gritos, fuertes gritos, pertenecientes, al parecer, al
género femenino. Soltó la rienda de Zorka y tomó un morral de dentro de la
alforja derecha, y mientras corría hacia la cima del camino se giró ordenando,
casi gritando, a Wirt que estuviera listo y atento; por lo que, Wirt montó
correctamente en Pekar. Driskell avanzaba a toda prisa, sujetando con la mano
la katana evitando que se sacudiera lo más posible. Al llegar a la sima se
aproximó con cautela al borde del acantilado, donde se tenía una magnifica
vista del camino proveniente del sur, lleno de pastos altos y pinos inmensos
hasta donde se pierde de vista el camino en una pronunciada curva; ese camino
bordea Uvlieb, sin tener que adentrarse en él.
Justo en la curva, el punto más vulnerable del
camino para que ocurran las desgracias; Driskell, asistido por sus prismáticos,
miraba a un pequeño grupo de mujeres, cinco en total: dos de ellas de mediana
edad, una anciana y una muchacha junto a una pequeña niña; siendo atacadas por
tres hombres. Uno de ellos tenía sujeta a una de las mujeres, quien luchaba por
escapar a la vez que gritaba desesperada, y sin cesar, entre lastimero llanto a
las demás: «Corred, corred». Otro de los hombres corría tras el resto de las
mujeres. Su perseguidor se detuvo, alzó el brazo hasta quedar extendido y
disparó por la espalda a la anciana, la rezagada, la más inútil y prescindible
para esos hombres. La anciana se desplomó en el suelo apenas le alcanzo el
proyectil; la mujer se giró gritando con horror y corriendo hacia el cuerpo sin
vida de su madre —evidente por sus gritos repletos de dolor—, dejando atrás a
las dos indefensas niñas. La mujer apresada gritaba a las niñas: «Seguid
corriendo, no os detengáis», desesperada a todo pulmón y entre lagrimas, mientras
el hombre la sujetaba con fuerza del cabello halando de él, riéndose
sínicamente. El asesino de la anciana se abalanzó directo hacia la muchacha y
la pequeña niña; aterradas, petrificadas de miedo, plañideras sin consuelo
temiendo por sus jóvenes e inocentes vidas permanecían de pie abrazadas con
fuerza; la más pequeña de ellas, con el rostro ceñido al vientre de la mayor.
Estando el hombre a unos metros de ellas, la muchacha fue dominada totalmente
por el más terrorífico de los sentimientos, dejándolo ver en su rostro cubierto
de lágrimas, un gesto de penetrante angustia y profunda desesperación; siendo
este el mayor de los miedos que en su corta vida había experimentado. Al ser
prensada del brazo, en su rostro se deslumbraba una desoladora suplica agónica
por clemencia y piedad, mientras forcejeaba con el hombre; al que no le
importaba en lo más mínimo sus suplicas repletas de aflicción desmedida. Entre
forcejeos la muchacha gritaba con fuerza: «Por favor, dejadnos. Se os ruego. No
hemos hecho nada. Dejad que se vaya mi hermanita… se os ruego; por favor, por
favor». El hombre le cayó de una bofetada, seguida de algo que no se oía hasta
la posición donde se encontraba Driskell. «Dejadles id por piedad. Se os
suplico. Por amor de Dios. Hare lo que queráis, pero dejadlas id». Suplicaba a
los hombres, mirándoles con desesperación, la mujer apresada de sus cabellos,
entre sonoras y lastimeras lágrimas y sollozos.
Driskell, con premura tomó arco y flecha, tensó la
cuerda, levantó el arco en un ángulo y guió la trayectoria acorde a la
distancia y al viento respectivamente. Miraba una y otra vez, la dirección del
arco y hacia su blanco, estimando los cambios de distancia, dirección y
velocidad del viento —algo no muy preciso de acertar—, así como el tiempo en
que llegaría la flecha a su destino; esperando una oportunidad precisa, pues de
no hacerlo y simplemente soltar la flecha; pese a todo el tiempo bien invertido
en afinar su puntería con resultados más que satisfactorios, existía la enorme
posibilidad de, en el mejor de los casos, lastimar a una de las niñas, algo a
lo que no pretendía arriesgarse. El hombre se alejaba de las niñas, en
dirección hacia la mujer y la recién difunta anciana; siendo esa la oportunidad
que esperaba. Calculó el tiro para ser certero cuando el hombre se hallara a
cerca de medio camino de distancia entre las niñas y la mujer. A punto de
liberar la flecha, la pequeña niña se escapó de los brazos de la muchacha,
corriendo hacia su madre; siendo interceptada por el hombre, obstruyendo
cualquier acción que pudiera realizar Driskell; plantado en lo alto del
acantilado, ahogándose de una gradual rabia e impotencia, a cada latido, a cada
exhalación, pensando que hacer para salvarlas. De nuevo tensó el arco, sabiendo
que era lo único que podía hacer; tan rápido como lo tensó lo soltó y bajó.
Contemplando lo que ocurría, sin poder hacer más, y apretándose los dientes con
fuerza al igual que las manos, se dejaba devorar por completo de rabia la
cabeza y el corazón.
Las dos
mujeres junto a las niñas, ambas últimas con un listón rojo en el pelo, fueron
subidas a la fuerza a una carroza esperando a la orilla del camino, arrastrada
por dos caballos, donde aguardaba un tercer hombre en el pescante con las
riendas en las manos, listos para huir. Los otros dos hombres, al igual que el
cochero, vestidos con uniforme de pantalón y chaqueta de cuero pardos, zapatos
y guantes de igual modo; y con un sable a la cintura; llevando consigo el
cadáver de la anciana, subieron a la carroza detrás de las mujeres, mirando
hacia todas direcciones cerciorándose que nadie hubiera atestiguado el abyecto
rapto.
El viento sopló, cómo si acudirá para llevar a buen
recaudo el alma de la abuela.
Al reunirse todos con Driskell, en la cima, este
sólo se limitó a montar en Zorka.
—¿Por qué ha corrido con tanta prisa, señor
Driskell?
—¡Ahora no, cerdo! —gruñó enfadado. Provocando que
Elidor se asustara por tan abrupta e inesperada reacción; bajando la mirada y
temeroso de siquiera mirarle.
Bajando por el otro lado del cerro, para llegar a
su destino próximo, por la cabeza de Driskell transitaba, torturándole sin
compasión, la idea de que si al menos hubiera gritado con fuerza aquellos
hombres quizá se hubieran marchado; pues era notorio que se esforzaban
demasiado en ocultar sus acciones; era
más simple y cómodo dejar el cadáver de la anciana pudrirse justo donde la
mataron, sin en cambio, optaron por llevarla consigo, de ese modo dejando pocos
rastros de lo ocurrido. Driskell no dejaba de apretar los dientes, al
gesticular lleno de ira, frunciendo nariz y frente con una mirada de profundo
odio.
Con Driskell por delante y a paso apresurado no
tardaron en llegar a Uvlieb.
Uvlieb es una villa, un tanto más extensa que
Istval. Por su relativa cercanía con la ciudad de Gregsindal —nombre
establecido por el antiguo Regente— es un poblado con todo lo necesario para
subsistir, pese a no contar con abundantes campos de cultivo como lo es en
Istval o Zlintka; la villa compensa esa particular carencia con el frecuente
comercio que, inevitablemente, tiene que pasar por ahí debido a la longitud de
los caminos entre poblados; comercio proveniente del oeste, en menor cantidad
del sur, pero en su mayoría del noreste desde Gregsindal.
Entrando a Uvlieb, en caravana, Driskell se detuvo
en la plaza de la villa, en torno a una cuantiosa muchedumbre reunida. Entre la
masa de cuantiosos seres se podían ver, entre algunos, cabras junto a sus
irascos, algunos de ellos con su pequeñas cabritas inquietas y emocionadas; una
familia ovina, conformada por un carnero y su señora oveja, su pequeño cordero
y su hermano mayor un borrego, pasando el día en familia; al igual que otras
familias de hombres y animales, todas conviviendo entre sí con armonía. Montado
en Zorka no se apreciaba más que el moverse de algunas coloridas siluetas, y
otras no tanto, al ritmo de la música, en el medio del círculo formado por la
muchedumbre. Driskell se inclinó para tomar del hombro a un hombre que pasaba
junto a él, preguntándole:
—¿A qué se debe el bullicioso festejo?
—¡El festival de la danza, amigo! Deberías
unírtenos —respondió el hombre lleno de júbilo y emocionado por participar.
Al ser alcanzado por Elidor, montado en la
carretilla, le pregunto:
—¿Sa-sabe usted que hacen, se-señor Driskell?
—Festival de la danza —respondió secamente.
—¿Se-sería posible que ob-observáramos por un
momento aquí, mirándoles danzar, se-señor Driskell? —cuestionó temeroso,
temiendo por una respuesta de igual o peor manera que la recibida en lo alto
del cerro; pero haciéndolo motivado por la emoción que sentía en su cerdil
pecho, extasiado por la música y gozo de los presentes en la plaza.
Driskell se giró con frialdad hacia el cerdito;
notando el sutil pero evidente temor en su rostro.
—Desde luego, cerdito. ¡Mejor aún!, quédate aquí
mientras voy en busca de un carpintero que solucione nuestro problema. Sólo
quédate en la sombra —propuso a Elidor, ahora con voz gentil—. Sheply se
quedara contigo, también Wirt.
Ya lejos de la plaza, Driskell se percató de que
Wirt seguía montado en Pekar, quien seguía a Zorka. Desmontó del caballo y se
acercó con prontitud hacia la zarigüeya; la sentó sobre el lomo de Pekar, y
colocó sus manos en los hombros de ésta.
—Quédate a vigilar al cerdito. ¿Lo entiendes? —Le
instruyó con severidad.
Sin apartar las manos de sus hombros, se miraron a
los ojos con fijeza por un momento, denotando inflexibilidad por parte de
ambos. Driskell, con delicadeza, colocó los pulgares en su cuello, rodeándolo
como si fuera a estrangularle, e hizo moverse su cabeza de arriba abajo haciéndolo
asentir con ella.
—Me alegra que lo entiendas. Ahora ve con ellos
—Driskell siguió andando y Wirt, entre chillos de protesta, regresó a la plaza.
Lo que Wirt no había “dicho” era que pretendía
obtener de nuevo una recompensa y lo que Driskell no dijo era que justo ahora
prefería estar solo.
Tras andar un rato por entre las calles actualmente
desérticas de Uvlieb, y sin rastro evidente de alguna carpintería, comenzaba a
plantearse la ausencia de quien practicase ese oficio en la villa; algo
indispensable en cualquier asentamiento por más modesto e insignificante. Al
pasar frente a la forja y herrería se detuvo a pedir le orientaran.
Frente a la forja, de pie cruzado de brazos, se
encontraba un hombre de mediana edad; ligeramente regordete; sus brazos abrigados
por obscuros vellos, al igual que su pecho, por lo poco que se notaba salir del
cuello de su camisa; de expresión y mirar serio; de ojos azules; barba
abundante; tez ligeramente rojiza, y sin
un solo cabello al frente de su reluciente calva, rodeada a los lados y desde
la nuca por negros cabellos —recordándole a Driskell, un pequeño y brilloso
lago, a causa de los rayos del sol, rodeado por densos árboles muy a la orilla
en medio del bosque.
—¡Eh, hombre! Sabría decirme donde se halla la
carpintería.
El herrero le miró por un instante de pies a cabeza
y de forma muy peculiar le respondió:
—¡Seguro, viajero! Sigue tu camino y donde se
encuentra esta calle con la que le atraviesa déjate llevar hacia el oeste. De
nuevo repite lo hecho. Y te será revelado lo que buscas.
—¡Vale!… Se lo agradezco… Supongo —manifestó
Driskell, extrañado por tan extraña forma de decir «Da la vuelta a la izquierda
en la esquina y de nuevo».
Alejándose de la herrería, por encima de su hombro,
miraba al hombre aún de pie mientras se carcajeaba como si la cordura hace
mucho le hubiera abandonado. Siguió las peculiares instrucciones del herrero y
por fin dio con la carpintería.
Se detuvo frente a la carpintería. De pie cruzado
de brazos, se encontraba un hombre de mediana edad; ligeramente regordete; sus
brazos abrigados por obscuros vellos, al igual que su pecho, por lo poco que se
notaba salir del cuello de su camisa; de expresión y mirar serio; de ojos
azules; barba abundante; tez ligeramente rojiza, y sin un solo cabello al frente
de su reluciente calva, rodeada a los lados y desde la nuca por negros
cabellos.
—¡Pero qué…! —Se interrogaba así mismo,
desconcertado al ver al mismo hombre de pie a unos metros de la carpintería.
Tanto así que deslizó sutilmente la mano hasta la vaina de su katana, más que
nada por reflejo—. Maldito herrero —exclamó, pensando que se trataba de una
gracejada de su parte.
Acercándose al hombre, dispuesto a hacerle saber
que había descubierto su simplona jugarreta, sin poder siquiera mediar palabra
desde el fondo de la carpintería, proveniente del otro lado de la puerta que
separa herrería y carpintería, se escuchaba el golpear del herrero el metal
sobre el yunque, una y otra vez con estruendo, dando vida a alguna desconocida
pieza de metal. Driskell calló pensativo, meditando que ocurría.
—¿Que desea, viajero? ¡Lo que necesite lo tendrá,
téngalo por seguro!
—Necesito… algo que me permita cubrir la carroza;
esa que ve ahí; de los rayos del sol. Es urgente.
—Por favor, venga conmigo. Espere aquí mientras
consulto con el herrero —Pidió a Driskell, desapareciendo por la puerta que da
a la herrería.
—“Sí claro… el herrero” —musitó sarcástico.
Dos segundos después apareció de nuevo el hombre,
sólo que sin camisa, dejando al descubierto su peludo pecho y barriga.
—Lo siento me he olvidado la camisa. Ahí dentro no
sabes el calor que hace —reveló el hombre, frotándose con la mano su peluda
barriga.
Cruzó de nuevo el umbral, regresando de inmediato,
sin demorar siquiera dos segundos, enfundado en la camisa.
—¡Listo! Oh… pero que tonto, me he olvidado algo.
No tardaré.
De nuevo apareció y desapareció fugazmente, sin
camisa otra vez.
—Mira si soy tonto, me he olvidado de nuevo de la
camisa. Espe…
—¡Aguarda! Acércate un momento, ¿quieres? —pidió
Driskell, mirándole con agudeza.
El hombre
se cruzó de brazos y alzando la mirada inquirió con seriedad:
—¿Qué ocurre, viajero?
Driskell le miró con detenimiento y, sin decir
absolutamente nada comenzó a reír; soslayando su compunción.
—¿Qué, viajero.… Qué te causa tanta gracias?
—¡Por qué no llamas a tu hermano y se los cuento!
Ja, ja, ja —reía.
—¡Ven, Fynbar, nos ha pillado! —emitió el hombre,
girando la cabeza hacia la herrería, sonriente y algo asombrado de que les
descubrieran.
—¡Te lo he dicho! Las historias sobre el viajero no
eran exageraciones —dijo el hermano a su gemelo, el herrero, al reunirse con
ellos.
—Tenías razón. Lo siento, lo siento —Ambos hermanos
se abrazaron cálidamente, terminando Fynbar por dar un beso en su calva.
—Descuida hermano, te perdono… te perdono. No todos
pueden tener mi sagacidad —dijo dándose aires de magnanimidad. (Algo que entre
ellos representaba sobre todo gracia).
Driskell les miraba extrañado por tan peculiar
proceder de ambos.
—Viajero, te presento a mí hermano, Aidan «el
carpintero».
—Te presento a mi hermano, Fynbar «el herrero»
—proclamó de igual modo presentando a su gemelo.
—Dinos, viajero…
—¿en qué podemos ayudarte? —preguntaron a Driskell;
comenzando uno y terminando el otro; como acostumbraban hacer desde infantes.
Procesó por un momento lo que pasaba y expuso la
razón de su presencia:
—Necesito una cubierta que pueda ser colocada y
retirada, para esa carretilla… la que esta fuera alada por una mula —índico
Driskell, apuntando con el pulgar por sobre su hombro, hacia la calle.
«M-m-m…». Ambos hermanos hacían sonidos al interior
de sus bocas, frotándose la barba y asintiendo la cabeza mirándose entre ellos.
Como si se tratase de un espejo.
—Haremos lo que necesitas, viajero…
—sin que pagues por ello…
—al igual que trabajos futuros.
—A cambio claro…
—de que hagas algo por nosotros.
—¿Qué te parece? —Le cuestionaron al unisonó.
Tras pensárselo por un momento, les respondió:
—¡Qué se les han subido las cabras al monte! Ja,
ja, ja — Se carcajearon grupalmente con ímpetu—. Me parece una proposición más
que justa —prosiguió al calmar su risa—. ¿Qué deberé hacer?
—Tu fama te precede, viajero —expresaba Fynbar con
admiración, mientras su mellizo se retiró a la herrería—. ¿Has oído del tesoro
en el viejo calabozo?
—Me temo que no.
—Es un calabozo-mazmorra más antigua inclusive que
yo, ¡y eso ya es decir!, ubicado a las afueras del pueblo, al pie de un cerro.
La única entrada se encuentra allí mismo, al pie del cerro, no hay pierde.
Desde hace años se ha mencionado, de lengua en lengua, sobre la existencia de
un codicioso tesoro oculto en lo profundo de ese lugar. Cientos han ido en su
búsqueda, sin conseguir nada más que una muerte segura. Con frecuencia acuden a
nosotros aventureros como tú, provenientes de todos rincones, pidiendo les
fabriquemos armaduras y todo tipo de armas para ir en busca del tesoro, con
menosprecio a nuestras insistentes advertencias. Como sea, lo que debes hacer…
—Quieren que traiga el tesoro para ustedes. Ya
entiendo —Le interrumpió seguro de lo que le pedían hiciera.
—Ciertamente, viajero. Pero no el tesoro que
piensas. Durante ese tiempo y con cientos de ilusos que no han más que perecido
estúpidamente allí, se ha acumulado una valiosa cantidad de «tesoros»: armas y
armaduras, en general, metales esperando ser fraguados y posiblemente diversas
pertenencias de valor de los aventurados que fracasaron en su búsqueda.
—Ya veo. ¡Traigo el “tesoro” y tenemos un trato!
—Justamente —dijo Aidan volviendo de la herrería
con mapa en mano—. Toma, este mapa te guiara hasta el calabozo.
Driskell le miro detalladamente y advirtió:
—No es fácil llegar hasta ahí… por lo que veo
—calló por un momento, meditativo como suele serlo—. Necesitare llevar una
carretilla para trasladar los “tesoros”. ¿Tienen alguna, que me sea útil?
—Por desgracia…
—no —mencionaron en su particular y habitual
manera.
—Deberás llevar la tuya…
—y al regreso nos ocuparemos de lo que has
solicitado.
—No te preocupes…
—somos los mejores en lo que hacemos.
—¡Puedes preguntar! —dijeron al unisonó, hablando
uno al lado del otro y de brazos cruzados.
—Una cosa más, viajero.
—¿Cómo nos has descubierto…
—en nuestra
singular y jocosa broma? —cuestionaron al viajero yéndose ya.
—¡Simple —grito montando en Zorka—, solo uno de
ustedes tiene quemaduras por la forja! —Driskell se marchó, dejando atrás a los
hermanos riéndose de sí mismos desenfrenadamente.
De regreso en la plaza, Driskell encontró a Elidor
danzando de manera más que improvisada —como hacían todos los animales ahí
presentes al danzar—, con suma alegría. No pudo evitar reír con alegría al
verle moverse erráticamente pero con cierta gracia, sacudiendo todas sus
extremidades de lado a lado agitadamente. Espero a que terminara, cruzado de
brazos, sonriendo.
—Veo que te has divertido, cerdito.
—¡Oink! ¡Pido me disculpe! Así es, señor Driskell.
Más aun que en los bailes que ofrece mi tutor en palacio. —confesó Elidor,
exaltado y recuperado el aliento—. Acompáñeme, señor Driskell, deseo que
conozca a alguien.
Driskell le siguió abriéndose paso entre la
muchedumbre hasta llegar al otro lado de la plaza; notando en el cerdito el
menearse de su rabito por sobre el pantalón.
—Le presento a mi nuevo amigo, Atif. ¡Muy sabio e
inteligente!
Se trataba de un chimpancé, sentado sobre una rama
no muy alta, de pelaje entre negro y grisáceo; vistiendo un chaleco de color
ocre oscuro y opaco, y desde luego unos pantalones holgados; rostro rugoso
rodeado por abundante pelaje; con dos grandes orejas brotando a los costados de
entre su pelaje; una amplia boca con labios apenas notorios; nariz chata,
conformada por un par de orificios al centro del rostro; bajo el seño, marcadas
cejas; un par de ojos de iris color marrón y pupilas obscuras, y una barba
cortita en tono blanquecino.
De inmediato se descolgó de la rama para decir con
alegre sorpresa:
—¡Sí es el pequeño Driskell de Drakdlan! —pronunció
el primate, con voz tenuemente ronca.
Driskell no daba crédito a lo que veía; de pie
frente al chimpancé —mismo que le llegaba en estatura a centímetros de la
nariz—, en parte atónito en parte asombrado, pero sobre todo dominado por una
inesperada felicidad, que hizo inevitable que su rostro reflejara un enorme y
placentero contento. Ambos, simio y hombre, dejándose llevar por la emoción del
momento se abrazaron con afecto, con fuerza y considerable tiempo.
—Hacia décadas que… ¿Cómo te encuentras?, dime
—dijo Driskell, mirándole y posando las manos en sus hombros; haciéndolo de
igual modo su simio amigo (aunque de resaltada mayor envergadura)—. Elidor,
este es mi viejo y muy querido amigo, Atif de Keña.
Elidor tardo en comprender del todo la situación,
pero al final lo consiguió, escapándosele un ¡Oink!
Tras conversar por unos minutos, Driskell preguntó
a Elidor por Wirt y Sheply. Respondiendo el cerdito haberlos visto por última
vez junto a él. Al preguntar Atif de que se trataba, y enterado de quienes eran
Wirt y Sheply, indicó la dirección que tomaron. Caminaron en busca del par de
bribones, con dirección, peculiarmente, hacia la casa de Atif. Driskell no
necesitaba siquiera tomar de las riendas a Zorka al caminar ya que era un
corcel bastante fiel y bien entrenado. No tardaron en dar con ellos; se
hallaban hurgando en las sobras, en un pequeño callejón, detrás de un agrio
mesón. Para evitar los gruñidos y molestias de ambos, Driskell, con
premeditación les sorprendió en pleno acto, asustándoles de tal modo que Wirt
se quedó tieso como tronco y apestando, mientras Sheply, con la cola entre las
patas, fue reprendido a regañadientes hasta salir del callejón, con Wirt
colgando tomado de la cola; pasado un rato retomó la plenitud de sus funciones
corpóreas.
La morada de Atif se encontraba rodeada por dos
casas de tamaño convencional, a mitad de la calle, resaltando ésta por su
singular altura y estreches de forma muy simpática, siendo difícil no desviar
la mirada al pasar; contando con dos pisos, más el ático.
Dirigiéndose a Elidor como a Atif, en la puerta en
casa del simio, Driskell pidió a Atif:
—Debó hacer algo a las afueras del poblado, en un
antiguo calabozo-mazmorra. ¿Mientras vuelvo, podrías darle acilo?
—Desde luego que sí, mi casa es vuestra casa. Pasa
por favor, Elidor. Ponte cómodo —Elidor entro con plena confianza, como si de
su misma choza se tratara, y mirando con admiro todo a su alrededor—. No te
preocupes Driskell, lo atenderé bien; descuida —Atif recordó algo que podría
serle útil a su amigo—. ¡Driskell! Ten cuidado. Se dice que ese lugar está
encantado —trató de advertirle Atif; haciendo que se detuviera a punto de subir
en Zorka.
—¡Encantado! Ja, ja. ¡Menuda tontería! ¿Por qué
encantado?
—La cerraron debido a que los presos en la mazmorra
murieron sin explicación evidente, de la noche a la mañana. Más tarde de igual
modo en el calabozo, incluso los guardias tuvieron la misma suerte.
—¡Vaya!… eso ya no suena tan tonto. Ja, ja.
Gracias, Atif. Espero volver antes del anochecer. ¡Eh-h-h, tú a donde crees que
vas! —exclamó, llamando la atención a Wirt caminando bajo el umbral hacia el
interior de la morada del simio—. Tú vienes conmigo, y trae a tu pulgoso socio
bribón.
Wirt cruzó la puerta, y entre gruñidos seguidos del
chillar de Sheply salieron de la casa; el can enfadado mostraba los dientes a
Driskell y Wirt por la forma en que la zarigüeya le había hecho salir.
(Registrado en INDAUTOR bajo el seudónimo de D. Leo Mayén)
(Registrado en INDAUTOR bajo el seudónimo de D. Leo Mayén)