jueves, 28 de diciembre de 2017

Andromalia - Capítulo 7

En esta parte, Driskell se topa con un acto por demás perverso hacia un grupo de mujeres; y aunque trata de evitarlo no puede sino sólo mirar impotente y cargado de rabia desde la distancia. Arribando en Uvlieb, de mal genio por los recientes acontecimientos, deja a Elidor en la plaza central, mientras acude en busca de algún carpintero que mejore la carreta; encontrándose, entonces, con una propuesta muy tentadora para obtener servicios de forma gratuita de parte del curioso carpintero.

Andromalia - Capítulo VII


S
e vieron forzados, ineludiblemente, a detenerse a un lado del camino a no mucho de haber retomado el trayecto. Elidor no podía evitarlo.
—¿Todo bien, cochinito? —gritó montado sobre Zorka—. Pensándolo mejor aprovechare la ocasión. ¡Wirt, Sheply, atentos!
Se apeó de Zorka pasando la pierna derecha por sobre la parte posterior del equino.
Elidor volvía de entre los matorrales.
—¿Cubriste el hoyo?
—No señor, me he olvidado. Ahora lo hago —Driskell le detuvo del brazo, y clamó:
—Déjalo. Tardare un poco… y ya después lo hago yo —desapareció con viejos pergaminos en mano entre los matorrales, con intensiones de hacer lo mismo que acababa de realizar el cerdito, lo que Wirt y Sheply hacían a cada oportunidad que podían, eso que Zorka y Pekar efectuaban sin más cada que les place.
Regresó Driskell sin los pergaminos. Y montando en Zorka siguieron la andanza.
—Escucha, Elidor, pasaremos a Uvlieb. Espero que ahí haya un carpintero que pueda fabricar algo para cubrirte del sol durante lo que nos queda de viaje. Mientras, si quieres, cúbrete con una manta.
—De acuerdo, señor Driskell.
Para llegar a Uvlieb tuvieron que desviarse hacia el oeste, siendo esa la manera más pronta de llegar desde donde se encontraban. Tenían que subir una pendiente lo suficientemente pronunciada como para tener que desmontar de Zorka y de la carretilla, para que subieran con mayor sencillez. Todos avanzaban a un costado de los équidos. Próximo a la mitad de camino de la pendiente, Driskell escuchó de entre los árboles, al costado izquierdo del camino, gritos, fuertes gritos, pertenecientes, al parecer, al género femenino. Soltó la rienda de Zorka y tomó un morral de dentro de la alforja derecha, y mientras corría hacia la cima del camino se giró ordenando, casi gritando, a Wirt que estuviera listo y atento; por lo que, Wirt montó correctamente en Pekar. Driskell avanzaba a toda prisa, sujetando con la mano la katana evitando que se sacudiera lo más posible. Al llegar a la sima se aproximó con cautela al borde del acantilado, donde se tenía una magnifica vista del camino proveniente del sur, lleno de pastos altos y pinos inmensos hasta donde se pierde de vista el camino en una pronunciada curva; ese camino bordea Uvlieb, sin tener que adentrarse en él.
Justo en la curva, el punto más vulnerable del camino para que ocurran las desgracias; Driskell, asistido por sus prismáticos, miraba a un pequeño grupo de mujeres, cinco en total: dos de ellas de mediana edad, una anciana y una muchacha junto a una pequeña niña; siendo atacadas por tres hombres. Uno de ellos tenía sujeta a una de las mujeres, quien luchaba por escapar a la vez que gritaba desesperada, y sin cesar, entre lastimero llanto a las demás: «Corred, corred». Otro de los hombres corría tras el resto de las mujeres. Su perseguidor se detuvo, alzó el brazo hasta quedar extendido y disparó por la espalda a la anciana, la rezagada, la más inútil y prescindible para esos hombres. La anciana se desplomó en el suelo apenas le alcanzo el proyectil; la mujer se giró gritando con horror y corriendo hacia el cuerpo sin vida de su madre —evidente por sus gritos repletos de dolor—, dejando atrás a las dos indefensas niñas. La mujer apresada gritaba a las niñas: «Seguid corriendo, no os detengáis», desesperada a todo pulmón y entre lagrimas, mientras el hombre la sujetaba con fuerza del cabello halando de él, riéndose sínicamente. El asesino de la anciana se abalanzó directo hacia la muchacha y la pequeña niña; aterradas, petrificadas de miedo, plañideras sin consuelo temiendo por sus jóvenes e inocentes vidas permanecían de pie abrazadas con fuerza; la más pequeña de ellas, con el rostro ceñido al vientre de la mayor. Estando el hombre a unos metros de ellas, la muchacha fue dominada totalmente por el más terrorífico de los sentimientos, dejándolo ver en su rostro cubierto de lágrimas, un gesto de penetrante angustia y profunda desesperación; siendo este el mayor de los miedos que en su corta vida había experimentado. Al ser prensada del brazo, en su rostro se deslumbraba una desoladora suplica agónica por clemencia y piedad, mientras forcejeaba con el hombre; al que no le importaba en lo más mínimo sus suplicas repletas de aflicción desmedida. Entre forcejeos la muchacha gritaba con fuerza: «Por favor, dejadnos. Se os ruego. No hemos hecho nada. Dejad que se vaya mi hermanita… se os ruego; por favor, por favor». El hombre le cayó de una bofetada, seguida de algo que no se oía hasta la posición donde se encontraba Driskell. «Dejadles id por piedad. Se os suplico. Por amor de Dios. Hare lo que queráis, pero dejadlas id». Suplicaba a los hombres, mirándoles con desesperación, la mujer apresada de sus cabellos, entre sonoras y lastimeras lágrimas y sollozos.
Driskell, con premura tomó arco y flecha, tensó la cuerda, levantó el arco en un ángulo y guió la trayectoria acorde a la distancia y al viento respectivamente. Miraba una y otra vez, la dirección del arco y hacia su blanco, estimando los cambios de distancia, dirección y velocidad del viento —algo no muy preciso de acertar—, así como el tiempo en que llegaría la flecha a su destino; esperando una oportunidad precisa, pues de no hacerlo y simplemente soltar la flecha; pese a todo el tiempo bien invertido en afinar su puntería con resultados más que satisfactorios, existía la enorme posibilidad de, en el mejor de los casos, lastimar a una de las niñas, algo a lo que no pretendía arriesgarse. El hombre se alejaba de las niñas, en dirección hacia la mujer y la recién difunta anciana; siendo esa la oportunidad que esperaba. Calculó el tiro para ser certero cuando el hombre se hallara a cerca de medio camino de distancia entre las niñas y la mujer. A punto de liberar la flecha, la pequeña niña se escapó de los brazos de la muchacha, corriendo hacia su madre; siendo interceptada por el hombre, obstruyendo cualquier acción que pudiera realizar Driskell; plantado en lo alto del acantilado, ahogándose de una gradual rabia e impotencia, a cada latido, a cada exhalación, pensando que hacer para salvarlas. De nuevo tensó el arco, sabiendo que era lo único que podía hacer; tan rápido como lo tensó lo soltó y bajó. Contemplando lo que ocurría, sin poder hacer más, y apretándose los dientes con fuerza al igual que las manos, se dejaba devorar por completo de rabia la cabeza y el corazón.
 Las dos mujeres junto a las niñas, ambas últimas con un listón rojo en el pelo, fueron subidas a la fuerza a una carroza esperando a la orilla del camino, arrastrada por dos caballos, donde aguardaba un tercer hombre en el pescante con las riendas en las manos, listos para huir. Los otros dos hombres, al igual que el cochero, vestidos con uniforme de pantalón y chaqueta de cuero pardos, zapatos y guantes de igual modo; y con un sable a la cintura; llevando consigo el cadáver de la anciana, subieron a la carroza detrás de las mujeres, mirando hacia todas direcciones cerciorándose que nadie hubiera atestiguado el abyecto rapto.
El viento sopló, cómo si acudirá para llevar a buen recaudo el alma de la abuela.
Al reunirse todos con Driskell, en la cima, este sólo se limitó a montar en Zorka.
—¿Por qué ha corrido con tanta prisa, señor Driskell?
—¡Ahora no, cerdo! —gruñó enfadado. Provocando que Elidor se asustara por tan abrupta e inesperada reacción; bajando la mirada y temeroso de siquiera mirarle.
Bajando por el otro lado del cerro, para llegar a su destino próximo, por la cabeza de Driskell transitaba, torturándole sin compasión, la idea de que si al menos hubiera gritado con fuerza aquellos hombres quizá se hubieran marchado; pues era notorio que se esforzaban demasiado en  ocultar sus acciones; era más simple y cómodo dejar el cadáver de la anciana pudrirse justo donde la mataron, sin en cambio, optaron por llevarla consigo, de ese modo dejando pocos rastros de lo ocurrido. Driskell no dejaba de apretar los dientes, al gesticular lleno de ira, frunciendo nariz y frente con una mirada de profundo odio.
Con Driskell por delante y a paso apresurado no tardaron en llegar a Uvlieb.
Uvlieb es una villa, un tanto más extensa que Istval. Por su relativa cercanía con la ciudad de Gregsindal —nombre establecido por el antiguo Regente— es un poblado con todo lo necesario para subsistir, pese a no contar con abundantes campos de cultivo como lo es en Istval o Zlintka; la villa compensa esa particular carencia con el frecuente comercio que, inevitablemente, tiene que pasar por ahí debido a la longitud de los caminos entre poblados; comercio proveniente del oeste, en menor cantidad del sur, pero en su mayoría del noreste desde Gregsindal.
Entrando a Uvlieb, en caravana, Driskell se detuvo en la plaza de la villa, en torno a una cuantiosa muchedumbre reunida. Entre la masa de cuantiosos seres se podían ver, entre algunos, cabras junto a sus irascos, algunos de ellos con su pequeñas cabritas inquietas y emocionadas; una familia ovina, conformada por un carnero y su señora oveja, su pequeño cordero y su hermano mayor un borrego, pasando el día en familia; al igual que otras familias de hombres y animales, todas conviviendo entre sí con armonía. Montado en Zorka no se apreciaba más que el moverse de algunas coloridas siluetas, y otras no tanto, al ritmo de la música, en el medio del círculo formado por la muchedumbre. Driskell se inclinó para tomar del hombro a un hombre que pasaba junto a él, preguntándole:
—¿A qué se debe el bullicioso festejo?
—¡El festival de la danza, amigo! Deberías unírtenos —respondió el hombre lleno de júbilo y emocionado por participar.
Al ser alcanzado por Elidor, montado en la carretilla, le pregunto:
—¿Sa-sabe usted que hacen, se-señor Driskell?
—Festival de la danza —respondió secamente.
—¿Se-sería posible que ob-observáramos por un momento aquí, mirándoles danzar, se-señor Driskell? —cuestionó temeroso, temiendo por una respuesta de igual o peor manera que la recibida en lo alto del cerro; pero haciéndolo motivado por la emoción que sentía en su cerdil pecho, extasiado por la música y gozo de los presentes en la plaza.
Driskell se giró con frialdad hacia el cerdito; notando el sutil pero evidente temor en su rostro.
—Desde luego, cerdito. ¡Mejor aún!, quédate aquí mientras voy en busca de un carpintero que solucione nuestro problema. Sólo quédate en la sombra —propuso a Elidor, ahora con voz gentil—. Sheply se quedara contigo, también Wirt.
Ya lejos de la plaza, Driskell se percató de que Wirt seguía montado en Pekar, quien seguía a Zorka. Desmontó del caballo y se acercó con prontitud hacia la zarigüeya; la sentó sobre el lomo de Pekar, y colocó sus manos en los hombros de ésta.
—Quédate a vigilar al cerdito. ¿Lo entiendes? —Le instruyó con severidad.
Sin apartar las manos de sus hombros, se miraron a los ojos con fijeza por un momento, denotando inflexibilidad por parte de ambos. Driskell, con delicadeza, colocó los pulgares en su cuello, rodeándolo como si fuera a estrangularle, e hizo moverse su cabeza de arriba abajo haciéndolo asentir con ella.
—Me alegra que lo entiendas. Ahora ve con ellos —Driskell siguió andando y Wirt, entre chillos de protesta, regresó a la plaza.
Lo que Wirt no había “dicho” era que pretendía obtener de nuevo una recompensa y lo que Driskell no dijo era que justo ahora prefería estar solo.
Tras andar un rato por entre las calles actualmente desérticas de Uvlieb, y sin rastro evidente de alguna carpintería, comenzaba a plantearse la ausencia de quien practicase ese oficio en la villa; algo indispensable en cualquier asentamiento por más modesto e insignificante. Al pasar frente a la forja y herrería se detuvo a pedir le orientaran.
Frente a la forja, de pie cruzado de brazos, se encontraba un hombre de mediana edad; ligeramente regordete; sus brazos abrigados por obscuros vellos, al igual que su pecho, por lo poco que se notaba salir del cuello de su camisa; de expresión y mirar serio; de ojos azules; barba abundante; tez ligeramente rojiza,  y sin un solo cabello al frente de su reluciente calva, rodeada a los lados y desde la nuca por negros cabellos —recordándole a Driskell, un pequeño y brilloso lago, a causa de los rayos del sol, rodeado por densos árboles muy a la orilla en medio del bosque.
—¡Eh, hombre! Sabría decirme donde se halla la carpintería.
El herrero le miró por un instante de pies a cabeza y de forma muy peculiar le respondió:
—¡Seguro, viajero! Sigue tu camino y donde se encuentra esta calle con la que le atraviesa déjate llevar hacia el oeste. De nuevo repite lo hecho. Y te será revelado lo que buscas.
—¡Vale!… Se lo agradezco… Supongo —manifestó Driskell, extrañado por tan extraña forma de decir «Da la vuelta a la izquierda en la esquina y de nuevo».
Alejándose de la herrería, por encima de su hombro, miraba al hombre aún de pie mientras se carcajeaba como si la cordura hace mucho le hubiera abandonado. Siguió las peculiares instrucciones del herrero y por fin dio con la carpintería.
Se detuvo frente a la carpintería. De pie cruzado de brazos, se encontraba un hombre de mediana edad; ligeramente regordete; sus brazos abrigados por obscuros vellos, al igual que su pecho, por lo poco que se notaba salir del cuello de su camisa; de expresión y mirar serio; de ojos azules; barba abundante; tez ligeramente rojiza, y sin un solo cabello al frente de su reluciente calva, rodeada a los lados y desde la nuca por negros cabellos.
—¡Pero qué…! —Se interrogaba así mismo, desconcertado al ver al mismo hombre de pie a unos metros de la carpintería. Tanto así que deslizó sutilmente la mano hasta la vaina de su katana, más que nada por reflejo—. Maldito herrero —exclamó, pensando que se trataba de una gracejada de su parte.
Acercándose al hombre, dispuesto a hacerle saber que había descubierto su simplona jugarreta, sin poder siquiera mediar palabra desde el fondo de la carpintería, proveniente del otro lado de la puerta que separa herrería y carpintería, se escuchaba el golpear del herrero el metal sobre el yunque, una y otra vez con estruendo, dando vida a alguna desconocida pieza de metal. Driskell calló pensativo, meditando que ocurría.
—¿Que desea, viajero? ¡Lo que necesite lo tendrá, téngalo por seguro!
—Necesito… algo que me permita cubrir la carroza; esa que ve ahí; de los rayos del sol. Es urgente.
—Por favor, venga conmigo. Espere aquí mientras consulto con el herrero —Pidió a Driskell, desapareciendo por la puerta que da a la herrería.
—“Sí claro… el herrero” —musitó sarcástico.
Dos segundos después apareció de nuevo el hombre, sólo que sin camisa, dejando al descubierto su peludo pecho y barriga.
—Lo siento me he olvidado la camisa. Ahí dentro no sabes el calor que hace —reveló el hombre, frotándose con la mano su peluda barriga.
Cruzó de nuevo el umbral, regresando de inmediato, sin demorar siquiera dos segundos, enfundado en la camisa.
—¡Listo! Oh… pero que tonto, me he olvidado algo. No tardaré.
De nuevo apareció y desapareció fugazmente, sin camisa otra vez.
—Mira si soy tonto, me he olvidado de nuevo de la camisa. Espe…
—¡Aguarda! Acércate un momento, ¿quieres? —pidió Driskell, mirándole con agudeza.
    El hombre se cruzó de brazos y alzando la mirada inquirió con seriedad:
—¿Qué ocurre, viajero?
Driskell le miró con detenimiento y, sin decir absolutamente nada comenzó a reír; soslayando su compunción.
—¿Qué, viajero.… Qué te causa tanta gracias?
—¡Por qué no llamas a tu hermano y se los cuento! Ja, ja, ja —reía.
—¡Ven, Fynbar, nos ha pillado! —emitió el hombre, girando la cabeza hacia la herrería, sonriente y algo asombrado de que les descubrieran.
—¡Te lo he dicho! Las historias sobre el viajero no eran exageraciones —dijo el hermano a su gemelo, el herrero, al reunirse con ellos.
—Tenías razón. Lo siento, lo siento —Ambos hermanos se abrazaron cálidamente, terminando Fynbar por dar un beso en su calva.
—Descuida hermano, te perdono… te perdono. No todos pueden tener mi sagacidad —dijo dándose aires de magnanimidad. (Algo que entre ellos representaba sobre todo gracia).
Driskell les miraba extrañado por tan peculiar proceder de ambos.
—Viajero, te presento a mí hermano, Aidan «el carpintero».
—Te presento a mi hermano, Fynbar «el herrero» —proclamó de igual modo presentando a su gemelo.
—Dinos, viajero…
—¿en qué podemos ayudarte? —preguntaron a Driskell; comenzando uno y terminando el otro; como acostumbraban hacer desde infantes.
Procesó por un momento lo que pasaba y expuso la razón de su presencia:
—Necesito una cubierta que pueda ser colocada y retirada, para esa carretilla… la que esta fuera alada por una mula —índico Driskell, apuntando con el pulgar por sobre su hombro, hacia la calle.
«M-m-m…». Ambos hermanos hacían sonidos al interior de sus bocas, frotándose la barba y asintiendo la cabeza mirándose entre ellos. Como si se tratase de un espejo.
—Haremos lo que necesitas, viajero…
—sin que pagues por ello…
—al igual que trabajos futuros.
—A cambio claro…
—de que hagas algo por nosotros.
—¿Qué te parece? —Le cuestionaron al unisonó.
Tras pensárselo por un momento, les respondió:
—¡Qué se les han subido las cabras al monte! Ja, ja, ja — Se carcajearon grupalmente con ímpetu—. Me parece una proposición más que justa —prosiguió al calmar su risa—. ¿Qué deberé hacer?
—Tu fama te precede, viajero —expresaba Fynbar con admiración, mientras su mellizo se retiró a la herrería—. ¿Has oído del tesoro en el viejo calabozo?
—Me temo que no.
—Es un calabozo-mazmorra más antigua inclusive que yo, ¡y eso ya es decir!, ubicado a las afueras del pueblo, al pie de un cerro. La única entrada se encuentra allí mismo, al pie del cerro, no hay pierde. Desde hace años se ha mencionado, de lengua en lengua, sobre la existencia de un codicioso tesoro oculto en lo profundo de ese lugar. Cientos han ido en su búsqueda, sin conseguir nada más que una muerte segura. Con frecuencia acuden a nosotros aventureros como tú, provenientes de todos rincones, pidiendo les fabriquemos armaduras y todo tipo de armas para ir en busca del tesoro, con menosprecio a nuestras insistentes advertencias. Como sea, lo que debes hacer…
—Quieren que traiga el tesoro para ustedes. Ya entiendo —Le interrumpió seguro de lo que le pedían hiciera.
—Ciertamente, viajero. Pero no el tesoro que piensas. Durante ese tiempo y con cientos de ilusos que no han más que perecido estúpidamente allí, se ha acumulado una valiosa cantidad de «tesoros»: armas y armaduras, en general, metales esperando ser fraguados y posiblemente diversas pertenencias de valor de los aventurados que fracasaron en su búsqueda.
—Ya veo. ¡Traigo el “tesoro” y tenemos un trato!
—Justamente —dijo Aidan volviendo de la herrería con mapa en mano—. Toma, este mapa te guiara hasta el calabozo.
Driskell le miro detalladamente y advirtió:
—No es fácil llegar hasta ahí… por lo que veo —calló por un momento, meditativo como suele serlo—. Necesitare llevar una carretilla para trasladar los “tesoros”. ¿Tienen alguna, que me sea útil?
—Por desgracia…
—no —mencionaron en su particular y habitual manera.
—Deberás llevar la tuya…
—y al regreso nos ocuparemos de lo que has solicitado.
—No te preocupes…
—somos los mejores en lo que hacemos.
—¡Puedes preguntar! —dijeron al unisonó, hablando uno al lado del otro y de brazos cruzados.
—Una cosa más, viajero.
—¿Cómo nos has descubierto…
 —en nuestra singular y jocosa broma? —cuestionaron al viajero yéndose ya.
—¡Simple —grito montando en Zorka—, solo uno de ustedes tiene quemaduras por la forja! —Driskell se marchó, dejando atrás a los hermanos riéndose de sí mismos desenfrenadamente.
De regreso en la plaza, Driskell encontró a Elidor danzando de manera más que improvisada —como hacían todos los animales ahí presentes al danzar—, con suma alegría. No pudo evitar reír con alegría al verle moverse erráticamente pero con cierta gracia, sacudiendo todas sus extremidades de lado a lado agitadamente. Espero a que terminara, cruzado de brazos, sonriendo.
—Veo que te has divertido, cerdito.
—¡Oink! ¡Pido me disculpe! Así es, señor Driskell. Más aun que en los bailes que ofrece mi tutor en palacio. —confesó Elidor, exaltado y recuperado el aliento—. Acompáñeme, señor Driskell, deseo que conozca a alguien.
Driskell le siguió abriéndose paso entre la muchedumbre hasta llegar al otro lado de la plaza; notando en el cerdito el menearse de su rabito por sobre el pantalón.
—Le presento a mi nuevo amigo, Atif. ¡Muy sabio e inteligente!
Se trataba de un chimpancé, sentado sobre una rama no muy alta, de pelaje entre negro y grisáceo; vistiendo un chaleco de color ocre oscuro y opaco, y desde luego unos pantalones holgados; rostro rugoso rodeado por abundante pelaje; con dos grandes orejas brotando a los costados de entre su pelaje; una amplia boca con labios apenas notorios; nariz chata, conformada por un par de orificios al centro del rostro; bajo el seño, marcadas cejas; un par de ojos de iris color marrón y pupilas obscuras, y una barba cortita en tono blanquecino.
De inmediato se descolgó de la rama para decir con alegre sorpresa:
—¡Sí es el pequeño Driskell de Drakdlan! —pronunció el primate, con voz tenuemente ronca.
Driskell no daba crédito a lo que veía; de pie frente al chimpancé —mismo que le llegaba en estatura a centímetros de la nariz—, en parte atónito en parte asombrado, pero sobre todo dominado por una inesperada felicidad, que hizo inevitable que su rostro reflejara un enorme y placentero contento. Ambos, simio y hombre, dejándose llevar por la emoción del momento se abrazaron con afecto, con fuerza y considerable tiempo.
—Hacia décadas que… ¿Cómo te encuentras?, dime —dijo Driskell, mirándole y posando las manos en sus hombros; haciéndolo de igual modo su simio amigo (aunque de resaltada mayor envergadura)—. Elidor, este es mi viejo y muy querido amigo, Atif de Keña.
Elidor tardo en comprender del todo la situación, pero al final lo consiguió, escapándosele un ¡Oink!
Tras conversar por unos minutos, Driskell preguntó a Elidor por Wirt y Sheply. Respondiendo el cerdito haberlos visto por última vez junto a él. Al preguntar Atif de que se trataba, y enterado de quienes eran Wirt y Sheply, indicó la dirección que tomaron. Caminaron en busca del par de bribones, con dirección, peculiarmente, hacia la casa de Atif. Driskell no necesitaba siquiera tomar de las riendas a Zorka al caminar ya que era un corcel bastante fiel y bien entrenado. No tardaron en dar con ellos; se hallaban hurgando en las sobras, en un pequeño callejón, detrás de un agrio mesón. Para evitar los gruñidos y molestias de ambos, Driskell, con premeditación les sorprendió en pleno acto, asustándoles de tal modo que Wirt se quedó tieso como tronco y apestando, mientras Sheply, con la cola entre las patas, fue reprendido a regañadientes hasta salir del callejón, con Wirt colgando tomado de la cola; pasado un rato retomó la plenitud de sus funciones corpóreas.
La morada de Atif se encontraba rodeada por dos casas de tamaño convencional, a mitad de la calle, resaltando ésta por su singular altura y estreches de forma muy simpática, siendo difícil no desviar la mirada al pasar; contando con dos pisos, más el ático.
Dirigiéndose a Elidor como a Atif, en la puerta en casa del simio, Driskell pidió a Atif:
—Debó hacer algo a las afueras del poblado, en un antiguo calabozo-mazmorra. ¿Mientras vuelvo, podrías darle acilo?
—Desde luego que sí, mi casa es vuestra casa. Pasa por favor, Elidor. Ponte cómodo —Elidor entro con plena confianza­, como si de su misma choza se tratara, y mirando con admiro todo a su alrededor—. No te preocupes Driskell, lo atenderé bien; descuida —Atif recordó algo que podría serle útil a su amigo—. ¡Driskell! Ten cuidado. Se dice que ese lugar está encantado —trató de advertirle Atif; haciendo que se detuviera a punto de subir en Zorka.
—¡Encantado! Ja, ja. ¡Menuda tontería! ¿Por qué encantado?
—La cerraron debido a que los presos en la mazmorra murieron sin explicación evidente, de la noche a la mañana. Más tarde de igual modo en el calabozo, incluso los guardias tuvieron la misma suerte.
—¡Vaya!… eso ya no suena tan tonto. Ja, ja. Gracias, Atif. Espero volver antes del anochecer. ¡Eh-h-h, tú a donde crees que vas! —exclamó, llamando la atención a Wirt caminando bajo el umbral hacia el interior de la morada del simio—. Tú vienes conmigo, y trae a tu pulgoso socio bribón.
Wirt cruzó la puerta, y entre gruñidos seguidos del chillar de Sheply salieron de la casa; el can enfadado mostraba los dientes a Driskell y Wirt por la forma en que la zarigüeya le había hecho salir.

(Registrado en INDAUTOR bajo el seudónimo de D. Leo Mayén)

jueves, 21 de diciembre de 2017

Andromalia - Capítulo 6

En este capítulo, Driskell relata a Elidor, por petición de éste, una de sus travesías en el lejano lugar mencionado como El Continente: lugar donde Dirskell se ha formado como quien en realidad es; y como casi muere en esa ocasión a garras de indomables félidos, de un modo más que justificado… pero sangriento. Ulteriormente Elidor hace algo muy impropio de él, algo que al verlo deja asombrado a Driskell.
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Andromalia - Capítulo VI


R
etomando el camino hacia su destino, Driskell, montado en Zorka yendo a la par de la carretilla, fue interrogado por Elidor.
—Señor Driskell, me pregunto si… podría ser tan gentil de hablarme acerca de El Continente. ¿Dígame como es allá? ¿Podría complacerme?
Tras pensárselo un poco Driskell respondió:
—¡Si eso te hace feliz!
No sabía por dónde comenzar; había miles de historias. Las que en su mayoría prefería no removerlas del oscuro y abandonado lugar en su mente, donde luchaba por ocultarlas de sí mismo.
—¿Cómo es?... Es bello, cerdito. Vi los más esplendorosos paisajes, llenos de vida; no sabría como describírtelos a modo de hacer justicia a su belleza. Al estar en ellos te llenarías de paz. Aunque les contemple mayormente sólo de paso.
“Pero, como te he dicho antes, no todo es hermoso. Así como en muchos de los sitios que visite la belleza natural prevalecía de forma abundante, mucho me temo que lo malo en ellos siempre fue una constante, y esa era el hombre. «La Gran Capital», ese sitio del que has leído; déjame decirte que yo he estado ahí, y con toda certeza puedo decirte que no es ni remotamente como crees… cuando menos no del todo. En parte abunda la tecnología, los inventos novedosos, también los descubrimientos y avances en medicina y otras ciencias; pero, en algunos lugares, todavía, los animales son usados como lacayos, sirvientes, esclavos. Pese a las constantes luchas por abolir la esclavitud humana y animal. Si crees que no es tan malo por qué aquí también los hay, lo que ignoras es que en El Continente, en algunos sitios, son humillados, sufren de crueles maltratos, viven y son desechados cual desperdicio; por sobre los grandes esfuerzos de las autoridades y las leyes algo resientes.”
“Eso no es lo peor del Continente, cerdito. ¡Oh no! Lo peor son las guerras. En algún momento llegaron a haber hasta diez guerras por todo El Continente, algunas no tan grandes e “magníficas” como las demás, pero no por eso menos importantes; fuera cual fuera su causa o por lo que defiendan o creyeran luchar todas terminan en lo mismo: muerte y destrucción, en menor o mayor escala, pero siempre sin excepción desembocando en el dolor de ver morir a quienes se ama; padres, madres, hijos, hermanos, familia y amigos que mueren en, o a causa, de la guerra, y sufriendo la consecuencia de ella… sin pedirlo o saberlo.”
—¿Ha-a… Ha estado usted en medio de la guerra, señor Driskell?
—Sí, cerdito… sí. Aunque ahora desearía jamás haber estado —confesó con sincero y profundo dolor—. ¿Has visto alguna vez un mapa del Continente? —Elidor contestó de forma afirmativa a la pregunta—. Vale. Al este del Continente, tanto como te puedas imaginar, se encuentra la jungla, una de varias; ahí me encontraba yo hace varios años. Llegamos cerca de cien hombres. Nos establecimos en el borde oeste de la jungla listos y en espera de órdenes. En aquel entonces estaba a cargo de un pelotón, conformado por hombres de moderada experiencia, equipados con sables, mosquetes… ¿sabes lo que es?
—Sí, señor, los he visto ilustrados.
—Bien, entonces, los hombres bajo mi mando llevaban mosquetes, algunos incluso hachas, pero uno de ellos llevaba en especial arco y flechas… justamente este que vez a mi espalda. Después de tres días esperando órdenes por fin llegaron: Debíamos avanzar a medio día; tras regresar mi pelotón enviado de avanzadilla; pese a mi insistencia por acompáñales mi superior se negó argumentando: «Tú eres más importante aquí». Al volver, no reportaron ninguna novedad, al menos hasta el punto al que llegaron: medio kilometro al frente. Por lo que nos movilizamos como estaba previsto. Al frente, cincuenta hombres formando «la línea frontal»: avanzando en dos líneas: la primera línea con mosqueteros, avanzaba con la segunda línea detrás de ellos a veintidós metros por detrás, los hombres de ésta con sables; y con órdenes de que en caso de caer la primera línea trataran de llegar a por los mosquetes. La segunda línea conformada de igual forma… ¿Entiendes?
Elidor, dudoso, asintió.
—Yo pertenecía a la «línea posterior o de retaguardia» —prosiguió Driskell— de la línea frontal: a cincuenta metros de la primera línea. Llevaba mi mosquete al hombro, mirando con atención a los hombres en la lejanía frente a mí; el mosquete era pesado y algo incomodo, para mi gusto; lo llevaba por mera curiosidad; entonces me parecía un arma novedosa. No tardamos en llegar hasta el punto al que mis hombres habían llegado a explorar. Hasta ese punto todo había ido calmado y sin contratiempos. Recuerdo que algunos micos gritaban al vernos pasar, las aves gorjeaban y los ciervos huían de nosotros. Al notar la sencillez con la que habíamos llegado hasta ese punto, salvo por lo difícil de sortear ciertos sitios con maleza y la predominante yerba que crecía hasta llegarnos a poco más de la cintura; se decidió que siguiéramos sin enviar antes a la avanzadilla. Sin yo poder objetar lo hicimos. Caminamos hasta cerca del atardecer. La línea posterior nos detuvimos a acampar en un claro, despejado a unos… ochenta metros a la redonda, más o menos. El hombre al mando de la primera línea divisó lo que parecía un antiguo templo abandonado; mando avisar que iría con unos hombres a explorar.
“Por la noche, alrededor de una de las tres fogatas, uno de los hombres relataba las historias que oyó de alguien en el poblado en el que nos agruparon antes de salir hacia la jungla; sobre animales que habitaban en los alrededores, enormes elefantes, entre otros, pero enfocando su relato en feroces felinos del doble de nuestra talla; capaces de intuir nuestra presencia a kilómetros de distancia; de enormes garras, con las que de un zarpazo bastaba para destriparte; colmillos igual de enormes, tan puntiagudos como para atravesar el cráneo de un hombre con facilidad; acechaban sin que lo supieran sus presas hasta tenerlos sobre ellas, y devorándolos sin compasión. Mientras a algunos les causo pavor, a otros nos causo gracia. Aquellas criaturas que mencionó llevaban décadas sin ser vistas; muchos las creían extintas”.
Sabiendo Driskell que se encontraban cerca del mejor lugar para pasar la noche, salieron del camino y, alejándose moderadamente de él, acamparon. Después de cenar, esta vez nada de reptiles, Elidor pidió a Driskell que continuara con su anécdota.
—Más tarde uno de los hombres que volvió de las ruinas nos contó que estar en ellas provocaba sensaciones extrañas, ¡místicas! y gratas a la vez.
“Faltando todavía para la llegada del amanecer se podía distinguir apenas con el amparo de la tenue luz del alba. Aún la mayoría de nosotros dormía, dentro de nuestras tiendas, a excepción de quienes hacían guardia. Fue cuando nos despertó el estampido de los mosquetes siendo disparados a la lejanía; por los hombres de la primera línea. Rápidamente salí de mi tienda con el mosquete en mano y listo para actuar. Por más que nos esforzamos en ver que ocurría al frente nos resultaba imposible. Se escucharon de nuevo el disparar de los mosquetes. El hombre al mando envío a un hombre a indagar; a medio camino se escuchó el sonar de su mosquete y fue lo último que supimos de él. Le convencí de no enviarnos a todos hacia el campamento de la línea frontal, sino enviarme a mí con mi pelotón a indagar.”
“Nos aproximamos, con los mosquetes al frente, muy lentamente, deteniéndonos a cubierto en cada árbol lo suficientemente grueso; pues desconocíamos el peligro  (en el terreno abundaban árboles). Uno de mis hombres, el arquero: un African —divagaba Driskell, rememorando—; el más alto de los cien hombres, ja, ja, solíamos decir… tanto como valeroso… más que todos. Siempre con el cabello muy corto; sus ojos eran penetrantes, intimidantes en combate; cuando la batalla cesaba sus voluminosos labios exhibían una grata sonrisa… Un gran amigo sin duda —Driskell se encontró con la mirada de Elidor y salió de su anegación de nostálgicos recuerdos—. Entonces, retomando, él me entregó el catalejo; con el que traté de ver que ocurría; miré de lado a lado al horizonte y nada… no se divisaba nada al frente salvo una quietud abrumadora e intimidante. Seguimos avanzando, y, a medio camino, desde nuestra retaguardia se escuchó uno tras otro el estallido de los mosquetes; las balas no tardaron en llegar hasta nosotros, por lo que nos tiramos a tierra y nos arrastramos hasta cubrirnos detrás de árboles o rocas.”
“Lo recuerdo bien… uno de mis hombres gritaba entre los distantes disparos: «Que diantres está pasando… maldita sea… Joder». No dejó de maldecir hasta que cesaron los disparos. Me preguntaban qué hacer, y pese a todo el arduo entrenamiento que recibí por todo El Continente no sabía con certeza qué hacer; pues era más joven —pronunció, seguido por un hondo suspiro—. Se escuchaban gritos escalofriantes de dolor aunados a feroces rugidos, ambos atravesaban la jungla de lado a lado. ¿Nos debíamos retirar, o regresar a por quien quedara con vida, o seguir avanzando y esperar lo mejor hasta llegar a las ruinas?, me preguntaba, sin saber cómo proceder. De haberse tratado de hombres los que nos atacaban me hubiera resultado fácil actuar, sin miedo ni contemplaciones.”
“Pasaron unos minutos. Ya no se oía nada, ni gritos, ni rugidos, ni mosquetes, ni siquiera voz alguna de algún sobreviviente; la jungla entera permanecía en un profundo y sepulcral silencio, mismo que nos enervaba por completo, nublando nuestro juicio. Uno de mis hombres soltó su mosquete y corrió a toda prisa hacia las ruinas, por más que gritamos tratando de persuadirle fue inútil; rápidamente pedí de nuevo el catalejo; le seguí con éste mientras se alejaba, al estar casi en el campamento una silueta anaranjada se abalanzo sobre él, derribándole y ocultándolo de la vista por la crecida yerba, sin poder hacer él nada más que gritar con una espantosa agonía desesperada hasta morir. Se me erizaron todos los vellos del cuerpo mientras el más penetrante de los escalofríos recorrió todo mi ser… al oírle  morir. Al saber que no habría otro modo más que luchar para sobrevivir, y deseando como nunca volver a casa, como pude encaré el temor y la duda que domaban mi cuerpo y mente. Busqué la forma más eficaz y segura de sobrevivir.”
“Sabía quiénes eran nuestros atacantes: tigres. Conocía su apariencia por dibujos que vi de joven, y supuse que lo que la noche anterior se dijo en la fogata era cierto. Con eso en claro estaba convencido de que la única oportunidad seria encararlos. Era evidente que los mosquetes no resultaban del todo efectivos, de por sí eran bastante imprecisos, más aún contra algo que se mueve con ágiles y velocidad entre la tupida yerba. Con dificultad convencí a mis hombres de permanecer juntos; estuvimos estáticos, formando un círculo. Cada uno cubrió su parte del círculo por horas; durante ese tiempo lo más que veíamos era la yerba moverse a lo lejos, en ocasiones la punta negra de su anillada cola sobresalía. Llegamos a contar cerca de quince, si mal no recuerdo. Nos acecharon sin descanso por demasiado tiempo, intimidándonos y esperando que bajáramos la guardia o aprovechar que cometiéramos un mínimo error. Hubo momentos en los que aparentaban haberse ido, sólo para volver a mover la hierba o mostrar las colas; eso sólo nos desmoralizaba más y más, hasta el punto en que uno de los hombres soltó su mosquete y rompió en llanto, como un bebé. Con desesperación tratamos de reponerlo, insistiendo en que tomara de nuevo el arma y regresara a su posición, pero sin nosotros dejar de vigilar, con dagas y sables en mano. Temí que se abalanzaran sobre nosotros en cualquier instante; no era más que necesario que un tigre atacara a uno de nosotros para que con la conmoción los demás pudieran atacar sin mucho problema; o simplemente atacar al mismo tiempo. ¡Pero nada paso!”
“La ventajosa protección de los rayos del sol nos abandonaba; nuestra última protección segura contra ellos. Tenía por seguro que al anochecer moriríamos sin remedio. Me sentía lleno de rabia, por no poder hacer nada, nada salvo esperar y pelear; no es que temiera hacerlo, toda mi vida me han entrenado para ello, sino que en ese momento lleno de frustración, pena e inmensa incertidumbre, vino a mi mente un recuerdo en  particular…”
—¿Cuál? —preguntó el cerdito, boquiabierto y temerosos por la historia.
—Era un recuerdo de mi infancia. Una vez, mi padre, como lo hacía constantemente, me dijo: «Tanto animales como hombres, merecen respeto por igual. Jamás lo olvides, hijo. El ser diferentes no nos hace menos o más, sólo únicos. Y el ser todos únicos nos hace iguales.»
“Como último recurso, esperando poder vencer y sobrevivir, me dirigí a mis hombres: «Caballeros, no elegimos morir aquí, eso es seguro, pero morir sentados o luchando es nuestra elección». Comencé a avanzar hacia el campamento, guiado por la tenue luz de un fuego casi extinto, seguido por mis hombres, a excepción de uno: el llorón se quedó sentado abrazándose las rodillas y meciéndose. Mbizi, el arquero, se encontraba a mi derecha con el arco tenso y listo para actuar. Estaba tan cerca el campamento que por un momento podía sentir que ya estábamos ahí. De repente un tigre, esperándonos oculto en la maleza, se arrojó abruptamente hacia nosotros, desde el flanco derecho, rugiendo y cambiando de inmediato de dirección, pero aún así huyendo con una flecha clavada en un costado. Mientras todos nos distrajimos por un instante y, el arquero tomaba otra flecha…; un mísero y diminuto instante; fue el momento preciso en que nos atacaron. Dos de ellos atacaron por el otro flanco, el izquierdo, uno de mis hombres esquivó al primero que salto hacia él… pero fue atacado por el segundo mientras se hallaba en el suelo, yéndosele directo a la garganta… no tuvo siguiera oportunidad de defenderse. Cuando me giré al otro lado, Mbizi —Driskell calló por un breve momento, pensativo y cabizbajo—… estaba en el suelo con el cráneo destrozado, la sangre le cubría el rostro. Giraba en busca de uno de ellos, lleno de rabia y listo para matar a cuantos pudiera. Sin aviso uno de ellos me acertó un fuerte zarpazo en la espalda derribándome en el acto; intente levantarme pero por la conmoción apenas y podía mantenerme consiente. Comenzaron a rodearme, dando vueltas en torno a mí, quizá esperando a que me desangrara y muriera.”
Elidor, de por sí ya con los nervios alterados por la historia, se asusto más al oírse a la lejanía el aullido de un coyote; Sheply, echado detrás de él, emitió un sonoro aullido, provocando un mayor susto a Elidor, quien termino dando un salto y acercándose a Driskell, chillando y con lagrimas deslizándose de sus negros ojos. Driskell no pudo evitar se le escapara una risilla a causa del exalto del cerdito.
Cuando se calmó, Elidor, le pidió siguiera contando su angustiosa historia.
—Al día siguiente —retomó Driskell—, con los primeros rayos de luz filtrándose por entre las fisuras del follaje de los altos arboles, desperté bocabajo y siendo manoseado. De inmediato me traté de levantar en busca de un arma; detuve tempestivamente mi búsqueda por el rugido de un tigre, a unos cuantos metros de mí… mostrándome sus fieros y enormes colmillos. Permanecí quieto sin moverme, al mirar detrás de mí a quien antes me manoseaba resulto ser un nativo, en taparrabos y con una larga cerbatana sobre la yerba cerca de él; me pidió que no intentara nada y volviera a tenderme en el suelo bocabajo para curarme la herida en mi espalda. Dudoso, terminé haciéndolo. Mientras aquel hombre me curaba el enorme e imponente felino no dejaba de observarme; me miraba fijamente sin apartar la vista por ningún motivo. En los campamentos, algunos tigres se alimentaban de los cuerpos, podía escuchar el crujir de los huesos al quebrarlos con sus fauces. El nativo me curó la herida con una mezcla de lo que parecían hierbas medicinales junto con la sabía de un árbol y a saber qué más. En el proceso, el hombre me dijo que aquel tigre, frente a nosotros, de hecho era una tigresa, llamada por ellos Aura; y que si yo todavía vivía era gracias a ella, asestándome el zarpazo y impidiendo así que los demás tigres terminaran lo que empezaron. No sabía que pensar, lo que ese hombre me dijo me desconcertó del todo;  no lograba comprender por qué motivo me salvó.
“Aunque el hombre insistió que no me moviera me puse de pie; al hacerlo, con un gesto de la mano el hombre apaciguó a Aura. Al ver que caminaba con trabajo, el hombre hizo que me apoyara en él. Caminamos hasta donde vi con vida por última vez a mis hombres. Al agacharme para recoger el arco la tigresa me advirtió gruñéndome feroz. Al explicarle al hombre por qué quería el arco, intercedió por mí como intermediario, y curiosamente la tigresa me lo permitió; deje las flechas a un lado, conservando el arco como único recuerdo de alguien muy apreciado por mí, más que un soldado que peleo a mi lado, como un hermano por quien sin dudarlo hubiera dado la vida. Para mí sorpresa el llorón que se quedo postrado sobre la hierba vivía; tomaba alguna especie de infusión entregada por los nativos.”
“Por la noche converse con Pagagüi, el hombre que me curó; me contó como él podía   hablar y entender nuestra lengua: hacía años un explorador perdido en la jungla fue encontrado por su tribu. Al final el explorador permaneció con ellos hasta el término de sus días; durante ese tiempo el explorador le enseño a hablar, junto a otros de su tribu, a escribir y entender nuestra lengua. También me relató cómo su tribu y los tigres habían llegado a un acuerdo mutuo al verse amenazados constantemente por los invasores. Cuando le pregunte por que creía que me dejó vivir la tigresa mencionó que pueden sentir lo que hay en lo más profundo de nuestra mente y alma; además de haberse saciado la noche anterior, agregué yo como broma. «Algo especial sintió ella en ti», expresó Pagagüi.”
“Permanecí alrededor de un semana con ellos. En ese tiempo, él me mencionó el motivo por el que nos atacaron de ese modo los tigres: hacia unos años, soldados como nosotros llegaron con intensiones de conquistar esas tierras, por lo que los tigres no tuvieron más remedio que proteger lo suyo y a los suyos.”
“Después de todo eso vino a mi mente algo que en su momento creí tonto; algo dicho por el hombre que se encargo de que fuera entrenado de la mejor manera posible desde que le seguí: «Ten cuidado de las bestias. Un hombre al que se refieran como bestia se rige por sus más bajas y desleales pasiones e instintos. Un animal considerado bestia se guía por sus instintos naturales, para sobrevivir, más no para asesinar». Regrese al “mundo del hombre”, de vuelta con el hombre que me hizo quien soy… para seguir con lo que empezó; pero esa agua es de otro río, cerdito.”
Al terminar con su relato, Driskell y Elidor fueron a sus respectivas mantas en el suelo a dormir. No tardó el cerdito en pedir dormir cerca de él, pues temía ser devorado por el coyote; Driskell accedió entre disimuladas risas.
Con el sol en su punto más alto, transcurridas varias horas de camino, los seis viajeros hacia mucho que dejaron atrás las montañas. El paisaje comenzaba a cambiar en su totalidad; la vegetación era más abundante: desde el pasto, ahora verde y prominente, hasta los arboles grandes y abundantes en variedad.
Lejos del camino, en un prado, Driskell agazapado con arco en mano avanzaba muy lentamente, centímetro a centímetro; con los sentidos muy atentos en busca de cualquier señal de vida, un ruido, un movimiento por más diminuto que este fuera. Se escuchó el quebrarse de una ramita, Driskell de inmediato se petrificó, respirando con lentitud y sin mover siquiera un dedo. Esperaba con sensitiva agudeza por el siguiente movimiento. Nada se oía, por lo que siguió con su parsimonioso avance. Tan rápido como pudo se hincó en una rodilla al oír un chillido familiar, seguido por el aleteo de un ave emprendiendo el vuelo al frente de su posición. Instintivamente tomó una flecha, tensó el arco y, anticipando la trayectoria del ave, disparó. Dando en el blanco, y por ende causando la caída del ave en el acto.
—Fuiste algo torpe esta vez, Wirt.  —afirmó Driskell aproximándose a la presa, siguiéndolo Wirt por detrás.
Con cuidado sacó la flecha del ave, y se dirigieron a donde les esperaba Elidor. Wirt estaba impaciente por ponerle el diente al ave, tratando de despojar de ella a Driskell. Al llegar donde Elidor, Driskell se detuvo perplejo por lo que sus ojos veían, distorsionando por completo lo que hasta hace poco pensaba. Elidor estaba revolcándose en una pequeña extensión de fango; “al descubierto”, todo él tintado de color marrón obscuro. Al notar que Driskell le miraba de pie a unos metros de distancia, mientras Wirt luchaba por arrebatarle el ave, Elidor se asustó chillando y corriendo a ocultarse en los matorrales, intentando en vano, salvar el pudor que le quedara.
—¡Te quieres calmar! —pidió gritando a Wirt, al morderle la mano tratando de que soltara el ave.
Mientras Driskell, sobre la carretilla, desplumaba el ave, Elidor le pedía desde los matorrales:
—Po-po… Podría arrojarme mis prendas. ¡Se lo imploro, señor!
Driskell lo hizo; sin soltar el ave en ningún momento. Al notar Elidor lo sucia que estaban sus ropas se llenó de angustia. Driskell se percató de ello, por lo que trató de calmar al cerdito diciéndole:
—Tranquilo, fangoso gochito, no lejos de aquí se encuentra un río que nos queda de paso. Iremos y te limpiaras.
Driskell guardó dentro de un costal el ave, Elidor se tranquilizo y se dirigieron al río.
—Wirt, recuérdame recordar traer en el próximo viaje un juego de ropa extra, por si llegara a ser necesario—. Bromeaba con Wirt. Éste, molesto, se limitó a gruñirle con brevedad, montado en Pekar, sin siquiera voltear al frente y mirarlo.
Se desviaron bajando por una senda fuera del camino, deteniéndose cerca de la rivera del río. El río no era tan profundo como ancho, cerca de diez metros, pero sí llevaba una corriente, predominante en el medio del río, considerablemente rápida, lo suficiente como para ahogar a alguien inexperto; como fue el caso de Wirt hace tiempo.
De inmediato Elidor se despojó de sus ropas —suplicando nadie le mirase— y presuroso se metió en el agua. Driskell le siguió de igual modo. Mientras Elidor se sumergía con repetitividad buscando la mayor limpieza posible, Driskell nadaba libre de toda preocupación, dejándose llevar por la corriente a momentos; mirando a Wirt buscar con ayuda de su olfato su preciado manjar.
—¿Acaso buscas esto? —Le gritó sacando del agua el morral que llevaba consigo. —¿Te gusta enlodarte con frecuencia, cerdito? —preguntó, quitado de la pena, al pasar cerca de él llevado por la corriente mirando al cielo.
—No es que me guste, señor Driskell; me parece una actividad por demás impropia además de poco higiénica. Sentado en la carreta, esperando a que volvieran, el sol comenzó a irritarme la piel. Al ver el fango no pude evitar sentir la imperiosa necesidad de revolcarme en él. Pido me disculpe.
—No te disculpes, cerdito, cuando hay que hacerlo hay que hacerlo —Le dijo al pasar de vuelta, ahora por detrás de él—. Al menos era fango y no otra cosa. Ja, ja.
Desesperado y ansioso, Wirt entró al agua nadando hacia Driskell. Aún temeroso por el mal rato que una vez pasó en ese mismo río al ser arrastrado por la corriente y casi morir ahogado. Terminó sobre la cabeza y hombros de Driskell, tembloroso y empapado. Driskell no tardó en salir del agua, del modo que llegó a esta vida: empapado y al desnudo, sólo que sin llorar. Por todo su cuerpo se notaban con claridad cicatrices de todo tipo y tamaño, a causa de armas blancas, espadas, cuchillos y dagas, flechas, inclusive algunas por bala, también varias de ellas evidenciando sus encuentros con animales; para nada corteses como Elidor. Dejó a Wirt cerca de una roca, enflaquecido en apariencia y tiritando sacudiéndose el agua, a que se secara al sol. Se dirigió a la carretilla de donde tomó una cuerda, la ató a dos árboles y colgó las ropas del cerdito, mismas que llevaba al interior del morral; dejando también a secar éste.
Al no salir Elidor del río, por pudor, Driskell le esperó en la orilla con una manta, hasta que fue obligado por un pequeño grupo de animales al otro lado del río a salir velozmente para resguardar su pudor. Durante todo esto Driskell no dejaba de reír.
Zorka bebía del río, para después alimentarse del pasto cercano; en tanto Pekar bebía de la cubeta, pues no fue liberado, porque al no ser rápido el acoplarle de nuevo a la carretilla de ser necesario partir con diligencia les retrasaría aun que fuera por pocos pero valiosos minutos; acompañando después a Zorka comiendo del colorido pasto. Sheply estaba echado sobre la carretilla; además de no ser muy afecto al  agua, al menos que fuera inevitable, debía de cumplir con su labor de vigía y guardián.
Poco más tarde —ambos sentados al borde de la carretilla— Elidor miraba con interés la trampa de pesca colocada por Driskell: con una rama grande clavada al suelo, y en el otro extremo una cuerda colgando con una mezcla de diversos incestos colgando de la punta sumergida en el agua, esperaban atentos la aparición de la deseada criatura acuática. Transcurridos alrededor de quince minutos apareció en la cristalina agua un bagre de buen tamaño; Driskell, con suavidad llevó su mano hacia su espalda y tomó una flecha, alistó el tiro, y antes de que siquiera tocara la carnada el bigotudo pez estaba atravesado por una flecha. Saltó de la carretilla, y con el pez aún retorciéndose empalado le mató rápidamente con ayuda de su daga. Realizó semejante proceso que con el ave, sólo que a éste no le desplumó sino que le descamó.
Oculto de la vista del cerdito, Driskell degolló al ave; apenas comenzó a brotar el fluido sanguíneo, Wirt, ya impaciente, se abalanzó sobre el ave. Bebía insaciable, con desenfreno y empapándose el hocico y pelaje cercano de color carmín oscuro, al igual que las manos. De observar esto Elidor seguro se desmallaría y tendría una espantosa repulsión hacia la zarigüeya. Más que la carne, Wirt ansiaba la sangre. Al secar al animal, Driskell llevó a la fuerza a Wirt al río para limpiarlo; sin soltarlo, sumergía su cuerpo hasta el cuello y lo salpicaba y frotaba en la cara.
Cerca del sendero que baja desde el camino hasta el río encendió una fogata; donde coció, espetados, tanto el ave como el pez. Complacidos y gustosos disfrutaban de su apetitosa recompensa, al haberse comportado y cumplir con lo pactado en el Palograma; haciendo que lo valiera. Al terminar Wirt con el trozo de carne del ave —que no terminó— y Sheply con el pescado, deshuesado, regresaron al camino y retomaron el paso.

(Registrado en INDAUTOR bajo el seudónimo de D. Leo Mayén)

lunes, 18 de diciembre de 2017

Andromalia - Capítulo 5

En Istval, Driskell se re-abástese de provisiones; acordando con Elidor, estando en el mercado, llevarlo a por un fuizz. Después, acuden al Palograma, servicio de mensajería local, donde Driskell manda una carta a su amada Kalyna, Elidor satisface su innata curiosidad y Wirt y Sheply hacen de las suyas. Y siguen con el viaje hacia lo inevitable.
Link al capítulo IV

Andromalia - Capítulo V


L
os ojos de Driskell se abrieron. Ahogado en un penetrante miedo que objetivamente se trataba de un miedo irracional, imaginario e inexistente; un hecho carente de importancia, pues lo que sentía a consecuencia de lo que vio y sintió en su delirio nocturno provocaban en todo él profundos y angustiantes sentimientos, haciéndole también revivir dolorosos recuerdos. El corazón le latía como si corriese por su vida; como al despertar, en repetidas ocasiones, después de cerrar los ojos con intención de descansar.
Era muy temprano por la mañana; en lo alto el cielo se teñía de naranja, mientras que en la tierra el ambiente era azulado y con esporádicas ventiscas frías. La luz que les rodeaba era la suficiente como para distinguir con claridad.
Se acercaba, desde la maleza, Wirt, cargando unas cuantas ramas, no muy pesadas ni gruesas, para avivar el fuego; las arrojó sin más a la fogata y dio media vuelta; algo que estuvo realizando repetidamente en el transcurso de la noche.
Cuando el sol se encontraba a una altura acorde a las diez de la mañana, Elidor aún dormía. Se giró de costado, quedando en posición opuesta sobre la manta. A unos centímetros de él, y a causa de su movimiento, un bicho con cuatro escuálidas patas a cada costado; dos extremidades al frente acabadas en pinzas, y una larga cola con punta en aguijón, se alteró, aproximándose hacia Elidor listo para inocularle su mortífera ponzoña. A punto de ser atacado, Wirt le cortó la cola con ayuda de un cuchillo, que oculta bajo su pequeño chaleco entre otras cosas; el escorpión, al ser mutilado, trato de huir a toda prisa, sin conseguirlo, pues no llegó a alejarse ni paso y medio cuando Wirt le clavó el cuchillo justo en el medio; lo alzó observándole brevemente —de cabeza—, empalado, retorcerse de agonía, para ulterior con ayuda de su mano llevárselo directo a la boca. Al despertar Elidor, Wirt se hallaba de pie frente a él, masticando el bicho que, sin saberlo, estuvo a punto de envenenarle; hacía gestos al crujir el exoesqueleto entre sus dientes; masticado un par de veces, Elidor ahora observaba como mascaba el relleno viscoso del bicho. Dijo de manera tímida:
—Buen día, señor Wirt —Wirt le respondió con un chillido tras tragar su desayuno (si se le podía llamar así, pues paso toda la noche comiendo una variada y gustosa clase de bichos).
—¿Qué tal tu noche, cerdito? —preguntó Driskell, montando impetuosos todo en la carretilla.
—No muy acogedora, señor Driskell.
—Ja, ja, ja. “Al menos no moriste en el proceso”. Vallamos a Istval.
A medio kilometro de llegar a Istval, a Driskell le pareció ver a alguien ocultarse a la distancia entre la maleza, a un lado del camino. Por ello, decidió detener la pequeña caravana; sacando de una de las alforjas, a un costado de Zorka, unos prismáticos, observó en busca de alguna confirmación de lo que acababa de ver, o más bien creía haber visto. Meditó por unos instantes como proceder. Creía él que era mejor equivocarse creyendo ver algo que bien pudiera no existir, que equivocarse ignorándolo y ratificar su existencia cuando fuera demasiado tarde.
La pequeña caravana siguió su marcha, pero Driskell avanzó siguiéndoles a la par desde fuera del camino, por entre la maleza. Por esta ocasión los papeles se invirtieron, Pekar iba al frente guiado por Wirt y Zorka les seguía detrás, llevando un parco andar, como si se dejaran llevar por la leve briza del viento. Driskell vigilaba cada paso que daba, evitando hacer el más leve de los ruidos al desplazarse con suavidad por el terreno. Catando profusamente cada sonido que llegaba a sus oídos: el alejarse de un pequeño pajarillo al alertarse de la proximidad del cazador, el lánguido girar de las ruedas de la carretilla sobre el camino, la brisa arrullar la hierba, como también el golpetear de los cascos de sus équidos compañeros; avanzaba agazapado, con el pecho a unos centímetros de las rodillas, ayudándose de las manos al progresar, haciéndolo como si fuera alguna especie de animal acechando con cautela en espera de encontrarse con su presa, sin que esta siquiera advirtiera su presencia.
Habiendo ya avanzado cerca de cincuenta y cinco pasos, desde ambos costados del camino se lanzaron presurosos un par de ladrones, uno de cada lado del camino. Uno de ellos con una pistola en la mano, mientras el otro, con expresión torpe e insegura, asía una daga moviéndola espasmódicamente delante y detrás. Ambos hombres sucios y andrajosos. Usaban palabras absolutamente ofensivas, las que impresionaron con horror a Elidor aun más que el hecho de estar a punto de ser robados vilmente; pues en su vida jamás había sido víctima siquiera del más vulgar y simple de los crímenes, como ahora. El par de ladrones, al aproximarse a la carretilla, se desconcertó al ver el caballo sin jinete, mismo que sabían que hasta hace unos pasos venia con ellos. El hombre con la pistola amenazaba a Wirt apuntando y gritándole que desmontara de la mula o moriría en el acto; Wirt le gruñía con fiereza, pero sin desenfundar sus armas. El ladrón que amenazaba mudamente con titubeos y con su arma blanca en mano al cerdito, fue sorprendido por Driskell saliendo abrupta e intempestivamente de entre la maleza, pillándole por detrás. El ladrón, por tan repentino susto, comenzó a temblar de pies a cabeza, y sin poder siquiera girarse del todo y ver quien le sorprendió Driskell le sujetó de la muñeca derecha —con la que el ladrón sujetaba la daga—, y con la otra mano, —la derecha de Driskell— pasándola por debajo del brazo prensado del temeroso ladrón hasta llegar a su cuello, colocó sus dedos alrededor de éste y presionó con fuerza, le torció el antebrazo antes de impactar con fuerza su rodilla en el estomago del hombre, haciendo que se inclinara de dolor y  expulsara el aire que residía en él; rápidamente, de nuevo le tomó del brazo estirándoselo hacia el costado, y, colocándose dándole la espalda, con completa facilidad Driskell lo desarmó, arrojando la daga hacia la maleza. Mientras Driskell atacaba a su compañero de malaventuras, el otro ladrón, también sorprendido —pero éste al contar con algo más de experiencia y viveza— no dudo en apuntar al hombre que golpeaba sin titubeos ni remordimientos a su socio criminal. Percatándose de lo que planeaba el ladrón, Wirt se le arrojó, trepando por el hombre hasta llegar a su cara, arañándole y mordiéndole entre penetrantes gruñidos. Desarmado y postrado en el suelo, el ladrón golpeado, Driskell le miraba tratándose de mover con dificultad. Se presentó un rugido estruendoso. Driskell se giró y, mirando hacia donde estaba de pie el otro ladrón, vio a Wirt inmóvil en el suelo; ambos hombres se miraron directamente y con fijeza. El ladrón sintiéndose indefenso al haber desperdiciado el único tiro que tenia disponible se quedó de pie mirando a Driskell que manifestaba gallardía y profunda fiereza en la mirada. El ladrón, no sabiendo que más hacer, le arrojó el arma: golpeándole en el antebrazo al interponerlo y evitar que le diera en el rostro. Driskell detuvo con el otro antebrazo el golpe que trato de darle el ladrón, y sujetándolo con un giro rápido de muñeca. Intentó a jalones zafarse del fuerte agarre de Driskell sin éxito; recibiendo una patada en la entrepierna, reflejo de la cuantiosa ira que le inundaba, el bandido cayó, escupiendo, de rodillas, con los ojos exorbitados y ambas manos en la parte media de su cuerpo. Por último Driskell le sujetó de sus mugrientos cabellos hasta alzarle la mirada y le remató con un golpe en seco en la cara. Durante todo el rato Sheply no hizo más que ladrar y gruñir mostrando los dientes con bravura.
Con prontitud fue a donde yacía inmóvil Wirt; levantándolo de la cola lo examinó minuciosamente mientras Elidor con pesar y tristeza observaba de pie junto a la carretilla. Sin más que hacer, Driskell colocó con suma cautela a la zarigüeya sobre la carretilla, acomodándole de manera grata sobre los costales de cuero ocultando en su interior las mantas. Retomaron el trayecto dejando atrás al par de ladrones; después de arrojar sus armas a lo lejos. Elidor no podía dejar de mirar el cuerpo de Wirt, tieso, congelado en un gesto de terror y con parte de la lengua de fuera, emanando un hedor penetrante al olfato —más aun para Elidor—. Lagrimas escurrían por su rostro lleno de tristeza; pese al poco tiempo de conocerle ya sentía aprecio por tan singular y simpático animalito, deseando ahora poder haberlo conocido mejor. Distrayéndose mirando el paisaje, al sentir de nuevo pesadumbre por la conclusión del reciente evento Elidor regreso la mirada al interior de la carretilla… Terminando por dar tremendos chillidos como si le estuvieran matando. De inmediato se detuvo Driskell, seguido por Pekar; haciendo rampar y relinchar a Zorka. Tan pronto como se detuvieron Elidor dio un salto de la carretilla y se alejó corriendo entre constantes chillidos. Trayendo de vuelta a Elidor, con algo de dificultad, Driskell le explicó acerca de la peculiaridad de Wirt de fingir, más bien hacerse pasar por un irrefutable muerto al sentirse amenazado.
—Seguramente se asustó al dispararse el arma —Le contaba al cerdito, de vuelta en el camino—. Cuando nos “conocimos”, al sacarlo del costal hizo exactamente lo mismo.
Elidor le miraba con recelo. Wirt, de nuevo y como era costumbre, se echó montado sobre Pekar, moviendo los ojos de un lado a otro, mirando ocasionalmente a Elidor.
No tardaron en llegar al poblado. Como antes había dicho Elidor, Istval era el poblado más cercano hacia el noreste desde Zlintka; y a un costado de la hilera de montañas, teniendo que pasar por él para así rodear dichas montañas que les impedía el paso directo hacia su destino. Istval era semejante a Zlintka, salvo por el hecho de no contar con una taberna, formalmente; pero en cambio, posee un mercado más sensato —dentro de una edificación—, y un muy competente servicio de mensajería, mismo que está presente en casi todos los poblados aledaños; siendo el de Istval el central.
Al entrar en el poblado, tanto animales como hombres saludaban a Driskell, algunos de ellos al pasar, él les devolvía gentilmente el saludo; Elidor lo hacía de igual modo, en principio al creer que le saludaban a él, y después meramente por cortesía, en ambos casos gustoso de hacerlo. Se detuvieron cerca del mercado. Ahí Driskell instruyó a Sheply que permaneciera en la carretilla vigilando mientras Elidor y él compraban provisiones; Wirt les acompaño, montado en el cuello de Driskell hasta cerca de la entrada, donde subió a lo alto de la estructura del mercado, siguiéndolos pero sin alejarse demasiado como para no escuchar los posibles ladridos de Sheply.
Al interior del mercado podían verse animales y hombres vendiendo, comprando y haciendo trueques, entre otras cosas; desde situaciones mundanas como una oveja comprando alimento o un carnero comprar jugo para su familia, también a un grupito formado por dos niños —un niño rondando los doce años y una niña de cerca de nueve—, una cabrita y por último un pequeño cordero el más joven de todos, pues aún no tenía sus incisivos permanentes. Todos ellos vestidos casi de igual manera, ya que hacía no mucho, al no tener hogar, alguien se compadeció de ellos obsequiándoles ropas pertenecientes a los descendientes de aquella noble alma. Ese pequeño grupito la mayor parte del día se la pasaban divirtiéndose, riendo de cualquier cosa que pudiera causarles gracia, y durmiendo por las noches en algún rincón todos encamorrados, para así calentarse entre sí, pasar otra fría noche y vivir otro incierto día. Para tener que comer iban al mercado, donde enviaban a Tiernan —nombre muy propicio para su labor—, el pequeño cordero, quien pedía con inocencia a quienes vendían comida que le regalasen una fruta o un pedazo de algo para comer, mientras Willard, el niño, con sutileza y sigilo, justo como le enseño hace unos años Driskell, tomaba sólo lo justo para poder alimentar a sus amigos. Willard, al percatarse de la presencia de Driskell llamo a todos; Ailis, la niña de cabellos castaños y ojos marrones claros, corrió al igual que Amalda, la cabrita, junto a Tiernan. Driskell se arrodilló y les abrazo con afecto a todos en grupo, preguntándoles como les había ido desde la última vez. Mientras conversaban y reían Willard les miraba con disimulo a unos metros, pues, sentía emociones encontradas al tropezarse con Driskell: por un lado sentía una gran admiración hacía él, pero en ocasiones se sentía abandonado por él, o con coraje al pensar que podría hacer algo más por ellos.
—¡Como has crecido, preciosa! —decía a Ailis, pasando su mano por su frente y llevando sus cabellos, llenos de tierra al igual que su rostro, hacia atrás de su oreja; Ailis bajó la mirada con timidez y se sonrojó por el alago de Driskell; quien le beso en la frente y se puso de pie.
—¿Cómo ha ido todo, muchacho? —preguntó a Willard al acercarse a él, mientras los demás le seguían detrás emocionados.
—¡Todo bien, Señor!
—Me alegro —afirmó Driskell, alborotándole el cabello y entregándole una talega rebosante de currens (monedas de plata)—. Esto les servirá hasta que vuelva.
El grupito corrió con emoción tras despedirse. Driskell les miraba con aflicción, en parte temiendo que algo malo les pasara, pero también con nostalgia al recordarle la placentera y distante vida que alguna vez tuvo con sus hermanos y las hijas de sus tíos.
Al notar la ausencia del cerdito Driskell se giró de inmediato en todas direcciones tratando de ubicarle; estaba no muy lejos en un puesto. Driskell le tomó del brazo, jalándolo e interrumpiendo la venta entre él y una anciana; respondiendo Driskell a los alegatos del cerdito:
—No te alejes. Trataran de estafarte. ¿Para qué querrías una cabeza de sapo? —Elidor no supo que responder.
Se dejaron de tonterías y fueron a por lo que necesitaban. Con un par de sacos de fruta y verdura a cuestas Driskell se detenía con frecuencia y se giraba diciendo al cerdito:
—¡Vamos, marranito, no te detengas! ¡No necesitas nada de lo que hay aquí; sígueme el paso! —Elidor observaba con fascinación los objetos de todo tipo que vendían allí.
Deteniéndose en un puesto, llamado por una de tantas voces que pregonaban sus productos y cosechas, Driskell preguntó:
—¿Cuánto por las semillas? —Se refería a un montón de semillas de girasol garapiñadas en un costal alto, en el suelo.
—Una almorzada por una cuchilla (moneda común) y cuatro denacs —anunció el vendedor, muy amigable.
Driskell pagó con doce denacs (centavos), y el buen  hombre, de largo y robusto bigote obscuro, tomó del costal las semillas que cupieron entre sus dos manos juntas y los depositó en un cucurucho de papel.
Al detenerse Elidor, por cuarta vez, de pie a una manta sobre el suelo, de objetos de segunda mano, apareció desde lo alto Wirt chillando; alertando de ese modo a Driskell, quien al poner mayor atención escuchó el ladrar de Sheply.
—¡Vamos, apresúrate! —instó al cerdito. Respondiéndole, todo él indeciso:
—Pero… mire es un fuizz.
—¡Anda ya! Te llevaré con quien los hace, pero apresúrate —Propuso; a lo que Elidor al ser tentado de esa manera apresuró el paso.
Fuera del mercado Driskell dejó presuroso los sacos en la escalinata, en la entrada al mercado, indicando a Wirt que cuidara de los sacos como del cerdo. Con el pulgar desenvaino unos centímetros su katana, listo para actuar y dispuesto a todo, se aproximó con cautela hacia la carretilla. Todos, tanto dentro del mercado como en la calle, al oír el ladrar de Sheply le daban menor importancia, algunos conversando otros simplemente siguiendo con su camino. Mirando de arriba abajo, de lado a lado y a todos a su alrededor Driskell buscaba posibles amenazas, junto al motivo que alertaba a Sheply; acercándose cauto hacia la carretilla descartaba que trataran de robarse al caballo y/o a la mula o el contenido en la carretilla. Sheply le ladraba a un gato posado en una barda, de frente a él. Driskell colocó ambas manos en su cintura y dando un profundo suspiro mirando al cielo dijo:
—Ah… como odio que odies los gatos —Se recargó con lentitud en la carretilla y con su dedo pulgar y medio masajeó sus sienes—. ¡Te quieres calmar de una vez!
Reunidos todos en la carretilla contemplaban al gato posado en la barda.
—¿Listo?; asegura bien los cuchillos, no quiero que los pierdas —dijo a Wirt, mientras le cargaba sujetándolo de las costillas.
Realizó un movimiento como si lo fuera a dejarlo en el suelo y violentamente lo arrojó hacia un tejado. Driskell volvió a la carretilla a sentarse, cruzado de brazos, a contemplar la barda.
—¿Por qué ha arrojado al señor Wirt hacia el tejado? —cuestiono intrigado el cerdito.
—Espera y lo veras, cerdito… sólo espera.
Elidor, Sheply y Driskell, mientras Zorka y Pekar bebían agua de la pileta, contemplaban expectantes al gato sobre la barda, de pelaje grisáceo desde el lomo hasta la cola; patas blancas; con una mancha formando un triangulo en su cara, entre sus deleitantes ojos: el derecho de color amarillo y el opuesto de azul; no hacía nada más que mirarles con pereza, abriendo y cerrando los ojos con pesadez, ocasionalmente meneando la cola, como si de un péndulo se tratase. Minutos después, el minino, desconfiado por que le observaban se incorporó, y listo para marcharse se estiró plácidamente: estirando las patas delanteras, arqueando la espalda y cerrando los ojos al abrir la boca tanto como pudo; provocando un bostezo de igual manera en Driskell. De espaldas al gato, Wirt saltó sobre la barda chillando tan fuerte y escandaloso como le fue posible, haciendo que el gato diera un enorme salto asustado; como resultado cayendo al suelo en la calle, corrió despavorido, tan veloz que sólo se distinguía una línea alejarse, sin saber siquiera que había ocurrido. Driskell no podía dejar de reír al acercarse hacia la barda, donde Wirt se colgó con cuidado al borde de ésta y se dejó caer para ser atrapado por él. Sheply ladraba de emoción —aunque sentía una instintiva aversión por los felinos su ocasional pereza le impedía correr tras ellos—. Driskell no dejaba de reír, aunque ahora con menor intensidad.
—No me parece correcto lo que hicieron —dijo Elidor indignado.
—Tranquilo, cerdito. Nadie salió lastimado —respondió entre risas.
—El gato pudo haberse herido.
—¡Querrás decir “el señor gato”! Ja, ja… No te preocupes, chanchito, los gatos están hechos para caer de esa manera y no lastimarse.
—¡Cómo es que sabe eso, señor mío!
—Veras, cerdito, cuando éramos ya no tan niños mis hermanos, primas y yo jugábamos con los gatos; primero los cazábamos… de atraparlos, no de emparejarlos entre sí, de eso se encargaban más tarde ellas. Después los arrojábamos tan alto como podíamos, justo como hice antes con Wirt, y los mirábamos caer siempre de pie; después las niñas trataban de atraparlos antes de que huyeran, para poder casarlos —relataba Driskell, con la mirada llena de ilusión, y denotando en su rostro una expresión de gran placer—. Pero bueno, esos eran otros tiempos; ahora vayámonos —interpuso montando presuroso en Zorka.
—Pero el gato…
—Sube ya a la carretilla y vámonos, ¡quieres! El gato está bien y nosotros vamos tarde. Todavía quieres que vayamos por el fuizz, ¿no?
—Sí, pero…
—Eso creí; móntate en la carretilla y vamos.
A cinco calles al oeste del mercado arribaron a su destino próximo. Frente a una puerta, bajo un letrero de madera que pone: «Tienda de Fuizz», y en letras más pequeñas: «La única, la más cercana, la de la mejor calidad. Sólo en Istval»; de apariencia como si fueran recién colocados, la puerta y el letrero. Driskell se apeó de Zorka y llamó con ímpetu a la puerta tres veces. Llamó a Elidor para que se acercara, pues el hombre al otro lado de la puerta no abriría a menos que se tratara de un animal quien llamara.
—¡Date prisa! —Apresuraba al cerdito al acercarse.
—¡A que se debe tanta maldita insistencia. Me encontraba en la letrina, maldición! —vociferaba un viejo al abrir la puerta.
Un anciano levemente rechoncho apareció frente a ellos; ligeramente encorvado y casi calvo en su totalidad; de mirada fija e inquisitiva.
—¡Qué es lo que buscan! —preguntó de mal genio el viejo.
—“Tendría usted, viejo gruñón y amargado, la gentileza de mostrarle a este distinguido lechón, los fuizz; amable hombre” —explicó Driskell, con mofa santurrona.
—Desde luego, mi estúpido y primitivo amigo. ¡Por aquí por favor! —Les invitó a pasar, de forma cortes señalando con ambas manos hacia el interior; primero entro Elidor y Driskell detrás de él, sonriente.
Dentro de la tienda había cuantiosos aparadores, vitrinas y mostradores, todos ellos repletos de artefactos denominados «fuizz», hechos exclusivamente para el uso de los animales, para con ayuda de ellos poder realizar determinadas acciones realizadas exclusivamente por el hombre; permitiéndoles así poder imitar dichas acciones, como por ejemplo: escribir, dibujar, pintar, tomar algunos objetos (aunque un tanto limitados), entre algunas; siendo estas las más requeridas.
—¿Dime…?
—¡Oh! Soy Elidor Cerdic, señor. ¡Oink! —indicó emocionado por tan inesperada situación en que se encontraba y, claro, pidió disculpas.
—Ya veo, ya veo. Dime; ¿acaso venís del palacio de Cerdic?
—Sí, ¿cómo lo ha sabido?
—Cerdic es un gran cliente de mi tienda. Recibo muchos encargos de él al año. Si no me equivoco todo lo que me pide lo regala a los habitantes en Zlintka.
—Sí, así es. Mi tutor es muy bondadoso con todos. Él fue quien me obsequió mi primer fuizz —refirió Elidor sacando de su morral el fuizz que llevaba consigo para escribir.
—¿Me… permitirías mirarlo más de cerca? —pidió el anciano a Elidor, quien le entregó el artefacto algo viejo y desgastado—. Sí, yo lo he hecho —afirmó el anciano al inspeccionarlo con detenimiento y ayuda de un cristal de aumento—. Está algo desgastado… debe tener al menos tres años —El viejo permaneció callado, meditando—. Te diré que haremos Elidor, escoge el fuizz que quieras y a cambio me entregas este viejo y usado para poder re-utilizarlo; ¿qué  dices?
—Me gustaría más pagar por él, de manera justa como haría alguien más. Me parece ser lo correcto.
—Ya veo, ya veo. Tómalo, pues, como una dadiva de mi parte, por él aprecio que siento por Cerdic; ¿qué dices?
—¡Oink! —pidió disculpas Elidor y, tras su repentino gruñido y consecuente disculpa, manifestó— ¡Está bien!
—Ven conmigo, te mostraré todos para que elijas el que más resulte de tu agrado. Algunos están hechos de oro, plata, hierro e incluso también de metal barato; y desde luego de diversas “tallas”. Todos ellos hechos por mí, con estas viejas y calludas manos —explicaba mientras encendía las velas distribuidas por toda la tienda ya que no contaba con ventanas; así, el anciano creía era más difícil que le robaran, pero, no por animales sino por hombres codiciosos que después venderían los fuizz a costos mayores, algo que si bien hasta ahora no ha ocurrido no por ello era improbable, pensaba él.
Mientras le mostraban a Elidor la gran variedad de fuizz —artilugios extraños para quien por vez primera los ve, pues entre la diversidad de formas, tamaños y materiales, resaltaba su funcionamiento… más aún su uso, ya que hacía ver, aparentaba, que su portador llevase algo extraño al final de su mano, dando un aíre algo tenebroso, mecanizado; al menos hasta que es costumbre verlos en función; con sus copiosos tornillos y remaches, articulaciones accionadas por diminutos botones o mecanismos; relucientes a la vista por su brillo, y al mirarles con el justo detalle y apreciación se mostraban como las joyas y obras de arte que son— Driskell salió de la tienda. Acercándose a la carretilla, Sheply comenzó a gruñir seguido de un suave ladrido. Al estar Driskell a unos pasos de la carretilla Sheply dio un salto fuera de ella, alejándose, y ladrándole sentado a unos metros de distancia. Driskell encontró dentro de uno de los sacos de fruta a Wirt, disfrutando de un jugoso durazno —una de las frutas preferidas de Driskell—.
—¡Sal de ahí, bribón sin vergüenza! ¡Cuántas veces les tengo que repetir que no devoren las provisiones¡ Y tú desvergonzado —Se volteó regañando a Sheply, quien lo miraba con bravura mientras Driskell sujetaba de la cola a Wirt— dejas que este descarado haga el trabajo sucio por ti mientras vigilas. ¿Para eso te entrené a caso?
Pasó los duraznos al costal de las manzanas, peras y otras frutas, dejando así el costal vacio; correteando atrapó con dificultad a Wirt y lo metió en el costal, anudándolo e impidiendo su escape.
—Ahora irás todo el viaje dentro del costal —proclamaba Driskell entre mordidas, comiendo un suculento y jugoso durazno, tanto que le escurría el dulce jugo por la barba, repleta de pelillos en crecimiento, hasta llegar a su barbilla.
Wirt se movía de un lado a otro en el interior del costal. Driskell esperaba paciente con el reloj de bolsillo en mano. Un minuto y veinte segundos fue cuando la punta del cuchillo de Wirt atravesó el saco. Deslizándolo en canal hacia abajo es como se liberó.
—¡Vaya! Has tardado medio minuto menos que la última vez —Le felicitó, tomó un durazno del saco y lo entregó a Wirt entre sus diez deditos—. Ojala ese pulgoso quisiera aprender tanto como tú lo haces —replicó al hacer una mueca tratando de imitar la expresión de enfado en la cara de Sheply—; cumple bien con sus deberes, pero podría hacer más.
Wirt y Driskell, sentados en el borde de la carretilla, miraban a Sheply echado de frente a ellos mostrando los dientes, manifestándoles enfado, pues se había quedado sin el botín o por lo menos sin una diminuta porción de él. Driskell tomó otro durazno del saco, lo asió de arriba abajo y lo arrojó al aire; al soltarlo, de inmediato Sheply se levanto buscando el durazno, se movía de un lado a otro como si estuviese ebrio, buscando donde caería el fruto, al final, de un alebrestado salto le atrapó en el aire. Con la fruta en el hocico, dio media vuelta y se alejó; echándose y dándoles la espalda comía el suculento fruto.
Transcurridos unos minutos tras el intento de auto-atraco por Wirt y Sheply, Elidor salió de la tienda en compañía del viejo; Driskell comía algunas semillas.
—Gracias por todo, señor Calum. —agradecía haciendo una reverencia al propietario de la tienda.
El viejo y Driskell se miraron y entre sonrisas estrecharon sus manos.
—Nos veremos, viejo haragán.
—Tenlo por seguro, muchacho estúpido —Le respondió, dejándose ambos llevar por la emotividad de viejos recuerdos terminaron abrazándose con aprecio.
—¡Le estoy muy agradecido, señor Calum! —Se despedía Elidor al alejarse en la carretilla.
—¡Vallan con Dios! —respondió el viejo.
Al estar la carretilla donde se encontraba echado Sheply, éste dio un salto a ella.
A un par de calles de la «Tienda de Fuizz», Driskell dijo:
—Dime, chanchito, ¿quisieras conocer el servicio de mensajería de Istval?
—¡Por supuesto, señor Driskell! ¿Es acaso muy distinto al de Zlintka?
—No, sólo es ligeramente más grande, y más correo llega aquí. Mandaré una carta mientras lo conoces.
—¡Oink! —Se disculpó.
—Veo que te ha gustado la idea, gochito. Ja, ja, ja.
En el centro de Istval se encuentra el servicio de mensajería, nombrado «Palograma». Cerca de su destino pararon. Driskell, haciendo el menor ruido posible, tomó una pequeña y delgada cadena junto a dos candados también pequeños, de combinación. Ávidamente pescó a Wirt, sometiéndolo de la cola, teniendo cuidado de no lastimarlo, y le apresó con la cadena, entrecruzándola por su pecho.
—Bien sabes por qué hago esto, ¿cierto? Deja de chillar. La última vez que vinimos te comiste unos pichones, ¿lo recuerdas? —Wirt protestó gruñendo—. Veo que no lo has olvidado. Te diré que haremos, compórtate hasta que regresemos… y  de camino cazaremos aves silvestres.
Tras pensárselo un momento Wirt gruñó de manera molesta pero afirmativa; Driskell llamó a Sheply, e hizo en él lo mismo con el otro extremo de la cadena, quedando así unidos por la cadena el can y la zarigüeya.
—¡Cuida que no escape, Sheply, y tendrás tú recompensa! No se alejen —Les ordenó dirigiéndose junto a Elidor al Palograma.
Al cruzar la puerta tomaron asiento en espera de su turno; antes que ellos había un hombre. En el lugar abundaba el característico hedor a guano de ave. Proveniente del piso de arriba, se escuchaba el sonido de abundantes palomas gorjeando y aleteando.
«Pasen», dijo el hombre a cargo de recibir las cartas y mensajes para ser enviados. Un hombre rondando los cincuenta años; de sobresalientes entradas arriba de la frente; con un par de gafas colgándole del cuello; de complexión delgada; sus manos notoriamente picoteadas por las aves; pero, lo que más le caracterizaba era su personalidad: siempre calmada y paciente, tan tolerante que llegaba a resultar desesperante en ocasiones.
—¡Tengan buen día! ¿En qué puedo servirles, caballeros? —inquirió el hombre con tono suave, tanto que resultaba relajador oírle.
—Deseo enviar una carta. También quisiera las cartas y mensajes a mi nombre.
—Mucho me temo, Driskell, que no hemos recibido nada desde hace cerca de semana y media. ¿El mensaje lo tienes listo para enviar o lo redactaras aquí?
Driskell, de pie junto a Elidor, estaba pensativo con la mirada fija sobre el mostrador. Al insistir con su pregunta el hombre, Driskell respondió:
—La… lo escribiré aquí.
—Por favor, pasad y sentaos, tomaos el tiempo que os sea requerido —Indicó el hombre señalando hacia el rincón donde se halla una pequeña área con varios escritorios y sillas.
En cada escritorio un tintero y pluma, así como pedazos de pergamino divididos en dos tamaños: el estándar para las cartas y el otro cortado a un cuarto del anterior para los mensajes. Driskell sustrajo de uno de sus bolcillos un pequeño lápiz —usándolo algo así como a modo de firma personal— y comenzó a escribir. Mientras lo hacía, y Elidor preguntaba curioso al hombre sobre su empleo, fuera del servicio postal se oía el partir de un mensajero a la voz de «¡EHA-A VENGA… ARRE!», partiendo a caballo, a todo galope, dejándose ver al cruzar por la puerta las alforjas del caballo repletas de correspondencia, y una jaula pequeña con dos palomas detrás de la silla.
Al terminar de escribir, Driskell dio una última revisión a su mensaje; que decía:

Mi dulce y amada Queryna, nos encontramos bien y en camino. Justo ahora te escribo esto que verán tus preciosos ojos desde Istval. ¿Recuerdas cuando vinimos aquí y te compré ese lindo vestido que tanto te gusta? ¡Yo lo hago cada vez que te lo veo puesto!
Nada más quisiera que estar justo ahora contigo, apretándote con fuerza entre mis brazos, besando todo tu cuerpo desnudo durante todo el día y toda la noche hasta llegada el alba.
Wirt no lo dice, lo conoces, sólo hace esos chillidos y ruiditos, pero te extraña tanto como tú a él. Cuando vistes ese lindo vestido verde viene a mí mente el recuerdo con aprecio de como jugaban y se divertían tú y él, como se acurrucaba en tu regazo hasta quedarse dormido. Al refunfuñón de Sheply no le gustaba eso y lo tuve que llevar a rastras a dar un paseo; le molestaba lo que pasaba, pero tampoco quería irse. Ja, ja, menudo perro.
En mi actual viaje llevo conmigo a un cerdito, muy listo por cierto. Habita en el palacio de Cerdic. Es un ser noble, lo debo reconocer, y por ende inocente e ingenuo; estuvo a punto de comprar una cabeza de sapo en el mercado, ¡lo puedes crees!
Me despido, mi amada, sólo quiero reiterarte lo que ya sabes: lo mucho que te amo, lo infinitamente feliz que me haces tan sólo con ver tu sonrisa al amanecer y tu  dulce voz al anochecer.
Volveré pronto, Kalyna, como siempre lo hago; bien sabes que soy incapaz de romper una promesa, y jamás una hecha a ti…. jamás. Volveré… y lo haré con dadivas como te gusta, mi amada.
Tu eterno amado, Driskell.

Entregó el mensaje al hombre, quien lo colocó sobre una pequeña tabla y con ayuda de una navaja la recortó, para así reducir su tamaño y consecuentemente su peso —aunque fuera poco—, y ante él sellar el sobre —posterior a preguntar si poseía un sello personal— y etiquetarlo.
—Por ahora únicamente puedo enviarla por paloma —Le informó el hombre.
—Vale —respondió Driskell, tras meditarlo—. Guarda esta copia, por precaución; y pedir la confirmación de recibido, si no la recibes manda la copia por caballo. Ah-h, si llegara algún mensaje para mí reenviármelo a Verdsnan.
—Desde luego; lo haré como siempre  —contestó el hombre.
—¿A qué se refiere con: sólo por paloma? —curioseó Elidor.
—Acabo de enviar una paloma en esa dirección, y si enviase un halcón podría devorarla —Elidor reaccionó con sorpresa, mientras Driskell preguntó disimulando la irónica gracia que le producía:
—¿De verdad?
—¡Sí!... a pasado… a pasado —respondió el hombre, cabizbajo y afligido.
Driskell cuenta con una extensa «red» de información por casi todos los poblados, esa red está conformada de la siguiente forma: contaba con gente de su completa confianza en cada uno de los poblados, ellos le informaban de lo que acontecía en esos poblados como en sus cercanías, así como lo que escuchaban de los demás. Le enviaban los mensajes a Driskell por medio del servicio de mensajería hasta una dirección específica en Zlintka —bajo ningún motivo a su hogar—, donde, de hallarse él de viaje, una copia era reenviada a un poblado por el cual él pasara a su viaje. De este modo Driskell trataba de estar siempre informado de todo lo que acontecía, relevante o no, para no ser sorprendido o poder reaccionar con antelación.
—Dígame, señor, ¿Podría mandar un mensaje pese a no saber escribir? —indagó esperanzado Elidor.
—Por su puesto, únicamente necesita dictarme y yo redactare su mensaje.
Elidor comenzó a dictar al hombre. Driskell le esperaba sentado, pero al notar, por su extensión, que lo que planeaba enviar el cerdito era una carta salió a echarles un ojo a sus compañeros de travesías. Zorka y Pekar estaban tranquilos tomando un descanso bajo la sombra. Driskell tomó una pequeña y muy vieja cubeta de metal, de la carretilla, con la que trajo agua a Zorka y Pekar. Tras hidratar a sus fieles e irremplazables compañeros, como él los consideraba, les dio algo de heno, y se recargo en la carretilla cruzado de brazos observando a Wirt montado en el lomo de Sheply, yendo y viniendo; la zarigüeya se meneaba sobre el can, golpeándolo en las costillas con los pies al disminuir él el andar; respondiéndole Sheply girando rápido la cabeza y gruñir mostrándole con descontento los colmillos. Daban vueltas, llegando a la esquina de la calle y regresando hasta donde se halla Driskell; en repetidas ocasiones, mientras iban y venían, las palomas salían emprendiendo el vuelo —siempre llamando la atención de Wirt— desde el frente del edificio, volando, no todas peros sí la mayoría, en dirección este y otras al suroeste. Mientras Driskell engullía una pizca de semillas, Sheply lo notó y a saltos ansiosos intentó le diera un poco; tirando en el proceso a Wirt de bruces. Éste le mordiera la cola, respondiéndole tirando una mordida al aire entre gruñidos.
Las personas que pasaban por las calles aledañas a la esquina del Palograma lo hacían corriendo y cubriéndose las cabezas. De repente, pasó a lado de donde se hallaba Driskell una niña y su padre; a media calle la niña fue manchada en su impoluto vestido y rojiza mejilla. Berreaba cual cría consentida, molesta por ser ultrajado su elegante y bello vestido nuevo de hace un día, y por el desecho de ave escurriéndole por el rostro.
—¡Pero, pappa-a-a, es nuevo mi vestido! —exclamó la niña, de negros y copiosos rizos, en un berrinchudo llanto, agitando los brazos con violencia de arriba abajo al compas de sus pies zapateando formando tenues calimas.
Mientras su padre la limpiaba con su pañuelo, un hombre de buen vestir fue salpicado también por una paloma al vuelo —la que partía hacia Zlintka; orientándose y tomando el curso al poco de partir—.
Minutos después Elidor por fin salió. Driskell sonreía divertido por la comicidad de la escena presenciada.
—Dime, chanchito, ¿cómo es que envías algo… o, peor aún, que adquieras un fuizz si no sabes escribir?
—¡Desde luego qué se escribir, señor! —replicó, ofendido que dudase de sus capacidades. Sacó de su morral su libreta, la que mostró a Driskell para que constatara que escribir esta dentro de sus cualidades y capacidades.
—¡Pero qué diantres es esto! —profirió con asombro al hojear las páginas de la libreta—. Son simples garabatos ¿Esto no es escribir, chanchito?
—¡Sí, señor! —respondió con orgullo—. Podrán parecerle garabatos, pero de hecho es lo que yo llamo la escritura de los cerdos.
—“¿En serio?” —calló un momento y prosiguió embobado—, pero sólo tú lo entiendes; ¿o no?
—Por ahora sí. Pero en algún momento todos los cerdos, y animales, podrán escribir lo que piensan, comunicarse entre ellos y con otros; ser libres de escribir sobre lo que deseen con mayor facilidad. ¡Oink!
Driskell calló por un momento, cambiando la expresión en su rostro los pensamientos que transitaban por su mente por completo —ya que en realidad se marginaba mucho a los animales; a penas y de un puñado sabia Driskell que escribían y/o leían.
—Me parece bien, cerdito. Pero ahora debemos irnos. Se hace tarde —indicó a Elidor, admirado de él.

(Registrado en INDAUTOR bajo el seudónimo de D. Leo Mayén)