Parte previa: "Parte 3: Una noche única como ella"
Por fin, después de tanto, el final de esta, un tanto melosa, historia. Comencé escribiendo este cuento sin saber exactamente como o qué se desarrollaría o ocurriría en él; lo único que tenía muy claro era el trasfondo de todo, y no sé si lo transmití con claridad; es una idea, la observación que, desde hace años en mi adolescencia hice en gran parte gracias a mi primer amor, y es básicamente que de entre miles de millones de humanos en este planeta, la búsqueda y sobre todo el hallazgo de quien puede ser nuestro “amor verdadero, nuestra media naranja, alma gemela” se ve ampliamente limitado por una centena —y es poco— de factores y circunstancias ajenas e invisibles a nosotros. ¿Cómo se que ese ser hondamente afín a quien soy no está justo ahora en otro país del cual ni siquiera tengo plena conciencia de él? Quizá, pese a expresarse con otro lenguaje, otro idioma, seriamos perfectos juntos, claro apartando el hecho de la incomunicabilidad entre ambos; o por qué no, habla mi mismo idioma, y comparte algunos de mis gustos, de mis ideas, de lo que amo en esta vida —algo que anteriormente expresé brevemente en este blog, titulado: Lo mismo de siempre—. Es una idea que desde aquellos tiempos, cuando me cautivó, me ha parecido sumamente fascinante, complejamente matizada e incluso maquiavélica al explorarla con profusión; sumamente romántica como triste, gloriosa o penosa, todo dependiendo de cómo se vea, se interprete —al igual que la mejor cualidad de la literatura: ningún texto es el mismo, ni siquiera por quien ya lo haya leído, pues su percepción como él inevitablemente cambia—.
“La verdad es que no soy ruso”, ja-ja; la verdad es que no he estado en Londres, aunque sí, después de escribir esto deseo mucho ir; y es que los sitios que describo sencillamente en el cuento los he podido sentir, casi como estando ahí, cuando pregunte a una amiga remota sobre ese viaje que recordaba me contó había realizado. Escribiéndome y mandándome fotografías, pues es admirable fotógrafa y detallista observadora, así es que termine llevando a Leandro y Sonia a los lugares en que se conocieron de a poco. Creo que en la parte de la carta a Sonia… no ha sido mi mejor parte, y es que pasando por el sufrir de los “aniversarios” y el desaire de la vida me fue difícil hacerlo de otro modo. Sin más el final.
Al otro extremo… Arrebato pasional
Perdón u olvido; adiós o hasta nunca
En el hotel, el corazón
entristecido, colérico y compungido de Leandro se dejaba llevar por las letras
de la canción, su predilecta en momentos como este; cantaba cortada y
atropelladamente en voz baja, carraspeando al vapulearle la tristeza y
acallando mirando por la ventana —recargado en el escritorio sobre sus brazos
cruzados y mirando de lado hacia la lamina de cristal humedecido por fuera—;
cantando y sufriendo solo y sólo para él y su pesar:
“Sometimes the sun shines cold
The road is lonely as I walk alone
In the sky the clouds are racing fast
It's becoming so cold outside
(…)
And the clouds gather above me
And the clouds gather above me
(…)
As I stand in the rain of this cold day
Tears are the words when I cannot confess the pain
Time will heal
But I don't want to feel
(…)
Sometimes it's hard to let go
(…)
As I feel so cold inside
As I feel so cold inside
(…)” 1
En su mente, su pensamiento
intenso, brumoso e imparable, como él lo refería, sin cesar veía y sentía a
Sonia, y al proyectar ideas con ella y sobre ella su mente se calmaba,
apaciguaba la aceleración y desvanecía la bruma. Pasadas algunas más de esas
esplendorosas canciones, de símil estilo y genero, la nostalgia y las preguntas
se hacían presentes guiadas y motivadas por la letra de una canción que más
tarde haría oír a su espontanea amada:
“Are you the one?
The traveler in time who has come
to heal my wounds to lead me to the sun
To walk this path with me until the end of time
The traveler in time who has come
to heal my wounds to lead me to the sun
To walk this path with me until the end of time
(…)” 2
Llegó Tomás a la habitación, en
el Hotel Strand
Continental —a unos metros delante del extremo norte del puente Waterloo, en la misma calle: Strand, y a dos locales antes de Pizza Express—, siendo ya de noche, e interrumpiendo el cantar
melancólico y las lágrimas de su amigo. A punto de pronunciar una frase muy a
su estilo se contuvo al mirar a Leandro sentado en una silla bajita, al ras de
la cama, cerca a la ventana, con un semblante circunspecto, mirada profunda y a
la nada, moviendo de lado a lado los ojos en todas direcciones; transmitiendo
todo él —y ya conocido por Tomás— un estado sombrío, reflexivo, existencial y
taciturno, y que si bien pocas veces lo había presenciado, sabía que si se
encontraba así su amigo era por una buena causa, y de peso, posiblemente más
allá del apoyo que pudiera brindarle. Por ello, antes de atenderle fue al
sanitario, pues sabía que no era algo que pudiera concluir en diez minutos. Tomás
se sentó en la cama, y dijo:
—¡Ahora qué! —Al Leandro callar,
insistió—. ¿Qué pasó con la chica con la que te fuiste? Obviamente no pasaste
aquí la noche. ¿Qué paso? —Leandro posó su mirada sobre Tomás, mirándole con
gravedad.
—Lo que pasó es que me quede
dormido. Estaba tan cansado; no dormí desde que bajamos del tren —divagaba—;
dormí en el avión, luego de camino a ver a tu padre, y apenas en el tren.
—¿Y entonces donde pasaste la
noche? —cuestionó Tomás desconcertado.
—Pase la noche con ella —decía
con la mira pérdida—. Con Soñichka
—Suspiró.
—¿Quién?
—Me pase todo el maldito día
mintiéndole, haciéndole creer que era otro; una simple ilusión en su mente. Ni
siquiera por la mañana tuve el coraje para decírselo —Hizo una pauta, miró al
techo y prosiguió entre risas de aflicción—. Y ahora… ahora estropee la única
oportunidad que tenia de saber su sentir por mí.
—¿Sentir? Creo que no comprendes cómo
funciona el sexo casual… de una noche.
—Seguramente mañana no irá… La
deje plantada. Lo estropee todo, Tom. El Universo me puso, ¡me dio!, una
oportunidad irrepetible, y no supe apreciarla, la desperdicie dejándola ir.
¡Debería arrojarme por la ventana! —dijo mirando a Tomás; y Tomás observó un
gesto extraño en su rostro, que le llevo irremediablemente a compadecerse de
él, al verlo así, con un gesto que demacraba su semblante.
—Sabemos que no lo harás. ¡Anímate,
hombre, mañana iremos al museo de Sherlock Holmes y luego a por fish and chips! —anunció con ánimo.
Leandro siguió, buscando
desahogarse con cada palabra, cada vez más intensas, coléricas, de sentir mas
no de significado.
—¿Recuerdas que cuando me
invitaste a venir, te dije cientos de motivos… cientos de peores cosas, ¡tragedias!
que podían suceder? Terrorismo, la caída del avión, el descarrilamiento del
tren, terminar presos o inculpados de algún delito… Y ninguna de ellas es la
que me ha ocurrido. —Casualmente, sirenas sonaron.
—¡SIDA! ¿Eres imbécil o qué?
Debiste… —Leandro le calló con una mirada apabullante.
—No dejo de pensar en ella.
Incluso, tal vez por la intensidad del día, he soñado todo lo que hicimos, desde
el museo hasta anoche. De todo lo que pudo pasar —proclamó solemne—… Insististe
mucho por que viniera, y me negué rotundamente hasta que…
—Hasta que dije que iremos al
museo de Sherlock
Holmes y luego a por fish
and chips; por eso, párate y vamos. Olvídate de…
—¡NO, MALDITA SEA! ¡No quiero ir
a ningún lado! No entiendes como me siento. No puedes comprender, ¡por qué no
tienes la inteligencia para ello!, que tú tal cual eres irremediablemente para
bien y mal, no puedes más que relacionarte con alguien como tú, si bien te va;
y como todos. Eres, no te ofendas, pero alguien promedio, mundano, la media…
—Ya entendí —pronunció
indiferente Tomás, sabiendo sólo buscaba desahogarse de esas ideas, pensamientos
y perspectivas que desde su puericia le llegaban a atormentar sin remedio.
—Yo, en cambio —pronunciaba
andando por la habitación—, soy alguien atípico, raro, al ser medido por la
media popular, ni mejor ni peor… Aparte. Y he encontrado a alguien… que me ha
extraído de toda expectativa sobre lo que puedo buscar o esperar en una mujer;
y sufro por saber si siente algo, por lo menos diminuto, como yo por ella
—Suspiró, se calmó, y prosiguió pesaroso—. Sabes que no me interesa una relación
mundana; me es insostenible. Lo único que quiero es… Mi vida será triste y
miserable —musitó.
—¡Sabes que, YA CÁLLATE! Siempre lo mismo contigo. ¡Cállate y vea a
buscarla si tanto es lo que quieres! Déjate de estupideces y ve.
—No recuerdo donde vive. Subimos
al taxi y dijo algo de «sex»… y me bloquee, no recuerdo más, me puse nervioso.
Me llevó pero no…
—¿Cómo es posible que no
recuerdes? ¡Pasaste la noche allí!
—¡Porque no soy un maldito prodigio de la memoria; estoy muy distraído
por ella, y no he dormido como debería! ¡Y tampoco soy un estúpido personaje de
una película, con algún idiota escribiendo todo lo que pasa, digo o hago, de
ser así “llegaría como por arte de magia hasta su puerta, montado en un corcel
con alas y diez mil FLORES”! —Azotó la puerta, y fue a caminar.
Al poco tiempo, mientras Tomás
miraba un partido quejándose ante la pantalla, Leandro volvió y dijo apenas y
asomando la cabeza por la puerta:
—¡Iré a buscarla! Creo poder dar
con el lugar —anunció animado y desapareció. Siendo seguido por Mr. Thomas. No tardaron en volver por la
tormenta que se acrecentó, misma que comenzara antes de la llegada de Tomás al
hotel.
Cerca a la madrugada, ulterior a
cenar en el restaurante del hotel, insomnes, Leandro por la particular situación
en que se hallaba y Tomás indigesto por atiborrarse de comida, charlaban cada
uno desde su cama, entre eructos y disculpas de Mr. Thomas; alumbrados por la lámpara de noche.
—Si no hubieras venido —revelaba Tomás—,
mi padre me hubiera dado una miseria para gastar, y me la pasaría en su lujosa
y aburrida casa. Diciéndome: «Hijo, si vivieras conmigo sería diferente».
—¿Has considerado irte a vivir
con él?
—No. Así estoy bien; me gusta mi
vida así. ¡Y mi madre no me lo perdonaría! Dime, ¿cómo es ella?
—¿Quién, Sonia? —Tomás afirmó
guturalmente, previo a un eructo y una disculpa—. Ella —pronunciaba con añoranza
en la voz— es… inteligente como pocas, observadora como ninguna, introspectiva
y reflexiva; yo diría brillante en todo el sentido de la palabra.
—¿Y qué tan “atractiva”?
—¡Sabes mi ver sobre ese tema!
—A-h-g-g. Ya lo sé —decía Mr. Thomas con hartazgo y mofa—. ¡La
belleza es subjetiva, y muchas veces superflua, todo dependiendo de…!
Bla-bla-bla. Bla.
—¿Dime como te pareció a ti?
—cuestionó Leandro impetuoso; sosteniéndose la cabeza con el brazo.
—M-m-m. Pues… guapa…
—Justo a eso me refiero. De
haberte parecido atractiva, muy atractiva como te gusta, hubieras hecho todo lo
que se te ocurriera para engatusarla y que fueras tú con quien saliera. ¡Y para
mí, para mí es la más bella de todas, la más preciosa mujer que sé que hay
—Diciendo esto, Leandro pensaba en ella, en su figura, recorriendo en su mente
cada palmo de su cuerpo, desde sus cabellos hasta… Hasta tal punto de tener que
voltearse—. Su prima, Lucilda, con quien iba acompañada; seguro que se
entenderían ambos —Esto llevó a Tomás (después de repetir su nombre hasta ahora
ignorado por él), como en repetidas ocasiones, a preguntarse como demonios
llegaba a esas observaciones; pues era imposible que supiera que toda la noche
en el bar estuvo tras ella.
—¿Por qué llegas a creer eso? —indagó
con disimulo. Leandro estiró sus brazos hasta no más poder, abrió la boca
ampliamente y bostezó.
—Por lo que dijo Sonia de ella.
Además, mientras lo hacía me vino a la mente Maritza.
—Maritza —balbuceó Tomás—. Sí,
¿pero cómo lo haces, como llegas a decir que congeniaríamos? —preguntaba
ansioso, buscando una esperanza, que su amigo le diera alas o solo le animara.
—Simplemente, es cotejar hechos,
datos, y extrapolarlos también; y un don o instinto, supongo. Ja-ja. Por ejemplo, Lucilda me recuerda a Maritza
porque, según entendí, al igual que a ella le gusta hacerse del rogar, que los
hombres la persigan y le rueguen por una mirada; más o menos. Y a ti, desde que
te rechazara Maritza sigues con esa espinita en el ego; y después frecuentabas
buscar relaciones de ese tipo. Y también, puede que le gusten los hombres como
tú, que le llenen de regalos y toda esa parafernalia en busca de su aprobación.
¡E inmadura como tú, además; por lo que oí, eso deduzco! Pero, ya sabes es mi
sexto sentido, ja-ja. Es cosa mía, a saber si es así realmente. Oh, y ambos son
juerguistas por vocación; cuando llegó a su «depto.», Sonia me dijo que seguro
estaba «como una cuba».
—¿Cómo una cuba?
—Sí, hombre; cómo un barril… llenó
de alcohol. ¡Hasta atrás!
—¡Oh, ya!
Mr. Thomas contemplaba el techo reviviéndolos acontecimientos de la
noche anterior en el bar, mayormente encajando lo que decía Leandro de ella, ya
que en ningún momento, en sus repetidas e imparables incursiones seductoras,
Lucilda le desairó rotunda y tajantemente, sólo le decía que se fuera y le
dejara, y al volver él le dejaba estar con ella para después correrle
descaradamente. Pero, sobre todo recordaba cómo, al beber de su trago, le
mostraba claramente el pirsin en su lengua antes de beber.
—¡Seguro tienes razón! —dijo
Tomás con convencimiento y volteo a mirar a Leandro en busca de su respaldo,
pero ya dormía.
En el apartamento de Lucilda,
ella miraba, sentada desde la cocina mientras terminaba el desayuno, a su prima
dando vueltas de un lado a otro del recibidor, para sentarse en el sofá a
abrazar el peluche rojinegro, e inmediato tomar la carta de entre las páginas
del libro que también le obsequiara Liev…
Leandro, y la leyera por enésima vez.
—¡Joder, Soni! ¡Ya estás con las
lágrimas otra vez! Olvídale de una vez. No seas pringada; no te merece ese
cabronazo embustero y pretencioso ¡Seguro que es un orate; por lo que pone! —Lo
que llevaba a Lucilda a decir esto, por sobre Sonia que le ignoraba desde hacía
rato tras discernir en opiniones, eran sus emociones encontradas, mayormente
celos inmaduros, retoñados al Sonia leer en voz alta la carta ante ella —siendo
la segunda vez que la leyera—. Lucilda
había sido de ese modo toda su vida; algunas veces incluso, llegando a disuadir,
y sin verdaderos justificantes, a Sonia; sobre todo en el instituto.
Lucilda termino el desayuno y se
marchó al trabajo, como vendedora en el establecimiento debajo de los departamentos;
pero no sin antes advertir a Sonia: «¡No le iras a ver si no he vuelto; no
vayas sola!».
Durante el desayuno, a medio día,
en la pizzería a dos locales de la angosta entrada al hotel, Leandro y Tomás
devoraban rebanada tras rebanada. En un intermedio, ya que la pizza no era
grande, Leandro dio a Tomás un obsequio: un dispensador de dulces, grande y
siendo un M&M azul motociclista. Tomás, por su parte, sacó del bolsillo
interno de su chaqueta parda un pequeño estuche angosto y alargado y lo entregó
a Leandro; y este dijo con dramatismo emulado:
—¡Hacia tanto que no me
obsequiabas nada! —Al abrirlo y mirar su contenido: una pluma fuente con la
leyenda «Semper fi»; cambio el tono
de su voz a uno lleno de gratitud al decir—: ¡Gracias, Tom! —Y cortado al
decir— Pero la frase, m-m-m.
—Ya sé; nada más se me ocurrió.
—¡No creas que no me gusta; es
muy bonita!
—¿Y los dulces? —preguntó
asombrado, revisando el dispensador con sus algo regordetas manos. Leandro
calló.
—¿Y la tinta? —Ambos rieron. Y
continuaron conversando haciendo tiempo hasta la hora esperada.
Por la tarde, Leandro aguardaba
la esperanzada llegada de su amada Soñichka,
sentado en una de las mesitas de madera angostas y alargadas, curvadas en los
extremos; cerca, y de espaldas, al busto con la leyenda «Cunningham
1883-1963», al pie de la baranda en la esquina derecha de las escaleras
principales de la plaza; asiento perteneciente a Café on the square,
establecimiento “oculto” en Trafalgar Square, y donde pidió un smoothie de mango y un brownie de chocolate, ansioso por la
espera. El día era fresco, grato a los sentidos, y nubloso en ambos sentidos,
por ahora; pocas personas deambulaban o turisteaban por la plaza; a ratos el ambiente
le resultaba desesperanzador, tanto que Leandro comenzaba a convencerse que no
vendría ella. Miraba de un lado a otro, barriendo con la mirada la plaza, yendo
de persona en persona, y girando en ciento ochenta grados buscando apareciera
por cualquiera de las escaleras a los costados.
Inadvertidamente Sonia se sentó a
su lado, sin darle tiempo a Leandro a advertir su llegada, siendo que, desde
hacía unos minutos le observaba desde las sombras —las sombras de los árboles
al borde de la plaza—; se aproximó rodeando para descender por las escaleras y
aparecer abruptamente ante él, sorprendiéndole. Mientras que Leandro sonreía
con esplendor y se sentía jubiloso, pero a la vez nervioso —como hacia tanto,
en su infancia—, Sonia de inmediato tomó asiento, se cruzo de piernas, y giró
su cabeza en dirección opuesta a Leandro, resultando en quedar oculto su rostro
por su peinado.
—¿Quieres un smo-o-di? —preguntó
a Sonia, esperando le pareciera divertido y aceptara, y romper el hielo.
—¡No! ¡No quiero! —respondió de
inmediato, fríamente—. ¿Por qué me mentiste?
—¡Por qué soy un idiota, Sonia!
Te ofendí y espero me puedas perdonar; sólo pido tu perdón… no me interesa si
no quieres saber nada más de mí.
Tomás, sentado en las bancas de
piedra, al borde de la plaza, se percató de algo curioso; acercó la mirada y
entrecerró los ojos al hacerlo: una mujer con lentes obscuros y una pashmina,
mascada, o a saber que, en la cabeza, les espiaba recargada en el borde de la
baranda, sobre ellos. Tomás se dirigió hacia dicha mujer; para al llamarla,
Lucilda emprender la huida.
—¿Si te perdonara —decía Sonia—
de qué me serviría? —Leandro buscaba que responder—. ¡Olvídalo! Dime, ¿qué es
eso de que soy tu contradicción?
—¡Eres mi contradicción, Sonia
—Le tomó la mano y se la besó. Y mientras lo hacía, Sonia le miró sin que él le
viera, evidenciando sus risueñas facciones; mismas que ocultaba tras su peinado
y cada vez que él buscaba sus ojos; ya que ahora ella quería verle la cara
haciéndole creer estaba disgustada—. Mi contradicción porque contigo soy
opuesto a lo que soy, no sé con total claridad lo que digo, lo que hago y lo
que pienso; y me pregunto por qué lo hago así sin más, pero al final me da igual.
¡Por qué la vida que pensaba tendría de manera solitaria, y me aseveraba sería
la que mejor me acomodaba, ahora la aborrezco, la desconozco, pensando que mi
vida sin la tuya en ella no vale nada; la desdicha y mediocridad se apoderarían
de ella sin remedio al dejarla menguar, sumergiéndome en una vorágine decadente
en depresión y melancolía sin fin. Pero sobre todo —decía con desesperada voz—,
más que mi contradicción, eres mi vendita maldición —Sonia estuvo a punto de
voltear estupefacta—, porque de todas las mujeres en esta vasto mundo, de todas
las latitudes, de todas las posibilidades… De entre todas —Besó su mano—, la
que despertó estos sentimientos que me atormentan eres tú… The only one... La que me arrebató los
sentidos y el corazón de un tajo apenas la bese, la que ahora significa todo lo
que quiero —pausó su declaración, contemplándola esperando lo volteara a ver—.
Volviendo a lo anterior… sé con certeza que no es correcto, sano o esperanzador
sentir esto por ti y de este modo, pues me iré y no te veré de nuevo; pero, mi
amada Sonia, no me importa, no me importa en lo absoluto si termina por matarme
o enloquecerme este amor que te profeso con arrebato, que me consume desde dentro
agónico por tu aceptación y reciprocidad.
—Ah, sí… —pronunció con voz trémula— ¿Y qué harías para
ello? —cuestionó esforzada a mantener estable tono y actitud.
—Primero esto que hago. Después…
no lo sé. Pero te diré lo que estaba dispuesto a hacer para hallarte —exclamaba
sin soltar su mano—. Anoche mientras sufría sin parar por haberte fallado de
nuevo, al no acudir al parque; que espero no hayas ido…
—Fui. Pero continúa —articuló con
desdén. Leandro enmudeció brevemente; Sonia sentía su congoja mediante el tacto
de su mano—. Durante la madrugada, charlando con Tom, pensaba en cientos de
maneras a las que recurriría para encontrarte…
—¡Dímelos, dímelos y tal vez se
me pase el cabreo… No lo sé!
—Pasaría horas y horas buscando los
perfiles en redes sociales de Lucilda, y en ellos buscaría indicios de donde vivía
antes de mudarse a Londres; previendo no quisiera ayudarme.
—¿Y por qué no los míos?
—cuestionó investigadora.
—Por qué… esos no los revise en
tu celular; ni siquiera me atreví a abrirlos —Sonia, carraspeó suavemente e
inclinó la cabeza ocultando su reacción.
—¡Ya había olvidado lo del móvil!
Es algo grave; ni a mi padre se lo perdonaría.
—Y si conseguía —prosiguió esperando
convencerla— ubicar el lugar, encontraría el modo de contactar contigo,
buscando por internet y haciendo llamadas a lugares locales esperando alguien
supiera de ti; si no me quisieras responder al contactarte…
—Y cuando supieras eso, ¿QUÉ?
—Yo viajaría a verte, vendería
todas mis posesiones con tal de hablar contigo, en persona, solamente así
tendría esta conversación contigo, ni por teléfono. Aunque fuera para que me
patearas por disgusto. Si no pudiera… —Sonia ya no lo soportaba más.
—¿Qué harías ahora para que te
perdone?
—¡Lo que me pidas y más, Sonia! ¡Dímelo
y lo hare!
—Vale. Ponte de pie. ¡Venga,
hazlo! —Leandro obedeció sus instrucciones— Quédate ahí. Ahora abre las piernas
y presiona con los pies la sombrilla (una sombrilla larga), las manos detrás y cerrando
los ojos voltea hacia el cielo —Antes de que cerrara los ojos, Sonia flexionó
la pierna, con ardid, calentando—. ¡Ciérralos, ciérralos! —Leandro lo hizo y
mascullando se encomendó a Dios—. ¡No mires!
—¡Sabes, si me piensas perdonar
esto no será bueno para nuestro futuro! —gritó Leandro al mirarla alejarse un
par de metros, tomando cerrera—. ¡Dios!
—¿Listo?
—¡Sólo hazlo! —Inhalaba y
exhalaba hondamente.
—¿Estás seguro que lo vale; mi perdón
por tus… nueces?
—Si no hay de otra.
—¿Tanto te importa lo que yo
piense de ti?
—¡Sí; y aún más lo que sientas!
—Entonces te perdono —dijo Sonia,
de pie frente a Leandro, tomándolo de las sienes y plantándole un beso intenso—.
Y —decía apenas separando sus labios— yo… también… Creo.
—¿También qué? —preguntó él apartando
su boca.
Sonia le miró, le tomó la mano y
se la besó. Leandro tardo un poco pero, cayó en cuenta de lo que eso significaba,
lo que quería expresar Sonia.
Al girarse para volver a la mesa,
tomados de la mano, Tomás estaba a media escalera, fatigado, exhausto y sin
aliento; pues corrió a toda prisa desde mitad de la plaza al ver lo que
ocurriría, buscando salvar la progenie de su amigo, y dejando a Lucilda en el
borde exterior de la plaza —con quien caminaba conversando sobre los dos
tortolitos— mirando con placer el sádico y masoquista espectáculo esperando se
consumara. Tomás hizo un ademán de menospreció con la mano y se sentó en los
escalones apoyándose de la baranda en estos.
Sentados, Sonia dijo:
—Toma —Mostraba a Leandro su libreta,
asiéndola entre sus dedos abanicándola— Muy interesante lo que pones. Te la has
dejado en el piso —Leandro, primero sorprendido, rió con ironía.
—¿Quieres otro smoothie, Sonia? —preguntó a su amada, estando sentados a la
mesa, tras engullir la mitad restante en el vaso.
—Sí, sí quiero —expresó Sonia
frunciendo la nariz. Mientras él la tomaba de la mano entrelazando las de ambos,
oprimiéndola y meneándola con cariño, mientras miraba sus refulgentes ojos,
reflejo de sus emociones a flor de piel—. Llámame Soñichka 3… Liev
—Ambos sonrieron, rieron y disfrutaron la compañía del otro, entre apapachos,
besos apasionados, arrumacos azarosos, caricias discretas.
3 Soñichka: diminutivo afectuoso de Sonia: pronunciado Soñia en ruso.
Por la noche recorrieron Londres
acaramelados, abrazados, y de la mano; no al principio, pero sí al retomar la
confianza pausada desde su noche amorosa, su noche; y que revivirían antes de
despedirse, más intensa, más expresiva de su amor. Durante los días
subsecuentes fueron a diversos lugares, primeramente en compañía de sus
chaperones, a algunos bares y lugares propios de los gustos de estos, y
conociéndose un poco mejor todos; y abandonándolos en un descuido para
deambular solos. Yendo a comer fish and chips y visitar
el museo de Sherlock Holmes, subir al London eye ; pero sobre todo preferían lugares donde pudieran tener una
relativa privacidad, para hablar, y
bueno, besarse, entre expresarse las palabras más bellas que alguien les
dijera o susurrara al oído.
Ocultaban ambos, evadían, tanto
de forma propia como exterior, discutir, pensar o plantear lo que pasaría
inevitable al concluir su visita a la vibrante city of London;
y Sonia se olvidó de todos los planes que hiciera para su estadía, sabiendo que
Londres seguiría ahí el próximo año, o cuando volviera, mas no tenía ninguna
certeza de que sería de su amado Leandro, de ellos dos. Preguntándose en la
soledad de las noches, leyendo y enamorándose del libro que le regalara su bienquisto
amado, si esto, lo que vivía, sentía con vehemente pasión y agudos sentimientos…
si él sería un principio, o sólo se trataba de un mero final esporádico y
breve, pero magnifico en su vida.
D. Leon. Mayén
Nota:
El final. El final puede ser claramente un cliché de tantos en este tipo de historias, y lo sé perfectamente; por ello considere, al escribirlo, otro posibles finales, como que Sonia no acude a la cita, o juega con él, pateándole e irse, y la que más me ha tentado es en la que el tren en que viajan sufre un atentado, y en consecuencia todo es una alucinación comatosa de Leandro, creada en su mente agonizante buscando desesperado paz en un estado incierto entre la vida y la muerte, por ello en una parte he puesto, “(…) Y ninguna de ellas es la que me ha ocurrido. —Casualmente, sirenas sonaron.”.
Pero al final, por mucho realismo que se le imprima a las cosas, sé que todo lo escrito es claramente ficción, aunque algunos “muy listos” no lo capten así; pues siendo una ficción y más algo claramente romántico, lo que se espera muchas veces al estar, sentirse, inmerso en una historia, como me ocurre al escribir o leer, es que todo salga bien, porque estoy seguro ya son suficientes las putadas del mundo como para que además no se creen o disfruten de bellas historias con finales positivos al tratar de emular la mierda que se crea en esta vida, —y no es que no disfrute del realismo en las artes narrativas o creativas, al contrario lo agradezco, pero no siempre resulta elemental—. Y sinceramente me he llegado a cansar de escribir sobre tanta muerte y desgracia —cosas que no publico, y no por pervertido sino por apostarle en mayoría—.
Debo confesar, incluso al escribir ciertas partes, ja-ja-ja, he fantaseado ser Leandro, y más de una vez en el proceso, muy a parte de ayudarme a que fluyera la historia, más por placer propio que por otra cosa, ja-ja. Y es que muchos clichés románticos, parten de esos deseos hondos de que todo irá bien, y así, permitirnos escapar fugazmente de lo que seguro no será, soñar por unos instantes, incluso que somos otros, que llevamos otras vidas —otra de las gloriosas bellezas de la literatura—.
Parte inicial: Al otro extremo… Arrebato pasional - En el meridiano 0
Fotografía del perfil, en Flickr, de Rick Scully
(Usada bajo la licencia Creative Commons)
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