domingo, 30 de abril de 2017

El Residente Vil

¡Si el titulo te recuerda algún videojuego no es por coincidencia! Pero, si te suena a película... bueno.
Hacia no se cuanto que no publicaba un cuento, y ahora vengo con este cuentote largo, haciendo referencias muy, pero muy mezcladas entre mi pubertad, adolescencia en compañía de grandes amigos, y el mundo de videojuegos que, tal vez a esas edades, no debimos jugar, ja, ja, ja.

El residente vil


29 de Septiembre

Me encuentro en el baño de la primera planta, en la sección frontal de la vieja casa donde crecieron mi padre y mi tío; la cual ahora pertenece y es donde reside el tío Bill. Cabe aclarar que ese no es su verdadero nombre, sino que, desde que yo era muy niño he escuchado a mi padre llamarle «vil», cosa que, gracias a la influencia de la TV plagada de series americanas lo asimilé cómo Bill; llamándolo así en sustitución a su nombre: David. No es que sea una mala persona o algo por el estilo, sino al contrario… me parece es poco comprendido debido a su “fantástica”, abstracta y profunda forma de ver el mundo, sentir la vida.

Mi madre dice que eso de vil es un mero apodo, como miles entre ambos, entre hermanos; algo prohibido tajantemente por ella tanto de mí hacia mi hermano como al contrario.

La razón de que me halle aquí es simple, soy “pobre” y desdichado, al menos como para adquirir por mis medios lo que se me ha prometido si gano este “juego” que el tío Bill ha preparado durante bastante tiempo. Y del cual mi padre ignora soy participe; ¡menos mi madre! Creen que pasaré la noche con un amigo haciendo tareas pendientes de inglés o matemáticas, no recuerdo bien. Por fortuna él y mi hermano me respaldan en la cuartada, ya que, si todo va bien y venzo todos saldremos beneficiados.

La casa de los abuelos sólo la había visto en fotos; algunas por dentro y una única de la fachada: la cual no ha cambiado nada: un largo vitral en el balcón de techo tejado y una larga chimenea a la izquierda de éste, más alta incluso que la azotea; en la planta baja, pasando el actual jardín tétrico —de follaje alto—, a la derecha en la fachada un zaguán marrón de notorio tamaño, y a la izquierdo una gran ventana con ornamentados acabados blancos. Por fuera la casa parecía austera, pero era amplia por dentro, y más con las remodelaciones que se habían hecho, aunadas a la compra de un terreno lindante. El baño donde me hallaba, esperando, era cómodo.

Sentado en la taza —con la tapa abajo, desde luego—, esperaba a que diera la hora de comenzar el “juego”: una hora después de la puesta del sol; en todas las ocasiones el tío Bill lo decía así, entrecomillando la palabra; seguramente para ponerme nervioso. Aburrido, miraba los azulinos mosaicos en la pared y los amarillentos hexagonales en el piso… esperando y esperando, pues ya era de noche pero desconocía la hora, ya que aunque vine más que preparado con mi celular, una linterna de bolsillo, herramienta multiusos y mi reloj de pulso, fui despojado de todo apenas baje de la camioneta en que llegamos. ¡Por cierto, sólo di un precario vistazo a la casa antes de que me vendó los ojos y colocó una funda de almohada, opaca, encima!, algo muy exagerado, tanto como hacerme dar cincuenta vueltas para marearme tras preguntarme: «¿Comiste algo antes de recogerte?», y traerme hasta esta habitación. El ambiente es fresco y…

«¡Brrrrrrr!» Ese ruido… «¡Brrrrrrrr!» Tarde nada en reconocerlo, un móvil vibrando. Rápidamente lo busqué entre las toallas en el estante de pequeños espacios, barnizado de azul oscuro. Destapé el teléfono, un Motorola plateado; la vibración del artefacto era debido a una alarma programada, titulada: “¿’Notas’ qué tienes quince minutos?” Claramente faltaba un cuarto de hora para comenzar pero... Minutos después y con una desazón en mi sentir revisé el celular a fondo, hasta llegar a las notas; estaban almacenadas unas cuantas. La primera se titulaba: el “juego” —de nuevo entrecomillado, ¡que sorpresa!—.

“R. L. —abreviatura de mis nombres—, ganaras el juego si logras “sobrevivir” hasta el amanecer y salir de la residencia. Y, ¡perderás si te pillo y logro escribir en… —abrí la siguiente nota—
…tu frente la palabra U’ DIED. No olvides tu recompensa, hijo, el RE7 y una consola.”

Otra nota ponía:
“Si eres haragán como tu padre perderás… Seguramente ya revisaste toda la habitación… PUES IRÉ POR TI EN CUANTO PUEDA.”

Aunque  extrañas las notas eran muy a su estilo. Me restaban cinco minutos, y un nerviosismo me comenzó a invadir, me jugaba mucho —mucho para un chavo de mi edad—. Desdoble las toallas, busqué sobre el estante, palpándolo; bajo el lavabo y el inodoro —no dentro, aclaro—, hasta en la caja —recordando una película en la que un oficinista mirón pervertido ocultaba allí unos binoculares—, pero, no hallé nada. Por último —mirando el móvil que me indicaba faltaban menos de dos minutos para la hora señalada—, corrí las puertas del decorado acrílico blanco y busqué lo que fuera en la regadera; encontrando  un encendedor translucido, posado en vertical, sobre la repisa de cristal. Desesperado y ansioso miré al techo y cogí el papel adherido a él; ponía:
“Entre candados y puertas, llaves, trampas y enigmas, tendrás que salir al amanecer, ¡no antes, no después! Cuentas con ciertas ventajas y otras que pueden no serlo… depende de ti.
Cada hora, durante diez minutos antes y después de la hora exacta descansaré, pues estoy viejo y cansado como para perseguirte por todos lados «¿Viejo?, dice… Huevón a los treinta; ja». Aprovecha sabiamente tu tiempo libre.

Trata de no hacer ruido, los viejos despertamos fácilmente... y somos muy curiosos.

Nota: Sin golpes bajos o lesiones seberas. ¡Lo digo por ti!, no quiero perder las joyitas o algún dedo roto por un mísero videojuego.”

Envolví con mi mano la fría chapa de la puerta… la giré suavemente evitando cualquier ruido, tanto del mecanismo como de las bisagras; moví la puerta muy despacio siendo que al otro lado abundaba la obscuridad, lo incierto.


Corre, corre, ratoncito

A unos pasos fuera del baño está la estancia central (un espacio entre los cuartos); inmediato a mi derecha las escaleras hacia la planta baja como a la azotea; postes tallados y barnizados de carmín conformando el barandal, desde el primer escalón hasta el último —dejando al medio una vista desde el piso de la planta baja hasta el techo del cubo de la azotea—. En la estancia central, partiendo del sanitario, a la derecha estaba el cuarto que fue de mi padre, a la izquierda el de mis abuelos, ambos con acceso al balcón y alumbrados. Adyacente al baño y entre el cuarto de los abuelos, el viejo cuarto del tío Bill, con la puerta en uso. Todo esto lo sé pues ambos rememoraban mucho ese lugar, y nos contaban con deleite cuando preguntábamos. Nada, absolutamente nada estaba como me lo describieron o lo vi en fotos. Cansándoseme el dedo, cambié de mano y volví a chasquear la rueda del encendedor y presionar el botoncillo, ambos movimientos crearon la flamita precedida de un diminuto rastro de humo que se desvaneció en instantes; teniendo con ello un alumbrado sumamente tenue y tétrico. El cuarto de mi padre estaba lleno de cajas de plástico, apiladas una sobre otra en barias columnas por todo el cuarto y nada equidistantes sobre sí mismas. Eché un vistazo por el espacio entre ellas esperando hallar algo. Me dirigí a la puerta del balcón, metálica y marrón con pelos de brocha en la antigua pintura. Al girar la chapa, plateada y en forma de L horizontal, se resistió inflexible.

El azotarse de una puerta me asustó… Claramente, el portazo, fue dado con alevosía. ¡Era el tío Bill! Entre en un absurdo pánico, pues era sólo un juego, pero el poder perder la recompensa apenas empezando me turbo, y un liviano miedo me embargo el cuerpo, la mente. Podía escuchar sus pisadas; las que sonoramente marcaba al ir subiendo para atemorizarme… y vaya qué si lo lograba. Sin tiempo a pensar con profundidad me oculté tras una de las pilas de cajas. Miraba con tensión por el espacio entre los amontonados contenedores plásticos, esperando verle… esperando no verle. No sabía si estaba en el corredor o buscándome en el baño, o en otra habitación.

La luz se apagó repentinamente, impidiéndome ver ni mi mano. Durante el, aparentemente, largo tiempo a oscuras —apenas unos segundos— sentí el impulso de sacar el teléfono e iluminar mis alrededores, me contuve y no lo hice.

La luz de la habitación se encendió para de inmediato apagarse y encenderse de nuevo, y así repetidas veces. Al dejar en paz la luz alguien entró, era un extraño, con un grueso impermeable amarillo, brilloso ante la luz. Cuando llegamos, el tío Bill llevaba un pants dominguero y una playera menuda. Moví de un lado a otro la cabeza procurando alinear mi rostro con el de ese hombre, sin que me viera, claro. De un golpe rompió el foco en mil pedazos; el estallido me exaltó, pero afortunadamente supe contener cualquier expresión o movimiento que revelase que estaba ahí. De nuevo, de forma perpetua, las sombras invadieron mi entorno, sin saber hacia dónde moverme, que hacer. Encendió una linterna de mano, tipo candelero; la cual mecía siniestramente formando sombras que desaparecían y retornaban. Moviéndome por entre las cajas casi me descubre en el rincón donde me guarecía como un triste ratón. Callaba, meciendo únicamente la linterna; intempestivamente se movía para tratar de sorprenderme; algo que me hacía creer que sabía dónde estaba, y sólo jugaba conmigo saboreando su pronta victoria. Correr o… creer que únicamente era un ardid para hallarme. Permanecí inmóvil, silencioso y esperando no viniera.

Sigilosamente desplacé mis pies, temiendo hasta el más nimio de los ruidos que pudiera producir al hacerlo; así también alimentando mi nerviosismo, mi temor, mi angustia. En cuanto quebré un fragmento de  cristal, con celular en mano, corrí a toda mecha aventando tras de mí la puerta de la habitación, que para mi ingrata suerte no cerraba, más que empalmándose con el marco. Por instinto, quizá, bajé las escaleras; al descender como rayo una chicharra sonó por lo qué deduje era una trampa; sabía justo hacia donde había huido.


Polvoriento

Hallándome oculto bajo la robusta y pesada mesa de la sala, cubierta por un mantel, salvo por un trozo de tela restante en la parte donde se supone debería haber uno de cuatro cristales; respiraba hondamente, evitando los jadeos, y sin poder sosegar mi taquicardia. Sólo era un juego —ahora sé porque las comillas— me repetía constantemente; y en verdad no sé por qué, obviamente era un juego y el tío Bill no me lastimaría, pero era evidente que sabia meterse en la cabeza de uno, atemorizarlo… y las tinieblas le asistían fielmente en sus propósitos.

Sorpresivamente la linterna se encendió a palmos de mí, rebelando las botas y el impermeable del tío Bill: no cabía duda, era él: pude observar rápidamente su rostro por el hueco en la mesa y el mantel: canoso prematuro, de abundantes cabellos retorcidos asomando por los bordes de la capucha del impermeable; tez rojiza, y unas gafas de trabajo obscuras, cubriendo su mirada tan seria como sagaz. Al gatear “pise” con la mano un pequeño tornillo; dominé el quejido que me provocó. Siendo astuto tomé el tornillo y lo arrojé hacia el lado opuesto donde miraba el tío Bill; por el ruido solido que generó me pareció que era la cocina  donde fue a parar, siendo el único lugar con losetas en esta planta, el resto era alfombra.

Rauda y cautamente me escurrí hasta la chimenea, en la esquina sureste de la casa —al él ir a indagar—, para ocultarme en el espacio bajo ella. Imperaba el ruido de las manecillas del reloj trabajando rítmicamente; lo que me guió a preguntarme qué hora era… esperando fuera la hora en que se marchara mi perseguidor. Sólo podía esperar que no se le ocurriera buscar en este polvoriento y estrecho lugar, y mirarlo caminar por la sala, aprovechando con ello el poder reconocer el lugar apenas y sacando la cabeza en una posición muy incómoda: en el muro de mi izquierda —a la derecha de la chimenea mirándola de frente—, estaban las escaleras, entre ellas y yo una vitrina rustica —mismo estilo que los sillones y la mesa—; entre las escaleras y la cocina había un espacio más o menos de un metro de ancho; un arco al medio del muro entre la cocina y ese sitio; la cocina tenía una puerta abatible, con una ventanilla al medio, sin cristal, al parecer fue por ahí por donde paso el tornillo, ¡vaya suerte la mía! Justo donde desembocan las escaleras, rotando noventa grados a la izquierda y al otro lado de la habitación está la puerta que da al garaje, y por último, se encontraban dos sillones, sin cojines, uno frente a mí y el otro perpendicular, bajo la ventana en el muro a mi derecha.

Cubriéndome con la mano boca y nariz luchaba por no inhalar el abundante polvo, así como no toser. Tras dar la tercera vuelta a la mesa e introducir el candil y la cabeza en el hueco de la mesa se dirigió de vuelta a la primera planta… lentamente.

Reptando salí de mi escondrijo, para, con la ayuda de la tenue luz que proyectaba el móvil, indagar a mi alrededor. Sobre la mesa había una playera limpia, la tomé, la olí y la deje donde estaba. Revisando los sillones me percate de que uno de ellos tenía bisagras en el respaldo y el asiento, lo que parecía indicar era una tapa y a la vez asiento, busqué como abrirla pero no pude conseguirlo, estaba trabada o cerrada quizá. En la cocina, apenas entrar, a mano derecha, el refrigerador, funcionando, pero sellado con cadena y candado; un candado de combinación de perilla con una etiqueta al posterior con los caracteres «M. J.» y debajo un «14». Apunto estaba de rotarlo cuando lo escuché bajando las escaleras, me agaché de inmediato y me oculté tras el frigorífico. Dio una rauda revisión a la sala; desde mi posición lo escuché sacar un manojo de llaves, y, ulterior, salir al garaje. Al pasar por el patio trasero de la casa se asomó por la ventana —sobre el fregadero—, por suerte ya me hallaba lejos del espectro lumínico de su candil; apartó la mano y el rostro del cristal y se desvaneció de mi vista.

De nuevo intenté abrir el sillón, mas no hallé como lograrlo. Al otro lado de la mesa, me dirigí a indagar en la vitrina: en la fracción derecha no había nada, al igual que en la central, pero en la izquierda estaba una escopeta de Airsoft junto a un botecito con BB’s: pequeñas esferas plásticas de apenas seis milímetros; la etiqueta indicaba que contenía quinientas pero, si a caso tendría cincuenta. La «replica», translucida y de cargador, estaba sujeta por un par de clavos que la soportaban; el aparente cristal era en realidad acrílico. Ya que esa puertilla no abría, astutamente quise tomarla abriendo la puerta de en medio… resulte pinchado por un montón de cable, de ese que se usa para enrejar, no era de púas ¡pero cómo dolió! Me era imposible acceder a la escopeta o a la munición. Tras cambiarme la playera me succioné la poca sangre que me provocó la sorpresiva trampa, mientras pensaba en mi siguiente movimiento. Me decidí por volver al piso de arriba, evitando activar la alarma. Ausculté las escaleras, desde el espacio entre ellas y la cocina, no encontré cables o algo que la accionara. Osadamente escalé por el barandal hasta alcanzar mi destino.


Inquiriendo

Teniendo claro que en el baño no había nada y que el cuarto de mi padre no tenía acceso al balcón, me quedaba ir al cuarto de los abuelos. A mi derecha, al cruzar el umbral, el closet —que abarcaba todo ese muro— estaba cerrado, lo corrí, al hacerlo un grupo de cosas se me vinieron encima, por reflejo las contuve llevándolas hacia mi pecho mientras las apretaba con mis brazos y manos; se sentían viscosas y algunas ásperas; examinándolas vi que eran “peluches” de lagartos, serpientes y tarántulas, todos de gran tamaño y unos untados en una especie de gel. Terminé por dejarlas caer al suelo, llenó de aquella sustancia, también, muy fragante. Las coloqué como pude en su sitio original y cerré el closet con cuidado.

Al medio de la habitación: una cama kingsize —sólo la base—, a su izquierda un gran espejo. En el cristal, con plumón morado, decía: «¡Los rompecabezas no son fáciles, chico… Mucho menos ganarme!

Algo detrás de mí se movió, al otro lado de la ventana que separa el balcón; me agaché y expedito apagué la luz, temeroso de no sé qué. Silentemente me acerqué a la ventana, y lánguido me asomé por uno de los bordes —reduciendo con ello mi exposición—. Era imposible que el tío Bill llegara a esa parte de la casa sin que me percatase, pero... No era más que la cortina del balcón siendo acariciada por el viento.

De frente a la puerta de metal, homologa a la del cuarto colindante, con temor y cautela, pero más temor a la frustración, sujeté la chapa e hice peso hacia abajó en ella, para ser recompensado con un gratificante sentimiento de éxito al sonar el mecanismo de forma positiva y sonora; empujé y entré, o salí, como sea. Ahí, el ambiente era fresco, tirando a húmedo. Las tejas del techo se inclinaban en diagonal; el piso frio, amarillento y moteado estaba hecho más bien para exteriores que para interiores, y toda la parte frontal del balcón era un sólo vitral; mientras en contra cara a éste todo eran mesas de trabajo —una de ellas con una computadora de escritorio—, abarcando el espacio hasta poco antes de las dos puertas.

Al oprimir el botón de encendido de la PC respondió pero, el monitor no reaccionaba aún prendido. Me desplacé hacia la siguiente mesa. Era un reguero completo, entre bolsas vacías, cajas y trozos de cartón; escarbando entre el material a reciclar me encontré con una caja gris de herramientas, metálica y vieja, pero bien cuidada, era resguardada por un sencillo candado; con simpleza gire la tuerquilla en él para separarlo. En el interior encontré una linterna… no encendió pues sólo contenía una pila, lo supe al escucharla y sentirla deslizarse en el interior y golpear el resorte; era metálica y brillante con un botón rojo sobre el switch de encendido de tres posiciones. Seguí indagando esperando hallar la pila restante, o algo de utilidad.

En la otra puerta, la que da al cuarto de mi padre, colgaba de la cerradura la llave; la zafé en lugar de intentar abrirla pues me jacté de que era la correcta. Echando ojo a la chimenea, enladrillada, anaranjada y gratamente aromática, al lateral divisé un agujero, donde al meter la mano sentí como toqué algo afelpado, y provocando que callera. Hurgando, palpe, entre todo el ladrillo cenizo, una bolsa adherida apenas y arriba del borde del hoyo; con cautela la desprendí y obtuve, así, la anhelada pila faltante.

“Con luz en mis manos” retomé la búsqueda con mayor confianza y destreza. Indagué bajo las mesas, en las vigas del techo, en cada rincón que se me ocurrió. Gracias a ello descubrí que al monitor del ordenador le faltaba el cable de conexión al equipo. Saliendo por donde entré observé que le faltaba un cajón a la cama; me tiré al suelo y exploré en las sombras: en medio de la cama, donde se unen formando una pieza, colgaba de un clavo una llave bellamente ornada con un acabado en el mango y un llavero elegante con la cabeza de un ave negra; con trabajo la alcance, extendiendo el brazo hasta no más poder, entre quejas y jadeos de esfuerzo, al final la obtuve; al reverso decía: «Tzanatl»; la guardé en mi bolsillo trasero, opuesto a donde estaba la otra llave.

Por mera curiosidad volví al balcón a echar un vistazo al jardín. La noche era obscuramente avasalladora, y más en la linda loma donde nos hallábamos. Un perro en el jardín comenzó a ladrarme sin parar, tomándome como su jurado enemigo. Alumbrarlo con el haz de la linterna al fiero animal, babiento y bien nutrido, supe que era un dóberman; todo a su alrededor eran nada más que tenebrosas sombras. Adheridos a la ventana estaban tres naipes, los cuales pude ver al pasar mi cabeza por entre los barrotes, eran una reina de corazones, un diez de espadas y un as de tréboles.
Me paré al medio del balcón, di un hondo respiro y disponiéndome a continuar hacia la azotea, la puerta se azotó. Mi primera reacción fue agacharme y cubrirme tras la mesa, junto a la puerta opuesta. No sabía si el viento la había cerrado o… era el tío Bill. Resistí en esa posición desmedidos minutos, hasta no poder más. Apenas salí, y a nada de encender la lámpara en dirección frontal, el candelero que cargaba se encendió descubriendo su rostro y el amarillo impermeable.

—Hola, hijo. ¿Quieres jugar? —pronunció de forma sombría y perturbadora.

Dirigí la luz de mi lámpara directo a su rostro mientras retrocedía hurgando en mi bolsillo a por la llave; él cubriéndose el rostro con el brazo. Acercándose, yo llevaba mi mirada de su rostro enceguecido a la cerradura buscando a tientas embonara la llave.

Apenas conseguí cruzar el umbral jalé la puerta tras de mí, a tal grado que los barrotes de las ventanas y sus translucidos materiales quebradizos se cimbraron. Aunque tropecé con una de las pilas de cajas plásticas, no me detuve; el tío Bill buscaba en su copioso llavero la llave precisa. Taimado y osado corrí hacia el cuarto de los abuelos para cerrar la otra puerta; esperando obtener algo de tiempo. Invisible y silencioso me dirigí al baño, a buscar escondrijo en la regadera; muy sutilmente deslicé una de las puertas, sintiéndome ansioso y angustiado por que el tío Bill me pillara en cualquier momento, incluso sentía que lo tenía encima, detrás de mí y aguardando a que yo mismo me encerrara. Antes de cerrar, de igual modo la puerta, me cercioré no estuviera cerca.

—¡Luis Rena-a-a-to-o-o; sal a jugar… MALDITA SEA! —Vociferaba previo a resonar las cajas plásticas siendo derribadas con brusquedad, chocando unas con otras.

En mi mente tenía la certeza que vendría hacia mí, que irremediablemente buscaría aquí, pues no hay mucho donde buscar, y obviamente sabía que estaba ahí.

—¡Vamos, chico, ven y juega con tu querido tío! ¿Leonardo Rodri-i-i-go-o-o? —cuestionó, estando ya más cerca—. ¡R. L.! Sal de una maldita vez, ¡joder!

Claramente sabia mis nombre, pero siempre a modo de juego a mi hermano y mí o nos los cambiaba o fingía olvidarlos, mezclarlos confusamente o inventarnos otros, usando el apodo R.L. para los dos, distinguiéndonos por el chiquilín o el pequeñín.

El silencio prevaleció largo rato después de eso. Y al escuchar la puerta del departamento de atrás salí más seguro a la estancia central. Al alumbrar el lugar, vacio, me concentré en contemplar a detalle la puerta del cuarto del tío Bill, bellamente labrada y barnizada en tono con el barandal; el labrado consistía en un árbol casi seco con tres aves de plumaje largo, de picos punzantes y de mirada… de ojos aviesos; a lo alto de la puerta estaba inscrito: «Quiscalus Mexicanus». Por debajo resplandecía la luz del interior. Introduje la llave ornada, giré la chapa y entré.

Planes

Esta habitación era completamente opuesta al resto. Una lámpara de mesa alumbraba todo con claridad: una litera de frente a la puerta y arrinconada; entre la cama y la puerta un locker cerrado con un pedazo de varilla de construcción torcido entre sí, obstruyendo la apertura total de la puerta —la cual cerré con seguro tras entrar—; a la izquierda de la litera un librero lleno de figuras de acción y coleccionables; en seguida un espacio vacío en la esquina; bajo la ventana un escritorio, y a la derecha del escritorio un closet idéntico al del cuarto vecino, al de cada cuarto en esta planta: de madera delgada.

Deslicé una de las dos puertas con delicadeza, anticipando cualquier ruido y asomándome augurando una trampa. En el interior había toda una telaraña, perteneciente a una araña patona, de esas inofensivas (el tío Bill ya me había contado sobre Janise y Jimmy, macho y hembra que cuidaba con esmero, dándoles ocasionalmente de comer algún insectillo; alguna de las cosas que hasta ahora no creía del todo). En la repisa superior al nidito de los arácnidos encontré un maletín carmesí, de combinación de tres dígitos a cada costado; no sé si estúpida o… buscando suerte, intenté abrir en vano el maletín halando de los dos botones de apertura. Algo valioso debía contener, y si no era para el “juego”, tal vez era porno del bueno, ja, ja, ja.

Intempestivamente comenzó a sonar mi celular desesperadamente; raudo lo tomé y desactivé la alarma del calendario; una trampa que cargaba en mi propio bolsillo. ¡Carajo!, no me lo esperaba.
Me oculté, tras dejar todo como estaba, en el closet del cuarto de mi padre. Siendo que todavía faltaba para la hora en que el “viejo” iría a descansar aguardé ahí, sentado, iluminado por la linterna erguida en el suelo. ¡Aunque sin perder el tiempo!

Ya tenía una combinación descifrada: 110, me restaba descifrar la otra. Pero, siendo ya “mi tiempo libre” sin que me asecharan lo mejor era ocuparlo en explorar.
Recordé el objeto que calló en la chimenea. Se trataba de un alfiletero cosido con un SIM en el interior. Apagué el celular, retiré la batería e inserté la tarjeta SIM. Esperé. Numerosos contactos estaban guardados, la mayoría con nombres de mujer, pero ninguno con un número telefónico correcto; eran o números muy largos o muy cortos; y sin prefijos adecuados como para ser números extranjeros. Algunos eran:
Amelia: 002784
Annya: 35069804#
Azul: 59478
Etcétera. La lista era amplia, pero me detuve en el número que me pareció extraño por sucinto.
Mari José: 1*9
«Mari… José», claramente era algo importante, fundamental, pues cada detalle era vital para este grandioso “juego”. ¡M. J.! Llegaron a mí esas dos letras como un relámpago que iluminó mi mente. Corrí al refrigerador; en mi segundo intento, otra vez, roté el candado hacia la derecha hasta el número señalado al reverso de esté: 14; ahora hacia la izquierda dando una vuelta entera hasta el 19… y… ahora, restaba un número. Ale del candado a modo de pretender abrirlo, y lo hizo al encontrarse la perilla en el número seis. Fue tan gratificante abrir la nevera; y aunque esperaba guardara algo de comer simplemente encontré una funda para una pistola y un tubito con munición plástica fosforescente: para efectuar diez tiros. Guardé el candado en mi bolcillo y anoté la combinación en una nota del celular: 14196.
Decidido y confiado de que el tío Bill cumpliría con lo dicho me aventuré a salir al garaje (que está debajo del cuarto del tío y del de los abuelos). La puerta no estaba cerrada con seguro. Todo era obscuridad al otro lado, exceptuando por un rincón al fondo, donde la pared del garaje se topa con el departamento trasero, ahí, una bombilla de baja intensidad iluminaba a un costado de las escaleras metálicas y ascendentes en abrupto espiral. Fuera de la casa y cerrada la puerta eché un vistazo a mi alrededor: el lugar era amplio, más largo que ancho, pero con el espacio justo para que cupieran dos autos dejando el espacio justo para descender de ellos. En cuanto escuché las profundas inhalaciones del perro al otro lado del zaguán apagué mi linterna, permaneciendo callado y quieto como estatua; suplicando por qué no ladrara la fiera. Lentamente y a oscuras llegué hasta las escaleras. Cerradas… la pequeña puertilla de metal estaba trabada. Un montón de cascabeles comenzaron a tintinear por una ligera briza pasajera, advirtiéndome de la trampa. Me dirigí hasta el lavadero, en el extremo opuesto, subí en él y desde ahí me fue fácil llegar a la azotea de la parte frontal del departamento: un espacio despejado y plano. Con cautela busqué en el suelo, mas nada apareció ante mí. Contemplando el cielo estrellado, vi lo que aparentaba ser un globo flotando. Al apuntarle con el haz de la linterna led efectivamente se trataba de un globo rojo, de tonalidad obscura. «¿Qué hacer?», me cuestionaba. Llegar hasta ese punto era más que complicado, peligroso; y escalar por los grisáceos tabiques apilados a modo de dejar pequeños espacios cuadrados era imposible, pues un muro de láminas rojizas impedía el ingreso a la azotea de la casa.

Resignado, bajé. Al tocar suelo revisé el baño, que viene siendo parte de la casa, pero con acceso únicamente desde fuera. Era frío, más que en el superior. Prácticamente no había nada ahí, salvo por un tambo al otro lado de la cortina de baño en verde pastel, que al patearlo reveló estar casi lleno de agua. Lo destapé esperando encontrar algo pero, nada; simple agua clara ondulando en anillos; permanecí mirando, pensando cómo proceder, hasta que mi reflejo era claro en el agua, mientras sostenía la linterna encendida. La alarma de que el tío Bill “despertaría” me sacó del trance.

Prontamente corrí hasta mi escondite previo. Continué con mi labor de abrir el maletín… empresa más que tardada, y hastiosa por monótona. Pasada más de una hora, por fin di con el número: 998. Me dejé llevar por la gratificante emoción y así la linterna para contemplar mi premio: una réplica de airsoft, emulando ser una Colt 1911; la sostuve en mi mano por un momento, antes de que se abriera el closet y fuera sustraído de el violentamente…

Enajenación

Forcejeaba con el tío Bill, impidiéndole acercara el plumón a mi frente. Nuestros movimientos eran meramente visibles por el candelero en el suelo. El me empujaba y yo resistía como podía; de repente cedió para con un movimiento ágil de sus brazos zafarse y empujarme de los hombros, haciéndome tropezar con una de las cajas. De inmediato se abalanzo sobre mí… y al sentir el marcador en mi frente me retorcí todo hasta que me soltó de la barbilla.

—¿A dónde vas, R.L.? Comenzábamos a divirtiéndonos; ven, muchacho.

Cogí la réplica y bajé las escaleras. Aguardaba exaltado, a cubierto tras la mesa. Pesada y marcadamente como el latir en mi pecho, descendía los peldaños.

—No seas llorica, chico, y hazme frente. ¡Vamos! —gritó desafiante.

Me asomé por sobre la mesa con la réplica en mis manos pero ésta, aunque tenía el gatillo rígido, no disparó. Volviendo a cubrirme quité el seguro y halé de la corredera, hasta que sonó el muelle. Había desaparecido mi blanco entre las sombras; apagando el candelero. Tragué saliva mientras sacaba la linterna; y sintiéndolo ya sobre mí caminé hacia el garaje antes de encenderla. Choqué de frente con él, pero, antes de que pudiera sujetarme le di un empellón con el hombro. Él a un extremo de la mesa y yo al otro; por unos momentos nos movimos en torno a la mesa en compas. Me envalentoné y le disparé en el pecho… el plastiquillo rebotó acompañando un quejido.

­—¡Ahora jugaremos rudo, eh! Perfecto.

Ya que la linterna era angosta me permitía sostenerla y recargar sin perder de vista el frente —casi siempre—; realicé dos disparos más, y cuando lo tenía justo donde quería, y sintiéndolo mucho, le apunté a la cara para dispararle a los lentes… errando el tiro y dándole en una mejilla.

—¡Hijo de…. Ah-h-h-h; mierda! —se aquejó con ímpetu, tocándose la mejilla derecha y mirando al suelo entre movimientos toscos de coraje.

Salí de ahí pitando. Como gato trepé a la azotea del departamento; donde aguardé apenas y asomando la cabeza a que apareciera. Al cabo de unos cuantos minutos hizo presencia Bill, registrando con el candelero los posibles, y escasos, escondites. Observándolo cuidadosamente al entrar en el baño, escuché como corrió las cortinas, pero tardo indagando en la regadera. «¿Por qué?», me pregunté.
Al salir del W.C., se acercó al lavadero, por un momento pensé que treparía… sólo abrió la ventanilla sobre el lavadero, revelándome una forma de acceder al departamento. Entró al departamento y cerró tras de sí. En sigilo lo observé por las ventanas alargadas al ras del suelo que dejaban ver al interior de los dos cuartos posteriores del departamento. En la habitación a la derecha, la primera a la que entró, tenía dos camas individuales, una a cada lado; un ropero alto en el muro que separaba ambas habitaciones, y un armario pequeño y una mesa cuadrada en el muro bajo de mí. La habitación de la izquierda, estaba vacía en su totalidad, generándose un corto eco al andar por ella; subió las escaleras, yendo al piso superior y de frente a mí. Anticipando se asomara por una de las ventanas inmediatas a mí posición bajé aprisa.

Entré en el baño a indagar de nuevo. Tras el pesado tambo de agua, en el rincón de la regadera, había una diminuta puertita corrediza —silenciosa al deslizarla—, por donde apenas y cabía alguien a rastras. Echando un vistazo a través de la abertura me era claro que conectaba con el hueco bajo las escaleras; permitiéndome llegar a la sala. Indeciso, por fin resolví que entraría al apartamento apenas y fuera mi “tiempo libre”. Mirándome en el espejo, con el encendedor en la mano ­—iluminando una nimiedad de espacio de color amarillento, y sintiendo el aire caliente en mis dedos tras mover la flama— me contemplaba la frente, marcada, con una «U y un apostrofe» en tinta; al girar la perilla y abril el grifo nada acudió en mi socorro; opte por tratar de borrarme la marca, por reflejo, con saliva… era indeleble… desde luego; pero me molestaba tenerla, incluso tenía la sensación de sentir los caracteres en mi piel como si fuera un objeto adherido a mí.

Trazando en mi mente un plan para entrar sin dejar rastros y que haría luego recordé el globo en la chimenea. Ya en la azotea, desenfundé la réplica en mi cintura y saqué el cargador de la misma, dos esferitas cayeron al suelo; sólo recuperé una. Una a una introduje la munición fosforescente, después de cargarla discretamente con la luz de la linterna para que así fulgurase. Repleto el cargador lo empujé hacia arriba hasta dar un sonoro clic; extendí mis manos, apunté... Resultaba sumamente complicado apuntar hacia la negrura estando en las tinieblas de la noche donde nada se ve. Dispuesto, amartille la réplica… cerré mi ojo izquierdo mientras no paraba de buscar un agarre cómodo de la empuñadura; las manos me sudaban, la respiración se me aceleraba. Cerré los ojos y tomé un par de profundos respiros. Todo listo, y aunque mi vista se adaptaba a la escases de luz opté por alinear las miras apuntando a un cumulo de estrellas —pues justo hoy, no había luna; y no por coincidencia—. Disparé… resultando en ver la trayectoria del proyectil, ¡muy marcada!, desviarse hacia la derecha por el viento y la distancia. Cargué, me posicioné, alineé, compensé y disparé: oí el rebotar del proyectil con el globo —seguramente en uno de sus bordes—. Repetí el procesó, y esta vez al tirar del gatillo en cuestión de centésimas el globo estalló… algo sonoramente muy grato a la vez que preocupante.

Fui a la chimenea a toda prisa, usando la puertilla en el baño. Inspeccionando la chimenea el brillo de una llave metálica, vieja y amarillenta, detuvo mi búsqueda. No estaba etiquetada, grabada o con algún llavero que me diera una pista. Únicamente quedaba torturar a Bill para que me dijera que abría esa llave, ja, ja; ¡cómo no! Probé acceder con ella al departamento pero fue infructuoso. ¿De dónde más podría ser…?

Temeroso… mejor dicho cauto, profusamente cauto subí las escaleras hasta la metálica y pesada puerta de la azotea de la casa; introduje la llave y abrió; el fugaz pero pronunciado quejido que hizo al girar sobre sus goznes la puerta me puso de los nervios. El espacio era amplio, unos 49 metros cuadrados, más o menos. De frente a la izquierda, un tanque de gas plateado y oxidado de la tapa; caminando a la izquierda y de nuevo virando a ese sentido, un lavadero —igual al del patio—, y un boiler alto, robusto y blanco en el rincón derecho; sobre el lavadero, en los muros como en el techo, inicios de fuego, muy de antaño, y en el centro exacto de la pared una gran cruz de madera. En las repisas del muro siniestro (izquierdo) no había nada más que botes y recipientes vacios. En el cuarto de herramientas y olvidados —justo a la derecha entrando a la azotea—, deslicé el pestillo de la puerta —férrea y con ventana de blanco acrílico opaco— y entré. Parecía el paraíso, repleto de cosas; pero fue un mero engaño ya que la mayoría eran herramientas pesadas o de trabajo que de poco me valían. En el muro de frente, visible apenas entrar al cuarto, un “centenar” de llaves pendían de clavitos en un trozo de madera delgada. Algunos clavos sosteniendo más de una llave, exceptuando algunos espacios; sobre los clavos números marcados; por sus dispares longitudes prontamente evoqué el móvil y los números almacenados en el SIM. Aunque complicado, al final di con una similitud: Reveka: 391171-011171; quité las llaves marcadas bajo esos dos números —una más pequeña que la otra— y, siendo lo único abrible, separé las batientes del locker. Recompensa: una caja para herramientas, plástica. Por su apariencia era nueva; al abrir y retirar el candado que le resguardaba con celo obtuve una linterna militar en forma de L, con filtro rojo y sin pilas: D; bajo la charola separadora de la caja un cable de corriente con entrada para dos picos al otro extremo del enchufe. ¿Era indispensable el cable?, ¿podía ahorcar con él a Bill o hacerle tropezar?, ja, ja. Lo dejé.


Trampa… ¿trampa?

Bill se encontraba bajo de mí Y yo oculto en el espacio donde se halla el suelo del tinaco azul y redondo y el techo de gruesa lamina carmín. En cuanto entró a inspeccionar el cuarto de la azotea bajé de mi escondite para sagazmente encerrarle.

—¡Abre, R.L.! Abre. Te lo advierto… ABRE. —pronunció en tono exaltado.
Al dejar de golpear fuertemente en el acrílico se produjo un silencio atildado por los cientos de grillos y bichillos cantores de la noche y los perros comunicándose a ladridos a lo lejos. ¡Fue tan fácil después de todo, ja, ja…

—¡PERO QUÉ CARAJO! —exclamé para mis adentros.

—¡Que fácil, no! Encerramos al idiota del tío Bill y se acabo el jue-e-gui-i-to-o —entonaba, dándole hachazos al acrílico (algo que no me esperaba en absoluto; ni siquiera había visto un hacha ahí). —Sera fácil que te ¡quiebres! ¡Ah-h-h-h! —Retiró el hacha, trabada, de un tirón. —A esto me fuerzas, muchacho, a destruir mi… vendita… propiedad, ¡MIERDA! ¡Espera a que te ponga las manos encimas y…

Bajé hasta la sala desenfrenado, sin importarme si sonaba o no la alarma, cosa que no hizo —tal vez por qué salté los últimos cuatros escalones—. Justo antes de escurrirme por el hueco debajo de las escaleras retorné a por la escopeta… ¡pero ya no estaba! Hasta ahora se me ocurrió quitar el cajón y darme cuenta que era un fondo falso; así que, cuando menos, conseguí el frasquito con munición. En uno de los cajones aledaños hallé las pilas D. ¡Qué estúpido, hasta ahora se me ocurría revisarlos! Volví a la azotea del departamento.

Dada la hora esperada, bajé al lavadero del patio y con delicadeza abrí la ventana: ésta se abría de forma vertical y atrancándose en diagonal; dejándome un pequeño espacio apenas y apto para que cupiera mi sexy cuerpecito adolescente. Al otro lado, terminé acostado en una mesa mediana; cerré la ventana y me puse a cubierto, esperando, escuchando. Donde estaba era la cocina, muy angosta y toda de una pieza: de lado de la ventana un horno alto, seguido por el fregadero, la estufa y hasta la esquina una superficie plana, metálica. Encima de todo, alacenas para los alimentos y la campana de la estufa, y tras la mesa que me recibió con gusto un arco con vista a la sala.

Abrí el horno y me encontré con una cabeza humana toda chamuscada y gesticulando de forma macabra; el hedor a quemado era penetrante. Turbado en lo absoluto, y sintiéndome lánguido, casi vomito; tarde varios minutos en reponerme. Al echarle una segunda ojeada, dispuesto a saber su autenticidad, me dispuse a tocar la cabeza con asco y temor. «¿Podría ser… podría ser un asesino el tío Bill; será esto un secreto que por error olvido encubrir?» Sólo era un trabajo muy bien hecho de maquillaje de efectos especiales, muy, pero muy bien hecho. Incluso los dientes se sentían como auténticos… ¡Creo que esos sí lo eran!

Nada apareció en los cajones o alacenas de la cocina.

La sala, la sala: amplia de pisos sólidos —desconozco el material— y azulado; una mesa de polímero blanco al fondo; un conjunto de sillones esquinados, grises, viejos y polvorientos, y en la esquina opuesta un sofá-cama plegable, muy gastado y casi sin relleno en el asiento interno. Éste, en particular, estaba colocado de tal modo que los pliegues formaban una especie de cueva. Me adentré con la esperanza de encontrar algo; únicamente provoqué que callera una lata que estaba en el marco de la ventana; y que colapsara la parte del sofá que hacia las de techo. Ordené todo como estaba tan rápido como me fue posible y corrí a cubrirme al muro de la cocina: opuesto a la ventana. La linterna en L con su filtro rojo me permitía ver con claridad sin perder la visión nocturna al estar a oscuras. Esperé a que Bill apareciera, asomando apenas y un ojo, con la pistola en la derecha y la linterna en la otra. Por un instante me distraje y al volver a mi vigilancia tenía un gato negro frente a mí, pululaba sigiloso, percibiendo el entorno; bajó la nariz y repentinamente volteó a mirarme tan vertiginosamente como salió corriendo.

El teléfono comenzó a vibrar aterrado, pues el descanso había concluido. Raudo me atrinchere en la habitación diestra, pese a no tener chapa al igual que la habitación colindante. Por el hoyo metálico que quedaba de la chapa contemplé a Bill —desde que hizo alusión a mi santa madre era Bill… el vil Bill, como dijera mi padre— inspeccionando la cocina y la sala, lo perdí de vista y se cerró la puerta del departamento… espere unos instantes, medio abrí la puerta y observé: estaba despejado.

Apenas puse un pie en el escalón del otro cuarto cuando el candil se encendió a pasos de mí, estaba Bill en el umbral, sin puerta, de la cocina, apenas notó como salté del susto, musito tétrico «¡Bu-u!». Corrí hasta el cuarto donde estaba… él alcanzó a poner el pie para que no cerrara la puerta; con su brazo dentro de la habitación buscó frenéticamente pillarme; le sujeté con mi mano el brazo a la pared, desenfundé y le disparé en la palma. Se aquejó a todo pulmón. Resueltamente atranqué la puerta con el ropero y las camas, éstas a modo de que no cediera en absoluto ningún mueble.
—¡Serás cabrón! Ah-h-h-h-h ­—Terminó por darle una fuerte patada a la puerta.

—¡Entra a hachazos! —dije, al tiempo que arrinconaba el armario y puse la mesa sobre él, esperando no se quebrara al montarme en ella, por ultimo usé un cojín para alcanzar la ventana. Estaba trabada, casi sellada por el desuso, mas con insistencia la desbloqueé. Bill envestía como lo hiciera un alce ante su homologo rival, con bravura y coraje. Me fue sumamente complicado salir por el rectangulito, más alargado que alto.

Los envistes y maldiciones de Bill se detuvieron. Esperaba que me diera por encerrado. Aguardaría en la azotea, en el ya frio clima, hasta la hora del “descanso”.


Sed de victoria

Faltando escasos minutos para poder actuar con libertad eché un vistazo al cuarto donde me vi encerrado hace poco: pude ver una cangurera (riñonera) en la parte superior del ropero; al aventarlo para usarlo como barricada una de sus puertas se corrió. La pregunta era: ¿contenía algo importante?
Trascurrido un rato bajé por la otra ventana, la del cuarto izquierdo. Sabía perfectamente el riesgo que corría, por lo que apenas mis plantas tocaron piso desenfundé, saqué la linterna en L y me la coloqué en el cuello de la playera; nada tardo en apagarse: las pilas estaban muertas. A paso firme subí las escaleras: a terreno completamente desconocido; mi investigación previa sobre la residencia en fotos antiguas y preguntando a mi padre al respecto no abarcaban esta área de la casa.

Este piso, para mi alivio, estaba alfombrado: una alfombra algo gruesa; lo que me permitía no tener que cuidar mis pasos. A lo lejos podía escuchar una canción sonando débilmente. De nuevo el encendedor me amparaba en mi desdicha: creándoseme un caris aciago en su totalidad. Al llegar a la otra habitación, que une  una puerta plegable al medio del muro, un estéreo en un esquinero reproducía una canción que, traducida al español, era la voz de una niña repitiendo, mayormente: «Ve a contarle a la tía Rhody», el resto de la letra apenas y lo entendí, salvo por la parte clara en que menciona que todos están muertos. La canción se repetía una y otra vez.

La mesa en el centro tenía numerosas plantas verdes, azules y rojas en masetas anaranjadas, todas de plástico pues eran idénticas en cuanto a forma y tamaño; al centro una botella de alcohol, al levantarla una voz penetrante y profunda, a mis espaldas, pronunció: ¡STARS!; de no estar semi-deshidratado me hubiera meado del susto; la botella estaba vacía, por lo que seguiría con la marca de la vergüenza en mi frente. Seguramente despertaría el tío Bill. Le aguardé oculto en el otro cuarto, bajo una gran caja de cartón; mirando por entre las agarraderas de ésta; no acudió.

De vuelta en la habitación —usando la linterna de leds— me abalance sobre la hielera en el rincón, con sutileza la abrí presintiendo pudiera ser una trampa más. Dentro, cinco botellas de agua —de medio litro—; dos conteniendo liquido transparente, una amarillo, otra morado y la restante negro. Faltando poco para el despertar de Bill, pronto abrí una botella y le di un largo trago, consumí casi un tercio del líquido cristalino, refrescante, tan placentero al empapar mi lengua y bajar por mi garganta antes seca. Eché un último vistazo a la habitación. Opuesto al rincón donde la hielera, la silueta de Bill hacía contraste en el cristal de la puerta con diseño que distorsionaba la luz al pasar por el material.

Con medio cuerpo fuera de la ventana Bill estaba por darme alcance; de no ser por tener que buscar las llaves, me atrapaba seguro. Apenas pisé el baño azoté la puerta y me encerré dando un brusco tirón al pestillo horizontal. Ni siquiera intentó entrar, simplemente puso el candelero a un costado de su cabeza, dejándome verlo, también distorsionado, al otro lado. Temiendo que fuera a romper uno de los cristales para entrar me acerqué a la regadera, sin correr la cortina, pero listo para huir. Largos minutos permanecimos así.

Miraba por un orificio de apenas milímetros en la puerta cuando colocó el candelero en el fregadero y silenciosamente se escabullo hacia la casa, creyendo no me daría cuenta. Estuve tan callado como nunca, tratando de interponer mi oído al constante y estruendoso martillear de mi corazón excitado, pretendiendo escuchar lo que hacía. Salir bien podría… Casi seguro era una trampa. «¿Me aguardaba oculto en la esquina, a la derecha saliendo del baño?, ¿estaba sentado paciente en la sala a que saliera por debajo de las escaleras? ¿Qué debía hacer, joder… que hacer; a dónde ir? ¿Dónde estaba?». Mi única opción era esperarle a que fuera a…

—Ah-h-h-h-h-h-h— bostecé con profundidad y placer—.

Me sentía adormilado, cansado intempestivamente. Me senté en el suelo sin dejar de vigilar…
—Ah-h-h-h-h-h-h-h-h —El cuerpo se me estremeció al expulsar el aire.

Bill entró al departamento y emparejó la puerta. Pasados…

—Ah-h-h-h-h-h-h-h-h-h-h-h.

…unos minutos, entré a la casa. «¿Qué me pasa?. Este sueño repentino no es...»
Llegué a tirarme en el sillón, se me cerraron los ojos con pesadez, por más que luche por no sucumbir ante Morfeo.

Desperté… «¿Cuánto tiempo había pasado?»—. Me levanté como pude; y al hacerlo sentí una palanquilla en el borde del acabado del sillón. Hallé  otra más abajo… y una más en… Al accionarlas el asiento se botó; y con mi ayuda terminé por destapar el sillón-cofre, ante… Dentro había copiosas sombrillas en una bolsa marcada con la palabra Umbrella, y… una máscara de Neme…

—Ah-h-h-h-h —Oculté la bolsa bajo la chimenea y me tendí en el afelpado interior del cofre, cerré apenas supe podía abrirse más fácil por dentro que por fuera… Sellé con delicia mis ojos y —¡No puedo perder!— Apagué mi fatigado cerebro.


Envenenado

Corría de tío David, trepé tan aprisa como pude por el barandal, hasta llegar a la azotea. Cerré la puerta con candado para obstruirle —estaba muy agitado—. Con una moto cierra derribo la puerta; volaban astillas y chispas al ritmo del estruendoso motor. Me gritaba e insultaba sin parar… Su rostro era otro; era un desquiciado, ya no él. Asustado y temiendo por mi vida salté de azotea a azotea —Al caer el viento se sentía pesado, y la adrenalina prolongó mi caída—.

Las paredes de la mansión se contraían, se cerraban hacia mí.

La serpiente, el cocodrilo, los animales del zoológico. ¡Aléjense!

Podía oír a los cuervos graznar; cristales rotos y sirenas de policía. ¡Debo llegar a la jefatura, hoy es…! Me alcanzan, son demasiados, y el puto cuchillo no sirve, la munición no dura. ¡Los devoran vivos!

¡Esa mascara, ese rostro… cosido y sonrisa macabra con los dientes expuestos frente a mí… MIERDA, me atrapó entre sus purpúreos tentáculos!



Sucia ventaja

Cuando abrí los parpados una horrible sensación de desorientación me avasalló provocándome pánico. La pesadilla, ¡tan real!, me había despertado con abrupto y todavía sintiendo el cuerpo y el cerebro lánguidos. No hallaba la linterna; la había dejado a la mano «¿Dónde…? Listo a salir» Me preguntaba si todavía era de noche o… o el cofre estaba perfectamente sellado y ya era de día.
Al salir todo eran tinieblas, afortunadamente. El celular marcaba poco más de las cuatro a.m.; quedaba relativamente poco tiempo para salir, para “sobrevivir”, para ganar.

Volviendo al departamento, ahora con la puerta de entrada abierta y siendo la siesta de Bill, quizá por instinto accioné el interruptor: éste no la encendió el foco (bombilla), probé con el interruptor en la misma lámina dorada pero, el gemelo de la sala no respondió a mi exigencia. Probé en la cocina y tampoco, ni en el cuarto izquierdo. Lo que me llevó a cuestionarme: «¿Por qué sí reproducía la música el estéreo?».

Al descubrir el posterior del aparato electrónico contenía cuatro pilas tipo D; yo requería dos, pero, si la música cesaba sabría donde estoy o que he hecho. «¡El cable en la caja de herramientas!» Lo que debería hacer ahora es…

Fui al garaje, donde se hallan las cajas de fusibles así como los medidores. Uno de ellos con candado, etiquetado con cuatro cifras enlistadas: 10,000; 101; 1,110 y 101 de nuevo; la otra caja en pleno funcionamiento, específicamente la de la casa. Buscando en el muro de las llaves ningún número coincidía con alguna cifra; las que anoté en el móvil. En mi indagatoria divisé una llave y su llavero muy… de forma fálica. No sé por qué pero me animé a usar dicha llave y funcionó. Dentro de la caja de fusibles había un cable del computador, VGA: el necesario para usar la PC; faltaba un fusible en la caja.

Estudié, repasé e hice un rápido simulacro del plan en mi cabeza: ir a la azotea por el cable; conectar el estéreo a la corriente; cerciorarme que todos los apagadores del departamento estuvieran en apagado; quitar el fusible de la otra caja para dar corriente al departamento; sustraer las baterías, y cambiar los fusibles a como estaban para usar la computadora. Fácil, ¿no?

—¡MIERDA! —exclame frustrado, a media empresa, olvidando que el tener corriente eléctrica en la casa para usar la computadora dejaría sin corriente al departamento. «¡Que grandísimo idiota!»

El tiempo corría. Devolví el fusible a su lugar original y corrí al balcón. Encendí de prisa el ordenador. «Iniciando»: decía el maldito, arrancando con toda calma mientras yo tenía las nueces en la garganta del nerviosismo. Previamente deje la puerta abierta del cuarto de mi padre e hice un camino entre las cajas para huir con facilidad. Mi desesperación me llevo a vigilar constantemente desde el cuarto de los abuelos la estancia central; sintiendo que en cualquier momento le vería subir.
Ahora la computadora me pedía introducir una llave de acceso. «¿Pero qué diablos era eso?».

Era la hora, pero, no me importaba, seguiría con mi misión; apagué todo y bajé. En cuanto Bill subió las escaleras yo me escabullí por al baño; desde fuera vi sombras en su habitación, por lo que fui retrasado a cambiar los fusibles; de hacerlo ahora sabría justo donde me hallaba, pese a que bien pudiera ser un simple corte de energía. Aguardé impaciente con una mano en la palanca y la otra en el fusible, y pasado el tiempo que creí prudente halé la palanca e hice el cambio.

Traspase los fusibles y corrí a por las pilas de la grabadora. Teniéndolas ya en mis manos, fluctuando en mi proceder, velozmente coloqué en el estéreo las viejas baterías y desenchufé el estéreo; para mi inesperada sorpresa el aparato reproducía la música. Pero, con un agudo presentimiento, sustraje la USB conectada al estéreo. Me oculté en la cocina casi veinte minutos, después me paso inadvertido Bill, cerrando tras de él la puerta de la sala. De nuevo, tuve que recurrir a la ventana.

Volví a intercambiar los fusibles —admito que ya no sabía con claridad lo que hacía, o para qué—. La computadora tardo lo normal en encender: “Una eternidad y dos vidas”. Al pedirme la llave introduje la USB del estéreo y ¡bingo!: tenía acceso. El escritorio estaba vacío, los documentos, las imágenes y videos igual… no había discos adicionales ni unidades de CD-Rom… «¡La memoria!», pensé. Abrí la carpeta titulada «Diario de desarrollo» Contenía documentos con contraseña. Consulte el SIM y di con el nombre Criptina; tecleé el número que guardaba bajo ese nombre: 3_10_99/583562XrP#919*24. Pude entrar… ¡Ah-h-h, me sentí tan, pero tan placentero!

El documento contenía planos de la casa y el departamento, así como todos sus atajos y accesos secretos. Leía apurado pero teniendo toda mi atención en lo que ante mí se revelaba; giraba la rueda del mouse y paraba en cada título a dar una hojeada rápida. Rápidamente descubrí cosas muy interesantes y vitales: una alarma conectada a un censor fotovoltaico en el lado este de la casa —especificaba por donde pesaba esa línea—; podría cortarlo desde la azotea de la casa si hubiera tenido mi herramienta multiusos… pero bien podría ser una trampa más. ¡Comenzaba a sentir que el tío Bill tenía todo previsto, que todo lo que planeaba ya estaba en su mente apenas acababa de formularlo en la mía! Entonces… de ser así… ¿podía ganarle; realmente vencerlo? Olvidé esos pensamientos y me enfoqué. Ese sensor estaba conectado directo a una alarma en el jardín trasero, por donde era más fácil escapar, según me mostraban los planos. Además así no tentaría mi suerte con el perro.

Llegué al final del documento, lo cerré y abrí un archivo de texto con el nombre: Ampliación; hacia clara referencia a la parte lindante con el departamento y la casa, el segundo departamento, y de único acceso por el departamento, por la habitación de las plantas artificiales; u osadamente saltando por la azotea del departamento hacia el patio al medio del segundo departamento. El archivo ponía, sucintamente, la llave la tiene Kerberos. «El maldito perro asesino», especulé con angustia.

—No deberías husmear en MIS COSAS —pronuncio Bill, iracundo; casi me da un infarto de la impresión.

Dejé todo y corrí hacia el lado opuesto del balcón, haciéndolo sentí un agudísimo e irritante golpecillo en la espalda, ensalzado por un sonoro «¡Pou!». Estando en la estancia central nuevamente un seco «¡Pou!» sonó. Cubierto entre los muros de las escaleras reconocí se trataba de la escopeta de BB,s. De inmediato desenfundé y respondí apenas exponiendo la cabeza, pues yo no traía los vitales lentes, y parafraseando al tío Bill: «¡Un mísero videojuego no valía el perder un ojo! Además no lo podría jugar igual»; así que no lo encaré, simplemente le contuve. Di un salto al escalón en la esquina, en forma de triangulo, desde ahí pensé en correr hasta la azotea del departamento, pero lo escuché correr precipitado hacia mí por lo cual me encerré en el departamento de atrás. Desesperado, apabullado, mientras buscaba en su racimo de llaves, trasladé un par de sillones al pie de la puerta para retrasarle. No me bastaba el tiempo… Corrí; intenté abrir la puerta blanca en la habitación de las plantas, ¡cerrada! Salí por la ventana de ese cuarto, de cristal opaco con mejor vista hacia afuera que hacia adentro. Estando fuera la deslicé con delicadeza y me agaché.

Pasado el tiempo me introduje reptando, y de reversa, en la habitación donde hacía tiempo me atrincheré. Por unos minutos me recosté, después me senté, y termine por subir a la mesa e, hincado, vigilar. Poco antes del penúltimo descanso de Bill, también mi “recreo”, se me apareció su cabeza en el borde de la azotea, frente a mí, por sobre el muro entre ambos patios.
Era mi última chance, la última oportunidad de lograrlo, y desconocía que habría en el segundo departamento; al menos  sabía cómo llegar, otra vez, gracias al tío Bill.


Peldaño a peldaño

Con angustia descendí por el muro más bajo del patio aledaño. En el patio, la puerta cristalina y corrediza de la cocina del segundo departamento estaba cerrada por dentro. Por allí no entraría.
Retorné al primer piso del departamento por la ventana. Para mi sorpresa la puerta blanca estaba abierta. Frente a mí, catorce escalones —distinguidos y contados por el rojizo rutilar de mi linterna—. Lánguidamente descendí, uno a uno, experimentando desconfianza y temor, revisé el teléfono y faltaban exiguos minutos para las cinco; desde entonces me quedarían diez minutos para explorar a mis anchas. Al final de las escaleras otra puerta, de madera y barnizada de gris... La chapa no opuso resistencia alguna al acariciarla.

Ya al otro lado, en el tramo final, me quedé callado en la oscuridad: nada se oía, nada importante. Simplemente se veía una luz al fondo del pasillo, pasada la sala. En la sala-comedor un par de sillones esquinados, símiles a los de la casa, en el rincón frente a la puerta, separados por una mesa; al centro del lugar una mesa de tamaño desproporcional, con “basura” en un extremo que por lo visto llevaba ahí toda una vida; en el rincón opuesto a la puerta un librero repleto de revistas de cocina, seguramente de la abuela.

Fui a la angosta cocina —donde a duras penas cabrían dos personas, más que nada por el mobiliario—, para abrir la puerta al patio y tener una opción de escape. Bebí a “ambuestas” del grifo del fregadero saciando mi impasible sed; tanta como la de victoria.

Paso a paso me adentré en la penumbra del lugar, avanzando por un pasillo más estrecho que la cocina. Al final del muro siniestro, el sanitario —posterior una puerta cerrada; a la derecha el estudio —con la puerta emparejada— anterior al cuarto donde emanaba la débil pero clara luz: con la puerta a medio abrir. Dando un presuroso atisbo a las habitaciones elegí por entrar a la alcoba al fondo: toda pintado de azul, las cuatro paredes y el techo; una cama a la izquierda obstruyendo el closet ; al centro un sillón individual y reclinable, bajo la serie de luces led navideñas que pendían en torno al foco apagado; frente a mí una cajonera alta con una pantalla encima y al medio una consola de videojuegos y dos controles; poco más allá, la ventana, opaca, y a la izquierda un escritorio hecho un tiradero con todo tipo de objetos en él, junto a un ordenador.

De pie en el umbral, y puesto que el sillón estaba de espaldas a mí, me azoré cuando Bill movió un brazo —asiendo un libro— fuera del reposabrazos, desvelándome su presencia; sigiloso me retiré para ocultarme en el baño, dentro de la regadera. Desde el turbio acrílico observe su silueta refrescándose la cara, por algún extraño motivo no me descubrió en cuclillas en el frio rincón. Apenas escuché la puerta de las escaleras cerrarse me acerqué al corredor con pistola y linterna en mano —sin encenderla—, escuché de pie en la arista; asomé la cabeza de ida y vuelta a la vez que con el haz de la linterna iluminé hacia el comedor; y de un movimiento sagaz al otro lado del pasillo.
Entré al estudio siendo lo más próximo. De inmediato resaltó ante mí el escritorio repleto de papeles, algunos desordenados, la mayoría apilados. Previo a la ventana cortinada, un librero con libros de diversos temas, informativos y literarios; a la vista me encontré con dos títulos de dos autores de los cuales sólo uno había escuchado: Allan Poe y el otro era H. P. Lovecraft; ambos con apartados entre sus hojas. Numerosos libros del señor de los anillos «¡Y yo pensando que eran sólo cuatro!», y muchos más de escritores expirados.

De la mesa tomé uno de los manuscritos del tío, titulado: Elcursi (Coger) «¡Coger! Suena interesante», pensé en mi fuero interno. Eran nada más que dos hojas. Leí lo subrayado:

“Comenzare por acariciar tus manos suavemente; besare, y, apenas sentirás el toque de mi piel sobre la tuya, deslizándome por tu brazo hasta llegar al antebrazo. Ahí parare, te mirare a los ojos, y si veo en ellos que deseas que siga tanto como yo, lo haré. Me lanzare sobre tu cuello, tocándolo una y otra vez, sin parar; hasta que me guíes hasta donde quieras que siga. Seguramente será tu boca… nos besaremos unos instantes, pues eso ya lo hemos hecho con anterioridad y constancia. Después de eso, mi amor, te abrazare.; acto seguido, resbalaran mis manos por tu espalda, hasta llegar al borde tu playera, te despojare de ella con ansia. —Me puse de pie, alejándome a unos pasos del sofá—.  Mientras te beso tan intensamente como sea capaz, te empujare con sutileza; y, sintiendo mi cuerpo cada vez más cercano al tuyo, terminaremos recostados sobre ese sofá, el mismo en el que estas sentada ahora. Me quitaras la ropa y yo a ti, etcétera, podrá ser con lentitud y gentileza o… tan rápido como si fuéramos a quemarnos de lujuria, de no hacerlo así; llegados a ese punto, veremos. ¡Obviamente! Estaremos al final de esa “etapa” desnudos o casi.

“Y bueno… desde ahí, propongo que nos dejemos llevar por todo lo que sintamos en ese momento y, sin tentempiés;  uniendo nuestros cuerpos con tanta pasión como podamos, aunque dejemos al mundo sin una pizca.”

Ansioso, cogí otro texto engargolado y titulado: Al otro extremo… Arrebato pasional; el que ponía remarcado en amarillo:

Liev besaba sus mejillas, su cuello, sus hombros haciendo a un lado la prenda que le obstaculizaba. Soñichka, dejándose llevar por el fulgor pasional del momento, susurró:

—Liev… Liev… hagamos el amor.

El modo, el tono en que lo dijo, hizo que Liev, sin miramientos en la farsa que representaba, diera el siguiente paso. A su vez, Soñichka paso por inadvertido el hecho de que él respondiera con entendimiento a su deseo; ya que ambos se hallaban en otro plano, carentes de una completa conciencia al gozar de la plenitud de sus sentidos: el tacto de sus besos y caricias; el aroma natural e imperceptible expelido por el otro; el sonido de sus bocas, de sus gemidos y suspiros; y la visión del otro al encontrarse fugazmente sus miradas.

Ty prikrasna, tak krasiva, Soñichka! 1 —exclamó, tras hilar en su mente con dificultad las palabras. Y sabiendo que ella no le entendería dejó salir una frase conocida, la única cercana a lo que sentía por ella. —YA lyublyu tibya, Soñia! 2

Liev se levantó del borde de la cama y la hizo levantar para despojarla de su prenda superior. Al sentarse él de nuevo ella se sentó sobre sus piernas. Liev le mimaba labialmente desde el cuello hasta donde comenzaban sus senos, y volviendo a su boca, mientras frotaba su espalda con sus manos, suavemente desde su espalda baja hasta su nuca; atrayéndola tan cerca de él como podía. Uniéndose en un abrazo apasionado, con sutileza desabrochó su sujetador sin apartar una mano de su espalda, en vista de que intuía, por sus reacciones, le gustaban las acaricias en esa parte de su hermoso y delicado cuerpo. Liev, acarició con sus labios, y besaba, sus senos, sus aréolas. Entre suspirantes gemidos, inadvertidamente, Soñichka invirtió “los papeles”, al abalanzarse sobre Liev y con ello teniéndolo de espaldas sobre la cama, y a su merced. Rieron y sonrieron. Sonia le asistió a quitarse la playera; y comenzó a besarle como hiciera él, y deteniéndole al, él, intentar acariciarla o buscar besarla. Pues, sin palabra alguna, mutuamente, tácitamente, comenzaron un jugueteo placentero para ambos; quizá, quizá, desde que entraron al apartamento; quizá, desde que se vieran por primera vez. Quizá para… Quizá por…”

Salté hasta la siguiente sección remarcada:

“Durante la noche, durante nuestro encuentro romántico, intimo, amoroso, no podía dejar, evitar, besar tu boca, por sobre otras zonas de tu precioso cuerpo, impulsado por un incontenible clamor de sensaciones, que al hacerlo era como obtener de tu aliento un algo que llenaba mi pecho, mi alma; algo que creo es lo que habita en la tuya, lo bello en ella, en ti, y como sientes la vida; pues ahora a unas horas de este glorioso momento, nuestro momento, extraña e irremediablemente veo el mundo diferente: todo brilla más, es más grato, más… lleno de vida (bien podría ser el cambio de iluminación, ja-ja). ¡Gracias por ello… por tus dulces besos que yacen ahora en mi alma!
Ojos verdes, azules y de otras tonalidades los hay, pero para mí los más bellos son los tuyos. El color, visto superfluamente, como la mayoría hace, es un mero engaño propio, pues sólo resaltan su vistosidad; sin en cambio todos pudieran ver lo que he visto en los tuyos… Cuando me mirabas en el museo desviando de in-mediato tu mirada frágil como el cristal, o en la “dulcería” llenos de evidente jubilo como la niña que creo aún yace en ti; o en el lecho cuando nuestras miradas se encontraban, ¡y más aún!, cuando se buscaban motivadas por sensaciones y sentimientos mutuos, compartidos del uno por el otro, y pare el otro; sería más grata y sencilla esta vida… un poco menos banal y sumamente más bella. Quisiera mis ojos vieran los tuyos cada día, pero…”

¡Dios! Estaba tan… tan… tan excitado que necesitaba… leer más. Lo siguiente que observé no estaba titulado, pero sí, como lo anterior, firmado por él:

“(…) Bajo la cama, en el closet entre abierto o a través de las rendijas de éste, en cualquier penumbroso lugar, o donde quiera que pueda escapar de tu vista periférica, ¿estará ahora ahí, mirándote leer esto? ¿Piensas, se te ocurre algún lugar donde podría estar vigilándote ahora mismo? ¡NO VOLTEES, NO MIRES, NO LO BUSQUES!, pues no lo hallaras donde quiera que observes; se escabulle como ningún ser  en este mundo, ¡el muy bastardo! Si acaso lo verás fugazmente, en menos de un instante, cuando tus ojos digan a tu cerebro creer haber visto algo por un borde de éstos, una sombra transitoria como el moverse de una silueta difusa, que inevitable guía tu mirada en busca de eso sin forma, sin designio; o algún ruido inusual; pero no será nada naturalmente.”

“(…) Mi, en ese momento,  frágil corazón bombeaba a todo lo que daba sin parar, martilleándome en el pecho, zumbándome los oídos, sentía que desvanecía del shock de ver a tan grotesca, hórrida criatura. Sin fin a mi desgracia, y siendo este el comienzo de ella, dos fulgurosos relámpagos, de rayos cercanos, iluminaron mi habitación al tiempo que la ventana se cimbraba de temor, uno inmediato al otro, como si alguien, o algo, quisiera que siguiera mirándolo, y así fue; luchando en mi abatimiento, con el corazón pinchándome con el ardor de un hierro punzante y al rojo vivo atravesándome hasta el mero centro, en mi horror purgatorio, meciéndome entre este plano y el etéreo que da fantasía a la muerte, me esforcé desesperado por clamar la ayuda de alguien, quien fuera… pero nadie acudió, pues simples y lábiles esfuerzos por completar siquiera una nimia silaba los lograba lánguidos. Me tiré al piso esforzándome por alejarme de aquel ser macabro —pues las piernas me fallaban provocándome traspiés constantes al intentar ponerlas en función—, que mientras lo hacía —aún con la luz en la mano para guiar mi pronto avance—, noté me seguía, a pasos lentos y sin parar de hacer eso que hace con sus viles ojos; yo me arrastraba, braceando con premura pugnada, esperando ganar una carrera que parecía eterna e in-ganable entre ese ser y mi extenuada bomba de vida, que cada vez intensificaba su labor, llevándonos sin saberlo a un fatídico final en el que, seguramente, lo último que vería serian esos ojos ingentes, voluminosos, retrayentes y salientes.”

¡Vaya! El calentón se me fue como vino, tomé los tres manuscritos y me los guarde entre el pantalón y la playera; ¿no creí que le importará al querido tío Bill si los tomaba prestados?

Antes de acudir al cuarto de al lado, me percaté de una fotografía en el rincón del escritorio, de una chica; lo que me intrigó fue que aparentaba ser menor que yo. La examiné a detalle, el reverso estaba inscrito a mano: “Mi dulce amor, mi adolecente y adoleciente eterna amante… algún día te veré; entonces no te amare de nuevo, ya que no he dejado de hacerlo.”

Al final dos iníciales que no me eran legibles.
En la habitación azul, la de entretenimiento por lo visto, había un montonal de juegos de mesa en un estante del librero; en el techo copiosas estrellas fosforescentes; diversos coleccionables y figuras de la guerra de las galaxias, y en el suelo, bueno, en el suelo un novedoso bote de basura horizontal —o sea volcado—; una mancuerna para ejercitarse y unas pesas largas y estorbosas; un zapato por aquí, otro por allá; todo un chiquero; el escritorio era una calca, atestado de objetos y utensilios de papelería; entre tanta cosa encontré mi herramienta multiusos, pequeña pero con lo indispensable. Bajo una repisa en la pared, colgaba un extraño espejo, circular, en forma de dona con una figurilla de un superhéroe atada; no dejaban de oscilar sobre sí pese a la falta de corrientes de aire o algo que le moviera; reflejante por ambas caras. Por curiosidad tomé el libro que previamente leía Bill: Cómo complacer a una mujer. Técnicas totalmente explicitas…; de Lou Paget.
«¡Joder! Esto me interesa, sin duda alguna.»

Erróneamente, con una mano abrí el libro donde el separador y con la otra busque el celular para tener una certera noción del tiempo; pero las páginas en cuestión contenía un par de posiciones sexuales muy explicitas, y el texto informativo no ayudaba en nada más que en… “exaltar” mi interés. Todo ese capítulo trataba sobre el cuncunnilingus.
Sonó el teléfono celular haciéndome dar un salto en el cómodo sillón reclinado.


Game Over

—¿Bueno? —respondí trémulo.

—¡Qué tal, R. L.! —pronunció Bill con tono cebero y seco— ¿Te estás divirtiendo, muchacho?

—S-sí… claro —Se hizo un largo silencio—. ¿Por qué, tí…?

—Te lo digo por dos cosas: primero, no me gustaría que se termine tu diversión si te sorprendo fisgoneando en mis cosas íntimas, privadas… o… que hurtaras algo. —«¿A caso me observaba, sabia donde estaba a cada momento?» —Y segundo: por qué este juego, mozalbete, ya… lo… perdiste.

—¡Claro que no! —afirmé arrogante y confiado.

—Ah, no. ¡Está bien! Tal vez me he excedido al aseverar eso; pero te tengo una sorpresa en el botiquín del baño. Vamos ve.

Con certeza era una trampa. Desenfundé e iluminé, la linterna bajo el cargador. En el pasillo, intenté abrir la puerta de la habitación de enfrente: ¡cerrado! Cuando menos lo oiría salir si estaba allí. Precipitadamente di un vistazo al estudio para cerciorarme no estuviera oculto ahí; ulterior, examiné la sala y la cocina, pero tampoco apareció. Ahora al sanitario. Revisé desde la esquina, y así cada rincón, sin exponerme mucho y procurando tener opciones para correr. Por temor cerré la puerta. Mirando al botiquín lo primero en destacar, con horror, fueron las letras marcadas en mi frente: U’ DIE —invertidas, desde luego—. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, haciendo que volteara hacia la puerta con temor, sabiendo solo le faltaba una letra, un carácter, una D más para vencerme. «¿Cuándo… cómo?» Al ir saliendo, en la puerta, me encontré con un montón de números invertidos, en tres series. Con el teléfono entre las manos pretendí tomar una foto para poder resolverlo, ¡olvidaba la llamada!, por lo que en cambio leí rápidamente por el espejo:

74*82*32081#21#62021*73#81*82*81#63032#72#32#73?
21*31#61#43#72#21*22*53*32!
61*21*62*31*21*61#32082#620”21*83*32”

No entendí una papa y retomé la llamada.

—¡Es vil trampa lo que hiciste! —reclamé, poniendo en mi oreja el aparato.

­—¿Trampa? A caso venia estipulado que no podía marcarte mientras…

—¡Me drogaste! ¡Maldito! —reclamé sumamente encolerizado.

—Tú solo te sedaste. Escogiste una botella… y bueno, si hubieras leído lo que escribí en el envase.

—¡ La botella no estaba rotulada!

­—Debiste revisar dentro del sillón en la sala del departamento, deslizando uno de sus cierres tendrías la lámpara UV para ver lo escrito. ¡Simplemente tenias que oprimir X! —Se mofó descaradamente de mí.

—¿Tinta invisible? Pero como demonios querías que yo…

­—¡Calla y mira la hora! —dijo con severidad antes de colgar.

El móvil indicaba tres para las seis. De nuevo entré en pánico. Los manuscritos, el libro, todo fue una trampa para tenerme entretenido, enajenado, perder la noción del tiempo.

—¡MIERDA! —exclamé con completa frustración y desesperanza.

 ¿Cómo saldría; por donde? Miraba mi entorno en busca de algo que me fuera útil. Con los alicates de mi pequeña herramienta corté el cable del que pendía el espejo circular, para guardarlo en mi bolsillo; se sentía extraño, muy rígido para ser de cristal.

Corrí la cortina para mirar al exterior, de inmediato fue golpeada causando un estruendo, la linterna me mostró a Bill al otro lado, en el jardín trasero; esta vez sí estuve a punto de zurrarme. Corrió la ventana, pero, los barrotes le detuvieron, sencillamente movía los brazos y se aquejaba cual zombie. Seguro eso le parecía gracioso, mas no a mí.

Cerré la puerta de la cocina siendo la única entrada. Adherido al cristal y auxiliado por la sutil y azulada luz del pre-amanecer vigilaba la reja del patio; las aves comenzaban a trinar. Ruidos en la sala. Rápido, y con la luz apagada, me posicioné en el umbral de la cocina; con el espejo —para mi descontento— observé que tras uno de los sillones y detrás de la cortina, la que pensé era una ventana más en realidad era una puerta de cristal como la de la cocina. Debía decidir rápido… Apenas tuve tiempo de actuar con astucia.

Abrí con suavidad la puerta al patio y, en cuanto chilló el celular que deslicé bajo la mesa de la sala, salí; cerré de igual modo. Comenzaba a chispear con pintas de aumentar el vigor. Agachado me dirigí hasta la reja. Estaba trabada o cerrada. «¿Ahora qué hacer, maldición?» Busqué algún mecanismo secreto pues no tenia chapa y faltaba el candado; mientras me cuidaba las espaldas con pavor. Un par de tornillos en el marco de metal resaltaban por inusuales: uno en la esquina de abajo y el otro en la superior; uno de cruz y otro plano. Abierta, ya no la pude cerrar o emparejar, se colgaba chirriante hacia la pared; simplemente fui hasta el patio trasero. Era amplió, con algunos objetos regados al azar; todo verde y bardeado —sobre la barda enrejado—. Decidido, me arrojé hasta la puerta, al este: la salida de la propiedad. ¡Cerrada!; me asía con frenesí del frío metal ornado formando un perro de tres cabezas. Los muros y la reja eran muy elevados como para sortearlos.

Al girarme distinguí la silueta de Bill en el techo. Desconocía como llegó ahí pero, al menos no podía saltar y, aunque sólo fuera un piso, venir a por mí. De debajo del impermeable sacó una réplica de rifle, ya no la escopeta sin miras, y comenzó a dispararme. El segundo tiro me dio en el brazo, antes de llegar a cubrirme tras un tambo azul, vacio. Las minúsculas municiones impactaban dentro y fuera del contenedor. Deduje que el rifle, también translucido, tiraba con potencia y tenía un cargador amplio, el dolor, la puntería y el sonido al golpear superficie lo dejaba más que claro, además de no recargar tras quince tiros. Sin otra cosa qué poder hacer contraataqué. Primero disparé a siegas, después apenas sacando la cabeza, pero el golpeteo en la base del tambo, o un posible “golpecillo” en la cara me hacían ocultarme de nuevo. A lo lejos, próximo a la esquina con el cuarto azul, había una “casa de plástico”, de esas para dejar a la intemperie y guardar cosas; tenia candado, pero serbia de cobertura y me permitía estar más cerca del apartamento y poder entrar, cerrar la puerta de la cocina y atrancar el acceso de las escaleras con uno de los sillones, y… y aguardar la derrota. Corriendo me dio justo en el ijar, en mis carnes blandas, por un santiamén mi instinto me pedía volver, ocasionando que me quedara a medio camino y me diera ahora en un pectoral; de nuevo grite de dolor. Estando a cubierto cesó el fuego y Bill desapareció; asimismo, tenía el cargador vacio. La puerta de la sala-comedor estaba cerrada. Sin dejar de apuntar a la azotea fui al oscuro corredor por donde llegué; en la esquina, mirando por el espejo, contemplé a Bill cerrando con candado desde dentro… Retrocedí.

Apresurado, rodé en vertical el tambo hasta una esquina sin llegar a tocarse con la pared. Desde ahí, vigilaba mientras torpemente recargaba tirando BB’s, en el vivo pasto, desdeñando los caídos y tomando nuevos; al terminar halé de la corredera y, esperando tenerlo a metros de mí, saqué medio cuerpo por sobre el tambo listo para lo que viniera. No estaba. La lluvia se exhibió con mayor presencia, dificultándome un poco el mirar al mojárseme las pestañas y los ojos. Los segundos, aparentando ser minutos, transcurrían como el agua clara que caía desde el techo hasta otro tambo azul, para ser recolectada y aprovechada; algo sonante por sobre las gotillas caer, siendo un parco pero fluido chorro de agua el que caía en cascada.

Buscando calma y templanza, a cubierto, exhalaba sin saber qué hacer, a punto de darme por vencido. «¡Pasos! Presurosos pa…» Bill se abalanzó sobre mí, gritando con ímpetu —mi disparo en su pecho le inmuto—, me prensó del cuello de la camisa y me derribó jalándome por sobre el tambo. A gatas alcancé a recargar el arma y conseguí darle en la barbilla, esta vez no se aquejó, simplemente gesticuló con ira y se arrojó sobre mí.

—¡Igual a tu maldito padre! Un llorón que no puede —prorrumpió, con su espalda sobre mí y agitándome la mano sin cesar, con frenesí hasta que se me soltó la réplica. Como pude me zafé, ayudado por el lubricar del agua. Frente a frente, él imitaba mis movimientos amedrentándome a actuar de cualquier forma. Logré engañarlo al abalanzarse sobre mí, pues mi juvenil agilidad era un poco más imperante que la suya; corriendo cogí la pistola; cargaba y disparaba, cargaba y disparaba, mientras se aproximaba a mí cubriéndose el rostro con el antebrazo. Evadiéndome, de un salto consiguió atraparme: me sujetaba del hombro pasando su brazo por mi pecho, mientras intentaba derribarme y yo resistía a la vez que buscaba atinarle un disparo. Con un par de movimientos me desarmó extendiéndome el brazo, para seguido derribarme por mi propio peso al girarse sobre su tronco.

Fui a dar al suelo: empapado de la espalda, adolorido, falto de aire y acabado. Bill tenía el arma en la mano; la recargó y la contempló de lado a lado antes de acercarse.

—Guardaré esto —expuso, sacando el cargador, haciendo que las bolitas restantes cayeran y guardándoselo. —¿Sabes que, hijo? —Se disparó en el muslo—, ¡soy a prueba de plástico! ¡JA, JA, JA… JA, JA, JA— soltó una risotada siniestra.

Soltó la réplica y sacó el marcador, formulando:

 —¡Bueno…! A lo que nos atañe.

 De una voltereta hacia atrás me puse de pie y me alejé de su inmediato alcance; si iba a perder no sería con la marca de la vergüenza en mi cara. Di un grito de bravura y me arrojé a confrontarlo. Luchábamos sosteniéndonos de los brazos y antebrazos, haciendo fuerza para empujar al tiempo de no ceder. Evidentemente su fuerza era mayor que la mía, pero siempre me he distinguido por mi formidable resistencia.

Comenzando a cansarme, ya con la luz amarillenta del sol al horizonte, una alarma en lo alto  sonó con bulla y concisión, al mismo tiempo que un enorme faro naranja permaneció encendido, también, la puerta del jardín se abrió precedida de un zumbante sonido eléctrico.
¡Aún podía vencer! Y lo haría como fuera.

—En casa no hay mucho con que entretenerse, tío. Así que lo siento —expresé, antes de despegar el pie derecho del humedecido terreno, flexionar la pierna en ángulo recto y hacer un mohín mordiéndome el labio inferior con fuerza y fruncir el seño.

—¡No-o-o-o-o-o-o! —gritó soltándome y llevándose las manos a la ingle.

Aproveché mi brecha: le empellé derribándolo y corrí hasta la puerta, la cerré tras de mí y la sellé: M. J. me había salvado. Ja, ja… ja.

Jaloneando la puerta el tío Bill exclamó molesto:

—¡Aún no termina el amanecer, chico! Mientras puedas ver el sol sin cegarte es el amanecer.

—¿Y qué vas a hacer; eh? —apunté con aire arrogante; pero apenas vi que tenía el teléfono móvil en la mano corrí por el bosque— (no fuera a ser que me anulara todo por un caprichoso cambio de reglas; algo que mi padre me contaba le hacía).

Quizá a medio quilómetro de andar, llegando a un camino de terracería y apenas bajar de un salto a la vía, a mi derecha estaba aparcada una camioneta… ¿gris? Me aproximé con cautela hasta que reconocí las matriculas, era el auto de la familia; el mami-movil, como decía Bill. ¿A caso, ahora debía conducir hasta casa? No es que no supiera, sino que no era bueno. Por el retrovisor vi a mi padre en el asiento del conductor; él también me vio.

—¡Rápido, trépate —Me ordenó; obedecí.

En el traqueteante camino, mientras respiraba con libertad y profundidad, una profundidad apaciguadora, gratificante y ¡gloriosa!, expresé:

—Ahora sé por qué le dices tanto, cabrón, a mi tío.

—¡Oye; qué te pasa!… —Me reprendió—. Ese cabrón es tu tío y mi hermano… Se merece un respeto ese cabrón. Je, je, je —Reímos modestamente.

Me mire las manos, mugrientas, laceradas levemente y pintadas por el plumón; por fortuna, la playera  igualmente rayada no era mía, así que no tendría que recibir el monologo de mi madre por no cuidar la ropa. No tarde en quedarme dormido, arrullado por el bamboleo del escabroso terreno.

—¡Hola, R. L.! —dijo Bill, sentado junto a mí, en lugar de mi padre.

—¡Hijo de…! —exclamé, asustado.

—¡OYE! —gritó mi padre interrumpiéndome— ¡Qué compartimos madre, mocoso; es tu abuela!

—Perdón—

—“Perdón, perdón” ­—pronuncio en tono bastante burlón y agudo el tío Bill meneándose de lado a lado, sobre todo la cabeza— Igual que su padre: “Perdón, perdón; se me olvido”

—¡Cállate!, vil pervertido.

—¿Pervertido yo? ¿Y tú qué? Viste todo; sabias de todo y no dijiste nada… Mal padre.
—Ya quisieras hijos como los míos, idiota.

—¡Ja! Este se duerme en plena partida; se envenena sólo. Ja, ja, ja.

—¡Sí, hombre! ¡Qué caray! Me fallaste, hijo —indicó con un fingido tono de decepción.

—¡Yo que!; la estúpida botella…

—A la próxima revisa que no haya sido violada la anilla de seguridad. Hiciste perder a tú padre mil billetes por cada par de letras.

—Ahora no vas a tener consola, campeón.

—El juego sí, ¿no? —cuestionó Bill a mi padre.

—Sí, ese sí.

—¿Y en que lo voy a jugar? —reproché exaltado.

—¡Uh, que caray! —respondió mi progenitor, enajenado en el móvil.

Me sentía frustrado, muy enfadado, enervado y con ganas de desquitarme con algo, de… de...
—Es… es broma ¿verdad? —inquirí muy temeroso.

—Claro, niño —pronunció el tío Bill, sin apartar la mirada de la carretera y riéndose a sus anchas—. El pusilánime de tu papá jamás se ha atrevido a apostar sin ventaja.

—¡Sí, cómo no! Oye —sugirió mi padre, cambiando de tono y tema— estaba pensando…
—“No se te vaya a hacer costumbre” —Interrumpió con gracejo Bill.

—Que deberíamos volver al bosque; con las replicas; como antes, ¿Qué te parece? —Sucumbí ante el cansancio y no escuche más.


Epilogo

Jugando una tarde, con mi hermano y nuestros amigos el RE7, apenas se fueron, mi madre me confiscó la consola y el juego; según ella por jugar —yo, mi hermano y todos—, títulos no aptos para sus edades y mi madures. Me encuentro en negociaciones para recuperarla, aunque sea para jugar… lo que sea.

No puedo dormir con la luz apagada, las pesadillas todavía no cesan; pero, ¡por lo demás estoy genial!

Mi padre y el tío Bill no han dejado de echarme en cara —a escondidas de mi santa madre, claro está—, las cagadas que hice en aquel “juego”… “el juego”. Ja.

—A fin de cuentas perdiste contra la Jefa1 Final. JA, JA, JA —Se reían de mí a todo fulgor los dos hermanitos.

A lo que siempre respondía disimulando la mueca de risible ironía en mi rostro:

—Ja-ja-ja.

1 Jefa o jefe: En México, forma coloquial de llamar a los padres.


D. Leon. Mayén



Dedicatoria

Dedicado a mis hermanos, y en memoria de mis lejanos pero presentes días de la infancia a su lado, en el que fue mi hogar, en el que tuve el privilegio de conocerles; y ahora, más que eso, siendo que les considero como hermanos, familia… más allá de la distancia o la frecuencia de vernos. Sin ellos, puedo aseverar, en parte no sería quien soy; por esos momentos diarios jugando videojuegos y después inventando nuestras propias historias o emulando algunas hasta el aburrimiento.

¡Amigos, hermanos, gracias por su amistad duradera! También, quiero decirles que aunque todos nos hemos dispersado, unos más que otros…, esa casa “jacarandosa”, ja, ja, ja… mi casa a la que acudían casi a diario y que ahora por cuestiones de la vida no existe más como lo era, para mí… En mi forma peculiar de ver la vida, esa casa sigue y seguirá viva en mi mente, en nuestras mentes, más viva que nunca, repleta de recuerdos y momentos únicos e irrepetibles; ahora es sólo nuestra, de algún modo muy metafórico… nuestra, en el recuerdo. Quiero creer, con fervor, nuestros días entre aventuras aún no concluyen… sino que están pautados.

Debo decir que desde que abandoné esa choza rustica —ja, ja, ja— hace ya tan-tos años… hasta ahora es que afronto esa perdida, ese duelo, encarando con nostalgia y muchos sentimientos encontrados esos tiempos al escribir esta historia, ficticia y trastocando los escenarios, pero experimentando sinceras emociones al plasmarla. Y desde luego mi vida ahí… una que a veces siento perdí.


¡Y claro, un agradecimiento especial al carnalito Luis! por soportarme desde que llego a “invadir”, JA, JA, JA. Y por ser un incorregible chilletas de campeonato. ¡No cambies, campeón!


El Residente Vil ("el juego")