Ella como la luna de abril
¿Acaso hay algo más bello que la majestuosa luna de abril? ¿Existe algo más hermoso que la luz de luna por la noche en este el más agraciado mes del año; o algo tan sublime come encontrarla por sorpresa en los cielos de un día despejado?
Sí, lo hay… y es
ella. Como ella, la luna debió hacerse presente ante los ojos de la humanidad
en lo equivalente a este mes tan especial; volviéndose también con ello más
maravillosa la existencia del todo.
Me es inevitable, al
mirar el astro que nos orbita, evocarla, rememorarla… ansiarla en ocasiones.
Puesto que la luna creciente trae a mi mente y memoria sus blondos cabellos que,
cual esplendorosas cascadas al mirarlas con detenimiento, provocan que me
pierda en ellas y siendo capaz de hacerlo por horas y horas. Y cómo al observar
una luna nueva, mirando a detalle sus cráteres de impacto tan fascinantes y
curiosos, sus ojos… sus destellantes ojos me embelesan; no sólo eso, también me
embriagan de un sentimiento de paz y admiración hacia ella, y un deseo de
mirarlos por siempre, perderme en ellos por eones sintiendo lo que eso me
provoca; admirando su ambivalente alma eternamente. La luna menguante me lleva
a su sonrisa, la perfección de su armónica risa, tanto afable al tímpano como
primorosa a la pupila; y cual dicha fase lunar, que no siempre se ve, pocos
somos los privilegiados a quienes les muestra ese grato y fugaz gesto. También
me resulta comparable la luna nueva con su ausencia… Ahora prolongada cuando
menos en presencia. Pero se equipará en el hecho de que, aunque invisible sé
que está ahí. No verla no implica que esté ausente, que no sienta el cobijado
de la fortaleza que, desde entonces, me brinda y motiva con palabras y gestos,
cariño y afecto, y un tórrido amor apasionado… al menos entonces; ahora, más
bien, es lo que en mi incubo todo ello. Pues como entonces, en mis más cruentos
y desoladores momentos, en las aciagas y tortuosas horas de las lóbregas noches
en que la soledad y la solitud me asechan e incluso me abaten con impiedad, el
sentirla en mí, ya sea en mi mente, mi corazón o mi cercanía, me revitalizan y
alientan para por un tiempo más imponerme a la penumbra e vacilación que a
todos nos envuelve. Ha sido la luz que en las tinieblas de la realidad me guía
a buen puerto, y sabiendo que, si lo hago bien durante el viaje, resistiendo
los embates y tempestades, como entonces lo hicimos a la par, podré lograrlo. Y
si me pierdo en la lejanía, en aguas hondas, vientos foscos y mareas indómitas
que me arrastren a lugares y circunstancias mortales o perversas, el acogedor
brillo de ella en lo alto de la negrura me dará fuerza y voluntad para volver a
donde sé ella me ha amado. Pero… pero si por el contrario feneciera en esa
adversa lejanía y mi existencia terminará en un acuoso abismo sin fin y sin retorno,
su angelical brillo, estoy seguro, será lo último que mis mortecinos ojos verán;
llevaré, entonces, conmigo todo lo que ella me ha dado, tangible e intangible
para mi ser. Su amor por mí, y su majestuosa herencia, como la luna misma,
perdurarán más allá de mi efímera existencia, deleitando con cariño y vida a
quienes puedan ser venditos por el toque de tan dichosa gracia divina.