sábado, 26 de noviembre de 2016

Ven por mí

Ven por mí


¡Oh, Nublina, ven… ven y sálvame!

Apártala de mí, has que se oculte su presencia: su memoria, su “espectral” tacto, sus palabras grabadas a fuego, sus… Ahuyenta todo con besos, carisias y bellas y cálidas palabras, que de ti mi ser reconfortaran seguramente, consiguiendo así la paz que con desesperanza anhelo.

No me ves… y yo no te siento. No te espero con optimismo, pues ella está profunda en mí: el dolor que me causa su ausencia me llega a desgarrar… pero, quizá, más lo hace la tuya, la carencia de saber que por ahí estás, entre sombras o en la niebla del día a día; entre noches solitarias y frías, que posiblemente tu como yo compartamos en sentir, más que en hecho: ya que mayor es el sentir emocional, espiritual, de la soledad, del ansia natural de cariño o mero sentido que a alguien le importamos, que nos quieren, que el clima más gélido. En compañía, el frío solo es algo más a resolver; en soledad, un tormento avasallador entre tiritantes tinieblas envueltas en deseos, tristes sueños  o recuerdos. Y si bien sé la soledad es perpetua en nosotros, por infinitas causas, espero, tú, querida mía, la aminores, compartiendo lo que nos asfixia, eso que de a poco nos desgasta sin poder parar, ya que hay cosas que solos… no podemos, no conseguimos por más que luchemos.

A veces creo, olvidarla sería como no pensar en ti, o pretenderte respirar sin inhalar: acciones vitales y armónicas para subsistir. Y es que tampoco pido abras en canal mi pecho para con tus dotes cures mi corazón, juntes los pedazos añicos que queden ahí, no, eso sería… pedirte más que todo; ni yo sé bien cuan herido me encuentro, cuantas lágrimas sangrantes me han quemado por dentro, cauterizando y ardiéndome en la llaga, una y otras vez, donde antes un esplendoroso amor habitaba, donde mi vida compendia, todo surgía: el deseo, la esperanza, la alegría, la motivación y, en parte, la valiosa inspiración. Lo que quisiera de ti tampoco me es muy claro; salvo por, quizá, algo de querer, algo que me reconforte en este sufrir llamado vida, una esperanza que pese a todo y todos haga que aminore lo que solo no consigo acallar, sanar.

No es que requiera de ti para unir y adherir entre sí los fragmentos de un corazón desquebrajado, para después con delicadeza zurzas la abertura en mí… Lo que quisiera es quien me haga sanar por mi cuenta, quien haga posible vuelva naturalmente a mí todo aquello requerido para continuar, y ya carente por la displicencia de momentos inevitables, más allá de toda voluntad o deseo de no sufrir entonces; recuperar esa fuerza que melancólicamente de a poco se sosegó en mí, y recobrar aunque sea fantasiosamente el tiempo ausente y la vitalidad con que viví, sentí tan intensamente.

¡Ven por mi Nublina!, y si después te marchas… lo entenderé. No siempre los mejores amores son infinitos, bien lo sé.



D. Leon. Mayén

domingo, 20 de noviembre de 2016

Bella como siempre - (Una dolorosa carta desesperada)

De los dolores más grandes, tanto cual el abismo más hondo de este mundo, el del alma, quizá, el más intenso e interminable de todos. Espero... no incurable.


Bella como siempre


Mi amada amiga. Ahora como siempre te miro preciosa, mientras descansas serena; la ausencia de mirar tus ojos en este momento no aparta la belleza de tu rostro; el que miro… me esfuerzo por imaginarlo risueño como siempre…, como me gusta verte. Algo que siempre te ha sido fácil, natural, pues tú eres así, siempre imponiéndote a toda adversidad reluciendo el regocijo innato de tu alma, tu noble felicidad, tu jovialidad contagiosa hacia la vida misma, algo de lo que te hace única, única como ningún otro ser en esta tierra. Siempre sonriente a todos, siempre agradecida, siempre esperanzada por el mañana, siempre… tú.

Ahora en el lecho descansan tus cabellos bellos. Ja, ja, ja, ¡como los llamas!, ¿recuerdas? Descansan sin que puedas alborotarlos como tanto te gusta, moverlos de aquí allá, peinarlos de cuantas formas se te ocurran. Te vez tan apacible, tanto que deseo acompañarte y quedarme a tu lado para siempre soñar con lo que sea que se nos ocurra, da igual si el amanecer llega y no respondemos a su llamado, mientras compartamos nuestros infinitos y fantásticos sueños me da igual, y más si jamás me aparto de tu lado. Si con ello te siento junto a mí…

Me imagino tu sonrisa por qué es lo que más extraño ver, apenas está ausente; es lo que resalta en ti deslumbrante, y no por unos sumamente pulcros dientes en ella, sino por qué, por qué… no lo sé más que explicar cómo que emana de ella algo mágico al mostrarla; hay un no sé que en la forma de tu rostro al sonreír, en tus mejillas, en tus labios atildados por tu dentadura, tus ojos, tus brillantes ojos cuando lo haces; y tu risita que golpea con exaltación mi pecho al oírla, complaciendo a todo mi ser al escucharla —por ello siempre me encuentro elucubrando el modo de hacerte reír, con bromas y comentarios perspicaces… o bobadas, lo que sea para que rías, y escuchar ése, el clamor de tu alma jubilosa ser liberado y brindes a la mía un poco de eso, eso que eres tú.

Sí te digo que te amo, ¿me oirás? ¿Hará que despiertes de tu placentero descanso? Siempre has provocado en mí diversos y numerosos cuestionamientos… Ahora más que nunca. Y mis respuestas se pierden en el silencio del todo y la nada, buscando desesperadas llegar hasta una respuesta medianamente clara y que me dé con desesperación algo de paz y calma.

Te vez tan bella, preciosa como siempre, bombón… Mi dulce bombón. Si no durmieras, seguro estarías comiendo unas cuantas de tus golosinas favoritas, ¡pero siempre moderándote para cuidar tu salud como cada día! —Ja, ja—, tu figura juvenil, y deleitándote en las noches de pena esperando se vallan, también, dando libertad a tus lagrimillas inocentes; que un par de veces acobije en mi pecho… en mi hombro, sosegándolas con mi cariño y palabras de aliento. Exactamente lo mismo que necesito ahora hagas por mí; ¡porque solo tú puedes acallar esta aflicción, compunción abrumadora que me consume con desmedida, a punto de desfallecer.

Tomando tú mano la siento fría… como el cariz helado que me envuelve, sin nada que pueda hacer para evadirlo más que acompañarte… a tu lado; pero no lo sé… no creo que sea lo que quieres en este momento, temo injuriarte con ello, ofenderte sin remedio y sin modo de corregirlo después, pues una vez juntos… no habrá separación posible, por mucho que llegaras a no quererlo entonces.

Me despido dándote un beso en tu blanquecina frente, pues sé, con profundo dolor, un beso en tus afables labios, ahora, sirve de poco.

Acaricio mi mejilla con el dorso de tu mano, como hiciste un par de veces, fingiendo de este modo te despides de mí, diciéndome todo estará bien, deseándome como siempre un dichoso porvenir, expresándome tu amor… y un hasta luego… hasta siempre mi amor. Porque siempre he sido tu amor, ¿no?... ¿Aún ahora? ¡Ahora que te he fallado, ahora que…!

…      …      …       …       …       …       …       …       …

Ya no se cuanto tiempo llevo aquí… frente a ti. Sucede justo como cuando hacías que el tiempo se me distorsionara en tu compañía. Sólo que ahora no es entre risas y carisias, como aquellas escasas veces; besando tus labios, casi tan inocentes como los tuyos. Descubriendo juntos lo que queríamos que fuera de nosotros.

¿Y ahora como te pido perdón? ¿Cómo te digo todo eso que no te dije?, lo que me consume sin que pueda detenerlo, tan destructivo que siento como despedaza con brutalidad partes de mí, como me estruja sin compasión provocándome un inmenso dolor en el pecho, hondo, punzante y que no termina. Justo ahora, a punto estoy de desplomarme en el suelo llorando y berreando cual crio; justo así me siento, como un niño perdido en este vasto mundo, desolado por el amor que se aparta de mi vida, que se me arrebato, estirándose como liga al salir de mi pecho y destazándome el alma al alejarse centímetro a centímetro. Por más que traté no pude contener mis lagrimas, éstas que ahora manchan tu vestido; que espero te guste, si es que lo pudieras ver… si tus ojos pudieras abrir.

Este dolor, esta rabia, esta pena, este suplicio avasallante que va más allá de toda palabra que pueda expresarte, seguro me matará, me hará caer en la desesperanza de tu repentina partida, de un adiós sin un adiós, tal vez me llevara a la locura, tal vez a la autodestrucción, no lo sé y no me importa. ¡Por qué lo único que quiero es verte de nuevo, una vez más, mirarte como te recuerdo… que todo esto no sea más que una cruel fantasía, una pesadilla horripilante de esas  que perecen tan reales, tan terribles y turbantes!; y al despertar poder abrazarte, oler el perfume impregnado en ti, y valorarte como no lo hice hasta ahora. ¡Quiero decirte lo importante que eres para mí, pues sin ti…! ¡Quiero que sepas cuanto te quiero! ¡Qué durante estos años, en nuestros esporádicos y, a veces, breves encuentros, llamadas y vídeo-llamadas han sido momentos únicos y especiales en mi vida! ¡Eres alguien única en mi vida, irrepetible, y no solo en mi vida, en este mundo; y eso es lo que más me duele, que alguien bondadoso como tú se vaya, que no vuelva… que terminara algo de lo más bello así! Suspiro y tirito pensando en ti, añorándote aun estando hincado frente a ti.

Sé que al igual que yo el mundo está devastado por tu partida, aunque lo ignora, pues eres de las personas que cambian y mejoran el mundo, lo embellecen con su mera existencia, hacen que valga todo lo demás… sólo por alguien como tú. Siempre preocupada por los demás, siempre generosa y altruista, desinteresada y amigable; sufriendo por quienes se aprovechaban de ti o te lastimaban hipócritas, quienes te marginaban, te despreciaban por no ser sucios, impíos como ellos, haciendo que  derramaras tus lagrimas sobre la almohada.

¿Qué es lo que hice para merecer el haberte conocido?, y más como fue, repentinamente sin esperarlo o buscarlo. ¡Cuando alguien como yo sufre por alguien como tú, debería poder haber un cambio de papeles, poder corregir lo incorrecto! ¡Si alguna vez te prometí daría mi vida por ti, como lo haría, mi amada amiga, perdóname porque te he fallado, te he mentido y quizá defraudado!

¡Qué Dios permite esto!; reclamo con obsesión; cuestiono buscando estúpida avenencia. ¡Por qué mandar a un ángel a este mundo para dejar que se marche así! ¿Por qué?, ¿para qué? ¡Si, ese algo, pretendía enseñarme algo o castigarme debió ensañarse con mí ser, de cualquier maldita forma! Todo haría, daría, con tal de que sigas aquí, aún si no me vieras más. O posiblemente cruzo nuestros caminos para que te cuidara y tu a mí… y le falle, te falle… les falle… ¡Les falle!

Todo se ha ido contigo; lo bueno en mi vida se va contigo…; quedando nubarrones obscuros y tinieblas sin fin. No habrán más llamadas en mi cumpleaños, no más felicitaciones en mis éxitos, no mas regalos navideños, no más dulces y adorables sorpresas…. ¡No más tu voz, no más tu rostro, no más… tus ojos, no más esos largos y ceñidos abrazos apretujados cada que nos reencontrábamos o nos despedíamos, y esos besos robados que me dabas también al despedirte, sonrojándote,  y volteando a mirarme sacudiendo tu manita al irte… No más. ¿Por qué vivir sin esto,  sin esto que ahora es lo más preciado para mí? ¿Por qué vivir sin ti, sin ti en este mundo, en mi vida? ¿POR QUÉ? ¿POR QUÉ? ¡POR QUÉ!

Nuestro último adiós… fue el definitivo. Como saberlo… de saberlo no te hubiera dejado partir, aún si me odiaras por ello; pero estarías aquí, seguramente enfadada pero… aún conmigo.

¿Ahora quien será mi confidente? ¿Quién resguardara a capa y espada mis íntimos pensamientos y secretos? ¿Quién me alentara en la adversidad de la incertidumbre? ¿Quién acallara mis miedos? ¿Quién… quién, quién, quién, quién… quién? ¿Quién me querrá como tú? ¿Quién estará ahí incondicional?

No merecía tu cariño y amistad. No merecía tanto de ti; y tú tan poco de mí. Tu amistad era el farol que me mostraba que no estaba solo, que siempre había a donde ir, a donde llegar, alguien que esperaba por mí y que quería diera mi mejor intento. Y yo… en los últimos momentos no estuve; cuando más me necesitaste; cuando pude cambiarlo todo. Cuando mi mano debió sostener la tuya, aunque fuera para despedirte en compañía de alguien que te amaba; casi tanto como tú me amaste. Pero no fue así… ¡Y no debía importar la distancia, ese vasto espacio que nos separaba…! Te imagino deseando estuviera contigo, porque seguro fue así; sintiéndote sola, abandonada, lejos del cariño que en ese momento como nunca necesitaste.

Muchas veces me dijiste, me pediste: «Ven», «Ven»… y yo…

Moriría simplemente para pedirte perdón, para mirarte una vez más antes de partir a donde seguro iré por haberte fallado… por no cuidar al ángel que me fue enviado. ¡Pero sé que no puedo, no es lo que querrías; seguro! Aunque es lo que más quiero. Sabes que no comparto tus creencias, y siendo así, posiblemente solo termine todo en la nada, y este dolor que sé no parara hasta la tumba… se valla con mí existir. Pero, ahora como nunca, más que todo en mi vida, quiero creer en eso que crees, recordando el símbolo de tu fe que siempre pende de tu cuello. ¡Quiero creer con desesperación, que hay un “paraíso”, un lugar donde nos veremos de nuevo, donde podre contarte todo lo que ha pasado en mi vida desde aquella última llamada; y con esto, esta idea, esta esperanza en mi pecho, poder seguir con mi vida sin el tormento de tu ausencia, sabiendo, si lo hago bien, será mi recompensa poder tenerte frente a mí… una vez más y para siempre. Sera difícil sintiendo la inclemencia de esta vida, de este mundo cada vez más frío, despiadado e indiferente… y sin el manto que me cubría protector con tu presencia aquí.

¿Ahora quién me dirá lo bello que es este mundo, lo placentera que resulta esta vida? E irónicamente ahora que lo requiero más que nunca, ahora que todo se ha tornado opaco y negruzco, ahora que todo es desdicha y dolor; una dolencia que no aminora sino que increpa creciente desde que lo supe; y parece no parara de aumentar nunca.

El placer nostálgico y el dolor torturante, al recordarte, luchan sin haber un rotundo ganador, siendo siempre yo el perdedor. A veces, como ahora, los recuerdos son vividos de imagen y sosegados de sentir, pero creo están en mi mente todos, de cada momento compartido, juntos. Tu rostro, tu sonrisa no se desvanece de mi mente, ni tus bailes espontáneos u ocurrencias jocosas, tus palabras bellas… Tus besos inocentes, tus ojos luminosos, tu magnifica belleza.

¿Si las fuerzas se acaban, si mis ganas de vivir se agotan, qué deberé hacer? ¿Acudir a tu recuerdo, a tu memoria, a tus antiguos concejos, a suponer lo que me dirías?, esperando no empeore mi condición.

¿Me pregunto si cuando escucho una canción que sé gustabas de cantar, bailar, silbar o tararear, moriré un poco más; o si al mirar un paquete de golosinas y comerlos por ti, moriré un poco más; o si al desear mires algo que quizá te gustaría o que quisiera vieras, moriré un poco más?, hasta que no quede nada, más que un cartón vacío, una mera carcasa. ¿O si me repondré alguna vez; y no dolerá tanto; pues todo lo anterior al contrario me daría vida?

Cuando extinga mis lágrimas dolidas y merme mi compunción, ¡te prometo! —eso espero—, ahora que yaces durmiendo en calma, con mi cabeza en tu pecho, que lucharé con ímpetu por recordarte con gusto, placer, con nostalgia y no con dolor ni pena, aunque no pueda ser así siempre; honraré tu memoria, atesorare tu recuerdo, amaré lo que dejaste en mí… Lo haré, me impondré ante mí, por ti; pensando eso te hace feliz.

Para mi amada mejor amiga… y más…    «$3_(2»


D. Leon. Mayén




El infortunio de la muerte es que el pesar sigue después de ella; en nuestra vida. Y la dicha de la vida es que el amor sigue más allá de ella; la muerte.

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Labios Carmesís

Labios carmesís


Tus labios colorados, vivos o pintados, estos que tanto miro deseando besarlos, acariciarlos. Anhelo me besen, me acaricien en la privacidad de noches solitarias; solos tú y yo, apartados del mundo intranquilo que nos rodea y del que ajenos nos ocultamos.
Bésame, rosa mi piel con ellos; has que me estremezca desvaneciéndome de este plano terrenal cuando los poses en los míos, y moviéndolos sin cesar hazme elevar hasta que tema regresar a la realidad, aun siendo que caiga peligroso y sin parar.
Te pido con fervor, jamás, jamás los apartes de mí, porque, ¿qué sería de mí si eso ocurriera? Amo observarlos, contemplar sus agraciados trazos, sus incomparables y únicas grietas; tocarlos al roce de mi tacto, de mis manos que los miman delicados tal cual merecen ser tratados; verlos danzar creando todas esas palabras que creas con su favor, que emites guiadas por tus pensamientos y sentimientos, pues tus encarnados labios, para mí, son un vehículo de tu alma, tu corazón e intelecto… ¡Todo eso que amo de ti! Ten por seguro mi vida no sería igual sin ellos… sin ti; nutres mi ser anhelante de paz, una paz que sólo tú me otorgas, en parte con tus rojos labios.
 Y es que en realidad da igual si son o no rojos, negros, morados, “anaranjados” o rosados, o como sea que estén tintados, o al natural, da igual; tersos o agrietados al tacto; mientras sean tus labios, lo demás da igual. Manifiesta con ellos que me quieres, me amas, me deseas tanto como yo a ti; ellos y nosotros, juntos, entrelazados por arrumacos íntimos y carisias secretas, suyas y nuestras… porque, pareciera, cuentan con vida propia, ya al amarnos.


D. Leon. Mayén


Deseo - Desire
Fotografía del perfil, en Flickr, de Gabriel S. Delgado C.
(Usada bajo la licencia Creative Commons)

martes, 1 de noviembre de 2016

Día de muertos

Si llegaste aquí al terminar de leer Este bosque maldito, veras que esto está relacionado indirectamente; ya que lo escribí publicando el cuento, por tanto algo se me quedo, supongo.

Día de muertos 


Un día, una tradición no una celebración o festividad frívola —a mi ver— como la de ayer, la extranjera a estas tierras ancestrales desde aquí y más al sur —y no es que me oponga o no la disfrute pero nada tiene que ver con ésta de la que hablo—; que ya no sé si es lo que debería ser idóneamente entre tanto anuncio basura que se cuelga de la fecha y la grotesca realidad que se vive. Y discrepo en lo de festividad puesto que esta palabra denota festejo, disfrute o algo similar; y no creo que Día de Muertos sea para festejar ni siquiera el estar vivos, eso es negación simplona a un hecho irremediable —muy por encima del aberrante lugar cruel en que vivamos—, sino más bien debería ser, idóneamente tal vez, para honrar de algún modo, por muy nimio que éste sea, a quienes quisimos y a los que quisieron quienes queremos; para recordar con cariño y afecto, «pues el olvido es la muerte definitiva», a quienes ya no están y desearíamos estén; para reflexionar y apreciar a quien se tiene; aceptar las cosas como son y esforzarse por llegar al final de la senda de la mejor manera posible.
¡Siempre me ha parecido fantástico, asombroso y admirable!, que en algunas comunidades o pueblos lejanos sigan preservando esa tradición heredada, de las cual algunos sólo se sirven para rellenar mentes y espacio por medio de una “nota informativa”, de cómo los cementerios se llenan con velas y flores, incluso creando caminos con pétalos de flor de cempasúchil —un icono de este día— hasta sus casas, para que las almas de los difuntos no pierdan el camino; mientras en las ciudades, algunos muchos, sólo visitan el cementerio una vez al año, dos o tres si a caso —Día de la Madre, y del Padre, dependiendo—, pues es la costumbre, al igual que no afrontar la muerte con ayuda o, quizá, entereza y aceptación por sobre ese leve pero eterno miedo, culpas y arrepentimientos. ¡Aunque sé muy bien todo esto puede llegar a ser hondamente doloroso!
De muchos y muchas he oído que Halloween, después de navidad, es su día favorito, o viceversa. Para mí, por sobre, casi, todos los días del año, este es mi día, no favorito, más bien predilecto, es complicado; y es que sé es un día que simboliza algo tan humano, tan de toda la vida y todos los tiempos, eso que por sobre todas las religiones, todas las culturas y los tiempos resulta de algún modo tan semejante, y es el recuerdo, el cariño que se tuvo, los momentos aun vivos en la memoria… pues todos, o casi todos, hemos perdido o ha fallecido alguien, o varios, de quienes queremos.
Y, pensándolo bien, un día como hoy y mañana, sí vale muchísimo valorar la vida y la de los que amamos en armonía con los que se fueron o ya no están. Pues algún día seguro seremos uno de ellos, y que mejor que partir sabiendo un día así nos recordaran con cariño, poniendo una ofrenda con nuestra imagen y entre todo eso que en vida disfrutamos con placer. ¡Posiblemente esta parte, este hecho si haya que celebrarlo!



D. Leon. Mayén

Este bosque maldito

Como lo prometí, en el cuento anterior, ayer Halloween, titulado "Ojos ominosos"; aquí les traigo esta lectura para Día de Muertos, y una sucinta reflexión u opinión sobre el día (en una cuartilla), al final y a modo de extra, que poco tiene que ver con el cuento aunque está relacionado de algún modo.

Este bosque maldito


   Aquella tarde era nublosa, de un día normal, al exterior de la cabaña, antiguo hogar de la ya difunta matriarca de la familia. José, el padre de Amabel, la había dejado en la cabaña esperando con su primo Antonio —actual habitante del lugar, buscando independencia y algo de libertad—, mientras él, su esposa, su hermano y cuñada acudían a la ciudad; pues la cabaña se hallaba a mitad de camino de casa de cada uno; siendo que, tras la dolorosa muerte de su madre, cada uno de ellos partiera literalmente en direcciones opuestas.
   En esa cabaña antigua, aparentemente, tanto como el mismo bosque, pero curiosa y notoriamente bien cuidada al interior, contaba con todos los servicios imprescindibles y prescindibles: desde electricidad y servicios de agua, hasta el, relativamente, nuevo calentador solar; internet, y T.V. por satélite. Así, de poco se carecía en la morada, y su ocupante como los esporádicos visitantes gozaban de comodidad al alojarse.
   Amabel, rondando los diecisiete años; de estatura apenas inferior al promedio, ojos marrones y pequeños, y de una mirada que iba desde la intensidad del enfado, hasta la felicidad completa, aunque ésta última muy escasa; cabellos tintados de rojo obscuro; y de actitud desafiante y despreocupadamente arrogante a veces, ya sea con su padre o con alguna autoridad que buscara imponérsele; estaba tumbada en el sillón navegando en su celular, mientras Antonio, mayor que ella, miraba la T.V. saltando sin parar de canales; él, de corte corto, cabellos negros y lacios; ojos azules como los de su madre; espíritu y voluntad siempre positivas y mirando al futuro con deseo a cumplir sus metas; querido por todos, aunque algo de fricción había entre él y Amabel por ello, pues ella siempre era la “mala” del cuento, la rebelde y de malas calificaciones; incluso, alguien, alguna vez, la había llamado «bruja maldita» —y bromeando en la familia la llamaba bruja o brujita, dependiendo—.
   De improviso, la corriente eléctrica se suspendió —una rama se había quebrado por el viento, muy lejos de ahí, cayendo pesada sobre los cables—. Amabel de inmediato se quejó de forma molesta y extensa, pataleando también; y fue ahí cuando una brillante idea le nació.
   —¡Vamos al bosque! —dijo de pie frente a Antonio.
   Él se lo pensó y contesto:
   —Mejor no. Esperemos a que vuelva la luz —ella sintiendo de inmediato su inflexibilidad cambio de táctica—. ¿Qué haces, Amabel? —preguntó al mirarla colocarse la gruesa y afelpada chamarra gris que, apenas llegar, había votado en el respaldo del sillón.
   —Entonces, iré sola. Y si… algo me pasa o me comen será tu culpa que fuera sola —expresó con descaro.
   —¡Por eso mejor no vayas! —Le gritó, apenas antes de que la puerta se azotara. Y farfullando, corrió a abrigarse y darle alcance, pues inevitablemente le preocupaba el bienestar de Amabel; y pensaba darle gusto dando un paseo por el denso bosque, y por sobre las inflexibles e impetuosas ordenes, restricciones, de su padre para que no fuera jamás allí.
   Adentrándose en el bosque, Antonio, insistía alzándole la voz una y otra vez a Amabel que parara, que le espera, al ella escurrirse por entre las sendas; estando apenas a unos cuantos metros el uno del otro, pues aunque ella era de piernas cortas él avanzaba con temerosa cautela: vigilando donde pisaba, donde ponía la mano, y desviando la mirada hacia cada ruido que escuchaba y le resultaba sospechoso.
   El bosque, este bosque, de senderos estrechos ceñidos de forma tupida por árboles secos despojados hasta de la más liviana hoja, y velado al suelo de hojarasca, ramas moribundas y troncos por donde quiera que se mirara; al igual que copiosos ojos que contemplaban, atestiguaban todo lo que ocurría ahí, día y noche; algunos acechantes, otros temeroso de esas criaturas que sólo buscaban saciar sus instintos primarios, animales. Las sendas, los caminillos, algunos, apenas y eran distintivos, otros claramente marcados por el pretérito paso de personas y escasos animales de apenas notorio tamaño. El caris era denso; entre frio y fresco; penumbroso allí donde las ramas en lo alto y bajo se aglomeraban cubriendo la poca luz que llegaba a la superficie previamente sosegada por las pesadas nubes grisáceas; en conjunto con la suave niebla gélida que se creaba, apareciendo y esfumándose a azarosas horas del día.
   Pasado un rato de dilatada persecución, Antonio perdió de vista a su prima.
   —¡Amabel, Amabel! ¡No es divertido!; ¿dónde estás?
   —¡Bu-u-u! Ja, ja, ja, ja —emitió ella surgiendo de detrás de una roca; no muy lejos de él.
   —¡Maldita sea; no es gracioso! —La reprendió con severidad; como siempre hacia su padre.
   —¡Eres un cobarde, siempre lo has sido! —interpuso enfadada, caminando hacia el precipicio, donde terminaba abruptamente esa parte del terreno, para continuar unos veinte metros debajo.
   —¡Amabel!, no vallas para allá; es peligroso.
   —¡H-m-m! —expresó guturalmente, arrogante y decidida.
   Amabel echó un vistazo y, siendo ella, permaneció así un par de minutos, pues jamás mostraba ante nadie miedo alguno; volvió y a poco menos de un metro de la orilla, del límite al “vacio”, Amabel pateó el tronco de un árbol con ímpetu, repetidas veces. Se quitó la chamarra, y usándola algo así como soga, pasándola por detrás del árbol y sujetándose de ambas mangas se balanceaba meciéndose con vilipendio a su seguridad y la angustia de Antonio, expresando con placer un sonoro «Yupi, yupi… güi », al hacerlo.
    —¡Basta, Amabel, por favor deja de hacer eso, te vas a caer… para ya! —suplicaba Antonio con angustiada voz.
   —¡Ah-h-h! —exclamó Amabel; al tiempo que voló su chamarra por el aire, cayendo flotante por el precipicio; mientras carcajeaba en el suelo, mirando la expresión de terror en Antonio.
   —Eres odiosa, Amabel; una mocosa que nadie quiere —dijo buscando revancha, desahogando la angustia que le abrumaba—. ¡Volvamos! Y camina al frente donde te vea.
   Amabel calló al percatarse de la lágrima que escurría por la mejilla de Antonio.
   Caminando de regreso, Amabel se sentía apenada, turbada por sentimientos poco explorados por ella. Entonces a medio camino se detuvo dando media vuelta y dijo con voz apagada:
   —¡Lo siento… Antonio! Es que yo… yo… Como dijiste nadie me quiere. Se la pasan reprendiéndome por cualquier cosa que hago mal; es igual en casa que en la escuela. No tengo amigos, no tengo con quien… Estoy sola —reveló sentándose sobre el tronco de un árbol caído, con las manos en los bolsillos de la chamarra que le diera casi de inmediato Antonio, y mirando al suelo con aflicción—. Me siento sola; y supongo por eso soy así, busco llamar la atención esperando…
   —¡No estás sola, Amabel! Me tienes a mí. Yo te quiero; somos familia. Puedes contar conmigo para lo que necesites y cuando quieras. Pero por favor deja de hacer tonterías como la de hace rato, ¿sí? Y cuando te hartes o te sientas sola sólo llámame o ven a verme —Amabel levanto la mirada y respondió a la cálida y sincera sonrisa que le daba Antonio de igual modo—. Ven, párate y deja que te abrace. Sé que no das abrazos pero has una excepción conmigo —Amabel se levando y, en principio, lo abrazo anémicamente, para después estrujarlo con fuerza antes de soltarse—.
   Caminando por un breve rato, estando en medio de un pequeño terreno despoblado de vegetación, cubiertos por la negra sombra de una densa nube, Antonio se detuvo, y mirando desconcertado de un lado a otro, de arriba abajo, dijo sin más:
   —Nos hemos perdido; no sé por dónde ir —Al encontrarse con la mirada de su prima, ella le sonrió algo apenada; pero indispuesta a reconocer culpa alguna—. ¿Podrías tomar una rama y volar alto para saber qué camino seguir? Je, je, je —insinuó bromeando.
   —“Ja-ja-ja” —expresó Amabel con ironía, empujando a Antonio y dando ella media vuelta en busca de la dirección que tomar —Pasados unos instantes, volvió—. Levántate; no te empujé tan fuerte. Se hace de noche. ¡ANTONIO! —exclamó ella, al mirar la sangre que, inadvertida, le brotaba de la boca al buscar pronunciar palabra, y resultando en un mero quejido ahogado.
   Desesperada, aterrada, Amabel no supo qué hacer más que correr, presa total del pavor que le domaba, en busca de ayuda. Corrió y corrió sin parar, tropezando por el miedo reflejado en sus piernas que, pasado un rato de partir sin rumbo cierto, comenzaban a aminorar sus fuerzas. La desesperanza de no encontrar el camino, de no saber siquiera… de desconocer totalmente si se alejaba o aproximaba a la cabaña, debilitaba su temple con poderío; y es que, al imaginar la magnitud de lo que podía pasarle a Antonio si no llegaba pronto la ayuda la hacía no detenerse y seguir adelante sin importar que. Con lágrimas incontenibles en sus ojos, al tropezar por última vez, soltó un iracundo bramido de frustración; y al erguirse tan aprisa como todas las veces anteriores, diviso entre la maleza las luces interiores de la cabaña. Entró gritando en busca de ayuda, pero nadie había; sólo la televisión encendida, sin nadie ya que la viera. Se abalanzó sobre el teléfono, pero éste no daba tono, ya que llevaba días descompuesto; por ello, con prisa, hurgó en sus bolsillos en busca de su teléfono, pero no estaba… Y quedó pasmada de la impresión de recordar que estaba en la chamarra que volara por los aires. Con frenesí buscó por toda la cabaña en busca de algo, incierto para ella, que le socorriera para pedir ayuda o, bien, para atender a Antonio. Entre lágrimas dolorosas y sollozos ruidosos, ella decidió volver a donde yacía esperando su primo. En el momento que Amabel salió rauda de la cabaña, justo llegaban sus padres para recogerla. Amabel detuvo el auto interponiéndose a su ya lento andar.
   —¡Papá, papá! —exclamaba con demacrada voz y gesto, entre abundantes lagrimas y gemidos—. Antonio, está…
   —¡Qué, Amabel!; ¿dónde está? —La cuestionó sacudiéndola de los brazos —¿Dónde está?
   —¡En el bosque, papá! Se cayó y… —Halándola del brazo, la exhortó a dejar de llorar y lo llevara donde estaba él; ulterior a instruir a su esposa a que aguardara y llamara a una ambulancia.
   Minutos más tarde, José, tras su hija contarle con dificultad lo ocurrido, vociferaba:
   —¡Maldita sea, Amabel; dime para donde es ahora!
   —No sé, papá —respondió ella, compungida, acongojada hondamente por lo que ocurría, y podría ocurrir; sin dejar de llorar a mares.
   Minutos después, cerca al atardecer, dieron con la pequeña zona despoblada de verde vida. Amabel, estando próxima al lugar, a espaldas de su padre, lo miraba sobre Antonio; al llegar ella, y mirar a su padre dejarse caer de sentón sobre el suelo y entre lazar las manos al frente con la mirada al suelo; al ella mirar a Antonio: sobre el grupo de pequeñas rocas y ramas, acostado de espaldas con la boca y nariz escurriendo sangre seca, y mirando a la nada con fijeza; la sensación más horrible que jamás había sentido en su joven vida le azotó fulminante, desde el pecho hasta la cabeza, haciéndola desplomarse en el suelo, luchando entre la realidad ante sus ojos y la negación de su mente, eso inverosímil, ocurrido tan perceptiblemente en brevedad; llorando profundamente la muerte de Antonio. Cuando, entre clamores de negación, Amabel trataba de acercarse a su primo, José la detuvo.
   De regreso a la cabaña, llevando José en brazos a su sobrino, Amabel sentía, a momentos, un imperioso impulso de correr sin parar, como hiciera hace poco, y perderse en el bosque, profundamente oscuro ya —justo a donde se dirigía—.
   Los días pasaron y se hicieron tormentosos meses. También, fuera de ella, de sí misma, revivía aquel día con dolor y pesar escuchando de voces familiares y ajenas oraciones como: “¡No debiste salir al bosque!, ¡No debiste dejarlo solo!, ¡Es tu culpa lo que ocurrió!, ¡De no ser por ti él todavía viviría!, ¡Tú lo mataste!”. Ante todo esto, Amabel callaba, tragándose la pena y el sufrir nacientes aquella tarde; cada vez más distante en el calendario, mas no en la mente y alma de quienes por ello desolaban. Ahora como nunca, Amabel estaba sola.
   Los años pasaron, Amabel abandonó la escuela, pues si bien el acoso por la muerte de Antonio, había dejado profunda huella en ella, y muchos ya se habían aburrido de joderla constantemente, otros se emperraban, cual imbéciles moscos en ventanas, a fastidiarla; pero ella, por sobre todo esto, no conseguía olvidar, superar, sus propios tormentos, las agonías inclementes que turbaban su vida haciéndola pesarosa y repleta de arrepentimiento, un arrepentimiento sin aparente fin.
   Una mañana, tras el ya bien plantado insomnio, Amabel anuncio a su madre que iría a la cabaña, ahora abandonada, de la abuela —como toda la familia la conocía y refería—; su madre se limitó a asentir con la garganta, y tristemente Amabel se marchó diciendo: «Te quiero, mamá». Al llegar José a casa del trabajo, de inmediato fue informado sobre su hija, y él, disgustado, fue en su búsqueda, no por preocupación o angustia sino por qué… él sentía debía limitarla, castigarla eternamente en consecuencia de lo ocurrido. A toda prisa partió en su auto hacia el bosque. Apenas al llegar encontró un papel pegado en la puerta, lo arrancó con brusquedad y lo leyó:
   “Escribo esto porque me siento cansada, harta de todo y todos. Mi dolor por lo que paso hace justo cinco años no aminora, y al contrario crese sin parar, desgarrando mi pecho entre pesadillas y un dolor tan hondo repleto de arrepentimiento y sufrir moral que ya no resisto más… ya no quiero. No soporto los ojos de todos mirándome, juzgándome sin compasión sin importarles lo mucho que me destruyen con sus comentarios crueles, inhumanos, culpándome por eso… Nadie los detiene cuando en la escuela, sin importarles que llore en sus caras, me escupan palabras desalmadas hasta acabar en el suelo. Mis padres… ellos son igual que ellos, no por cómo me tratan, pero sí por su indiferencia, su menosprecio y desatención a como me siento; nunca han observado cómo me siento, esta tristeza y soledad que porto ya arraigada desde siempre.. pero más intensa e insoportable ahora. ¡No puedo sacarlo de mi mente...! aquellas últimas palabras que Antonio me dijo esa tarde… Y ahora comprendo que realmente no estaba sola entonces… no como ahora, no como me esperaría el resto de mi vida. Por más que ruegue e implore de rodillas jamás podre logra que él vuelva, que lo que pasó esa tarde jamás haya ocurrido, que todo sea una simple historia cruel, y no esta pesadilla agonizante y sin fin. Con lo que haré espero por fin encuentren paz quienes lastime, que me puedan perdonar por haber matado a mi primo, él que me quería; buscaré su perdón adentrándome en este maldito bosque que toda la familia odia desde que la abuela muriera de inanición un invierno; por qué sé, jamás debió pasar esto, y merezco ser castigada. Tanto quisiera haber caído por el barranco aquella tarde y con ello no arrebatarles lo que tanto amaban, a quien maté por estúpida e imprudente; pues bien sé que mi vida jamás valdrá ni la mitad de lo que la de Antonio valía, una gran vida le esperaba… y yo lo privé de eso, por sobre la mía que, siendo un asco y una miseria sin remedio es mejor que termine pronto, antes de que provoque algo semejante de nuevo. Al morir, si por error termino en el mismo lugar que él (José corrió como nunca en su vida por el bosque, con el corazón acelerado y la vista agudizada en busca de su niña), pediré su perdón, rogando no sea como los demás, de quienes su perdón jamás recibí aunque sea para poder morir en paz ahora. Y también deseo con mi ausencia la familia vuelva a unirse.
   A quien encuentre esto, dígale a mi padre que lo siento, siento haberlo defraudado, haberle faltado tantas veces al respeto siendo tan imbécil testaruda como él, que espero con mi muerte pueda perdonarme la de Antonio, al igual que el resto de la familia; también que espero me recuerde como la niñita que tanto amó, y no la bruja en que me he convertido, la que tanto odia, igual que todos… tanto como yo. Espero que encuentren mi cuerpo antes de que los bichos del bosque me devoren, y si no que más da.
   ¡Lo siento!”
   Amabel, llegó al lugar donde falleció Antonio. Miró sonriente el lugar recordando aquellas bellas palabras que le dijera en ese glorioso momento, también recordando todos esos momentos compartidos en la infancia. Cayendo de rodillas rompió en llanto repitiendo una y otra vez: «¡Perdóname!, ¡perdóname!, ¡perdóname!», la saliva y mucosidad transcurrían desde su boca y nariz hasta por las fisuras entre las rocas, del mismo modo que hiciera la sangre de Antonio hace años: cuando al tropezar de espaldas se le encajara una rama, apenas y unos centímetros pero, perforando el pulmón; y a la vez se golpeara con fuerza una de las vertebras con una puntiaguda roca. Reclinándose sobre sus piernas, sacó de su chamarra el cuchillo que tomó de la cocina antes de salir, cuando su madre ni siquiera volteara a mirarla. Después de enjugarse con la manga las lágrimas de los ojos, y el rostro, cortó prontamente y de un tirón en transversal. El fluido rojizo intenso escurría a chorros, bañando las verduscas y grisáceas rocas, para después afluir creando un caminito que llegaba hasta la base del cumulo de rocas. Amabel, yaciendo inerte, miraba el cielo claro como pocos días en la región, hasta que sus ojos lánguidos, tras un parpadeo, se sellaron…
   Las ramas se quebraban una tras otra, vivas y muertas en el suelo. En cuanto José llegó y miró con horror a su hijita en ese estado, echó a llorar, aterrado, impotente, casi vahído; tomó fuerzas, y de pies a ella sacó presuroso la navaja multiusos heredada por su padre, y con sagacidad se cortó la manga del brazo izquierdo para contener la hemorragia, apretando, anudando, tan fuerte como pudo. Cargándola entre brazos, mientras ella, pálida e inconsciente, se sacudía por el apresurado y desesperado avance por los senderos silvestres, José se esforzaba por mantener su mano en alto, por sobre su pecho. Al llegar al auto, la sentó en el asiento del copiloto, le puso el cinturón de seguridad y, quitándose el cinturón de un fuerte tirón, ató su mano a la agarradera. Votó la navaja en el cenicero, y, tras maniobrar con el auto, pisó a fondo. Conduciendo frenético por la carretera, cada que espejeaba a su costado, veía de reojo a su hija con la mano pendiente por sobre ella; y desde su muñeca líneas irregulares pintadas con claridad hasta el dorso de su mano; su rostro oculto por sus largos y desaseados cabellos. Al entrar en la ciudad, con insistencia se esforzaba, hasta ahora, por que despertara, suplicándole, moviéndola con instancia diciendo:
   —¡Hija, por favor despierta, despierta! —La sacudía, y volteaba su cabeza hundida en el pecho para poder mirarla— ¡DESPIERTA, AMABEL! ¡Por favor, abre los ojos, mi amor! ¡No me dejes…! ¡Perdóname, hija! —pronuncio lastimero, con el rostro lleno de lagrimas y golpeando el volante con rabia.
   Saltándose todos y cada uno de los semáforos y manejando temerario llego hasta la clínica, el lugar más cercano. En brazos la llevó a la recepción donde, gritando con consternación, fue dirigido por una enfermera hasta una camilla; la llevaron al final del corredor al único quirófano del edificio, y en sucintos momentos entró un cirujano.
   José, sin consuelo posible, daba vueltas sin parar en el corredor, llevándose las manos a la nuca y la cabeza, odiándose con toda el alma, temiendo pasara lo peor, compungido por el pasado y suplicando a lo alto por un posible futuro... con su pequeña, con su niñita.
   Horas después, el celular de José vibraba y vibraba, pero él no atendía. Sostenía la mano de Amabel, acariciándola y rogando, mascullando, su perdón por ser tan nefasto padre, por no estar para ella cuando más lo necesito en su vida, cuando nadie más estuvo para ella… y él debió estar ahí. Pero por sobre todo, quería decirle como nunca que la amaba por sobre la estupidez que profesó y le segó durante años, décadas tercas e irreflexivas. Apenas abrió sus pequeños y preciosos ojos, iluminados por la luz del alba, la abrazó y, le dijo lloroso, arrepentido, tantas cosas… tantas cosas.
    Sabiendo, Amabel estaba despierta y bien en lo cavia, respondió al celular, que por enésima vez vibraba —siendo todas esas veces su esposa quien llamaba—. Afuera de la austera pero cómoda habitación donde yacía Amabel, José contó, hipando, y conteniendo el llanto, a Antonia, su esposa, lo ocurrido; para apenas colgar volver a lado de su amada hija, donde siempre estaría.


D. Leon. Mayén


Escribiendo cosa como esta, y leyéndolas, es que me pregunto por qué creo cosas así, tan horribles, dolorosas y tristes sin mesura; pero supongo peor es la vida, pues yo sólo roso sutil lo probable, el tal vez, ¡espero!; ya que saber de una historia así o verla… eso realmente sería horrible, mas allá de cualquier monstruo tenebroso, espantoso como tantas otras historias detrás de ramplonas notas en noticieros, blasfemas descripciones al dolor ajeno en diarios e internet; eso me parece es lo más horrible y asqueroso de esta vida, el menosprecio imbécil a la vida, de todos los días y de toda la vida.
Y aquí mí reflexiva opinión sobre Día de muertos.