Como lo prometí, en el cuento anterior, ayer
Halloween, titulado
"
Ojos ominosos"; aquí les traigo esta lectura para Día de Muertos, y
una sucinta reflexión u opinión sobre el día (en una cuartilla), al final y a modo de extra, que poco tiene que ver con el cuento aunque está relacionado de algún modo.
Este bosque maldito
Aquella tarde era nublosa, de un día normal, al exterior de
la cabaña, antiguo hogar de la ya difunta matriarca de la familia. José, el
padre de Amabel, la había dejado en la cabaña esperando con su primo Antonio
—actual habitante del lugar, buscando independencia y algo de libertad—,
mientras él, su esposa, su hermano y cuñada acudían a la ciudad; pues la cabaña
se hallaba a mitad de camino de casa de cada uno; siendo que, tras la dolorosa
muerte de su madre, cada uno de ellos partiera literalmente en direcciones
opuestas.
En esa cabaña antigua, aparentemente, tanto como el mismo
bosque, pero curiosa y notoriamente bien cuidada al interior, contaba con todos
los servicios imprescindibles y prescindibles: desde electricidad y servicios
de agua, hasta el, relativamente, nuevo calentador solar; internet, y T.V. por
satélite. Así, de poco se carecía en la morada, y su ocupante como los esporádicos
visitantes gozaban de comodidad al alojarse.
Amabel, rondando los diecisiete años; de estatura apenas
inferior al promedio, ojos marrones y pequeños, y de una mirada que iba desde
la intensidad del enfado, hasta la felicidad completa, aunque ésta última muy
escasa; cabellos tintados de rojo obscuro; y de actitud desafiante y
despreocupadamente arrogante a veces, ya sea con su padre o con alguna
autoridad que buscara imponérsele; estaba tumbada en el sillón navegando en su
celular, mientras Antonio, mayor que ella, miraba la T.V. saltando sin parar de
canales; él, de corte corto, cabellos negros y lacios; ojos azules como los de
su madre; espíritu y voluntad siempre positivas y mirando al futuro con deseo a
cumplir sus metas; querido por todos, aunque algo de fricción había entre él y
Amabel por ello, pues ella siempre era la “mala” del cuento, la rebelde y de
malas calificaciones; incluso, alguien, alguna vez, la había llamado «bruja
maldita» —y bromeando en la familia la llamaba bruja o brujita, dependiendo—.
De improviso, la corriente eléctrica se suspendió —una rama
se había quebrado por el viento, muy lejos de ahí, cayendo pesada sobre los
cables—. Amabel de inmediato se quejó de forma molesta y extensa, pataleando
también; y fue ahí cuando una brillante idea le nació.
—¡Vamos al bosque! —dijo de pie frente a Antonio.
Él se lo pensó y contesto:
—Mejor no. Esperemos a que vuelva la luz —ella sintiendo de
inmediato su inflexibilidad cambio de táctica—. ¿Qué haces, Amabel? —preguntó
al mirarla colocarse la gruesa y afelpada chamarra gris que, apenas llegar,
había votado en el respaldo del sillón.
—Entonces, iré sola. Y si… algo me pasa o me comen será tu
culpa que fuera sola —expresó con descaro.
—¡Por eso mejor no vayas! —Le gritó, apenas antes de que la
puerta se azotara. Y farfullando, corrió a abrigarse y darle alcance, pues
inevitablemente le preocupaba el bienestar de Amabel; y pensaba darle gusto
dando un paseo por el denso bosque, y por sobre las inflexibles e impetuosas
ordenes, restricciones, de su padre para que no fuera jamás allí.
Adentrándose en el bosque, Antonio, insistía alzándole la
voz una y otra vez a Amabel que parara, que le espera, al ella escurrirse por
entre las sendas; estando apenas a unos cuantos metros el uno del otro, pues
aunque ella era de piernas cortas él avanzaba con temerosa cautela: vigilando
donde pisaba, donde ponía la mano, y desviando la mirada hacia cada ruido que
escuchaba y le resultaba sospechoso.
El bosque, este bosque, de senderos estrechos ceñidos de
forma tupida por árboles secos despojados hasta de la más liviana hoja, y
velado al suelo de hojarasca, ramas moribundas y troncos por donde quiera que
se mirara; al igual que copiosos ojos que contemplaban, atestiguaban todo lo
que ocurría ahí, día y noche; algunos acechantes, otros temeroso de esas
criaturas que sólo buscaban saciar sus instintos primarios, animales. Las
sendas, los caminillos, algunos, apenas y eran distintivos, otros claramente
marcados por el pretérito paso de personas y escasos animales de apenas notorio
tamaño. El caris era denso; entre frio y fresco; penumbroso allí donde las
ramas en lo alto y bajo se aglomeraban cubriendo la poca luz que llegaba a la
superficie previamente sosegada por las pesadas nubes grisáceas; en conjunto
con la suave niebla gélida que se creaba, apareciendo y esfumándose a azarosas
horas del día.
Pasado un rato de dilatada persecución, Antonio perdió de
vista a su prima.
—¡Amabel, Amabel! ¡No es divertido!; ¿dónde estás?
—¡Bu-u-u! Ja, ja, ja, ja —emitió ella surgiendo de detrás de
una roca; no muy lejos de él.
—¡Maldita sea; no es gracioso! —La reprendió con severidad;
como siempre hacia su padre.
—¡Eres un cobarde, siempre lo has sido! —interpuso enfadada,
caminando hacia el precipicio, donde terminaba abruptamente esa parte del
terreno, para continuar unos veinte metros debajo.
—¡Amabel!, no vallas para allá; es peligroso.
—¡H-m-m! —expresó guturalmente, arrogante y decidida.
Amabel echó un vistazo y, siendo ella, permaneció así un par
de minutos, pues jamás mostraba ante nadie miedo alguno; volvió y a poco menos
de un metro de la orilla, del límite al “vacio”, Amabel pateó el tronco de un
árbol con ímpetu, repetidas veces. Se quitó la chamarra, y usándola algo así
como soga, pasándola por detrás del árbol y sujetándose de ambas mangas se balanceaba
meciéndose con vilipendio a su seguridad y la angustia de Antonio, expresando
con placer un sonoro «Yupi, yupi… güi », al hacerlo.
—¡Basta, Amabel, por
favor deja de hacer eso, te vas a caer… para ya! —suplicaba Antonio con
angustiada voz.
—¡Ah-h-h! —exclamó Amabel; al tiempo que voló su chamarra
por el aire, cayendo flotante por el precipicio; mientras carcajeaba en el
suelo, mirando la expresión de terror en Antonio.
—Eres odiosa, Amabel; una mocosa que nadie quiere —dijo
buscando revancha, desahogando la angustia que le abrumaba—. ¡Volvamos! Y
camina al frente donde te vea.
Amabel calló al percatarse de la lágrima que escurría por la
mejilla de Antonio.
Caminando de regreso, Amabel se sentía apenada, turbada por
sentimientos poco explorados por ella. Entonces a medio camino se detuvo dando
media vuelta y dijo con voz apagada:
—¡Lo siento… Antonio! Es que yo… yo… Como dijiste nadie me
quiere. Se la pasan reprendiéndome por cualquier cosa que hago mal; es igual en
casa que en la escuela. No tengo amigos, no tengo con quien… Estoy sola —reveló
sentándose sobre el tronco de un árbol caído, con las manos en los bolsillos de
la chamarra que le diera casi de inmediato Antonio, y mirando al suelo con
aflicción—. Me siento sola; y supongo por eso soy así, busco llamar la atención
esperando…
—¡No estás sola, Amabel! Me tienes a mí. Yo te quiero; somos
familia. Puedes contar conmigo para lo que necesites y cuando quieras. Pero por
favor deja de hacer tonterías como la de hace rato, ¿sí? Y cuando te hartes o
te sientas sola sólo llámame o ven a verme —Amabel levanto la mirada y
respondió a la cálida y sincera sonrisa que le daba Antonio de igual modo—.
Ven, párate y deja que te abrace. Sé que no das abrazos pero has una excepción
conmigo —Amabel se levando y, en principio, lo abrazo anémicamente, para
después estrujarlo con fuerza antes de soltarse—.
Caminando por un breve rato, estando en medio de un pequeño
terreno despoblado de vegetación, cubiertos por la negra sombra de una densa
nube, Antonio se detuvo, y mirando desconcertado de un lado a otro, de arriba
abajo, dijo sin más:
—Nos hemos perdido; no sé por dónde ir —Al encontrarse con
la mirada de su prima, ella le sonrió algo apenada; pero indispuesta a
reconocer culpa alguna—. ¿Podrías tomar una rama y volar alto para saber qué
camino seguir? Je, je, je —insinuó bromeando.
—“Ja-ja-ja” —expresó Amabel con ironía, empujando a Antonio
y dando ella media vuelta en busca de la dirección que tomar —Pasados unos
instantes, volvió—. Levántate; no te empujé tan fuerte. Se hace de noche.
¡ANTONIO! —exclamó ella, al mirar la sangre que, inadvertida, le brotaba de la
boca al buscar pronunciar palabra, y resultando en un mero quejido ahogado.
Desesperada, aterrada, Amabel no supo qué hacer más que correr,
presa total del pavor que le domaba, en busca de ayuda. Corrió y corrió sin
parar, tropezando por el miedo reflejado en sus piernas que, pasado un rato de
partir sin rumbo cierto, comenzaban a aminorar sus fuerzas. La desesperanza de
no encontrar el camino, de no saber siquiera… de desconocer totalmente si se
alejaba o aproximaba a la cabaña, debilitaba su temple con poderío; y es que,
al imaginar la magnitud de lo que podía pasarle a Antonio si no llegaba pronto
la ayuda la hacía no detenerse y seguir adelante sin importar que. Con lágrimas
incontenibles en sus ojos, al tropezar por última vez, soltó un iracundo
bramido de frustración; y al erguirse tan aprisa como todas las veces
anteriores, diviso entre la maleza las luces interiores de la cabaña. Entró
gritando en busca de ayuda, pero nadie había; sólo la televisión encendida, sin
nadie ya que la viera. Se abalanzó sobre el teléfono, pero éste no daba tono,
ya que llevaba días descompuesto; por ello, con prisa, hurgó en sus bolsillos
en busca de su teléfono, pero no estaba… Y quedó pasmada de la impresión de
recordar que estaba en la chamarra que volara por los aires. Con frenesí buscó
por toda la cabaña en busca de algo, incierto para ella, que le socorriera para
pedir ayuda o, bien, para atender a Antonio. Entre lágrimas dolorosas y sollozos
ruidosos, ella decidió volver a donde yacía esperando su primo. En el momento
que Amabel salió rauda de la cabaña, justo llegaban sus padres para recogerla.
Amabel detuvo el auto interponiéndose a su ya lento andar.
—¡Papá, papá! —exclamaba con demacrada voz y gesto, entre
abundantes lagrimas y gemidos—. Antonio, está…
—¡Qué, Amabel!; ¿dónde está? —La cuestionó sacudiéndola de
los brazos —¿Dónde está?
—¡En el bosque, papá! Se cayó y… —Halándola del brazo, la
exhortó a dejar de llorar y lo llevara donde estaba él; ulterior a instruir a
su esposa a que aguardara y llamara a una ambulancia.
Minutos más tarde, José, tras su hija contarle con
dificultad lo ocurrido, vociferaba:
—¡Maldita sea, Amabel; dime para donde es ahora!
—No sé, papá —respondió ella, compungida, acongojada
hondamente por lo que ocurría, y podría ocurrir; sin dejar de llorar a mares.
Minutos después, cerca al atardecer, dieron con la pequeña zona
despoblada de verde vida. Amabel, estando próxima al lugar, a espaldas de su padre,
lo miraba sobre Antonio; al llegar ella, y mirar a su padre dejarse caer de
sentón sobre el suelo y entre lazar las manos al frente con la mirada al suelo;
al ella mirar a Antonio: sobre el grupo de pequeñas rocas y ramas, acostado de
espaldas con la boca y nariz escurriendo sangre seca, y mirando a la nada con
fijeza; la sensación más horrible que jamás había sentido en su joven vida le
azotó fulminante, desde el pecho hasta la cabeza, haciéndola desplomarse en el
suelo, luchando entre la realidad ante sus ojos y la negación de su mente, eso
inverosímil, ocurrido tan perceptiblemente en brevedad; llorando profundamente
la muerte de Antonio. Cuando, entre clamores de negación, Amabel trataba de
acercarse a su primo, José la detuvo.
De regreso a la cabaña, llevando José en brazos a su
sobrino, Amabel sentía, a momentos, un imperioso impulso de correr sin parar,
como hiciera hace poco, y perderse en el bosque, profundamente oscuro ya —justo
a donde se dirigía—.
Los días pasaron y se hicieron tormentosos meses. También,
fuera de ella, de sí misma, revivía aquel día con dolor y pesar escuchando de
voces familiares y ajenas oraciones como: “¡No debiste salir al bosque!, ¡No
debiste dejarlo solo!, ¡Es tu culpa lo que ocurrió!, ¡De no ser por ti él
todavía viviría!, ¡Tú lo mataste!”. Ante todo esto, Amabel callaba, tragándose
la pena y el sufrir nacientes aquella tarde; cada vez más distante en el
calendario, mas no en la mente y alma de quienes por ello desolaban. Ahora como
nunca, Amabel estaba sola.
Los años pasaron, Amabel abandonó la escuela, pues si bien
el acoso por la muerte de Antonio, había dejado profunda huella en ella, y
muchos ya se habían aburrido de joderla constantemente, otros se emperraban,
cual imbéciles moscos en ventanas, a fastidiarla; pero ella, por sobre todo esto,
no conseguía olvidar, superar, sus propios tormentos, las agonías inclementes
que turbaban su vida haciéndola pesarosa y repleta de arrepentimiento, un
arrepentimiento sin aparente fin.
Una mañana, tras el ya bien plantado insomnio, Amabel anuncio
a su madre que iría a la cabaña, ahora abandonada, de la abuela —como toda la
familia la conocía y refería—; su madre se limitó a asentir con la garganta, y
tristemente Amabel se marchó diciendo: «Te quiero, mamá». Al llegar José a casa
del trabajo, de inmediato fue informado sobre su hija, y él, disgustado, fue en
su búsqueda, no por preocupación o angustia sino por qué… él sentía debía
limitarla, castigarla eternamente en consecuencia de lo ocurrido. A toda prisa
partió en su auto hacia el bosque. Apenas al llegar encontró un papel pegado en
la puerta, lo arrancó con brusquedad y lo leyó:
“Escribo esto porque me siento cansada, harta de todo y
todos. Mi dolor por lo que paso hace justo cinco años no aminora, y al
contrario crese sin parar, desgarrando mi pecho entre pesadillas y un dolor tan
hondo repleto de arrepentimiento y sufrir moral que ya no resisto más… ya no
quiero. No soporto los ojos de todos mirándome, juzgándome sin compasión sin
importarles lo mucho que me destruyen con sus comentarios crueles, inhumanos,
culpándome por eso… Nadie los detiene cuando en la escuela, sin importarles que
llore en sus caras, me escupan palabras desalmadas hasta acabar en el suelo.
Mis padres… ellos son igual que ellos, no por cómo me tratan, pero sí por su
indiferencia, su menosprecio y desatención a como me siento; nunca han
observado cómo me siento, esta tristeza y soledad que porto ya arraigada desde
siempre.. pero más intensa e insoportable ahora. ¡No puedo sacarlo de mi mente...!
aquellas últimas palabras que Antonio me dijo esa tarde… Y ahora comprendo que
realmente no estaba sola entonces… no como ahora, no como me esperaría el resto
de mi vida. Por más que ruegue e implore de rodillas jamás podre logra que él
vuelva, que lo que pasó esa tarde jamás haya ocurrido, que todo sea una simple
historia cruel, y no esta pesadilla agonizante y sin fin. Con lo que haré
espero por fin encuentren paz quienes lastime, que me puedan perdonar por haber
matado a mi primo, él que me quería; buscaré su perdón adentrándome en este maldito
bosque que toda la familia odia desde que la abuela muriera de inanición un
invierno; por qué sé, jamás debió pasar esto, y merezco ser castigada. Tanto
quisiera haber caído por el barranco aquella tarde y con ello no arrebatarles
lo que tanto amaban, a quien maté por estúpida e imprudente; pues bien sé que
mi vida jamás valdrá ni la mitad de lo que la de Antonio valía, una gran vida
le esperaba… y yo lo privé de eso, por sobre la mía que, siendo un asco y una
miseria sin remedio es mejor que termine pronto, antes de que provoque algo
semejante de nuevo. Al morir, si por error termino en el mismo lugar que él
(José corrió como nunca en su vida por el bosque, con el corazón acelerado y la
vista agudizada en busca de su niña), pediré su perdón, rogando no sea como los
demás, de quienes su perdón jamás recibí aunque sea para poder morir en paz
ahora. Y también deseo con mi ausencia la familia vuelva a unirse.
A quien encuentre esto, dígale a mi padre que lo siento,
siento haberlo defraudado, haberle faltado tantas veces al respeto siendo tan imbécil
testaruda como él, que espero con mi muerte pueda perdonarme la de Antonio, al
igual que el resto de la familia; también que espero me recuerde como la niñita
que tanto amó, y no la bruja en que me he convertido, la que tanto odia, igual
que todos… tanto como yo. Espero que encuentren mi cuerpo antes de que los
bichos del bosque me devoren, y si no que más da.
¡Lo siento!”
Amabel, llegó al lugar donde falleció Antonio. Miró
sonriente el lugar recordando aquellas bellas palabras que le dijera en ese
glorioso momento, también recordando todos esos momentos compartidos en la
infancia. Cayendo de rodillas rompió en llanto repitiendo una y otra vez:
«¡Perdóname!, ¡perdóname!, ¡perdóname!», la saliva y mucosidad transcurrían
desde su boca y nariz hasta por las fisuras entre las rocas, del mismo modo que
hiciera la sangre de Antonio hace años: cuando al tropezar de espaldas se le
encajara una rama, apenas y unos centímetros pero, perforando el pulmón; y a la
vez se golpeara con fuerza una de las vertebras con una puntiaguda roca. Reclinándose
sobre sus piernas, sacó de su chamarra el cuchillo que tomó de la cocina antes
de salir, cuando su madre ni siquiera volteara a mirarla. Después de enjugarse
con la manga las lágrimas de los ojos, y el rostro, cortó prontamente y de un
tirón en transversal. El fluido rojizo intenso escurría a chorros, bañando las
verduscas y grisáceas rocas, para después afluir creando un caminito que
llegaba hasta la base del cumulo de rocas. Amabel, yaciendo inerte, miraba el
cielo claro como pocos días en la región, hasta que sus ojos lánguidos, tras un
parpadeo, se sellaron…
Las ramas se quebraban una tras otra, vivas y muertas en el
suelo. En cuanto José llegó y miró con horror a su hijita en ese estado, echó a
llorar, aterrado, impotente, casi vahído; tomó fuerzas, y de pies a ella sacó
presuroso la navaja multiusos heredada por su padre, y con sagacidad se cortó
la manga del brazo izquierdo para contener la hemorragia, apretando, anudando,
tan fuerte como pudo. Cargándola entre brazos, mientras ella, pálida e
inconsciente, se sacudía por el apresurado y desesperado avance por los
senderos silvestres, José se esforzaba por mantener su mano en alto, por sobre
su pecho. Al llegar al auto, la sentó en el asiento del copiloto, le puso el
cinturón de seguridad y, quitándose el cinturón de un fuerte tirón, ató su mano
a la agarradera. Votó la navaja en el cenicero, y, tras maniobrar con el auto,
pisó a fondo. Conduciendo frenético por la carretera, cada que espejeaba a su
costado, veía de reojo a su hija con la mano pendiente por sobre ella; y desde
su muñeca líneas irregulares pintadas con claridad hasta el dorso de su mano;
su rostro oculto por sus largos y desaseados cabellos. Al entrar en la ciudad,
con insistencia se esforzaba, hasta ahora, por que despertara, suplicándole,
moviéndola con instancia diciendo:
—¡Hija, por favor despierta, despierta! —La sacudía, y volteaba
su cabeza hundida en el pecho para poder mirarla— ¡DESPIERTA, AMABEL! ¡Por
favor, abre los ojos, mi amor! ¡No me dejes…! ¡Perdóname, hija! —pronuncio
lastimero, con el rostro lleno de lagrimas y golpeando el volante con rabia.
Saltándose todos y cada uno de los semáforos y manejando
temerario llego hasta la clínica, el lugar más cercano. En brazos la llevó a la
recepción donde, gritando con consternación, fue dirigido por una enfermera
hasta una camilla; la llevaron al final del corredor al único quirófano del
edificio, y en sucintos momentos entró un cirujano.
José, sin consuelo posible, daba vueltas sin parar en el
corredor, llevándose las manos a la nuca y la cabeza, odiándose con toda el
alma, temiendo pasara lo peor, compungido por el pasado y suplicando a lo alto
por un posible futuro... con su pequeña, con su niñita.
Horas después, el celular de José vibraba y vibraba, pero él
no atendía. Sostenía la mano de Amabel, acariciándola y rogando, mascullando,
su perdón por ser tan nefasto padre, por no estar para ella cuando más lo
necesito en su vida, cuando nadie más estuvo para ella… y él debió estar ahí.
Pero por sobre todo, quería decirle como nunca que la amaba por sobre la
estupidez que profesó y le segó durante años, décadas tercas e irreflexivas.
Apenas abrió sus pequeños y preciosos ojos, iluminados por la luz del alba, la
abrazó y, le dijo lloroso, arrepentido, tantas cosas… tantas cosas.
Sabiendo, Amabel
estaba despierta y bien en lo cavia, respondió al celular, que por enésima vez
vibraba —siendo todas esas veces su esposa quien llamaba—. Afuera de la austera
pero cómoda habitación donde yacía Amabel, José contó, hipando, y conteniendo
el llanto, a Antonia, su esposa, lo ocurrido; para apenas colgar volver a lado
de su amada hija, donde siempre estaría.
Escribiendo cosa como esta, y leyéndolas, es que me pregunto por qué creo cosas así, tan horribles, dolorosas y tristes sin mesura; pero supongo peor es la vida, pues yo sólo roso sutil lo probable, el tal vez, ¡espero!; ya que saber de una historia así o verla… eso realmente sería horrible, mas allá de cualquier monstruo tenebroso, espantoso como tantas otras historias detrás de ramplonas notas en noticieros, blasfemas descripciones al dolor ajeno en diarios e internet; eso me parece es lo más horrible y asqueroso de esta vida, el menosprecio imbécil a la vida, de todos los días y de toda la vida.