jueves, 21 de diciembre de 2017

Andromalia - Capítulo 6

En este capítulo, Driskell relata a Elidor, por petición de éste, una de sus travesías en el lejano lugar mencionado como El Continente: lugar donde Dirskell se ha formado como quien en realidad es; y como casi muere en esa ocasión a garras de indomables félidos, de un modo más que justificado… pero sangriento. Ulteriormente Elidor hace algo muy impropio de él, algo que al verlo deja asombrado a Driskell.
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Andromalia - Capítulo VI


R
etomando el camino hacia su destino, Driskell, montado en Zorka yendo a la par de la carretilla, fue interrogado por Elidor.
—Señor Driskell, me pregunto si… podría ser tan gentil de hablarme acerca de El Continente. ¿Dígame como es allá? ¿Podría complacerme?
Tras pensárselo un poco Driskell respondió:
—¡Si eso te hace feliz!
No sabía por dónde comenzar; había miles de historias. Las que en su mayoría prefería no removerlas del oscuro y abandonado lugar en su mente, donde luchaba por ocultarlas de sí mismo.
—¿Cómo es?... Es bello, cerdito. Vi los más esplendorosos paisajes, llenos de vida; no sabría como describírtelos a modo de hacer justicia a su belleza. Al estar en ellos te llenarías de paz. Aunque les contemple mayormente sólo de paso.
“Pero, como te he dicho antes, no todo es hermoso. Así como en muchos de los sitios que visite la belleza natural prevalecía de forma abundante, mucho me temo que lo malo en ellos siempre fue una constante, y esa era el hombre. «La Gran Capital», ese sitio del que has leído; déjame decirte que yo he estado ahí, y con toda certeza puedo decirte que no es ni remotamente como crees… cuando menos no del todo. En parte abunda la tecnología, los inventos novedosos, también los descubrimientos y avances en medicina y otras ciencias; pero, en algunos lugares, todavía, los animales son usados como lacayos, sirvientes, esclavos. Pese a las constantes luchas por abolir la esclavitud humana y animal. Si crees que no es tan malo por qué aquí también los hay, lo que ignoras es que en El Continente, en algunos sitios, son humillados, sufren de crueles maltratos, viven y son desechados cual desperdicio; por sobre los grandes esfuerzos de las autoridades y las leyes algo resientes.”
“Eso no es lo peor del Continente, cerdito. ¡Oh no! Lo peor son las guerras. En algún momento llegaron a haber hasta diez guerras por todo El Continente, algunas no tan grandes e “magníficas” como las demás, pero no por eso menos importantes; fuera cual fuera su causa o por lo que defiendan o creyeran luchar todas terminan en lo mismo: muerte y destrucción, en menor o mayor escala, pero siempre sin excepción desembocando en el dolor de ver morir a quienes se ama; padres, madres, hijos, hermanos, familia y amigos que mueren en, o a causa, de la guerra, y sufriendo la consecuencia de ella… sin pedirlo o saberlo.”
—¿Ha-a… Ha estado usted en medio de la guerra, señor Driskell?
—Sí, cerdito… sí. Aunque ahora desearía jamás haber estado —confesó con sincero y profundo dolor—. ¿Has visto alguna vez un mapa del Continente? —Elidor contestó de forma afirmativa a la pregunta—. Vale. Al este del Continente, tanto como te puedas imaginar, se encuentra la jungla, una de varias; ahí me encontraba yo hace varios años. Llegamos cerca de cien hombres. Nos establecimos en el borde oeste de la jungla listos y en espera de órdenes. En aquel entonces estaba a cargo de un pelotón, conformado por hombres de moderada experiencia, equipados con sables, mosquetes… ¿sabes lo que es?
—Sí, señor, los he visto ilustrados.
—Bien, entonces, los hombres bajo mi mando llevaban mosquetes, algunos incluso hachas, pero uno de ellos llevaba en especial arco y flechas… justamente este que vez a mi espalda. Después de tres días esperando órdenes por fin llegaron: Debíamos avanzar a medio día; tras regresar mi pelotón enviado de avanzadilla; pese a mi insistencia por acompáñales mi superior se negó argumentando: «Tú eres más importante aquí». Al volver, no reportaron ninguna novedad, al menos hasta el punto al que llegaron: medio kilometro al frente. Por lo que nos movilizamos como estaba previsto. Al frente, cincuenta hombres formando «la línea frontal»: avanzando en dos líneas: la primera línea con mosqueteros, avanzaba con la segunda línea detrás de ellos a veintidós metros por detrás, los hombres de ésta con sables; y con órdenes de que en caso de caer la primera línea trataran de llegar a por los mosquetes. La segunda línea conformada de igual forma… ¿Entiendes?
Elidor, dudoso, asintió.
—Yo pertenecía a la «línea posterior o de retaguardia» —prosiguió Driskell— de la línea frontal: a cincuenta metros de la primera línea. Llevaba mi mosquete al hombro, mirando con atención a los hombres en la lejanía frente a mí; el mosquete era pesado y algo incomodo, para mi gusto; lo llevaba por mera curiosidad; entonces me parecía un arma novedosa. No tardamos en llegar hasta el punto al que mis hombres habían llegado a explorar. Hasta ese punto todo había ido calmado y sin contratiempos. Recuerdo que algunos micos gritaban al vernos pasar, las aves gorjeaban y los ciervos huían de nosotros. Al notar la sencillez con la que habíamos llegado hasta ese punto, salvo por lo difícil de sortear ciertos sitios con maleza y la predominante yerba que crecía hasta llegarnos a poco más de la cintura; se decidió que siguiéramos sin enviar antes a la avanzadilla. Sin yo poder objetar lo hicimos. Caminamos hasta cerca del atardecer. La línea posterior nos detuvimos a acampar en un claro, despejado a unos… ochenta metros a la redonda, más o menos. El hombre al mando de la primera línea divisó lo que parecía un antiguo templo abandonado; mando avisar que iría con unos hombres a explorar.
“Por la noche, alrededor de una de las tres fogatas, uno de los hombres relataba las historias que oyó de alguien en el poblado en el que nos agruparon antes de salir hacia la jungla; sobre animales que habitaban en los alrededores, enormes elefantes, entre otros, pero enfocando su relato en feroces felinos del doble de nuestra talla; capaces de intuir nuestra presencia a kilómetros de distancia; de enormes garras, con las que de un zarpazo bastaba para destriparte; colmillos igual de enormes, tan puntiagudos como para atravesar el cráneo de un hombre con facilidad; acechaban sin que lo supieran sus presas hasta tenerlos sobre ellas, y devorándolos sin compasión. Mientras a algunos les causo pavor, a otros nos causo gracia. Aquellas criaturas que mencionó llevaban décadas sin ser vistas; muchos las creían extintas”.
Sabiendo Driskell que se encontraban cerca del mejor lugar para pasar la noche, salieron del camino y, alejándose moderadamente de él, acamparon. Después de cenar, esta vez nada de reptiles, Elidor pidió a Driskell que continuara con su anécdota.
—Más tarde uno de los hombres que volvió de las ruinas nos contó que estar en ellas provocaba sensaciones extrañas, ¡místicas! y gratas a la vez.
“Faltando todavía para la llegada del amanecer se podía distinguir apenas con el amparo de la tenue luz del alba. Aún la mayoría de nosotros dormía, dentro de nuestras tiendas, a excepción de quienes hacían guardia. Fue cuando nos despertó el estampido de los mosquetes siendo disparados a la lejanía; por los hombres de la primera línea. Rápidamente salí de mi tienda con el mosquete en mano y listo para actuar. Por más que nos esforzamos en ver que ocurría al frente nos resultaba imposible. Se escucharon de nuevo el disparar de los mosquetes. El hombre al mando envío a un hombre a indagar; a medio camino se escuchó el sonar de su mosquete y fue lo último que supimos de él. Le convencí de no enviarnos a todos hacia el campamento de la línea frontal, sino enviarme a mí con mi pelotón a indagar.”
“Nos aproximamos, con los mosquetes al frente, muy lentamente, deteniéndonos a cubierto en cada árbol lo suficientemente grueso; pues desconocíamos el peligro  (en el terreno abundaban árboles). Uno de mis hombres, el arquero: un African —divagaba Driskell, rememorando—; el más alto de los cien hombres, ja, ja, solíamos decir… tanto como valeroso… más que todos. Siempre con el cabello muy corto; sus ojos eran penetrantes, intimidantes en combate; cuando la batalla cesaba sus voluminosos labios exhibían una grata sonrisa… Un gran amigo sin duda —Driskell se encontró con la mirada de Elidor y salió de su anegación de nostálgicos recuerdos—. Entonces, retomando, él me entregó el catalejo; con el que traté de ver que ocurría; miré de lado a lado al horizonte y nada… no se divisaba nada al frente salvo una quietud abrumadora e intimidante. Seguimos avanzando, y, a medio camino, desde nuestra retaguardia se escuchó uno tras otro el estallido de los mosquetes; las balas no tardaron en llegar hasta nosotros, por lo que nos tiramos a tierra y nos arrastramos hasta cubrirnos detrás de árboles o rocas.”
“Lo recuerdo bien… uno de mis hombres gritaba entre los distantes disparos: «Que diantres está pasando… maldita sea… Joder». No dejó de maldecir hasta que cesaron los disparos. Me preguntaban qué hacer, y pese a todo el arduo entrenamiento que recibí por todo El Continente no sabía con certeza qué hacer; pues era más joven —pronunció, seguido por un hondo suspiro—. Se escuchaban gritos escalofriantes de dolor aunados a feroces rugidos, ambos atravesaban la jungla de lado a lado. ¿Nos debíamos retirar, o regresar a por quien quedara con vida, o seguir avanzando y esperar lo mejor hasta llegar a las ruinas?, me preguntaba, sin saber cómo proceder. De haberse tratado de hombres los que nos atacaban me hubiera resultado fácil actuar, sin miedo ni contemplaciones.”
“Pasaron unos minutos. Ya no se oía nada, ni gritos, ni rugidos, ni mosquetes, ni siquiera voz alguna de algún sobreviviente; la jungla entera permanecía en un profundo y sepulcral silencio, mismo que nos enervaba por completo, nublando nuestro juicio. Uno de mis hombres soltó su mosquete y corrió a toda prisa hacia las ruinas, por más que gritamos tratando de persuadirle fue inútil; rápidamente pedí de nuevo el catalejo; le seguí con éste mientras se alejaba, al estar casi en el campamento una silueta anaranjada se abalanzo sobre él, derribándole y ocultándolo de la vista por la crecida yerba, sin poder hacer él nada más que gritar con una espantosa agonía desesperada hasta morir. Se me erizaron todos los vellos del cuerpo mientras el más penetrante de los escalofríos recorrió todo mi ser… al oírle  morir. Al saber que no habría otro modo más que luchar para sobrevivir, y deseando como nunca volver a casa, como pude encaré el temor y la duda que domaban mi cuerpo y mente. Busqué la forma más eficaz y segura de sobrevivir.”
“Sabía quiénes eran nuestros atacantes: tigres. Conocía su apariencia por dibujos que vi de joven, y supuse que lo que la noche anterior se dijo en la fogata era cierto. Con eso en claro estaba convencido de que la única oportunidad seria encararlos. Era evidente que los mosquetes no resultaban del todo efectivos, de por sí eran bastante imprecisos, más aún contra algo que se mueve con ágiles y velocidad entre la tupida yerba. Con dificultad convencí a mis hombres de permanecer juntos; estuvimos estáticos, formando un círculo. Cada uno cubrió su parte del círculo por horas; durante ese tiempo lo más que veíamos era la yerba moverse a lo lejos, en ocasiones la punta negra de su anillada cola sobresalía. Llegamos a contar cerca de quince, si mal no recuerdo. Nos acecharon sin descanso por demasiado tiempo, intimidándonos y esperando que bajáramos la guardia o aprovechar que cometiéramos un mínimo error. Hubo momentos en los que aparentaban haberse ido, sólo para volver a mover la hierba o mostrar las colas; eso sólo nos desmoralizaba más y más, hasta el punto en que uno de los hombres soltó su mosquete y rompió en llanto, como un bebé. Con desesperación tratamos de reponerlo, insistiendo en que tomara de nuevo el arma y regresara a su posición, pero sin nosotros dejar de vigilar, con dagas y sables en mano. Temí que se abalanzaran sobre nosotros en cualquier instante; no era más que necesario que un tigre atacara a uno de nosotros para que con la conmoción los demás pudieran atacar sin mucho problema; o simplemente atacar al mismo tiempo. ¡Pero nada paso!”
“La ventajosa protección de los rayos del sol nos abandonaba; nuestra última protección segura contra ellos. Tenía por seguro que al anochecer moriríamos sin remedio. Me sentía lleno de rabia, por no poder hacer nada, nada salvo esperar y pelear; no es que temiera hacerlo, toda mi vida me han entrenado para ello, sino que en ese momento lleno de frustración, pena e inmensa incertidumbre, vino a mi mente un recuerdo en  particular…”
—¿Cuál? —preguntó el cerdito, boquiabierto y temerosos por la historia.
—Era un recuerdo de mi infancia. Una vez, mi padre, como lo hacía constantemente, me dijo: «Tanto animales como hombres, merecen respeto por igual. Jamás lo olvides, hijo. El ser diferentes no nos hace menos o más, sólo únicos. Y el ser todos únicos nos hace iguales.»
“Como último recurso, esperando poder vencer y sobrevivir, me dirigí a mis hombres: «Caballeros, no elegimos morir aquí, eso es seguro, pero morir sentados o luchando es nuestra elección». Comencé a avanzar hacia el campamento, guiado por la tenue luz de un fuego casi extinto, seguido por mis hombres, a excepción de uno: el llorón se quedó sentado abrazándose las rodillas y meciéndose. Mbizi, el arquero, se encontraba a mi derecha con el arco tenso y listo para actuar. Estaba tan cerca el campamento que por un momento podía sentir que ya estábamos ahí. De repente un tigre, esperándonos oculto en la maleza, se arrojó abruptamente hacia nosotros, desde el flanco derecho, rugiendo y cambiando de inmediato de dirección, pero aún así huyendo con una flecha clavada en un costado. Mientras todos nos distrajimos por un instante y, el arquero tomaba otra flecha…; un mísero y diminuto instante; fue el momento preciso en que nos atacaron. Dos de ellos atacaron por el otro flanco, el izquierdo, uno de mis hombres esquivó al primero que salto hacia él… pero fue atacado por el segundo mientras se hallaba en el suelo, yéndosele directo a la garganta… no tuvo siguiera oportunidad de defenderse. Cuando me giré al otro lado, Mbizi —Driskell calló por un breve momento, pensativo y cabizbajo—… estaba en el suelo con el cráneo destrozado, la sangre le cubría el rostro. Giraba en busca de uno de ellos, lleno de rabia y listo para matar a cuantos pudiera. Sin aviso uno de ellos me acertó un fuerte zarpazo en la espalda derribándome en el acto; intente levantarme pero por la conmoción apenas y podía mantenerme consiente. Comenzaron a rodearme, dando vueltas en torno a mí, quizá esperando a que me desangrara y muriera.”
Elidor, de por sí ya con los nervios alterados por la historia, se asusto más al oírse a la lejanía el aullido de un coyote; Sheply, echado detrás de él, emitió un sonoro aullido, provocando un mayor susto a Elidor, quien termino dando un salto y acercándose a Driskell, chillando y con lagrimas deslizándose de sus negros ojos. Driskell no pudo evitar se le escapara una risilla a causa del exalto del cerdito.
Cuando se calmó, Elidor, le pidió siguiera contando su angustiosa historia.
—Al día siguiente —retomó Driskell—, con los primeros rayos de luz filtrándose por entre las fisuras del follaje de los altos arboles, desperté bocabajo y siendo manoseado. De inmediato me traté de levantar en busca de un arma; detuve tempestivamente mi búsqueda por el rugido de un tigre, a unos cuantos metros de mí… mostrándome sus fieros y enormes colmillos. Permanecí quieto sin moverme, al mirar detrás de mí a quien antes me manoseaba resulto ser un nativo, en taparrabos y con una larga cerbatana sobre la yerba cerca de él; me pidió que no intentara nada y volviera a tenderme en el suelo bocabajo para curarme la herida en mi espalda. Dudoso, terminé haciéndolo. Mientras aquel hombre me curaba el enorme e imponente felino no dejaba de observarme; me miraba fijamente sin apartar la vista por ningún motivo. En los campamentos, algunos tigres se alimentaban de los cuerpos, podía escuchar el crujir de los huesos al quebrarlos con sus fauces. El nativo me curó la herida con una mezcla de lo que parecían hierbas medicinales junto con la sabía de un árbol y a saber qué más. En el proceso, el hombre me dijo que aquel tigre, frente a nosotros, de hecho era una tigresa, llamada por ellos Aura; y que si yo todavía vivía era gracias a ella, asestándome el zarpazo y impidiendo así que los demás tigres terminaran lo que empezaron. No sabía que pensar, lo que ese hombre me dijo me desconcertó del todo;  no lograba comprender por qué motivo me salvó.
“Aunque el hombre insistió que no me moviera me puse de pie; al hacerlo, con un gesto de la mano el hombre apaciguó a Aura. Al ver que caminaba con trabajo, el hombre hizo que me apoyara en él. Caminamos hasta donde vi con vida por última vez a mis hombres. Al agacharme para recoger el arco la tigresa me advirtió gruñéndome feroz. Al explicarle al hombre por qué quería el arco, intercedió por mí como intermediario, y curiosamente la tigresa me lo permitió; deje las flechas a un lado, conservando el arco como único recuerdo de alguien muy apreciado por mí, más que un soldado que peleo a mi lado, como un hermano por quien sin dudarlo hubiera dado la vida. Para mí sorpresa el llorón que se quedo postrado sobre la hierba vivía; tomaba alguna especie de infusión entregada por los nativos.”
“Por la noche converse con Pagagüi, el hombre que me curó; me contó como él podía   hablar y entender nuestra lengua: hacía años un explorador perdido en la jungla fue encontrado por su tribu. Al final el explorador permaneció con ellos hasta el término de sus días; durante ese tiempo el explorador le enseño a hablar, junto a otros de su tribu, a escribir y entender nuestra lengua. También me relató cómo su tribu y los tigres habían llegado a un acuerdo mutuo al verse amenazados constantemente por los invasores. Cuando le pregunte por que creía que me dejó vivir la tigresa mencionó que pueden sentir lo que hay en lo más profundo de nuestra mente y alma; además de haberse saciado la noche anterior, agregué yo como broma. «Algo especial sintió ella en ti», expresó Pagagüi.”
“Permanecí alrededor de un semana con ellos. En ese tiempo, él me mencionó el motivo por el que nos atacaron de ese modo los tigres: hacia unos años, soldados como nosotros llegaron con intensiones de conquistar esas tierras, por lo que los tigres no tuvieron más remedio que proteger lo suyo y a los suyos.”
“Después de todo eso vino a mi mente algo que en su momento creí tonto; algo dicho por el hombre que se encargo de que fuera entrenado de la mejor manera posible desde que le seguí: «Ten cuidado de las bestias. Un hombre al que se refieran como bestia se rige por sus más bajas y desleales pasiones e instintos. Un animal considerado bestia se guía por sus instintos naturales, para sobrevivir, más no para asesinar». Regrese al “mundo del hombre”, de vuelta con el hombre que me hizo quien soy… para seguir con lo que empezó; pero esa agua es de otro río, cerdito.”
Al terminar con su relato, Driskell y Elidor fueron a sus respectivas mantas en el suelo a dormir. No tardó el cerdito en pedir dormir cerca de él, pues temía ser devorado por el coyote; Driskell accedió entre disimuladas risas.
Con el sol en su punto más alto, transcurridas varias horas de camino, los seis viajeros hacia mucho que dejaron atrás las montañas. El paisaje comenzaba a cambiar en su totalidad; la vegetación era más abundante: desde el pasto, ahora verde y prominente, hasta los arboles grandes y abundantes en variedad.
Lejos del camino, en un prado, Driskell agazapado con arco en mano avanzaba muy lentamente, centímetro a centímetro; con los sentidos muy atentos en busca de cualquier señal de vida, un ruido, un movimiento por más diminuto que este fuera. Se escuchó el quebrarse de una ramita, Driskell de inmediato se petrificó, respirando con lentitud y sin mover siquiera un dedo. Esperaba con sensitiva agudeza por el siguiente movimiento. Nada se oía, por lo que siguió con su parsimonioso avance. Tan rápido como pudo se hincó en una rodilla al oír un chillido familiar, seguido por el aleteo de un ave emprendiendo el vuelo al frente de su posición. Instintivamente tomó una flecha, tensó el arco y, anticipando la trayectoria del ave, disparó. Dando en el blanco, y por ende causando la caída del ave en el acto.
—Fuiste algo torpe esta vez, Wirt.  —afirmó Driskell aproximándose a la presa, siguiéndolo Wirt por detrás.
Con cuidado sacó la flecha del ave, y se dirigieron a donde les esperaba Elidor. Wirt estaba impaciente por ponerle el diente al ave, tratando de despojar de ella a Driskell. Al llegar donde Elidor, Driskell se detuvo perplejo por lo que sus ojos veían, distorsionando por completo lo que hasta hace poco pensaba. Elidor estaba revolcándose en una pequeña extensión de fango; “al descubierto”, todo él tintado de color marrón obscuro. Al notar que Driskell le miraba de pie a unos metros de distancia, mientras Wirt luchaba por arrebatarle el ave, Elidor se asustó chillando y corriendo a ocultarse en los matorrales, intentando en vano, salvar el pudor que le quedara.
—¡Te quieres calmar! —pidió gritando a Wirt, al morderle la mano tratando de que soltara el ave.
Mientras Driskell, sobre la carretilla, desplumaba el ave, Elidor le pedía desde los matorrales:
—Po-po… Podría arrojarme mis prendas. ¡Se lo imploro, señor!
Driskell lo hizo; sin soltar el ave en ningún momento. Al notar Elidor lo sucia que estaban sus ropas se llenó de angustia. Driskell se percató de ello, por lo que trató de calmar al cerdito diciéndole:
—Tranquilo, fangoso gochito, no lejos de aquí se encuentra un río que nos queda de paso. Iremos y te limpiaras.
Driskell guardó dentro de un costal el ave, Elidor se tranquilizo y se dirigieron al río.
—Wirt, recuérdame recordar traer en el próximo viaje un juego de ropa extra, por si llegara a ser necesario—. Bromeaba con Wirt. Éste, molesto, se limitó a gruñirle con brevedad, montado en Pekar, sin siquiera voltear al frente y mirarlo.
Se desviaron bajando por una senda fuera del camino, deteniéndose cerca de la rivera del río. El río no era tan profundo como ancho, cerca de diez metros, pero sí llevaba una corriente, predominante en el medio del río, considerablemente rápida, lo suficiente como para ahogar a alguien inexperto; como fue el caso de Wirt hace tiempo.
De inmediato Elidor se despojó de sus ropas —suplicando nadie le mirase— y presuroso se metió en el agua. Driskell le siguió de igual modo. Mientras Elidor se sumergía con repetitividad buscando la mayor limpieza posible, Driskell nadaba libre de toda preocupación, dejándose llevar por la corriente a momentos; mirando a Wirt buscar con ayuda de su olfato su preciado manjar.
—¿Acaso buscas esto? —Le gritó sacando del agua el morral que llevaba consigo. —¿Te gusta enlodarte con frecuencia, cerdito? —preguntó, quitado de la pena, al pasar cerca de él llevado por la corriente mirando al cielo.
—No es que me guste, señor Driskell; me parece una actividad por demás impropia además de poco higiénica. Sentado en la carreta, esperando a que volvieran, el sol comenzó a irritarme la piel. Al ver el fango no pude evitar sentir la imperiosa necesidad de revolcarme en él. Pido me disculpe.
—No te disculpes, cerdito, cuando hay que hacerlo hay que hacerlo —Le dijo al pasar de vuelta, ahora por detrás de él—. Al menos era fango y no otra cosa. Ja, ja.
Desesperado y ansioso, Wirt entró al agua nadando hacia Driskell. Aún temeroso por el mal rato que una vez pasó en ese mismo río al ser arrastrado por la corriente y casi morir ahogado. Terminó sobre la cabeza y hombros de Driskell, tembloroso y empapado. Driskell no tardó en salir del agua, del modo que llegó a esta vida: empapado y al desnudo, sólo que sin llorar. Por todo su cuerpo se notaban con claridad cicatrices de todo tipo y tamaño, a causa de armas blancas, espadas, cuchillos y dagas, flechas, inclusive algunas por bala, también varias de ellas evidenciando sus encuentros con animales; para nada corteses como Elidor. Dejó a Wirt cerca de una roca, enflaquecido en apariencia y tiritando sacudiéndose el agua, a que se secara al sol. Se dirigió a la carretilla de donde tomó una cuerda, la ató a dos árboles y colgó las ropas del cerdito, mismas que llevaba al interior del morral; dejando también a secar éste.
Al no salir Elidor del río, por pudor, Driskell le esperó en la orilla con una manta, hasta que fue obligado por un pequeño grupo de animales al otro lado del río a salir velozmente para resguardar su pudor. Durante todo esto Driskell no dejaba de reír.
Zorka bebía del río, para después alimentarse del pasto cercano; en tanto Pekar bebía de la cubeta, pues no fue liberado, porque al no ser rápido el acoplarle de nuevo a la carretilla de ser necesario partir con diligencia les retrasaría aun que fuera por pocos pero valiosos minutos; acompañando después a Zorka comiendo del colorido pasto. Sheply estaba echado sobre la carretilla; además de no ser muy afecto al  agua, al menos que fuera inevitable, debía de cumplir con su labor de vigía y guardián.
Poco más tarde —ambos sentados al borde de la carretilla— Elidor miraba con interés la trampa de pesca colocada por Driskell: con una rama grande clavada al suelo, y en el otro extremo una cuerda colgando con una mezcla de diversos incestos colgando de la punta sumergida en el agua, esperaban atentos la aparición de la deseada criatura acuática. Transcurridos alrededor de quince minutos apareció en la cristalina agua un bagre de buen tamaño; Driskell, con suavidad llevó su mano hacia su espalda y tomó una flecha, alistó el tiro, y antes de que siquiera tocara la carnada el bigotudo pez estaba atravesado por una flecha. Saltó de la carretilla, y con el pez aún retorciéndose empalado le mató rápidamente con ayuda de su daga. Realizó semejante proceso que con el ave, sólo que a éste no le desplumó sino que le descamó.
Oculto de la vista del cerdito, Driskell degolló al ave; apenas comenzó a brotar el fluido sanguíneo, Wirt, ya impaciente, se abalanzó sobre el ave. Bebía insaciable, con desenfreno y empapándose el hocico y pelaje cercano de color carmín oscuro, al igual que las manos. De observar esto Elidor seguro se desmallaría y tendría una espantosa repulsión hacia la zarigüeya. Más que la carne, Wirt ansiaba la sangre. Al secar al animal, Driskell llevó a la fuerza a Wirt al río para limpiarlo; sin soltarlo, sumergía su cuerpo hasta el cuello y lo salpicaba y frotaba en la cara.
Cerca del sendero que baja desde el camino hasta el río encendió una fogata; donde coció, espetados, tanto el ave como el pez. Complacidos y gustosos disfrutaban de su apetitosa recompensa, al haberse comportado y cumplir con lo pactado en el Palograma; haciendo que lo valiera. Al terminar Wirt con el trozo de carne del ave —que no terminó— y Sheply con el pescado, deshuesado, regresaron al camino y retomaron el paso.

(Registrado en INDAUTOR bajo el seudónimo de D. Leo Mayén)

 Las dos mujeres junto a las niñas, ambas últimas con un listón rojo en el pelo, fueron subidas a la fuerza a una carroza esperando a la orilla del camino, arrastrada por dos caballos, donde aguardaba un tercer hombre en el pescante con las riendas en las manos, listos para huir. Los otros dos hombres, al igual que el cochero, vestidos con uniforme de pantalón y chaqueta de cuero pardos, zapatos y guantes de igual modo; y con un sable a la cintura; llevando consigo el cadáver de la anciana, subieron a la carroza detrás de las mujeres, mirando hacia todas direcciones cerciorándose que nadie hubiera atestiguado el abyecto rapto.

Tiger
Fotografía del perfil, en Flickr, de Sander van der Wel
Usada bajo la licencia Creative Commons

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Fotografía del perfil, en Flickr, de Ken
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