En este capítulo, Driskell relata a Elidor, por petición de
éste, una de sus travesías en el lejano lugar mencionado como El Continente:
lugar donde Dirskell se ha formado como quien en realidad es; y como casi muere
en esa ocasión a garras de indomables félidos, de un modo más que justificado…
pero sangriento. Ulteriormente Elidor hace algo muy impropio de él, algo que al
verlo deja asombrado a Driskell.
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etomando
el camino hacia su destino, Driskell, montado en Zorka yendo a la par de la
carretilla, fue interrogado por Elidor.
—Señor Driskell, me
pregunto si… podría ser tan gentil de hablarme acerca de El Continente. ¿Dígame
como es allá? ¿Podría complacerme?
Tras pensárselo un poco
Driskell respondió:
—¡Si eso te hace feliz!
No sabía por dónde
comenzar; había miles de historias. Las que en su mayoría prefería no
removerlas del oscuro y abandonado lugar en su mente, donde luchaba por ocultarlas
de sí mismo.
—¿Cómo es?... Es bello,
cerdito. Vi los más esplendorosos paisajes, llenos de vida; no sabría como
describírtelos a modo de hacer justicia a su belleza. Al estar en ellos te
llenarías de paz. Aunque les contemple mayormente sólo de paso.
“Pero, como te he dicho
antes, no todo es hermoso. Así como en muchos de los sitios que visite la
belleza natural prevalecía de forma abundante, mucho me temo que lo malo en
ellos siempre fue una constante, y esa era el hombre. «La Gran Capital», ese
sitio del que has leído; déjame decirte que yo he estado ahí, y con toda
certeza puedo decirte que no es ni remotamente como crees… cuando menos no del
todo. En parte abunda la tecnología, los inventos novedosos, también los
descubrimientos y avances en medicina y otras ciencias; pero, en algunos
lugares, todavía, los animales son usados como lacayos, sirvientes, esclavos.
Pese a las constantes luchas por abolir la esclavitud humana y animal. Si crees
que no es tan malo por qué aquí también los hay, lo que ignoras es que en El
Continente, en algunos sitios, son humillados, sufren de crueles maltratos,
viven y son desechados cual desperdicio; por sobre los grandes esfuerzos de las
autoridades y las leyes algo resientes.”
“Eso no es lo peor del
Continente, cerdito. ¡Oh no! Lo peor son las guerras. En algún momento llegaron
a haber hasta diez guerras por todo El Continente, algunas no tan grandes e
“magníficas” como las demás, pero no por eso menos importantes; fuera cual
fuera su causa o por lo que defiendan o creyeran luchar todas terminan en lo
mismo: muerte y destrucción, en menor o mayor escala, pero siempre sin
excepción desembocando en el dolor de ver morir a quienes se ama; padres,
madres, hijos, hermanos, familia y amigos que mueren en, o a causa, de la guerra,
y sufriendo la consecuencia de ella… sin pedirlo o saberlo.”
—¿Ha-a… Ha estado usted
en medio de la guerra, señor Driskell?
—Sí, cerdito… sí.
Aunque ahora desearía jamás haber estado —confesó con sincero y profundo
dolor—. ¿Has visto alguna vez un mapa del Continente? —Elidor contestó de forma
afirmativa a la pregunta—. Vale. Al este del Continente, tanto como te puedas
imaginar, se encuentra la jungla, una de varias; ahí me encontraba yo hace
varios años. Llegamos cerca de cien hombres. Nos establecimos en el borde oeste
de la jungla listos y en espera de órdenes. En aquel entonces estaba a cargo de
un pelotón, conformado por hombres de moderada experiencia, equipados con
sables, mosquetes… ¿sabes lo que es?
—Sí, señor, los he
visto ilustrados.
—Bien, entonces, los
hombres bajo mi mando llevaban mosquetes, algunos incluso hachas, pero uno de
ellos llevaba en especial arco y flechas… justamente este que vez a mi espalda.
Después de tres días esperando órdenes por fin llegaron: Debíamos avanzar a
medio día; tras regresar mi pelotón enviado de avanzadilla; pese a mi
insistencia por acompáñales mi superior se negó argumentando: «Tú eres más
importante aquí». Al volver, no reportaron ninguna novedad, al menos hasta el
punto al que llegaron: medio kilometro al frente. Por lo que nos movilizamos
como estaba previsto. Al frente, cincuenta hombres formando «la línea frontal»:
avanzando en dos líneas: la primera línea con mosqueteros, avanzaba con la
segunda línea detrás de ellos a veintidós metros por detrás, los hombres de
ésta con sables; y con órdenes de que en caso de caer la primera línea trataran
de llegar a por los mosquetes. La segunda línea conformada de igual forma…
¿Entiendes?
Elidor, dudoso,
asintió.
—Yo pertenecía a la
«línea posterior o de retaguardia» —prosiguió Driskell— de la línea frontal: a
cincuenta metros de la primera línea. Llevaba mi mosquete al hombro, mirando
con atención a los hombres en la lejanía frente a mí; el mosquete era pesado y
algo incomodo, para mi gusto; lo llevaba por mera curiosidad; entonces me
parecía un arma novedosa. No tardamos en llegar hasta el punto al que mis
hombres habían llegado a explorar. Hasta ese punto todo había ido calmado y sin
contratiempos. Recuerdo que algunos micos gritaban al vernos pasar, las aves
gorjeaban y los ciervos huían de nosotros. Al notar la sencillez con la que
habíamos llegado hasta ese punto, salvo por lo difícil de sortear ciertos
sitios con maleza y la predominante yerba que crecía hasta llegarnos a poco más
de la cintura; se decidió que siguiéramos sin enviar antes a la avanzadilla.
Sin yo poder objetar lo hicimos. Caminamos hasta cerca del atardecer. La línea
posterior nos detuvimos a acampar en un claro, despejado a unos… ochenta metros
a la redonda, más o menos. El hombre al mando de la primera línea divisó lo que
parecía un antiguo templo abandonado; mando avisar que iría con unos hombres a
explorar.
“Por la noche,
alrededor de una de las tres fogatas, uno de los hombres relataba las historias
que oyó de alguien en el poblado en el que nos agruparon antes de salir hacia
la jungla; sobre animales que habitaban en los alrededores, enormes elefantes,
entre otros, pero enfocando su relato en feroces felinos del doble de nuestra
talla; capaces de intuir nuestra presencia a kilómetros de distancia; de
enormes garras, con las que de un zarpazo bastaba para destriparte; colmillos
igual de enormes, tan puntiagudos como para atravesar el cráneo de un hombre
con facilidad; acechaban sin que lo supieran sus presas hasta tenerlos sobre
ellas, y devorándolos sin compasión. Mientras a algunos les causo pavor, a
otros nos causo gracia. Aquellas criaturas que mencionó llevaban décadas sin
ser vistas; muchos las creían extintas”.
Sabiendo Driskell que
se encontraban cerca del mejor lugar para pasar la noche, salieron del camino
y, alejándose moderadamente de él, acamparon. Después de cenar, esta vez nada
de reptiles, Elidor pidió a Driskell que continuara con su anécdota.
—Más tarde uno de los
hombres que volvió de las ruinas nos contó que estar en ellas provocaba
sensaciones extrañas, ¡místicas! y gratas a la vez.
“Faltando todavía para
la llegada del amanecer se podía distinguir apenas con el amparo de la tenue
luz del alba. Aún la mayoría de nosotros dormía, dentro de nuestras tiendas, a
excepción de quienes hacían guardia. Fue cuando nos despertó el estampido de
los mosquetes siendo disparados a la lejanía; por los hombres de la primera
línea. Rápidamente salí de mi tienda con el mosquete en mano y listo para
actuar. Por más que nos esforzamos en ver que ocurría al frente nos resultaba
imposible. Se escucharon de nuevo el disparar de los mosquetes. El hombre al
mando envío a un hombre a indagar; a medio camino se escuchó el sonar de su
mosquete y fue lo último que supimos de él. Le convencí de no enviarnos a todos
hacia el campamento de la línea frontal, sino enviarme a mí con mi pelotón a
indagar.”
“Nos aproximamos, con
los mosquetes al frente, muy lentamente, deteniéndonos a cubierto en cada árbol
lo suficientemente grueso; pues desconocíamos el peligro (en el terreno abundaban árboles). Uno de mis
hombres, el arquero: un African —divagaba Driskell, rememorando—; el más alto
de los cien hombres, ja, ja, solíamos decir… tanto como valeroso… más que
todos. Siempre con el cabello muy corto; sus ojos eran penetrantes,
intimidantes en combate; cuando la batalla cesaba sus voluminosos labios
exhibían una grata sonrisa… Un gran amigo sin duda —Driskell se encontró con la
mirada de Elidor y salió de su anegación de nostálgicos recuerdos—. Entonces,
retomando, él me entregó el catalejo; con el que traté de ver que ocurría; miré
de lado a lado al horizonte y nada… no se divisaba nada al frente salvo una
quietud abrumadora e intimidante. Seguimos avanzando, y, a medio camino, desde
nuestra retaguardia se escuchó uno tras otro el estallido de los mosquetes; las
balas no tardaron en llegar hasta nosotros, por lo que nos tiramos a tierra y
nos arrastramos hasta cubrirnos detrás de árboles o rocas.”
“Lo recuerdo bien… uno
de mis hombres gritaba entre los distantes disparos: «Que diantres está
pasando… maldita sea… Joder». No dejó de maldecir hasta que cesaron los
disparos. Me preguntaban qué hacer, y pese a todo el arduo entrenamiento que
recibí por todo El Continente no sabía con certeza qué hacer; pues era más
joven —pronunció, seguido por un hondo suspiro—. Se escuchaban gritos
escalofriantes de dolor aunados a feroces rugidos, ambos atravesaban la jungla
de lado a lado. ¿Nos debíamos retirar, o regresar a por quien quedara con vida,
o seguir avanzando y esperar lo mejor hasta llegar a las ruinas?, me
preguntaba, sin saber cómo proceder. De haberse tratado de hombres los que nos
atacaban me hubiera resultado fácil actuar, sin miedo ni contemplaciones.”
“Pasaron unos minutos.
Ya no se oía nada, ni gritos, ni rugidos, ni mosquetes, ni siquiera voz alguna
de algún sobreviviente; la jungla entera permanecía en un profundo y sepulcral
silencio, mismo que nos enervaba por completo, nublando nuestro juicio. Uno de
mis hombres soltó su mosquete y corrió a toda prisa hacia las ruinas, por más
que gritamos tratando de persuadirle fue inútil; rápidamente pedí de nuevo el
catalejo; le seguí con éste mientras se alejaba, al estar casi en el campamento
una silueta anaranjada se abalanzo sobre él, derribándole y ocultándolo de la
vista por la crecida yerba, sin poder hacer él nada más que gritar con una
espantosa agonía desesperada hasta morir. Se me erizaron todos los vellos del
cuerpo mientras el más penetrante de los escalofríos recorrió todo mi ser… al
oírle morir. Al saber que no habría otro
modo más que luchar para sobrevivir, y deseando como nunca volver a casa, como
pude encaré el temor y la duda que domaban mi cuerpo y mente. Busqué la forma
más eficaz y segura de sobrevivir.”
“Sabía quiénes eran
nuestros atacantes: tigres. Conocía su apariencia por dibujos que vi de joven,
y supuse que lo que la noche anterior se dijo en la fogata era cierto. Con eso
en claro estaba convencido de que la única oportunidad seria encararlos. Era evidente
que los mosquetes no resultaban del todo efectivos, de por sí eran bastante
imprecisos, más aún contra algo que se mueve con ágiles y velocidad entre la
tupida yerba. Con dificultad convencí a mis hombres de permanecer juntos;
estuvimos estáticos, formando un círculo. Cada uno cubrió su parte del círculo
por horas; durante ese tiempo lo más que veíamos era la yerba moverse a lo
lejos, en ocasiones la punta negra de su anillada cola sobresalía. Llegamos a
contar cerca de quince, si mal no recuerdo. Nos acecharon sin descanso por
demasiado tiempo, intimidándonos y esperando que bajáramos la guardia o
aprovechar que cometiéramos un mínimo error. Hubo momentos en los que
aparentaban haberse ido, sólo para volver a mover la hierba o mostrar las
colas; eso sólo nos desmoralizaba más y más, hasta el punto en que uno de los
hombres soltó su mosquete y rompió en llanto, como un bebé. Con desesperación
tratamos de reponerlo, insistiendo en que tomara de nuevo el arma y regresara a
su posición, pero sin nosotros dejar de vigilar, con dagas y sables en mano.
Temí que se abalanzaran sobre nosotros en cualquier instante; no era más que
necesario que un tigre atacara a uno de nosotros para que con la conmoción los
demás pudieran atacar sin mucho problema; o simplemente atacar al mismo tiempo.
¡Pero nada paso!”
“La ventajosa
protección de los rayos del sol nos abandonaba; nuestra última protección
segura contra ellos. Tenía por seguro que al anochecer moriríamos sin remedio.
Me sentía lleno de rabia, por no poder hacer nada, nada salvo esperar y pelear;
no es que temiera hacerlo, toda mi vida me han entrenado para ello, sino que en
ese momento lleno de frustración, pena e inmensa incertidumbre, vino a mi mente
un recuerdo en particular…”
—¿Cuál? —preguntó el
cerdito, boquiabierto y temerosos por la historia.
—Era un recuerdo de mi
infancia. Una vez, mi padre, como lo hacía constantemente, me dijo: «Tanto
animales como hombres, merecen respeto por igual. Jamás lo olvides, hijo. El
ser diferentes no nos hace menos o más, sólo únicos. Y el ser todos únicos nos
hace iguales.»
“Como último recurso,
esperando poder vencer y sobrevivir, me dirigí a mis hombres: «Caballeros, no
elegimos morir aquí, eso es seguro, pero morir sentados o luchando es nuestra
elección». Comencé a avanzar hacia el campamento, guiado por la tenue luz de un
fuego casi extinto, seguido por mis hombres, a excepción de uno: el llorón se
quedó sentado abrazándose las rodillas y meciéndose. Mbizi, el arquero, se
encontraba a mi derecha con el arco tenso y listo para actuar. Estaba tan cerca
el campamento que por un momento podía sentir que ya estábamos ahí. De repente
un tigre, esperándonos oculto en la maleza, se arrojó abruptamente hacia
nosotros, desde el flanco derecho, rugiendo y cambiando de inmediato de
dirección, pero aún así huyendo con una flecha clavada en un costado. Mientras
todos nos distrajimos por un instante y, el arquero tomaba otra flecha…; un
mísero y diminuto instante; fue el momento preciso en que nos atacaron. Dos de
ellos atacaron por el otro flanco, el izquierdo, uno de mis hombres esquivó al
primero que salto hacia él… pero fue atacado por el segundo mientras se hallaba
en el suelo, yéndosele directo a la garganta… no tuvo siguiera oportunidad de
defenderse. Cuando me giré al otro lado, Mbizi —Driskell calló por un breve
momento, pensativo y cabizbajo—… estaba en el suelo con el cráneo destrozado,
la sangre le cubría el rostro. Giraba en busca de uno de ellos, lleno de rabia
y listo para matar a cuantos pudiera. Sin aviso uno de ellos me acertó un
fuerte zarpazo en la espalda derribándome en el acto; intente levantarme pero
por la conmoción apenas y podía mantenerme consiente. Comenzaron a rodearme,
dando vueltas en torno a mí, quizá esperando a que me desangrara y muriera.”
Elidor, de por sí ya
con los nervios alterados por la historia, se asusto más al oírse a la lejanía
el aullido de un coyote; Sheply, echado detrás de él, emitió un sonoro aullido,
provocando un mayor susto a Elidor, quien termino dando un salto y acercándose
a Driskell, chillando y con lagrimas deslizándose de sus negros ojos. Driskell
no pudo evitar se le escapara una risilla a causa del exalto del cerdito.
Cuando se calmó,
Elidor, le pidió siguiera contando su angustiosa historia.
—Al día siguiente
—retomó Driskell—, con los primeros rayos de luz filtrándose por entre las
fisuras del follaje de los altos arboles, desperté bocabajo y siendo manoseado.
De inmediato me traté de levantar en busca de un arma; detuve tempestivamente
mi búsqueda por el rugido de un tigre, a unos cuantos metros de mí… mostrándome
sus fieros y enormes colmillos. Permanecí quieto sin moverme, al mirar detrás de
mí a quien antes me manoseaba resulto ser un nativo, en taparrabos y con una
larga cerbatana sobre la yerba cerca de él; me pidió que no intentara nada y
volviera a tenderme en el suelo bocabajo para curarme la herida en mi espalda.
Dudoso, terminé haciéndolo. Mientras aquel hombre me curaba el enorme e
imponente felino no dejaba de observarme; me miraba fijamente sin apartar la
vista por ningún motivo. En los campamentos, algunos tigres se alimentaban de
los cuerpos, podía escuchar el crujir de los huesos al quebrarlos con sus
fauces. El nativo me curó la herida con una mezcla de lo que parecían hierbas
medicinales junto con la sabía de un árbol y a saber qué más. En el proceso, el
hombre me dijo que aquel tigre, frente a nosotros, de hecho era una tigresa,
llamada por ellos Aura; y que si yo todavía vivía era gracias a ella,
asestándome el zarpazo y impidiendo así que los demás tigres terminaran lo que
empezaron. No sabía que pensar, lo que ese hombre me dijo me desconcertó del
todo; no lograba comprender por qué
motivo me salvó.
“Aunque el hombre
insistió que no me moviera me puse de pie; al hacerlo, con un gesto de la mano
el hombre apaciguó a Aura. Al ver que caminaba con trabajo, el hombre hizo que
me apoyara en él. Caminamos hasta donde vi con vida por última vez a mis
hombres. Al agacharme para recoger el arco la tigresa me advirtió gruñéndome
feroz. Al explicarle al hombre por qué quería el arco, intercedió por mí como
intermediario, y curiosamente la tigresa me lo permitió; deje las flechas a un
lado, conservando el arco como único recuerdo de alguien muy apreciado por mí,
más que un soldado que peleo a mi lado, como un hermano por quien sin dudarlo
hubiera dado la vida. Para mí sorpresa el llorón que se quedo postrado sobre la
hierba vivía; tomaba alguna especie de infusión entregada por los nativos.”
“Por la noche converse
con Pagagüi, el hombre que me curó; me contó como él podía hablar y entender nuestra lengua: hacía años
un explorador perdido en la jungla fue encontrado por su tribu. Al final el
explorador permaneció con ellos hasta el término de sus días; durante ese
tiempo el explorador le enseño a hablar, junto a otros de su tribu, a escribir
y entender nuestra lengua. También me relató cómo su tribu y los tigres habían
llegado a un acuerdo mutuo al verse amenazados constantemente por los
invasores. Cuando le pregunte por que creía que me dejó vivir la tigresa
mencionó que pueden sentir lo que hay en lo más profundo de nuestra mente y
alma; además de haberse saciado la noche anterior, agregué yo como broma. «Algo
especial sintió ella en ti», expresó Pagagüi.”
“Permanecí alrededor de
un semana con ellos. En ese tiempo, él me mencionó el motivo por el que nos
atacaron de ese modo los tigres: hacia unos años, soldados como nosotros
llegaron con intensiones de conquistar esas tierras, por lo que los tigres no
tuvieron más remedio que proteger lo suyo y a los suyos.”
“Después de todo eso
vino a mi mente algo que en su momento creí tonto; algo dicho por el hombre que
se encargo de que fuera entrenado de la mejor manera posible desde que le
seguí: «Ten cuidado de las bestias. Un hombre al que se refieran como bestia se
rige por sus más bajas y desleales pasiones e instintos. Un animal considerado
bestia se guía por sus instintos naturales, para sobrevivir, más no para
asesinar». Regrese al “mundo del hombre”, de vuelta con el hombre que me hizo
quien soy… para seguir con lo que empezó; pero esa agua es de otro río,
cerdito.”
Al terminar con su
relato, Driskell y Elidor fueron a sus respectivas mantas en el suelo a dormir.
No tardó el cerdito en pedir dormir cerca de él, pues temía ser devorado por el
coyote; Driskell accedió entre disimuladas risas.
Con el sol en su punto
más alto, transcurridas varias horas de camino, los seis viajeros hacia mucho
que dejaron atrás las montañas. El paisaje comenzaba a cambiar en su totalidad;
la vegetación era más abundante: desde el pasto, ahora verde y prominente,
hasta los arboles grandes y abundantes en variedad.
Lejos del camino, en un
prado, Driskell agazapado con arco en mano avanzaba muy lentamente, centímetro
a centímetro; con los sentidos muy atentos en busca de cualquier señal de vida,
un ruido, un movimiento por más diminuto que este fuera. Se escuchó el
quebrarse de una ramita, Driskell de inmediato se petrificó, respirando con
lentitud y sin mover siquiera un dedo. Esperaba con sensitiva agudeza por el
siguiente movimiento. Nada se oía, por lo que siguió con su parsimonioso
avance. Tan rápido como pudo se hincó en una rodilla al oír un chillido
familiar, seguido por el aleteo de un ave emprendiendo el vuelo al frente de su
posición. Instintivamente tomó una flecha, tensó el arco y, anticipando la
trayectoria del ave, disparó. Dando en el blanco, y por ende causando la caída
del ave en el acto.
—Fuiste algo torpe esta
vez, Wirt. —afirmó Driskell
aproximándose a la presa, siguiéndolo Wirt por detrás.
Con cuidado sacó la
flecha del ave, y se dirigieron a donde les esperaba Elidor. Wirt estaba
impaciente por ponerle el diente al ave, tratando de despojar de ella a
Driskell. Al llegar donde Elidor, Driskell se detuvo perplejo por lo que sus
ojos veían, distorsionando por completo lo que hasta hace poco pensaba. Elidor
estaba revolcándose en una pequeña extensión de fango; “al descubierto”, todo
él tintado de color marrón obscuro. Al notar que Driskell le miraba de pie a
unos metros de distancia, mientras Wirt luchaba por arrebatarle el ave, Elidor se
asustó chillando y corriendo a ocultarse en los matorrales, intentando en vano,
salvar el pudor que le quedara.
—¡Te quieres calmar!
—pidió gritando a Wirt, al morderle la mano tratando de que soltara el ave.
Mientras Driskell,
sobre la carretilla, desplumaba el ave, Elidor le pedía desde los matorrales:
—Po-po… Podría
arrojarme mis prendas. ¡Se lo imploro, señor!
Driskell lo hizo; sin
soltar el ave en ningún momento. Al notar Elidor lo sucia que estaban sus ropas
se llenó de angustia. Driskell se percató de ello, por lo que trató de calmar
al cerdito diciéndole:
—Tranquilo, fangoso
gochito, no lejos de aquí se encuentra un río que nos queda de paso. Iremos y
te limpiaras.
Driskell guardó dentro
de un costal el ave, Elidor se tranquilizo y se dirigieron al río.
—Wirt, recuérdame
recordar traer en el próximo viaje un juego de ropa extra, por si llegara a ser
necesario—. Bromeaba con Wirt. Éste, molesto, se limitó a gruñirle con
brevedad, montado en Pekar, sin siquiera voltear al frente y mirarlo.
Se desviaron bajando
por una senda fuera del camino, deteniéndose cerca de la rivera del río. El río
no era tan profundo como ancho, cerca de diez metros, pero sí llevaba una
corriente, predominante en el medio del río, considerablemente rápida, lo
suficiente como para ahogar a alguien inexperto; como fue el caso de Wirt hace
tiempo.
De inmediato Elidor se
despojó de sus ropas —suplicando nadie le mirase— y presuroso se metió en el
agua. Driskell le siguió de igual modo. Mientras Elidor se sumergía con
repetitividad buscando la mayor limpieza posible, Driskell nadaba libre de toda
preocupación, dejándose llevar por la corriente a momentos; mirando a Wirt
buscar con ayuda de su olfato su preciado manjar.
—¿Acaso buscas esto?
—Le gritó sacando del agua el morral que llevaba consigo. —¿Te gusta enlodarte
con frecuencia, cerdito? —preguntó, quitado de la pena, al pasar cerca de él
llevado por la corriente mirando al cielo.
—No es que me guste,
señor Driskell; me parece una actividad por demás impropia además de poco higiénica.
Sentado en la carreta, esperando a que volvieran, el sol comenzó a irritarme la
piel. Al ver el fango no pude evitar sentir la imperiosa necesidad de
revolcarme en él. Pido me disculpe.
—No te disculpes,
cerdito, cuando hay que hacerlo hay que hacerlo —Le dijo al pasar de vuelta,
ahora por detrás de él—. Al menos era fango y no otra cosa. Ja, ja.
Desesperado y ansioso,
Wirt entró al agua nadando hacia Driskell. Aún temeroso por el mal rato que una
vez pasó en ese mismo río al ser arrastrado por la corriente y casi morir
ahogado. Terminó sobre la cabeza y hombros de Driskell, tembloroso y empapado.
Driskell no tardó en salir del agua, del modo que llegó a esta vida: empapado y
al desnudo, sólo que sin llorar. Por todo su cuerpo se notaban con claridad cicatrices
de todo tipo y tamaño, a causa de armas blancas, espadas, cuchillos y dagas,
flechas, inclusive algunas por bala, también varias de ellas evidenciando sus
encuentros con animales; para nada corteses como Elidor. Dejó a Wirt cerca de
una roca, enflaquecido en apariencia y tiritando sacudiéndose el agua, a que se
secara al sol. Se dirigió a la carretilla de donde tomó una cuerda, la ató a
dos árboles y colgó las ropas del cerdito, mismas que llevaba al interior del
morral; dejando también a secar éste.
Al no salir Elidor del
río, por pudor, Driskell le esperó en la orilla con una manta, hasta que fue
obligado por un pequeño grupo de animales al otro lado del río a salir
velozmente para resguardar su pudor. Durante todo esto Driskell no dejaba de reír.
Zorka bebía del río,
para después alimentarse del pasto cercano; en tanto Pekar bebía de la cubeta,
pues no fue liberado, porque al no ser rápido el acoplarle de nuevo a la
carretilla de ser necesario partir con diligencia les retrasaría aun que fuera
por pocos pero valiosos minutos; acompañando después a Zorka comiendo del
colorido pasto. Sheply estaba echado sobre la carretilla; además de no ser muy
afecto al agua, al menos que fuera
inevitable, debía de cumplir con su labor de vigía y guardián.
Poco más tarde —ambos
sentados al borde de la carretilla— Elidor miraba con interés la trampa de pesca
colocada por Driskell: con una rama grande clavada al suelo, y en el otro
extremo una cuerda colgando con una mezcla de diversos incestos colgando de la
punta sumergida en el agua, esperaban atentos la aparición de la deseada
criatura acuática. Transcurridos alrededor de quince minutos apareció en la
cristalina agua un bagre de buen tamaño; Driskell, con suavidad llevó su mano
hacia su espalda y tomó una flecha, alistó el tiro, y antes de que siquiera
tocara la carnada el bigotudo pez estaba atravesado por una flecha. Saltó de la
carretilla, y con el pez aún retorciéndose empalado le mató rápidamente con
ayuda de su daga. Realizó semejante proceso que con el ave, sólo que a éste no
le desplumó sino que le descamó.
Oculto de la vista del
cerdito, Driskell degolló al ave; apenas comenzó a brotar el fluido sanguíneo,
Wirt, ya impaciente, se abalanzó sobre el ave. Bebía insaciable, con desenfreno
y empapándose el hocico y pelaje cercano de color carmín oscuro, al igual que
las manos. De observar esto Elidor seguro se desmallaría y tendría una
espantosa repulsión hacia la zarigüeya. Más que la carne, Wirt ansiaba la
sangre. Al secar al animal, Driskell llevó a la fuerza a Wirt al río para
limpiarlo; sin soltarlo, sumergía su cuerpo hasta el cuello y lo salpicaba y
frotaba en la cara.
Cerca del sendero que baja desde el camino hasta
el río encendió una fogata; donde coció, espetados, tanto el ave como el pez.
Complacidos y gustosos disfrutaban de su apetitosa recompensa, al haberse
comportado y cumplir con lo pactado en el Palograma; haciendo que lo valiera.
Al terminar Wirt con el trozo de carne del ave —que no terminó— y Sheply con el
pescado, deshuesado, regresaron al camino y retomaron el paso.
(Registrado en INDAUTOR bajo el seudónimo de D. Leo Mayén)
(Registrado en INDAUTOR bajo el seudónimo de D. Leo Mayén)
Fragmento del capítulo VII (Da click para ir al capítulo)
Las dos
mujeres junto a las niñas, ambas últimas con un listón rojo en el pelo, fueron
subidas a la fuerza a una carroza esperando a la orilla del camino, arrastrada
por dos caballos, donde aguardaba un tercer hombre en el pescante con las
riendas en las manos, listos para huir. Los otros dos hombres, al igual que el
cochero, vestidos con uniforme de pantalón y chaqueta de cuero pardos, zapatos
y guantes de igual modo; y con un sable a la cintura; llevando consigo el
cadáver de la anciana, subieron a la carroza detrás de las mujeres, mirando
hacia todas direcciones cerciorándose que nadie hubiera atestiguado el abyecto
rapto.
Fotografía del perfil, en Flickr, de Sander van der Wel
Usada bajo la licencia Creative Commons
Fotografía del perfil, en Flickr, de Ken
Usada bajo la licencia Creative Commons
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