jueves, 28 de diciembre de 2017

Andromalia - Capítulo 7

En esta parte, Driskell se topa con un acto por demás perverso hacia un grupo de mujeres; y aunque trata de evitarlo no puede sino sólo mirar impotente y cargado de rabia desde la distancia. Arribando en Uvlieb, de mal genio por los recientes acontecimientos, deja a Elidor en la plaza central, mientras acude en busca de algún carpintero que mejore la carreta; encontrándose, entonces, con una propuesta muy tentadora para obtener servicios de forma gratuita de parte del curioso carpintero.

Andromalia - Capítulo VII


S
e vieron forzados, ineludiblemente, a detenerse a un lado del camino a no mucho de haber retomado el trayecto. Elidor no podía evitarlo.
—¿Todo bien, cochinito? —gritó montado sobre Zorka—. Pensándolo mejor aprovechare la ocasión. ¡Wirt, Sheply, atentos!
Se apeó de Zorka pasando la pierna derecha por sobre la parte posterior del equino.
Elidor volvía de entre los matorrales.
—¿Cubriste el hoyo?
—No señor, me he olvidado. Ahora lo hago —Driskell le detuvo del brazo, y clamó:
—Déjalo. Tardare un poco… y ya después lo hago yo —desapareció con viejos pergaminos en mano entre los matorrales, con intensiones de hacer lo mismo que acababa de realizar el cerdito, lo que Wirt y Sheply hacían a cada oportunidad que podían, eso que Zorka y Pekar efectuaban sin más cada que les place.
Regresó Driskell sin los pergaminos. Y montando en Zorka siguieron la andanza.
—Escucha, Elidor, pasaremos a Uvlieb. Espero que ahí haya un carpintero que pueda fabricar algo para cubrirte del sol durante lo que nos queda de viaje. Mientras, si quieres, cúbrete con una manta.
—De acuerdo, señor Driskell.
Para llegar a Uvlieb tuvieron que desviarse hacia el oeste, siendo esa la manera más pronta de llegar desde donde se encontraban. Tenían que subir una pendiente lo suficientemente pronunciada como para tener que desmontar de Zorka y de la carretilla, para que subieran con mayor sencillez. Todos avanzaban a un costado de los équidos. Próximo a la mitad de camino de la pendiente, Driskell escuchó de entre los árboles, al costado izquierdo del camino, gritos, fuertes gritos, pertenecientes, al parecer, al género femenino. Soltó la rienda de Zorka y tomó un morral de dentro de la alforja derecha, y mientras corría hacia la cima del camino se giró ordenando, casi gritando, a Wirt que estuviera listo y atento; por lo que, Wirt montó correctamente en Pekar. Driskell avanzaba a toda prisa, sujetando con la mano la katana evitando que se sacudiera lo más posible. Al llegar a la sima se aproximó con cautela al borde del acantilado, donde se tenía una magnifica vista del camino proveniente del sur, lleno de pastos altos y pinos inmensos hasta donde se pierde de vista el camino en una pronunciada curva; ese camino bordea Uvlieb, sin tener que adentrarse en él.
Justo en la curva, el punto más vulnerable del camino para que ocurran las desgracias; Driskell, asistido por sus prismáticos, miraba a un pequeño grupo de mujeres, cinco en total: dos de ellas de mediana edad, una anciana y una muchacha junto a una pequeña niña; siendo atacadas por tres hombres. Uno de ellos tenía sujeta a una de las mujeres, quien luchaba por escapar a la vez que gritaba desesperada, y sin cesar, entre lastimero llanto a las demás: «Corred, corred». Otro de los hombres corría tras el resto de las mujeres. Su perseguidor se detuvo, alzó el brazo hasta quedar extendido y disparó por la espalda a la anciana, la rezagada, la más inútil y prescindible para esos hombres. La anciana se desplomó en el suelo apenas le alcanzo el proyectil; la mujer se giró gritando con horror y corriendo hacia el cuerpo sin vida de su madre —evidente por sus gritos repletos de dolor—, dejando atrás a las dos indefensas niñas. La mujer apresada gritaba a las niñas: «Seguid corriendo, no os detengáis», desesperada a todo pulmón y entre lagrimas, mientras el hombre la sujetaba con fuerza del cabello halando de él, riéndose sínicamente. El asesino de la anciana se abalanzó directo hacia la muchacha y la pequeña niña; aterradas, petrificadas de miedo, plañideras sin consuelo temiendo por sus jóvenes e inocentes vidas permanecían de pie abrazadas con fuerza; la más pequeña de ellas, con el rostro ceñido al vientre de la mayor. Estando el hombre a unos metros de ellas, la muchacha fue dominada totalmente por el más terrorífico de los sentimientos, dejándolo ver en su rostro cubierto de lágrimas, un gesto de penetrante angustia y profunda desesperación; siendo este el mayor de los miedos que en su corta vida había experimentado. Al ser prensada del brazo, en su rostro se deslumbraba una desoladora suplica agónica por clemencia y piedad, mientras forcejeaba con el hombre; al que no le importaba en lo más mínimo sus suplicas repletas de aflicción desmedida. Entre forcejeos la muchacha gritaba con fuerza: «Por favor, dejadnos. Se os ruego. No hemos hecho nada. Dejad que se vaya mi hermanita… se os ruego; por favor, por favor». El hombre le cayó de una bofetada, seguida de algo que no se oía hasta la posición donde se encontraba Driskell. «Dejadles id por piedad. Se os suplico. Por amor de Dios. Hare lo que queráis, pero dejadlas id». Suplicaba a los hombres, mirándoles con desesperación, la mujer apresada de sus cabellos, entre sonoras y lastimeras lágrimas y sollozos.
Driskell, con premura tomó arco y flecha, tensó la cuerda, levantó el arco en un ángulo y guió la trayectoria acorde a la distancia y al viento respectivamente. Miraba una y otra vez, la dirección del arco y hacia su blanco, estimando los cambios de distancia, dirección y velocidad del viento —algo no muy preciso de acertar—, así como el tiempo en que llegaría la flecha a su destino; esperando una oportunidad precisa, pues de no hacerlo y simplemente soltar la flecha; pese a todo el tiempo bien invertido en afinar su puntería con resultados más que satisfactorios, existía la enorme posibilidad de, en el mejor de los casos, lastimar a una de las niñas, algo a lo que no pretendía arriesgarse. El hombre se alejaba de las niñas, en dirección hacia la mujer y la recién difunta anciana; siendo esa la oportunidad que esperaba. Calculó el tiro para ser certero cuando el hombre se hallara a cerca de medio camino de distancia entre las niñas y la mujer. A punto de liberar la flecha, la pequeña niña se escapó de los brazos de la muchacha, corriendo hacia su madre; siendo interceptada por el hombre, obstruyendo cualquier acción que pudiera realizar Driskell; plantado en lo alto del acantilado, ahogándose de una gradual rabia e impotencia, a cada latido, a cada exhalación, pensando que hacer para salvarlas. De nuevo tensó el arco, sabiendo que era lo único que podía hacer; tan rápido como lo tensó lo soltó y bajó. Contemplando lo que ocurría, sin poder hacer más, y apretándose los dientes con fuerza al igual que las manos, se dejaba devorar por completo de rabia la cabeza y el corazón.
 Las dos mujeres junto a las niñas, ambas últimas con un listón rojo en el pelo, fueron subidas a la fuerza a una carroza esperando a la orilla del camino, arrastrada por dos caballos, donde aguardaba un tercer hombre en el pescante con las riendas en las manos, listos para huir. Los otros dos hombres, al igual que el cochero, vestidos con uniforme de pantalón y chaqueta de cuero pardos, zapatos y guantes de igual modo; y con un sable a la cintura; llevando consigo el cadáver de la anciana, subieron a la carroza detrás de las mujeres, mirando hacia todas direcciones cerciorándose que nadie hubiera atestiguado el abyecto rapto.
El viento sopló, cómo si acudirá para llevar a buen recaudo el alma de la abuela.
Al reunirse todos con Driskell, en la cima, este sólo se limitó a montar en Zorka.
—¿Por qué ha corrido con tanta prisa, señor Driskell?
—¡Ahora no, cerdo! —gruñó enfadado. Provocando que Elidor se asustara por tan abrupta e inesperada reacción; bajando la mirada y temeroso de siquiera mirarle.
Bajando por el otro lado del cerro, para llegar a su destino próximo, por la cabeza de Driskell transitaba, torturándole sin compasión, la idea de que si al menos hubiera gritado con fuerza aquellos hombres quizá se hubieran marchado; pues era notorio que se esforzaban demasiado en  ocultar sus acciones; era más simple y cómodo dejar el cadáver de la anciana pudrirse justo donde la mataron, sin en cambio, optaron por llevarla consigo, de ese modo dejando pocos rastros de lo ocurrido. Driskell no dejaba de apretar los dientes, al gesticular lleno de ira, frunciendo nariz y frente con una mirada de profundo odio.
Con Driskell por delante y a paso apresurado no tardaron en llegar a Uvlieb.
Uvlieb es una villa, un tanto más extensa que Istval. Por su relativa cercanía con la ciudad de Gregsindal —nombre establecido por el antiguo Regente— es un poblado con todo lo necesario para subsistir, pese a no contar con abundantes campos de cultivo como lo es en Istval o Zlintka; la villa compensa esa particular carencia con el frecuente comercio que, inevitablemente, tiene que pasar por ahí debido a la longitud de los caminos entre poblados; comercio proveniente del oeste, en menor cantidad del sur, pero en su mayoría del noreste desde Gregsindal.
Entrando a Uvlieb, en caravana, Driskell se detuvo en la plaza de la villa, en torno a una cuantiosa muchedumbre reunida. Entre la masa de cuantiosos seres se podían ver, entre algunos, cabras junto a sus irascos, algunos de ellos con su pequeñas cabritas inquietas y emocionadas; una familia ovina, conformada por un carnero y su señora oveja, su pequeño cordero y su hermano mayor un borrego, pasando el día en familia; al igual que otras familias de hombres y animales, todas conviviendo entre sí con armonía. Montado en Zorka no se apreciaba más que el moverse de algunas coloridas siluetas, y otras no tanto, al ritmo de la música, en el medio del círculo formado por la muchedumbre. Driskell se inclinó para tomar del hombro a un hombre que pasaba junto a él, preguntándole:
—¿A qué se debe el bullicioso festejo?
—¡El festival de la danza, amigo! Deberías unírtenos —respondió el hombre lleno de júbilo y emocionado por participar.
Al ser alcanzado por Elidor, montado en la carretilla, le pregunto:
—¿Sa-sabe usted que hacen, se-señor Driskell?
—Festival de la danza —respondió secamente.
—¿Se-sería posible que ob-observáramos por un momento aquí, mirándoles danzar, se-señor Driskell? —cuestionó temeroso, temiendo por una respuesta de igual o peor manera que la recibida en lo alto del cerro; pero haciéndolo motivado por la emoción que sentía en su cerdil pecho, extasiado por la música y gozo de los presentes en la plaza.
Driskell se giró con frialdad hacia el cerdito; notando el sutil pero evidente temor en su rostro.
—Desde luego, cerdito. ¡Mejor aún!, quédate aquí mientras voy en busca de un carpintero que solucione nuestro problema. Sólo quédate en la sombra —propuso a Elidor, ahora con voz gentil—. Sheply se quedara contigo, también Wirt.
Ya lejos de la plaza, Driskell se percató de que Wirt seguía montado en Pekar, quien seguía a Zorka. Desmontó del caballo y se acercó con prontitud hacia la zarigüeya; la sentó sobre el lomo de Pekar, y colocó sus manos en los hombros de ésta.
—Quédate a vigilar al cerdito. ¿Lo entiendes? —Le instruyó con severidad.
Sin apartar las manos de sus hombros, se miraron a los ojos con fijeza por un momento, denotando inflexibilidad por parte de ambos. Driskell, con delicadeza, colocó los pulgares en su cuello, rodeándolo como si fuera a estrangularle, e hizo moverse su cabeza de arriba abajo haciéndolo asentir con ella.
—Me alegra que lo entiendas. Ahora ve con ellos —Driskell siguió andando y Wirt, entre chillos de protesta, regresó a la plaza.
Lo que Wirt no había “dicho” era que pretendía obtener de nuevo una recompensa y lo que Driskell no dijo era que justo ahora prefería estar solo.
Tras andar un rato por entre las calles actualmente desérticas de Uvlieb, y sin rastro evidente de alguna carpintería, comenzaba a plantearse la ausencia de quien practicase ese oficio en la villa; algo indispensable en cualquier asentamiento por más modesto e insignificante. Al pasar frente a la forja y herrería se detuvo a pedir le orientaran.
Frente a la forja, de pie cruzado de brazos, se encontraba un hombre de mediana edad; ligeramente regordete; sus brazos abrigados por obscuros vellos, al igual que su pecho, por lo poco que se notaba salir del cuello de su camisa; de expresión y mirar serio; de ojos azules; barba abundante; tez ligeramente rojiza,  y sin un solo cabello al frente de su reluciente calva, rodeada a los lados y desde la nuca por negros cabellos —recordándole a Driskell, un pequeño y brilloso lago, a causa de los rayos del sol, rodeado por densos árboles muy a la orilla en medio del bosque.
—¡Eh, hombre! Sabría decirme donde se halla la carpintería.
El herrero le miró por un instante de pies a cabeza y de forma muy peculiar le respondió:
—¡Seguro, viajero! Sigue tu camino y donde se encuentra esta calle con la que le atraviesa déjate llevar hacia el oeste. De nuevo repite lo hecho. Y te será revelado lo que buscas.
—¡Vale!… Se lo agradezco… Supongo —manifestó Driskell, extrañado por tan extraña forma de decir «Da la vuelta a la izquierda en la esquina y de nuevo».
Alejándose de la herrería, por encima de su hombro, miraba al hombre aún de pie mientras se carcajeaba como si la cordura hace mucho le hubiera abandonado. Siguió las peculiares instrucciones del herrero y por fin dio con la carpintería.
Se detuvo frente a la carpintería. De pie cruzado de brazos, se encontraba un hombre de mediana edad; ligeramente regordete; sus brazos abrigados por obscuros vellos, al igual que su pecho, por lo poco que se notaba salir del cuello de su camisa; de expresión y mirar serio; de ojos azules; barba abundante; tez ligeramente rojiza, y sin un solo cabello al frente de su reluciente calva, rodeada a los lados y desde la nuca por negros cabellos.
—¡Pero qué…! —Se interrogaba así mismo, desconcertado al ver al mismo hombre de pie a unos metros de la carpintería. Tanto así que deslizó sutilmente la mano hasta la vaina de su katana, más que nada por reflejo—. Maldito herrero —exclamó, pensando que se trataba de una gracejada de su parte.
Acercándose al hombre, dispuesto a hacerle saber que había descubierto su simplona jugarreta, sin poder siquiera mediar palabra desde el fondo de la carpintería, proveniente del otro lado de la puerta que separa herrería y carpintería, se escuchaba el golpear del herrero el metal sobre el yunque, una y otra vez con estruendo, dando vida a alguna desconocida pieza de metal. Driskell calló pensativo, meditando que ocurría.
—¿Que desea, viajero? ¡Lo que necesite lo tendrá, téngalo por seguro!
—Necesito… algo que me permita cubrir la carroza; esa que ve ahí; de los rayos del sol. Es urgente.
—Por favor, venga conmigo. Espere aquí mientras consulto con el herrero —Pidió a Driskell, desapareciendo por la puerta que da a la herrería.
—“Sí claro… el herrero” —musitó sarcástico.
Dos segundos después apareció de nuevo el hombre, sólo que sin camisa, dejando al descubierto su peludo pecho y barriga.
—Lo siento me he olvidado la camisa. Ahí dentro no sabes el calor que hace —reveló el hombre, frotándose con la mano su peluda barriga.
Cruzó de nuevo el umbral, regresando de inmediato, sin demorar siquiera dos segundos, enfundado en la camisa.
—¡Listo! Oh… pero que tonto, me he olvidado algo. No tardaré.
De nuevo apareció y desapareció fugazmente, sin camisa otra vez.
—Mira si soy tonto, me he olvidado de nuevo de la camisa. Espe…
—¡Aguarda! Acércate un momento, ¿quieres? —pidió Driskell, mirándole con agudeza.
    El hombre se cruzó de brazos y alzando la mirada inquirió con seriedad:
—¿Qué ocurre, viajero?
Driskell le miró con detenimiento y, sin decir absolutamente nada comenzó a reír; soslayando su compunción.
—¿Qué, viajero.… Qué te causa tanta gracias?
—¡Por qué no llamas a tu hermano y se los cuento! Ja, ja, ja —reía.
—¡Ven, Fynbar, nos ha pillado! —emitió el hombre, girando la cabeza hacia la herrería, sonriente y algo asombrado de que les descubrieran.
—¡Te lo he dicho! Las historias sobre el viajero no eran exageraciones —dijo el hermano a su gemelo, el herrero, al reunirse con ellos.
—Tenías razón. Lo siento, lo siento —Ambos hermanos se abrazaron cálidamente, terminando Fynbar por dar un beso en su calva.
—Descuida hermano, te perdono… te perdono. No todos pueden tener mi sagacidad —dijo dándose aires de magnanimidad. (Algo que entre ellos representaba sobre todo gracia).
Driskell les miraba extrañado por tan peculiar proceder de ambos.
—Viajero, te presento a mí hermano, Aidan «el carpintero».
—Te presento a mi hermano, Fynbar «el herrero» —proclamó de igual modo presentando a su gemelo.
—Dinos, viajero…
—¿en qué podemos ayudarte? —preguntaron a Driskell; comenzando uno y terminando el otro; como acostumbraban hacer desde infantes.
Procesó por un momento lo que pasaba y expuso la razón de su presencia:
—Necesito una cubierta que pueda ser colocada y retirada, para esa carretilla… la que esta fuera alada por una mula —índico Driskell, apuntando con el pulgar por sobre su hombro, hacia la calle.
«M-m-m…». Ambos hermanos hacían sonidos al interior de sus bocas, frotándose la barba y asintiendo la cabeza mirándose entre ellos. Como si se tratase de un espejo.
—Haremos lo que necesitas, viajero…
—sin que pagues por ello…
—al igual que trabajos futuros.
—A cambio claro…
—de que hagas algo por nosotros.
—¿Qué te parece? —Le cuestionaron al unisonó.
Tras pensárselo por un momento, les respondió:
—¡Qué se les han subido las cabras al monte! Ja, ja, ja — Se carcajearon grupalmente con ímpetu—. Me parece una proposición más que justa —prosiguió al calmar su risa—. ¿Qué deberé hacer?
—Tu fama te precede, viajero —expresaba Fynbar con admiración, mientras su mellizo se retiró a la herrería—. ¿Has oído del tesoro en el viejo calabozo?
—Me temo que no.
—Es un calabozo-mazmorra más antigua inclusive que yo, ¡y eso ya es decir!, ubicado a las afueras del pueblo, al pie de un cerro. La única entrada se encuentra allí mismo, al pie del cerro, no hay pierde. Desde hace años se ha mencionado, de lengua en lengua, sobre la existencia de un codicioso tesoro oculto en lo profundo de ese lugar. Cientos han ido en su búsqueda, sin conseguir nada más que una muerte segura. Con frecuencia acuden a nosotros aventureros como tú, provenientes de todos rincones, pidiendo les fabriquemos armaduras y todo tipo de armas para ir en busca del tesoro, con menosprecio a nuestras insistentes advertencias. Como sea, lo que debes hacer…
—Quieren que traiga el tesoro para ustedes. Ya entiendo —Le interrumpió seguro de lo que le pedían hiciera.
—Ciertamente, viajero. Pero no el tesoro que piensas. Durante ese tiempo y con cientos de ilusos que no han más que perecido estúpidamente allí, se ha acumulado una valiosa cantidad de «tesoros»: armas y armaduras, en general, metales esperando ser fraguados y posiblemente diversas pertenencias de valor de los aventurados que fracasaron en su búsqueda.
—Ya veo. ¡Traigo el “tesoro” y tenemos un trato!
—Justamente —dijo Aidan volviendo de la herrería con mapa en mano—. Toma, este mapa te guiara hasta el calabozo.
Driskell le miro detalladamente y advirtió:
—No es fácil llegar hasta ahí… por lo que veo —calló por un momento, meditativo como suele serlo—. Necesitare llevar una carretilla para trasladar los “tesoros”. ¿Tienen alguna, que me sea útil?
—Por desgracia…
—no —mencionaron en su particular y habitual manera.
—Deberás llevar la tuya…
—y al regreso nos ocuparemos de lo que has solicitado.
—No te preocupes…
—somos los mejores en lo que hacemos.
—¡Puedes preguntar! —dijeron al unisonó, hablando uno al lado del otro y de brazos cruzados.
—Una cosa más, viajero.
—¿Cómo nos has descubierto…
 —en nuestra singular y jocosa broma? —cuestionaron al viajero yéndose ya.
—¡Simple —grito montando en Zorka—, solo uno de ustedes tiene quemaduras por la forja! —Driskell se marchó, dejando atrás a los hermanos riéndose de sí mismos desenfrenadamente.
De regreso en la plaza, Driskell encontró a Elidor danzando de manera más que improvisada —como hacían todos los animales ahí presentes al danzar—, con suma alegría. No pudo evitar reír con alegría al verle moverse erráticamente pero con cierta gracia, sacudiendo todas sus extremidades de lado a lado agitadamente. Espero a que terminara, cruzado de brazos, sonriendo.
—Veo que te has divertido, cerdito.
—¡Oink! ¡Pido me disculpe! Así es, señor Driskell. Más aun que en los bailes que ofrece mi tutor en palacio. —confesó Elidor, exaltado y recuperado el aliento—. Acompáñeme, señor Driskell, deseo que conozca a alguien.
Driskell le siguió abriéndose paso entre la muchedumbre hasta llegar al otro lado de la plaza; notando en el cerdito el menearse de su rabito por sobre el pantalón.
—Le presento a mi nuevo amigo, Atif. ¡Muy sabio e inteligente!
Se trataba de un chimpancé, sentado sobre una rama no muy alta, de pelaje entre negro y grisáceo; vistiendo un chaleco de color ocre oscuro y opaco, y desde luego unos pantalones holgados; rostro rugoso rodeado por abundante pelaje; con dos grandes orejas brotando a los costados de entre su pelaje; una amplia boca con labios apenas notorios; nariz chata, conformada por un par de orificios al centro del rostro; bajo el seño, marcadas cejas; un par de ojos de iris color marrón y pupilas obscuras, y una barba cortita en tono blanquecino.
De inmediato se descolgó de la rama para decir con alegre sorpresa:
—¡Sí es el pequeño Driskell de Drakdlan! —pronunció el primate, con voz tenuemente ronca.
Driskell no daba crédito a lo que veía; de pie frente al chimpancé —mismo que le llegaba en estatura a centímetros de la nariz—, en parte atónito en parte asombrado, pero sobre todo dominado por una inesperada felicidad, que hizo inevitable que su rostro reflejara un enorme y placentero contento. Ambos, simio y hombre, dejándose llevar por la emoción del momento se abrazaron con afecto, con fuerza y considerable tiempo.
—Hacia décadas que… ¿Cómo te encuentras?, dime —dijo Driskell, mirándole y posando las manos en sus hombros; haciéndolo de igual modo su simio amigo (aunque de resaltada mayor envergadura)—. Elidor, este es mi viejo y muy querido amigo, Atif de Keña.
Elidor tardo en comprender del todo la situación, pero al final lo consiguió, escapándosele un ¡Oink!
Tras conversar por unos minutos, Driskell preguntó a Elidor por Wirt y Sheply. Respondiendo el cerdito haberlos visto por última vez junto a él. Al preguntar Atif de que se trataba, y enterado de quienes eran Wirt y Sheply, indicó la dirección que tomaron. Caminaron en busca del par de bribones, con dirección, peculiarmente, hacia la casa de Atif. Driskell no necesitaba siquiera tomar de las riendas a Zorka al caminar ya que era un corcel bastante fiel y bien entrenado. No tardaron en dar con ellos; se hallaban hurgando en las sobras, en un pequeño callejón, detrás de un agrio mesón. Para evitar los gruñidos y molestias de ambos, Driskell, con premeditación les sorprendió en pleno acto, asustándoles de tal modo que Wirt se quedó tieso como tronco y apestando, mientras Sheply, con la cola entre las patas, fue reprendido a regañadientes hasta salir del callejón, con Wirt colgando tomado de la cola; pasado un rato retomó la plenitud de sus funciones corpóreas.
La morada de Atif se encontraba rodeada por dos casas de tamaño convencional, a mitad de la calle, resaltando ésta por su singular altura y estreches de forma muy simpática, siendo difícil no desviar la mirada al pasar; contando con dos pisos, más el ático.
Dirigiéndose a Elidor como a Atif, en la puerta en casa del simio, Driskell pidió a Atif:
—Debó hacer algo a las afueras del poblado, en un antiguo calabozo-mazmorra. ¿Mientras vuelvo, podrías darle acilo?
—Desde luego que sí, mi casa es vuestra casa. Pasa por favor, Elidor. Ponte cómodo —Elidor entro con plena confianza­, como si de su misma choza se tratara, y mirando con admiro todo a su alrededor—. No te preocupes Driskell, lo atenderé bien; descuida —Atif recordó algo que podría serle útil a su amigo—. ¡Driskell! Ten cuidado. Se dice que ese lugar está encantado —trató de advertirle Atif; haciendo que se detuviera a punto de subir en Zorka.
—¡Encantado! Ja, ja. ¡Menuda tontería! ¿Por qué encantado?
—La cerraron debido a que los presos en la mazmorra murieron sin explicación evidente, de la noche a la mañana. Más tarde de igual modo en el calabozo, incluso los guardias tuvieron la misma suerte.
—¡Vaya!… eso ya no suena tan tonto. Ja, ja. Gracias, Atif. Espero volver antes del anochecer. ¡Eh-h-h, tú a donde crees que vas! —exclamó, llamando la atención a Wirt caminando bajo el umbral hacia el interior de la morada del simio—. Tú vienes conmigo, y trae a tu pulgoso socio bribón.
Wirt cruzó la puerta, y entre gruñidos seguidos del chillar de Sheply salieron de la casa; el can enfadado mostraba los dientes a Driskell y Wirt por la forma en que la zarigüeya le había hecho salir.

(Registrado en INDAUTOR bajo el seudónimo de D. Leo Mayén)

—Por lo que dices, asumo que en algún momento fuiste participe de la guerra.
—No tienes idea mi amigo. Estuve en tantas como pude. Al principio era todo lo que quería, mi único placer era el fulgor de la batalla, sintiéndome pleno al estar en el campo de batalla, las flechas pasar a centímetros de mí, luchar mano a mano contra el enemigo… Saliendo siempre victorioso. En algún momento llegué a sentirme invencible, pero jamás de manera arrogante, siempre tuve presente que si por un solo momento bajaba la guardia estaría más cerca de morir; sentimiento extraño.
“Toda esa pueril estupidez cambio con el pasar de los años, viendo morir a los que considero mis hermanos. Verlos morir en mis brazos, sin poder hacer nada… observándoles hasta su inevitable y agónica muerte. Sobreviviendo en lugar de “salir victorioso”. Tras sus muertes podía hacer sólo dos cosas: realizar su última voluntad y vengar su muerte.”
—¿Última voluntad?
—Es llevar sus pertenencias, sortijas, relojes y posiciones familiares, hasta sus esposas, descendencia o herederos. Y también las cartas con el último adiós. Que no es necesario te explique que son.
—¡No! Desde luego que no. Pero dime, ¿que ha sido de tu familia?
Driskell, cerró los ojos con fuerza, esforzándose por que desapareciera la aflicción que le brotaba desde el pecho y se extendía hacia todo su cuerpo.
—Bouren, el mayor, quiso seguir los “grandes pasos del estúpido de su hermano”; se enlisto… y a los pocos años murió en batalla. Quince… era apenas un niño —musitó con tristeza—. Cuando me enteré acudí de inmediato a la villa. Permanecí ahí por unos días y me marché de vuelta a la matanza, lleno de ira culpándome por su muerte.
“Alguna vez le pregunte a Pazhar —decía rellenando su tarro con licor—; era el sobrenombre que se impuso el hombre, el fiel soldado que me guiaba; desde que lo conocí bajo el rango de Mayor, para no dirigir tropas y luchar entre las sombras; ja, ja… como siempre le gustó; como fuera, todos le conocían y lo llamábamos Pazhar: se rumoraba tenía que ver con el tatuaje de dragón que llevaba extendido por su espalda y pecho, pero yo sospecho se relacionaba con nuestra tierra.
—Acorde a su lugar de origen, su hogar —refería Atif hablando del lugar de nacimiento tanto del Mayor como de Driskell.
 —Le pregunte si creía posible —retomó Driskell— que la guerra, alguna de ellas, llegara hasta nuestro hogar. Él me aseveró, por sobre su vida, que no, que sería imposible que perdiéramos o llegará el enemigo hasta las colinas. Y de ser así tenía todo listo para evacuar la villa; y lucharíamos hasta morir por defenderla. Con lo que jamás contó fue… Un maldito traidor entre nosotros… —Detuvo su relato, esperando que la ira pasara— Tiempo después Pazhar me permitió volver a casa por unos días, ya que la batalla estaba concluida. Dijo que me acompañaría. Él se adelantó y yo le seguí al día siguiente; me desvié en busca de alguna dádiva para la familia. Tenía años que no les veía…”

Chimpanzee
Fotografía del perfil, en Flickr, de Gabriel Pollard
Usada bajo la licencia Creative Commons

Chimpancé.
Fotografía del perfil, en Flickr, de Cristian Blanxer
Usada bajo la licencia Creative Commons

Pan troglodytes
Fotografía del perfil, en Flickr, de Mr. Theklan
Usada bajo la licencia Creative Commons

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