¿Darías tu vida por un animal? ¿Qué harías para salvarlo; hasta
dónde llegarías para lograrlo?
Diría que estos son algunos cuestionamientos que nuestro
protagonista se plantea, pero no es así. Ya que, Driskell, no requiere siquiera
pensarlo, es una de las mayores convicciones en él. Para él, realmente
da igual si es un animal ordinario, un digno humano o un animal “parlante” —como
algunos en este mundo ficticio—, una vida valiosa, es una vida imprescindible.
Sin más, con ustedes queridos lectores el primer capitulo de Andromalia - El hijo de la reina. (Registrado en INDAUTOR bajo el seudónimo de D. Leo Mayén)
Andromalia
El hijo de la Reina
“Aquel que acoja con su manto nuestra Reina
de la mano le guiará dentro y fuera del campo de batalla, entre algazaras de
guerra y paz; al adoptado, su hijo. Eternamente protegiéndolo mientras sea férvido
servidor de su voluntad; sin cuestionarla o reclamarla, simplemente siguiendo,
intuyendo y obedeciendo sus designios. Siendo el vehículo de sus deseos; estoico
entre oscuros y lúgubres senderos.”
Traducción
de la inscripción al pie de una de las estatuas en el templo de la Diosa Morrighan, en Drakdlan.
Capitulo I
l gallo en el corral,
hacia más de una hora que cantaba anunciando la majestuosa presencia en el horizonte
del astro rey, dando pie al comienzo de un nuevo día.
Un día en lo particular importante para
Elidor Cerdic: un cerdo de notable sapiencia —para un cerdo—; con poco más de
siete años en su haber; un ser amable y bondadoso, de gestos gentiles y jubilosos;
ávido por aprender, sin importar tema o materia a tratar. De altura promedio
—en un cerdo: cerca del metro setenta; siendo más un bípedo que cuadrúpedo,
aunque también solía andar a cuatro patas—; de piel rosada, cubierta de
pelillos en ciertas partes; su hocico, así como su trompa, casi tan grandes
como sus orejas, rosadas, grandes y puntiagudas; ojos pequeños y marrones,
ubicados casi al centro de la cara; sus pesuñas de las patas como de las manos
siempre bien cortadas. Vistiendo un chaleco de lana teñida de color marrón; en
el bolsillo interno del mismo es donde guarda sus voluminosos lentes,
necesarios para notar los más finos detalles, y pantalones gruesos y holgados, exceptuando
de la cadera, donde están bien sujetos pues sería más que vergonzoso para él
que cayeran en público.
Elidor se disponía a salir a una encomienda
de suma importancia; como él solía referirse lleno de emoción, pues, era esta
la primera vez que saldría más allá de las cercanías del poblado. Alistó todo
lo que consideró necesario para su encomienda; lo revisó repetidamente hasta
que se sintió seguro de no olvidar nada.
Cuando el sol se hallaba en lo más alto,
salió de su humilde y sencilla choza, no de paja o de madera, de arcilla; y
tras volver a revisar que todo estaba colocado en su respectivo sitio, cerró la
puerta de la choza girando una enorme llave, y, ocultándola después entre los
arbustos, ubicados a los pies de la choza. Con el alma llena de júbilo, al
contemplar él su alrededor, se podía notar en su cara la emoción que le
invadía, escapándosele un corto y espontaneo gruñido, tras el cual emprendió la
marcha.
Elidor bajó por la senda que lleva desde su
choza hasta el jardín; mismo que se encuentra a un costado del majestuoso
palacio, propiedad de un hombre el cual aún al renunciar a ser llamado por un título
nobiliario gozaba de reconocimiento, no sólo por sus tierras o su cuantiosa
riqueza sino por su notable y amplio conocimiento, pero más aun por su
generosidad hacia los demás.
Al encontrarse Elidor con el jardinero: un
hombre de mediana edad; de tez acanelada a causa del sol; quien en ese momento
se encontraba en plena labor, achatando los matorrales, se dirigió a él:
—¡Buen día, Antón! —dijo Elidor— tendrías la
amabilidad de comunicar a mi tutor que he partido hacia el poblado.
—Desde luego, su excelencia; se lo hare saber
en cuanto lo vea —respondió Antón, sonriente, sosteniendo su sombrero de paja
entre las manos y haciendo una reverencia.
—Tened suerte —Se despidió Elidor.
Tras caminar cerca de un kilometro y poco
más, Elidor, llegó al poblado: Zlintka. Observaba con admiración, como era habitual
en él, todo a su alrededor: desde los niños y crías, con caras mugrientas,
jugando en la diminuta plaza; así como a la gente comerciar en el mercado
—tanto animales como hombres—; emocionado por los ruidos y voces producidos por
los mismos. Sentía particular contento al saludar amablemente tanto a conocidos
como a extraños; salvo a algunos con quienes tenía reservas.
A una calle, detrás del mercado, se encuentra
la taberna del poblado. Sitio al cual, Elidor, sentía particular repelo, debido
a diversas historias oídas sobre ese lugar entre los muros del palacio. Pero,
aún así, sintiendo particular curiosidad por lo que allí ocurría; se preguntaba
si aquellas míseras historias, llenas de excesos y vulgaridad eran ciertas, o
meras exageraciones. Indeciso por no saber si tocar a la puerta o simplemente
entrar a la taberna, permaneció de pie frente a la puerta; hasta que se decidió
a simplemente entrar. Empujando ligeramente la puerta, vieja y astillada de los
bordes —y rara vez bajo llave—, ya dentro de la taberna todos ahí le miraron
con ojos entre cerrados, a causa de la intensa y resplandeciente luz diurna que
intrusa penetraba por la puerta. Tras acostumbrarse los ojos de Elidor a la
escueta luminosidad en el interior de aquel lúgubre y sombrío lugar, de nuevo
permaneció de pie indeciso sobre cómo proceder: ¿Preguntar e irse, o sólo
sentarse y esperar? O más importante aún ¿Si permanecía demasiado tiempo allí
sucumbiría a las bajezas relatadas en las “historia”? Transcurridos unos
segundos todos en la taberna dejaron de mirarle, siguiendo en lo propio, creándose
así un silencio, interrumpido ocasionalmente por algún breve ruido sin
importancia.
La propietaria de la taberna, quien vivía en
la parte superior de la misma junto a su joven hija, era Petra: una mujer de
figura ancha y estatura media; de cabellos negros, bien sujetos en la nuca
formando una rosca; llevaba un delantal sucio, lleno de todo tipo de manchas. Desde
cerca de la cocina notó al desorientado cerdito, pareciéndole algo extraño,
pues además del hecho de que la mayoría sabían perfectamente a que acudían a la
taberna, era nada usual ver un cerdo como Elidor en ese lugar —o a un cerdo que
no fuera él en Zlintka—. Era bien sabido por ella, quien era él y quien era su
tutor, al igual que muchos en Zlintka. Petra se acercó a preguntarle que
necesitaba. A lo que Elidor respondió:
—Buen día, buena mujer. Vengo en busca de un
hombre del cual desconozco su nombre. Soy enviado por…
—¿A quién buscas? —preguntó la tabernera
interrumpiéndolo; algo que sorprendió a Elidor, junto a la descortesía de
hablarle así. “Menudos modales”, pensó.
—El hombre a quien busco es alto, fornido, de
cabellera corta. Me dijeron que lo encontraría aquí, lo necesito para emprender
un viaje a… —De nuevo fue abruptamente interrumpido. Pues, Petra no necesitaba
más información para saber a quién se refería.
—¡Oh, sí! Ahora no está. Si esperas no tardara
en aparecer.
La robusta tabernera le ofreció tomar asiento,
pidiéndole que si deseaba comer o beber algo la llamara. Elidor se sentó en una
mesa cerca del rincón izquierdo, próximo a la puerta. De su morral, que cruzaba
por su pecho hasta un costado, sacó una libreta, un lápiz —un objeto raro al
menos en las cercanías, pero de uso frecuente en El Continente—, y un artefacto especializado para poder
sostenerle. En su libreta escribía acerca de la taberna. Si bien no era lo que
imaginaba, tampoco era una representación exacta de lo que oyó. Comenzó por mencionar lo primero que percibió
al entrar: una amplia variedad de aromas y hedores; desde comida de diversos y
suculentos aromas, hasta olores nuevos y extraños, un tanto desagradables para
él. Describía la taberna como un lugar amplio, que contaba con más de diez
mesas, y en cada una con ocho cuencos incorporados —algo que en lo partículas
le parecía interesante, ya que sobre eso no le contaron—, dos para cada cliente
animal, así como cuatro banquillos en cada mesa; aunque algo sucias. En los muros,
se hallaban quinqués siempre encendidos, de igual modo, una vela al centro de cada
mesa; la cocina permanecía oculta a la vista por un par de telas que fungían de
puerta.
Del otro lado de la taberna, estaban sentados
dos irascos y un carnero esquilado, quienes comían y bebían —los tres vistiendo
pantalones holgados, semejantes a los del cerdito—. En el rincón frente a
Elidor, lindante a la cocina, estaba dormido sobre la mesa un gran oso, se
notaba con facilidad como se inflaba todo su cuerpo, al inhalar y exhalar con
profunda serenidad; aquel oso, causaba temor en él, pues a momentos y entre
sueños dejaba ver sus enormes colmillos.
Momentos después entraron en la taberna dos
hombres, de aspecto rubicundo y taciturno, ambos con ropas repletas de manchas obscuras;
se sentaron en una mesa en el medio. Pasaron unos minutos antes de ser atendidos;
los hombres pidieron de beber, recibiendo una respuesta negativa de parte de la
tabernera, oyéndose de la fuerte y ligeramente ronca voz de Petra: «Sólo hay
cerveza ahora, aún no llegan las mulas con la baba. ¿Si deseáis esperad?». Los
hombres, descontentos y un tanto decaídos, pidieron de comer.
Un par de hombres, cerca a Elidor,
conversaban, llegando a escucharles él inevitablemente, pero siendo arrastrado
a poner atención a lo que decían por el contenido de la conversación; algo que
le resultaba descortés al cerdito: escuchar conversaciones ajenas; pero
sucumbió ante la curiosidad innata en él.
—Mi abuelo contaba —decía uno de los hombres—
que su abuelo le contó, que originalmente por una guerra llegaron los
pobladores originarios aquí, asentándose en la tierra del olvido, decía él —Su
compañero, oyente, devoraba y bebía con igualado apetito que interés por lo
dicho.
—¿Tierra del olvido? —Le cuestionó al pasar
bocado acompañado de un sorbo de cerveza.
—Sí, algo tenía que ver con que eran los
olvidados o algo.
—¡Vaya! ¿Quién diría? Ahora la llamamos
Exulia. Mejor nombre.
—Y antes de eso, Exuterra; también me contó
mi abuelo.
Durante una breve distracción de los hombres,
el carnero trato a señas de llamar la atención de Elidor, invitándole a
sentarse con ellos en la mesa. Titubeante, Elidor, se aproximó hacia la mesa
aceptando su invitación.
Uno de los irascos poseía una mancha marrón
en el ojo izquierdo, cubriéndole casi del todo la mitad de la cara. Por lo
demás eran muy semejantes: de pelaje blanco; largos mechones de pelo en la
barba; orejas alargadas, apuntando a los costados; mirada despreocupada, y
cuernos curvados hacia atrás. El carnero, al estar deslanado llevaba
—irónicamente— un grueso chaleco de lana gris; su cabeza grande y alargada;
nariz amplia; orejas también alargadas, casi imperceptibles por lo enrollado de
sus robustos cuernos, enroscados formando una espiral con punta al frente; y
mirada severa.
—¡Buen día, señores! —pronunció Elidor al
sentarse.
—¡Buen día! —respondieron al unisonó los
irascos, mientras el carnero se inclinaba para beber de uno de los cuencos.
Los irascos se expresaban acompañados de un
acento remarcando, balante, arrastrando la «a» previa a la «b o v»; entre moviendo
frecuentemente la boca, llevando la mandíbula de un lado a otro, como si
mascaran; de igual manera el carnero, sólo que este acompañado de una
pronunciación, acento balante, más entrecortado y con particulares muletillas;
diferentemente en la «e», e igual en la «b y v».
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó uno de los
irascos.
—Soy Elidor Cerdic. ¡Oink!—respondió, lleno
de orgullo; y pidiendo disculpas.
—¡Tienes apellido! ¡E-eh! —exclamó el
carnero.
—Así es. Lo llevo con orgullo desde que mi
tutor me lo otorgó de muy buena manera.
—¿A caso eres el cerdo que vive en el palacio,
en la colina? —preguntó uno de los irascos; mirándose entre sí.
—Así es.
—¡He oído de él! —exclamó con asombro hacia
su compañero—. ¿Es cierto que eres muy listo?
—Tanto como puedo, señor —reconoció con
modestia.
—¿Qué hace un cerdo tan listo en un lugar
como este? —inquirió el carnero con tono altanero—, aquí no hay libros o cosas
así. ¡E-eh!
—No molestes, Cleyn —pidió uno de los irascos
al carnero—. No le escuches Elidor, siempre está temperamental cuando lo han
deslanado.
Ambos irascos rieron por lo antes dicho —Emitiendo
sonidos interpretables como risas; como hace en particular cada animal—,
mientras el carnero bebía, ignorándoles.
—He venido en busca de un hombre… —Elidor fue
interrumpido por el carnero.
—¿Un hombre? ¿Eres un cerdo tonto? No se
puede confiar en «Asesinos». ¡En cuanto te das la vuelta —Dio un golpe con la
pesuña en la mesa, atrayendo la mirada de todos en la taberna—… te matan! Son
ruines, sucios ladrones, hipócritas y mentirosos… traicioneros, sólo piensan en
cómo aprovecharse de los demás. Carecen de decencia y respeto propio, o por los
demás ¡E-e-eh!... Mirad a esos dos, sentados, planeando como…
—Ignóralo, Elidor, no todos son malos.
—Siempre está con eso recién lo deslanan
—añadió el otro irasco, y riendo de nuevo—, se queja aún viniendo a gastar lo
que le han pagado por su lana —De nuevo rieron.
El carnero, molesto por lo dicho, se puso de
pie, se dirigió a la cocina a pagar lo que debía y se marchó tirante.
Se produjo un silencio, mientras uno de los
irascos fue a la letrina y el otro bebía. En ese lapso de tiempo, Elidor, retomó
la escritura en su libreta; escribía, preguntándose por qué Cleyn, el carnero,
se refería de ese modo hacia los hombres. «Asesinos», una referencia al hombre
que sólo había leído en libros. Se creaba una interrogante discrepante y llena
de incredulidad, con gotas de indignación, en Elidor, quizá, debido a la imagen
sumamente arraigada en él hacia su tutor, quien no había sido nada menos que magnánimo
con él.
Por su parte, los dos “Asesinos”, sin mediar
palabra o cruzar miradas, simplemente contemplando sus respectivos platos sobre
las bandejas, comían sin apuro alguno, dos piezas de gallina cada uno; siendo
lo que podían pagar, aunque también, guardaban lo suficiente para gastar a la
llegada de las mulas. Ambos campesinos, lo cual se podía notar en sus manos y
ropas, obscurecidas por trabajar la tierra bajo el incesante ardor del sol.
Al regreso del irasco, comenzaron a conversar
los tres. Los irascos le contaban sobre sus vidas en el monte; él cerdito les
escuchaba muy atentamente. Después de un buen rato escuchándoles, Elidor pidió
amablemente a la tabernera que le sirviera una porción de vegetales —una
porción consistía en lo que cupiera en uno de los cuencos, parte de la mesa—.
Ya servida su porción, al preguntarle Petra que deseaba de beber, Elidor pidió
cortésmente agua. Al finalizar con su alimento, los irascos interrogaron al
cerdito sobre cómo era la vida en el palacio; Elidor con gran deleite relato su
diario vivir dentro y fuera de los muros del palacio. Les relataba como era su
humilde pero amada choza de arcilla; cómo, cerca de medio día acudía al palacio
a instruirse, leyendo amplia variedad de libros; para más tarde entablar extensas
y enriquecedoras conversaciones con su tutor; contándole éste, en ocasiones, sobre
su vida durante los años vividos en El Continente. Los irascos le escuchaban
con admiración.
Intercambiando historias, transcurrió
desapercibido el tiempo. En la taberna no dejaba de abrirse y cerrarse la
puerta; como si de un reloj de arena se tratara, uno a uno y en ocasiones a la
par, entraban a la taberna hombres y animales, llenándola poco a poco, y más y
más. Al abrirse la puerta, en esos breves lapsos, podía notarse que el ocaso
estaba por marchitarse. Al notarlo Elidor, y temiendo volver a obscuras a
palacio, se excuso con los irascos y se levanto; dirigiéndose a la tabernera
preguntó de nuevo por el hombre a quien buscaba. Petra respondió:
—No tardara, cerdito; ya va siendo hora de
que se aparezca. Driskell de Drakdlan jamás rompe una promesa —aseveró con
convicción, en voz baja.
—¡Driskell! —exclamo Elidor al saber el
nombre del tan buscado hombre.
Al oírse ese nombre, todos en la taberna,
tanto animales como hombres, aclamaron gritando a coro: ¡Driskell! ¡Driskell!
—¡Calmaos señores… calmaos! Todavía no está
aquí —repuso Petra, tratando de acallar el exalto de los presentes.
|
Pequeño adelanto del capitulo II (da click para ir al capítulo):
na carreta de carga, con dos mulas al frente y cargada de
cubas, se detuvo tras la taberna, bajando de ella un hombre. Entró en la
taberna por la puerta trasera; del otro lado de la puerta, que da a la cocina,
se encontraba sentada en un banquillo Evett, hija de la tabernera: una muchacha
joven, de piel clara; ojos azules, profundos como el mismísimo mar; cabellos largos, rizados y blondos, de una tonalidad como el
bello plumaje mate y claro en un pequeño canario; de silueta sutilmente robusta
y de rostro marcado por sus bellas facciones. Un ser bondadoso, delicado y a la
vez fantasioso. Permanecía sentada en el banquillo desde hacía ya tiempo,
expectante; con el codo flexionado sobre la mesa y la mano sosteniéndole la
barbilla, como soportando una pesada carga, llena de pesadumbre y desilusiones.
Esperaba a la llegada de su amado —perteneciente a un amor no correspondido,
pero aun así esperanzador, lleno de anhelo e ilusión— quien al cruzar el umbral
lleno su corazón de los más bellos y gratos sentimientos; llena de dicha se puso
de pie de un salto, corrió de brazos abiertos, repitiendo su nombre; con los
brazos extendidos alrededor de su cuello se alzó de puntillas para así poder besarle la mejilla.
|
Fotografía del perfil, en Flickr, de A. Sparrow
No hay comentarios.:
Publicar un comentario