sábado, 25 de noviembre de 2017

Andromalia - Capitulo 1

¿Darías tu vida por un animal? ¿Qué harías para salvarlo; hasta dónde llegarías para lograrlo?

Diría que estos son algunos cuestionamientos que nuestro protagonista se plantea, pero no es así. Ya que, Driskell, no requiere siquiera pensarlo, es una de las mayores convicciones en él. Para él, realmente da igual si es un animal ordinario, un digno humano o un animal “parlante” —como algunos en este mundo ficticio—, una vida valiosa, es una vida imprescindible.

Sin más, con ustedes queridos lectores el primer capitulo de Andromalia - El hijo de la reina. (Registrado en INDAUTOR bajo el seudónimo de D. Leo Mayén)


Andromalia

El hijo de la Reina


“Aquel que acoja con su manto nuestra Reina de la mano le guiará dentro y fuera del campo de batalla, entre algazaras de guerra y paz; al adoptado, su hijo. Eternamente protegiéndolo mientras sea férvido servidor de su voluntad; sin cuestionarla o reclamarla, simplemente siguiendo, intuyendo y obedeciendo sus designios. Siendo el vehículo de sus deseos; estoico entre oscuros y lúgubres senderos.”

Traducción de la inscripción al pie de una de las estatuas en el templo de la Diosa Morrighan, en Drakdlan.

Capitulo I


E
l gallo en el corral, hacia más de una hora que cantaba anunciando la majestuosa presencia en el horizonte del astro rey, dando pie al comienzo de un nuevo día.
Un día en lo particular importante para Elidor Cerdic: un cerdo de notable sapiencia —para un cerdo—; con poco más de siete años en su haber; un ser amable y bondadoso, de gestos gentiles y jubilosos; ávido por aprender, sin importar tema o materia a tratar. De altura promedio —en un cerdo: cerca del metro setenta; siendo más un bípedo que cuadrúpedo, aunque también solía andar a cuatro patas—; de piel rosada, cubierta de pelillos en ciertas partes; su hocico, así como su trompa, casi tan grandes como sus orejas, rosadas, grandes y puntiagudas; ojos pequeños y marrones, ubicados casi al centro de la cara; sus pesuñas de las patas como de las manos siempre bien cortadas. Vistiendo un chaleco de lana teñida de color marrón; en el bolsillo interno del mismo es donde guarda sus voluminosos lentes, necesarios para notar los más finos detalles, y pantalones gruesos y holgados, exceptuando de la cadera, donde están bien sujetos pues sería más que vergonzoso para él que cayeran en público.
Elidor se disponía a salir a una encomienda de suma importancia; como él solía referirse lleno de emoción, pues, era esta la primera vez que saldría más allá de las cercanías del poblado. Alistó todo lo que consideró necesario para su encomienda; lo revisó repetidamente hasta que se sintió seguro de no olvidar nada.
Cuando el sol se hallaba en lo más alto, salió de su humilde y sencilla choza, no de paja o de madera, de arcilla; y tras volver a revisar que todo estaba colocado en su respectivo sitio, cerró la puerta de la choza girando una enorme llave, y, ocultándola después entre los arbustos, ubicados a los pies de la choza. Con el alma llena de júbilo, al contemplar él su alrededor, se podía notar en su cara la emoción que le invadía, escapándosele un corto y espontaneo gruñido, tras el cual emprendió la marcha.
Elidor bajó por la senda que lleva desde su choza hasta el jardín; mismo que se encuentra a un costado del majestuoso palacio, propiedad de un hombre el cual aún al renunciar a ser llamado por un título nobiliario gozaba de reconocimiento, no sólo por sus tierras o su cuantiosa riqueza sino por su notable y amplio conocimiento, pero más aun por su generosidad hacia los demás.
Al encontrarse Elidor con el jardinero: un hombre de mediana edad; de tez acanelada a causa del sol; quien en ese momento se encontraba en plena labor, achatando los matorrales, se dirigió a él:
—¡Buen día, Antón! —dijo Elidor— tendrías la amabilidad de comunicar a mi tutor que he partido hacia el poblado.
—Desde luego, su excelencia; se lo hare saber en cuanto lo vea­ —respondió Antón, sonriente, sosteniendo su sombrero de paja entre las manos y haciendo una reverencia.
—Tened suerte —Se despidió Elidor.
Tras caminar cerca de un kilometro y poco más, Elidor, llegó al poblado: Zlintka. Observaba con admiración, como era habitual en él, todo a su alrededor: desde los niños y crías, con caras mugrientas, jugando en la diminuta plaza; así como a la gente comerciar en el mercado —tanto animales como hombres—; emocionado por los ruidos y voces producidos por los mismos. Sentía particular contento al saludar amablemente tanto a conocidos como a extraños; salvo a algunos con quienes tenía reservas.
A una calle, detrás del mercado, se encuentra la taberna del poblado. Sitio al cual, Elidor, sentía particular repelo, debido a diversas historias oídas sobre ese lugar entre los muros del palacio. Pero, aún así, sintiendo particular curiosidad por lo que allí ocurría; se preguntaba si aquellas míseras historias, llenas de excesos y vulgaridad eran ciertas, o meras exageraciones. Indeciso por no saber si tocar a la puerta o simplemente entrar a la taberna, permaneció de pie frente a la puerta; hasta que se decidió a simplemente entrar. Empujando ligeramente la puerta, vieja y astillada de los bordes —y rara vez bajo llave—, ya dentro de la taberna todos ahí le miraron con ojos entre cerrados, a causa de la intensa y resplandeciente luz diurna que intrusa penetraba por la puerta. Tras acostumbrarse los ojos de Elidor a la escueta luminosidad en el interior de aquel lúgubre y sombrío lugar, de nuevo permaneció de pie indeciso sobre cómo proceder: ¿Preguntar e irse, o sólo sentarse y esperar? O más importante aún ¿Si permanecía demasiado tiempo allí sucumbiría a las bajezas relatadas en las “historia”? Transcurridos unos segundos todos en la taberna dejaron de mirarle, siguiendo en lo propio, creándose así un silencio, interrumpido ocasionalmente por algún breve ruido sin importancia.
La propietaria de la taberna, quien vivía en la parte superior de la misma junto a su joven hija, era Petra: una mujer de figura ancha y estatura media; de cabellos negros, bien sujetos en la nuca formando una rosca; llevaba un delantal sucio, lleno de todo tipo de manchas. Desde cerca de la cocina notó al desorientado cerdito, pareciéndole algo extraño, pues además del hecho de que la mayoría sabían perfectamente a que acudían a la taberna, era nada usual ver un cerdo como Elidor en ese lugar —o a un cerdo que no fuera él en Zlintka—. Era bien sabido por ella, quien era él y quien era su tutor, al igual que muchos en Zlintka. Petra se acercó a preguntarle que necesitaba. A lo que Elidor respondió:
—Buen día, buena mujer. Vengo en busca de un hombre del cual desconozco su nombre. Soy enviado por…
—¿A quién buscas? —preguntó la tabernera interrumpiéndolo; algo que sorprendió a Elidor, junto a la descortesía de hablarle así. “Menudos modales”, pensó.
—El hombre a quien busco es alto, fornido, de cabellera corta. Me dijeron que lo encontraría aquí, lo necesito para emprender un viaje a… —De nuevo fue abruptamente interrumpido. Pues, Petra no necesitaba más información para saber a quién se refería.
—¡Oh, sí! Ahora no está. Si esperas no tardara en aparecer.
La robusta tabernera le ofreció tomar asiento, pidiéndole que si deseaba comer o beber algo la llamara. Elidor se sentó en una mesa cerca del rincón izquierdo, próximo a la puerta. De su morral, que cruzaba por su pecho hasta un costado, sacó una libreta, un lápiz —un objeto raro al menos en las cercanías, pero de uso frecuente en El Continente—,  y un artefacto especializado para poder sostenerle. En su libreta escribía acerca de la taberna. Si bien no era lo que imaginaba, tampoco era una representación exacta de lo que oyó.  Comenzó por mencionar lo primero que percibió al entrar: una amplia variedad de aromas y hedores; desde comida de diversos y suculentos aromas, hasta olores nuevos y extraños, un tanto desagradables para él. Describía la taberna como un lugar amplio, que contaba con más de diez mesas, y en cada una con ocho cuencos incorporados —algo que en lo partículas le parecía interesante, ya que sobre eso no le contaron—, dos para cada cliente animal, así como cuatro banquillos en cada mesa; aunque algo sucias. En los muros, se hallaban quinqués siempre encendidos, de igual modo, una vela al centro de cada mesa; la cocina permanecía oculta a la vista por un par de telas que fungían de puerta.
Del otro lado de la taberna, estaban sentados dos irascos y un carnero esquilado, quienes comían y bebían —los tres vistiendo pantalones holgados, semejantes a los del cerdito—. En el rincón frente a Elidor, lindante a la cocina, estaba dormido sobre la mesa un gran oso, se notaba con facilidad como se inflaba todo su cuerpo, al inhalar y exhalar con profunda serenidad; aquel oso, causaba temor en él, pues a momentos y entre sueños dejaba ver sus enormes colmillos.
Momentos después entraron en la taberna dos hombres, de aspecto rubicundo y taciturno, ambos con ropas repletas de manchas obscuras; se sentaron en una mesa en el medio. Pasaron unos minutos antes de ser atendidos; los hombres pidieron de beber, recibiendo una respuesta negativa de parte de la tabernera, oyéndose de la fuerte y ligeramente ronca voz de Petra: «Sólo hay cerveza ahora, aún no llegan las mulas con la baba. ¿Si deseáis esperad?». Los hombres, descontentos y un tanto decaídos, pidieron de comer.
Un par de hombres, cerca a Elidor, conversaban, llegando a escucharles él inevitablemente, pero siendo arrastrado a poner atención a lo que decían por el contenido de la conversación; algo que le resultaba descortés al cerdito: escuchar conversaciones ajenas; pero sucumbió ante la curiosidad innata en él.
—Mi abuelo contaba —decía uno de los hombres— que su abuelo le contó, que originalmente por una guerra llegaron los pobladores originarios aquí, asentándose en la tierra del olvido, decía él —Su compañero, oyente, devoraba y bebía con igualado apetito que interés por lo dicho.
—¿Tierra del olvido? —Le cuestionó al pasar bocado acompañado de un sorbo de cerveza.
—Sí, algo tenía que ver con que eran los olvidados o algo.
—¡Vaya! ¿Quién diría? Ahora la llamamos Exulia. Mejor nombre.
—Y antes de eso, Exuterra; también me contó mi abuelo.
Durante una breve distracción de los hombres, el carnero trato a señas de llamar la atención de Elidor, invitándole a sentarse con ellos en la mesa. Titubeante, Elidor, se aproximó hacia la mesa aceptando su invitación.
Uno de los irascos poseía una mancha marrón en el ojo izquierdo, cubriéndole casi del todo la mitad de la cara. Por lo demás eran muy semejantes: de pelaje blanco; largos mechones de pelo en la barba; orejas alargadas, apuntando a los costados; mirada despreocupada, y cuernos curvados hacia atrás. El carnero, al estar deslanado llevaba —irónicamente— un grueso chaleco de lana gris; su cabeza grande y alargada; nariz amplia; orejas también alargadas, casi imperceptibles por lo enrollado de sus robustos cuernos, enroscados formando una espiral con punta al frente; y mirada severa.
—¡Buen día, señores! —pronunció Elidor al sentarse.
—¡Buen día! —respondieron al unisonó los irascos, mientras el carnero se inclinaba para beber de uno de los cuencos.
Los irascos se expresaban acompañados de un acento remarcando, balante, arrastrando la «a» previa a la «b o v»; entre moviendo frecuentemente la boca, llevando la mandíbula de un lado a otro, como si mascaran; de igual manera el carnero, sólo que este acompañado de una pronunciación, acento balante, más entrecortado y con particulares muletillas; diferentemente en la «e», e igual en la «b y v».
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó uno de los irascos.
—Soy Elidor Cerdic. ¡Oink!—respondió, lleno de orgullo; y pidiendo disculpas.
—¡Tienes apellido! ¡E-eh! —exclamó el carnero.
—Así es. Lo llevo con orgullo desde que mi tutor me lo otorgó de muy buena manera.
—¿A caso eres el cerdo que vive en el palacio, en la colina? —preguntó uno de los irascos; mirándose entre sí.
—Así es.
—¡He oído de él! —exclamó con asombro hacia su compañero—. ¿Es cierto que eres muy listo?
—Tanto como puedo, señor —reconoció con modestia.
—¿Qué hace un cerdo tan listo en un lugar como este? —inquirió el carnero con tono altanero—, aquí no hay libros o cosas así. ¡E-eh!
—No molestes, Cleyn —pidió uno de los irascos al carnero—. No le escuches Elidor, siempre está temperamental cuando lo han deslanado.
Ambos irascos rieron por lo antes dicho —Emitiendo sonidos interpretables como risas; como hace en particular cada animal—, mientras el carnero bebía, ignorándoles.
—He venido en busca de un hombre… —Elidor fue interrumpido por el carnero.
—¿Un hombre? ¿Eres un cerdo tonto? No se puede confiar en «Asesinos». ¡En cuanto te das la vuelta —Dio un golpe con la pesuña en la mesa, atrayendo la mirada de todos en la taberna—… te matan! Son ruines, sucios ladrones, hipócritas y mentirosos… traicioneros, sólo piensan en cómo aprovecharse de los demás. Carecen de decencia y respeto propio, o por los demás ¡E-e-eh!... Mirad a esos dos, sentados, planeando como…
—Ignóralo, Elidor, no todos son malos.
—Siempre está con eso recién lo deslanan —añadió el otro irasco, y riendo de nuevo—, se queja aún viniendo a gastar lo que le han pagado por su lana —De nuevo rieron.
El carnero, molesto por lo dicho, se puso de pie, se dirigió a la cocina a pagar lo que debía y se marchó tirante.
Se produjo un silencio, mientras uno de los irascos fue a la letrina y el otro bebía. En ese lapso de tiempo, Elidor, retomó la escritura en su libreta; escribía, preguntándose por qué Cleyn, el carnero, se refería de ese modo hacia los hombres. «Asesinos», una referencia al hombre que sólo había leído en libros. Se creaba una interrogante discrepante y llena de incredulidad, con gotas de indignación, en Elidor, quizá, debido a la imagen sumamente arraigada en él hacia su tutor, quien no había sido nada menos que magnánimo con él.
Por su parte, los dos “Asesinos”, sin mediar palabra o cruzar miradas, simplemente contemplando sus respectivos platos sobre las bandejas, comían sin apuro alguno, dos piezas de gallina cada uno; siendo lo que podían pagar, aunque también, guardaban lo suficiente para gastar a la llegada de las mulas. Ambos campesinos, lo cual se podía notar en sus manos y ropas, obscurecidas por trabajar la tierra bajo el incesante ardor del sol.
Al regreso del irasco, comenzaron a conversar los tres. Los irascos le contaban sobre sus vidas en el monte; él cerdito les escuchaba muy atentamente. Después de un buen rato escuchándoles, Elidor pidió amablemente a la tabernera que le sirviera una porción de vegetales —una porción consistía en lo que cupiera en uno de los cuencos, parte de la mesa—. Ya servida su porción, al preguntarle Petra que deseaba de beber, Elidor pidió cortésmente agua. Al finalizar con su alimento, los irascos interrogaron al cerdito sobre cómo era la vida en el palacio; Elidor con gran deleite relato su diario vivir dentro y fuera de los muros del palacio. Les relataba como era su humilde pero amada choza de arcilla; cómo, cerca de medio día acudía al palacio a instruirse, leyendo amplia variedad de libros; para más tarde entablar extensas y enriquecedoras conversaciones con su tutor; contándole éste, en ocasiones, sobre su vida durante los años vividos en El Continente. Los irascos le escuchaban con admiración.
Intercambiando historias, transcurrió desapercibido el tiempo. En la taberna no dejaba de abrirse y cerrarse la puerta; como si de un reloj de arena se tratara, uno a uno y en ocasiones a la par, entraban a la taberna hombres y animales, llenándola poco a poco, y más y más. Al abrirse la puerta, en esos breves lapsos, podía notarse que el ocaso estaba por marchitarse. Al notarlo Elidor, y temiendo volver a obscuras a palacio, se excuso con los irascos y se levanto; dirigiéndose a la tabernera preguntó de nuevo por el hombre a quien buscaba. Petra respondió:
—No tardara, cerdito; ya va siendo hora de que se aparezca. Driskell de Drakdlan jamás rompe una promesa —aseveró con convicción, en voz baja.
—¡Driskell! —exclamo Elidor al saber el nombre del tan buscado hombre.
Al oírse ese nombre, todos en la taberna, tanto animales como hombres, aclamaron gritando a coro: ¡Driskell! ¡Driskell!
—¡Calmaos señores… calmaos! Todavía no está aquí —repuso Petra, tratando de acallar el exalto de los presentes.


U
na carreta de carga, con dos mulas al frente y cargada de cubas, se detuvo tras la taberna, bajando de ella un hombre. Entró en la taberna por la puerta trasera; del otro lado de la puerta, que da a la cocina, se encontraba sentada en un banquillo Evett, hija de la tabernera: una muchacha joven, de piel clara; ojos azules, profundos como el mismísimo mar; cabellos largos,  rizados y blondos, de una tonalidad como el bello plumaje mate y claro en un pequeño canario; de silueta sutilmente robusta y de rostro marcado por sus bellas facciones. Un ser bondadoso, delicado y a la vez fantasioso. Permanecía sentada en el banquillo desde hacía ya tiempo, expectante; con el codo flexionado sobre la mesa y la mano sosteniéndole la barbilla, como soportando una pesada carga, llena de pesadumbre y desilusiones. Esperaba a la llegada de su amado —perteneciente a un amor no correspondido, pero aun así esperanzador, lleno de anhelo e ilusión— quien al cruzar el umbral lleno su corazón de los más bellos y gratos sentimientos; llena de dicha se puso de pie de un salto, corrió de brazos abiertos, repitiendo su nombre; con los brazos extendidos alrededor de su cuello se alzó de  puntillas para así poder besarle la mejilla.



Piglets
Fotografía del perfil, en Flickr, de A. Sparrow
Usada bajo la licencia Creative Commons

Sad Dog

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