jueves, 30 de noviembre de 2017

Andromalia - Capitulo 2

En principio, por los acontecimientos, situaciones y personajes, descritos en el capítulo anterior (Da click para ir al capítulo 1) bien podría pareces que se trata de algún cuento infantil, los animalitos que hablan, unos buenos y otros malos, en apariencia (aunque la ingesta de bebidas alcohólicas rompe esa premisa, ja, ja). Pero la trama, poco a poco, se va trastornando hasta límites displicentes, sangrientos y brutales. Si bien el hecho de que en este "mundo" los animales hablen e imiten al hombre es sumamente trascendente y vital en la historia, no cambia la realidad de lo que llega a ser la especie humana; demostrándose aquí tanto lo notable como lo perverso en ella, tanto hacia los animales como hacia entre nosotros mismos.

Ahora Elidor conocerá al hombre que lo llevará hasta su destino; por un precio, desde luego... Mayor para uno que para el otro a fin de cuentas. Su viaje será, como muchos otros, tranquilo y normal (como seguro todos hemos tenido alguno)... pero el final de éste será como ninguno de nosotros desearíamos experimentar.

Andromalia - Capítulo II


U
na carreta de carga, con dos mulas al frente y cargada de cubas, se detuvo tras la taberna, bajando de ella un hombre. Entró en la taberna por la puerta trasera; del otro lado de la puerta, que da a la cocina, se encontraba sentada en un banquillo Evett, hija de la tabernera: una muchacha joven, de piel clara; ojos azules, profundos como el mismísimo mar; cabellos largos,  rizados y blondos, de una tonalidad como el bello plumaje mate y claro en un pequeño canario; de silueta sutilmente robusta y de rostro marcado por sus bellas facciones. Un ser bondadoso, delicado y a la vez fantasioso. Permanecía sentada en el banquillo desde hacía ya tiempo, expectante; con el codo flexionado sobre la mesa y la mano sosteniéndole la barbilla, como soportando una pesada carga, llena de pesadumbre y desilusiones. Esperaba a la llegada de su amado —perteneciente a un amor no correspondido, pero aun así esperanzador, lleno de anhelo e ilusión— quien al cruzar el umbral lleno su corazón de los más bellos y gratos sentimientos; llena de dicha se puso de pie de un salto, corrió de brazos abiertos, repitiendo su nombre; con los brazos extendidos alrededor de su cuello se alzó de  puntillas para así poder besarle la mejilla.
—¡Driskell! Cuanto te he extrañado; ¡no tienes idea! —exclamó Evett, con la voz entrecortada, mientras Driskell la abrazaba con suavidad y besaba su frente.
—Avisa a tu madre que he llegado. ¿Sí, Evett? —le pidió, pasando su mano por entre sus dorados cabellos, inclinando la cabeza y mirándole sonreír, llena de la más pura inocencia.
Evett corrió llena de júbilo a notificar a su madre —quien en ese momento no daba abasto en atender a los numerosos clientes—, de la tan esperada llegada por todos en la taberna.
Driskell, un hombre alto, de estatura notoria y fornido; de cabellera obscura, corta, algo enmarañada, a poco más de la oreja; barba de patilla a patilla, naciente hace pocos días; ojos marrones, y mirar profundo; musculatura marcada —cosa que en lo particular no le era tan favorable con las mujeres, así como en su «trabajo», pues muchas le veían con ojos lujuriosos aunque discretos, llevándolo a insinuaciones que rechazaba cortes, pero trayéndole escándalos y habladurías—; al oírsele hablar como al tratarle, podía ser gentil, bondadoso, fraternal y solaz; muchas veces irónico; y por otro lado, penetrante, atemorizante y amenazador, incluso a veces siniestro. Un hombre de arraigadas convicciones y avasallante visceralidad. Lleno de secretos, mayormente por actos pasados; secretos forjados entre el hierro de espadas, la madera de agudas flechas y el fuego de rugientes armas, motivadas por ajena codicia y poder, y saldadas con sangre: en obscuras y cruentas tierras lejanas al otro lado de un vasto e inmenso océano.
Petra, sonriendo sin disimulo, limpiándose las manos en el delantal recibió a Driskell abrazándole afectuosamente.
—¿Qué tal tu viaje? ¿Lo has descargado ya? Comienzan a impacientarse ahí dentro.
—¡Apenas llegó de un viaje de casi tres días! Me gustaría descansar un poco y comer aunque sea una mísera pieza de pan duro. ¡Si no te importa, mujer! —dijo sonriente.
—¡Tienes razón! ¿Siéntate y te sirvo algo de comer?
—Si hay muchos ansiosos por embriagarse mejor será que descargue los barriles, y después comeré. Ja, ja.
Descargados los barriles, llenos de baba urapi, y una vez guardadas y alimentadas las mulas, Driskell se dirigió a la muchedumbre que se reunía en la taberna. No cabía allí ni un alma más.
—Amigos míos. Les he traído por lo que esperan afanosos cada mes, por lo que pasan días enteros ahorrando, para luego venir a despilfarrarlo. ¡Así que todos a beber!
Tras el breve discurso que animó a todos en la taberna, Petra comenzó a llenar con baba urapi uno por uno tarros y cuencos. El ambiente en la taberna era de gran regodeo, ya que como bien había dicho Driskell, todos esperaban con ansia la llegada de la preciada bebida. Una bebida procedente de Destrren, un poblado al noreste de Zlintka, a día y medio en carreta. La baba urapi era elaborada extrayéndola de una planta de hojas verdes, largas y gruesas, decrecientes en longitud y terminantes en punta, dentadas con espinas en los bordes; creándola con el aguamiel o “esencia” de la planta; formándose la baba al dejar fermentar la “esencia”; consiguiendo cuantiosos litros de baba al mes, tan sólo de una planta.
Minutos después de media noche, la taberna seguía repleta. Los únicos en salir eran quienes lo hacían para vomitar, o los que confundían la puerta de la letrina. Desde fuera se percibía, cual bisbiseos incomprensibles, el bullicio de la muchedumbre reunida en la taberna; sólo al abrirse momentáneamente la puerta se dejaba oír todo lo que allí ocurría. Desde el otro extremo de la calle se aproximaba Cleyn, a paso apresurado, pensando angustiado que no le guardarían aunque fuera una mísera porción de baba urapi. Al entrar Cleyn, todos le acogieron a gritos —por estar ebrios, no por otra razón—; ignoró a la muchedumbre aún mal humorado por lo antes ocurrido; buscó de inmediato a Petra y pidió con alivio la tan deseada bebida. Pasado un corto lapso de tiempo se marchó satisfecho.
En la taberna, al encontrarse repleta, resultaba difícil distinguir lo que ahí se decía. En el rincón derecho, cerca a la letrina se hallaba un viejo: de cabellos y barba larga y cenizos, y en desorden; ojos claros; frente arrugada y piel reseca, desde el rostro hasta los pies; escuálido, pero aún así conservando el vigor pese a los años desfilados; vestía unos viejos harapos. Sentado en un banquillo —con la barba con residuos de baba urapi y patitas de grillo— tocaba sonriente y con entusiasmo la lira; las melodías emitidas no eran del todo desafinadas, pero sí pasaban desapercibidas, ya que nadie les prestaba la más mínima atención, exceptuando a Evett que escuchaba con placer desde la cocina.
Mientras algunos discutían, otros alegaban, casi a gritos, sobre cualquier nimiedad. Podía escucharse, sólo al acercarse a cada una de las mesas, cosas como: a un par de campesinos discutir acerca de que el trigo de esta temporada no era tan bueno como en ocasiones pasadas; o a un par de carneros y al herrero del poblado alegar sobro lo sucia que se pone la lana si no se limpia con frecuencia; a lo que uno de los carneros reacciono: «¡Me llamáis sucio!», poniéndose de pie ofendido. Momentos después se les podía ver compartiendo un plato de “botana”, la que consistía en, ya sea, grillos, charales o gusanos.
Desde la cocina, oculta entre las telas que hacen de puerta, Evett contemplaba entre suspiros a Driskell. Él estaba en una mesa en el medio de la taberna relatando sus audaces viajes por todo El Continente —la mayoría, inexactos y exagerados por voluntad propia—, todos le escuchaban con atención, reaccionando con asombro y emoción. Evett, susurraba entre las telas:
—Es tan apuesto… como valiente —Soltó un suspiro desde lo profundo de su ser—. Algún día, cuando… —Su madre, de pie a lado de ella, partiendo en trozos en ese momento una hogaza de pan de ajo, la detuvo.
—Lo que debes hacer es dejar de perder el tiempo en un hombre que no te corresponde, ni es para ti. Podrá serte de buen ver, pero no es lo que necesitas de un hombre; constantemente pienso en la pobre Kalyna y lo que será de ella sí algún día, ¡Dios no lo permita!, no vuelve de uno de sus viajes. ¿Eso quieres de un hombre; no saber si volverá, si morirá lejos de ti? ­—Le reprochó a la joven, quien no apartaba la mirada (reflejando ahora enfado) de su amado—. Él hombre que vino hace días… ¡Él sí que es alguien adecuado para ti!; dueño de tierras, ¡y!, de una generosa fortuna. Si os casáis… entristeceré por tu partida, pero ya iré a visitaros. ¡Que son dos poblados! —pronunció con nostalgia, partiendo en rodajas otra hogaza de pan—. ¡Espero que tengáis hijos pronto!
Evett dio media vuelta, salió de la cocina por la puerta trasera y subió presurosa las escaleras hasta llegar a su habitación, ahogando allí, sobre la cama, sus amargas penas entre lágrimas y profundos sollozos hasta dormir.
De vuelta en la taberna, todos los presentes, exceptuando quienes dormían en el piso o recargados en las mesas, coreaban ebrios una canción que, como cada mes, resonaba en la taberna:

Si no bebéis, bestias no seréis.
¡Baba, baba para cada bestia,
en este pútrido lugar!
¡BA-BA-BA! Cómo la oveja.
¡Bebed, bebed, bebed
hasta que la barriga esté repleta!

Driskell, poco afecto a cantar o bailar, o a cualquier actividad semejante, se refugió en la cocina. Petra se sirvió en un tarro la baba que había apartado para consumo propio, en un cántaro.
—¿Cansado de contarles tus hazañas? —preguntó Petra, rellenándole el tarro.
—Sí. ¿No deberías atender a tus “festivos” clientes? —la cuestionó Driskell, entre sorbos.
—Una vez que cantan esa ridícula canción es mejor no servirles más —Ambos rieron.
—No es de esperarse que compongan una bellísima canción poética una panda de ebrios. Ja, ja.
Driskell se sentó; observaba a Petra arrodajar más pan, con la mirada perdida, fija en el cuchillo, llevándose ocasionalmente el tarro a la boca.
—Kalyna… ¿Sabes cómo se encuentra? —preguntó Driskell pausadamente y con voz apagada.
Dejando su tarro sobre la mesa Petra se acercó con lentitud a él, y dijo con suavidad:
—¡Bien¡ Se encuentra bien... ­—Él se limitó a asentir con la cabeza. Dio un sorbo al tarro.
Elidor, sentado a solas en un banquillo, de espaldas a la pared; después de una placida siesta hacia unas horas; llevaba rato contemplando el frenesí concertado en aquel lugar. Sintiéndose en parte asustado, en parte asombrado, pues en palacio jamás oyó sobre el particular estado de los asistentes. (Por qué las voces creadoras de esas historias sólo relataban el ambiente en general: siendo ellas vivas participes de aquellos excesos). Nadie que sirviera o viviera en el palacio se encontraba presente esa noche, pues en palacio tenían su propia celebración. Por más que clientes, así como la misma Petra, le insistían que bebería un poco de baba Elidor declinaba muy cortésmente. Durante el rato como espectador, Elidor observó como aquellos irascos con los que hacia unas horas se encontraba conversando, ahora, uno de ellos yacía en el suelo, inerte y con la lengua de fuera; mientras el otro, aún de “pie”, se atiborraba de comida que encontraba en el suelo. También fue testigo de cómo los dos campesinos antes llamados «Asesinos», por Cleyn, minutos antes alegaban entre sí, con voz trémula, aguda y soez —característica en alguien en ese estado—, acerca de la mujer del otro, argumentando que era una tonta al haberse casado con él; siguiendo su alegato con cosas como, quien era mejor hombre con sus respectivas mujeres, y, terminando por amenazarse de muerte, diciéndose entre movimientos toscos: «¡Os matare señor!», respondiéndole el otro «¡No si yo os mato primero!». Posteriormente, mirándolos a ambos entre llantos afectivos y suplicas de perdón. Elidor observaba con inquietud constantemente al oso, de quien temía se despertara y devorara a todos allí. Algo imposible, pero persistente en su mente, debido a un aterrador cuento que había leído hacía ya tiempo, en su puerquil infancia.
—¡Por cierto! —pronunció Petra tratando de distraer a Driskell de sus aparentemente sombríos pensamientos—, ha venido un cerdo a buscarte. Te espera allí dentro.
—Lo he visto. ¿Sabes por qué me busca? —preguntó con interés, saliendo de su transe y poniéndose de pie.
—No. Ve y pregúntaselo.
Driskell echó un breve vistazo alrededor. Mirando al cerdito con detenimiento y recordando un viejo acuerdo. Bajó cuidadoso de una de las mesas, cercana al rincón donde Elidor se encontraba, a un carnero que dormía del todo despreocupado. Se acercó al cerdito parándose frente a él de brazos cruzados.
—Me han dicho que me buscas. ¿Es cierto? —preguntó con severidad.
—Así es, señor. Llevo toda la tarde esperándolo. ¡Oink! —pidió disculpas—. Permítame presentarme: soy Elidor Cerdic. Enviado por…
—Sé de dónde vienes, cerdito. Sígueme y conversemos —Tomaron asiento en la mesa libre de carnero—. ¿Dime, que te trae a este “placido y acogedor” agujero? —Elidor se extraño al no comprender a que se refería con “placido y acogedor”.
—He venido en su búsqueda… ya que requiero de sus servicios. En mí hay una encomienda de suma importancia.
—Ya veo. Dime, en donde entro yo en esa “encomienda de suma importancia”.
—Debo acudir a la tierra del conocimiento.
—¡Vaya! Eso es lejos. “A pie seguro no llegas”. —Añadiendo lo último en mofa; Elidor no comprendió.
—Desde luego que no señor, por ello necesito de sus servicios. Cuento con el dinero necesario. —(Los ahorros de su vida; cantidad que no resultaría retribución suficiente para lo que les aguardaba).
—De acuerdo, cerdito. Necesito saber quiénes irán, que llevaran consigo y quiénes son. ¿Dime, has ido ya a Verdsnan?
—Solo seré yo; llevo únicamente este morral que ve, y soy Elidor. Por lo demás me temo que no, señor. Pero estoy muy emocionado al respecto, es la primera vez que saldré de Zlintka. ¡Oink! —Se dispensó.
—Seguro que si cerdito… seguro. Escucha, nos veremos aquí mañana a medio día.
—Me gustaría, si no le importa, partir ahora. No puedo volver a palacio a estas horas. ¡Es peligroso! ¡Oink¡ —pidió lo excusara.
Driskell permaneció callado y pensativo.
—Me encuentro medio ebrio, medio sobrio, cerdito… —pronuncio malgeniado y exhausto—, pero, te diré que haremos: pediré a Petra que te permita dormir en la habitación extra que tiene. ¿Qué te parece?
—De acuerdo. Le agradeceré sea puntual. No quisiera abusar de su generosidad.
Driskell y Elidor siguieron discutiendo los pormenores de su futuro viaje. Más tarde Driskell habló con Petra; ella aceptó de buena manera; guiando al cerdito hasta la habitación donde pasaría la noche.
Las aves trinaban cuando, del este, los primeros rayos de luz se dejaban ver por entre las calles de Zlintka; en la taberna abundaba un hondo silencio, así como una honda peste. Quienes gozaban hacia unas horas, entre gritos y canciones desentonadas, yacían ahora en el piso o en las mesas, dormidos o inconscientes, boquiabiertos, algunos con las lenguas de fuera; otros más sobre sus propios charcos de vomito; también había quien roncaba desaforadamente. Entre tanto, Petra recogía de entre los impúdicos presentes, tarros —los pocos que no sucumbieron a tan alborotada velada— y platos, entre otras cosillas; para seguido, extraer sin pena alguna, de sus bolsillos, el respectivo dinero que debían. Petra siempre recordaba con suma precisión quienes y cuanto debían.
De entre el tétrico y sucio interior de la taberna, comenzaban a reanimarse los cuerpos victimas del exceso; tratando de incorporarse con movimientos torpes y lentos; algunos no podían siquiera concluir su cometido, cayendo de nuevo. El primero en ponerse de pie, un hombre, arrastraba los pies, sujetándose la cabeza — esperando no se le cayera por tan intenso malestar—, al llegar a la puerta se detuvo un instante, susurrando: «Me matara mi mujer, lo sé»; al abrir éste la puerta, permitió la entrada de la esplendorosa e intensa luz del sol, la que, no solo a él, al mirarle sintió que le quemaba las retinas y provocaba profuso dolor en la cabeza. Desorientado al salir, tomo el camino opuesto a su casa, notándolo casi de inmediato dio media vuelta y tomó la dirección correcta.

(Registrado en INDAUTOR bajo el seudónimo de D. Leo Mayén)


Tratando de olvidar los recuerdos y actuales pensamientos angustiosos, se dirigió hacia el mueble pesado junto a la chimenea, mismo que movió no muy fácilmente; dejando a la vista una trampilla en el suelo. Sacó del mueble unos fósforos y una palmatoria con una vela casi nueva en ella; junto con un trapo. Levanto la trampilla del todo, y, con palmatoria en mano, bajó por unas angostas escaleras, llegando a su “armería” privada: no era muy amplia, poco más de un tercio de la estancia. Alumbrado por la tímida luz de la vela, encendió el resto de las velas de alrededor. Aun con todas las velas encendidas, aquel lugar tenía una apariencia lúgubre, húmeda y polvorienta, incluso tenebrosa. Al medio de su singular madriguera, está una mesa, misma que construyó ahí mismo; y, alrededor varios baúles. Tomó de debajo de la mesa un cántaro con el cuello estrecho y tapado por un corcho; lo destapó y empapó el trapo para limpiar de polvo la mesa. Sustrajo del baúl de los mapas —repleto de ellos—, el mapa geográficamente más extenso, que no abarcaba hasta Verdsnan pues se hallaba muy al norte; lo extendió sobre la mesa, y estudiándolo por unos minutos planeó la ruta que seguirían; lo dobló dejándolo sobre la mesa. De otro baúl tomó un arco recurvado, usado sobre todo para cazar y ocasionalmente para afinar la puntería —algo un tanto innecesario para el viaje, pensó; pero siendo precavido…—, flechas, bastantes flechas, así como una ballesta y virotes. Abrió dudosamente otro baúl; abierto por completo, permaneció observando su contenido moviendo los ojos de un lado a otro; sacó de allí una katana, envuelta en cuantiosos trapos, la sostuvo entre sus manos por unos instantes, sintiendo la textura de la vaina. Ese objeto era muy preciado para Driskell, le recordaba el radical cambio de vida que realizó hacia unos años. La desenvaino unos centímetros… la enfundó y colocó en la mesa. Regresó al mismo baúl, sacando de él una daga de unos quince centímetros; del fondo tomó un hacha. De otros baúles, sacó diversos artefactos y cosas que creía necesarias para el viaje. Antes de subir se equipó con la katana a la cintura, de lado izquierdo; y la daga de lado derecho cerca de la espalda; el arco a la espalda junto a las flechas . Al tenerlo todo listo, apagó las velas y salió de su solitario agujero con tres morrales a cuestas; cerró la trampilla y reacomodo el mueble.


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Fotografía del perfil, en Flickr, de steve p2008
Usada bajo la licencia Creative Commons

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