martes, 5 de diciembre de 2017

Andromalia - Capítulo 3

Tras tomar y alistar lo necesario para comenzar su viaje: armas, objetos elementales, provisiones, etc., y dejar a buen recaudo a su amada Kalyna, Driskell va en busca de sus fieles compañeros Wirt y Sheply, para dar comienzo a su viaje de incierto porvenir junto a Elidor el cándido cerdito.
Wirt la zarigüeya y Sheply el can resultan imprescindibles no sólo para la historia en sí, sino también para Driskell, para quien él es… Tan queridos y entrañables para él como para mí.
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Andromalia - Capítulo III


D
riskell, no muy lejos de la taberna, llagaba al lugar que llamaba hogar: una casa semejante a la taberna, al menos al mirar su exterior, y cómo la mayoría de moradas en el centro del poblado. Al cruzar la puerta de madera gruesa y pesada se podía observar una mesa larga al medio de la estancia con cuatro sillas a su alrededor; más allá de la mesa, al fondo, la chimenea, rodeada por un par de sillones de madera, y un mueble que, aunque bajo, era muy pesado, pegado al muro; la chimenea tenía meses que permanecía fría, helada; en el costado izquierdo de la estancia, la cocina donde está la estufa y horno,  algo rudimentarios,  y varios muebles almacenando alimento; también, por la cocina es como se llega al pequeño establo en la parte posterior de la casa. De lado derecho de la estancia, un extenso estante cubriendo uno de los dos vitrales azules —otro vitral y estante ubicados en paralelo a este, al extremo opuesto de la estancia—, con  algunos libros, velas, cantaros, vasijas, cuecos y tarros, y en la esquina, entre el estante y la letrina, las escaleras que llevan al piso superior, donde hay tres habitaciones.
Ya dentro, Driskell se aseguró que la vela que siempre permanece encendida sobre la chimenea siguiera así. Subió de inmediato las escaleras. Al llegar a la puerta de la primera habitación a la vista se detuvo tratando de escuchar a través de ella, al no oír nada la abrió con suma cautela, lentamente, evitando causar el más mínimo ruido.
Esa habitación era un poco menos amplia que las otras dos; al estar en ella, lo primero que saltaba a la vista eran las gruesas y opacas cortinas de color verde, a los costados de la ventana, de vitrales blancos, la que abre a la par hacia el exterior; cerca a la ventana un sillón de madera, bellamente labrado. A mitad de la habitación, de frente a la ventana y pegada al muro, una cama grande con dosel y cortinas semitranslucidas, sabanas de seda y almohadas rellenas con plumas de ganso, y un gran ropero pegado al muro derecho. Todos provenientes de El Continente.
Sigilosamente se sentó en el sillón. Contemplando fijamente la cama, observando como la sombra, efecto de los rayos del sol, baja lentamente, atravesando las cortinas de la cama hasta detenerse inevitables en la pared. Después de un rato de contemplación de dentro de la cama se percataban delicados movimientos bajo las sabanas; seguidos de una silueta femenina que llevaba sus brazos lo más alto que podía, queriendo alcanzar el techo.
—¡Kalyna! —pronunció Driskell, anunciando su presencia.
A lo que la joven reaccionó dando un pequeño sobresalto; para de prisa acercase a gatas a los pies de la cama asomando la cabeza de entre las cortinas y dibujando en su rostro una luminosa sonrisa. La joven muchacha contaba poco más de la veintena de años en su vivir —mayor que Evett, por alrededor de cuatro años—; de ojos pardos como pelaje de oso; cabellos largos casi hasta el codo y negros cual plumaje de cuervo; figura delgada y estatura regular. Llena de alegría por la presencia de su eternamente amado corrió descalza hacía él. Sentándose sobre su regazo y rodeándole por el cuello con sus brazos le llenó de besos, concluyendo con uno largo y apasionado.
—Veo que me extrañaste —expresó feliz Driskell.
Kalyna se abrazó con fuerza a él, permaneciendo con la cabeza pegada a su pecho, apretándole cada vez un poco más.
—¿Me amas? ¡Di que me amas! —susurró ella aún en su pecho.
—Claro que te amo… lo sabes... ¿O es que dudas? —respondió acariciándole la mejilla.
Ella alzó la mirada; mirándose mutuamente antes de besarse de nuevo. Pasados unos minutos, ella se sentó junto a él abrazándose de su brazo. Driskell la acariciaba suave y lentamente con su mano en su antebrazo; mientras ella miraba fijamente al suelo.
—Son bonitas las mariposas ¿no crees? Volando, moviendo sus pequeñas alitas, yendo de flor en flor por donde quiera. —Ella buscaba conversación al mirar una sombrilla alada revolotear; Driskell calló y siguió acariciándola.
Permanecieron de ese modo por un rato. Sin decir palabra alguna, solo disfrutando de la cercanía mutua.
—Vamos sí… cárgame —le pidió Kalyna, con dulce voz.
Driskell la alzó en brazos, dio un veloz giro sujetándola con fuerza; ella pataleaba y reía, y, él la miraba cautivado: observando cómo resplandecía su cabellera al ser tocada por la luz entrante del vitral; embelesado por su sonrisa, reluciendo la pureza abundante en su corazón. Le encantaba verla así: feliz y sonriente, y no de otro modo. Al estar en el borde de la cama, con delicadeza la colocó sobre ésta, sin ella dejar de mirarle. Kalyna le aló del cinturón, haciéndole caer sobre ella, y él, acariciando sus mejillas, comenzó a besarle pausadamente, en sus suaves y delgados labios; alzándose un poco de la cama al hacerlo.
Más tarde, al levantarse Driskell de la cama, Kalyna le sujetó abruptamente del brazo tirando de él.
—¡No te vayas… por favor¡—Exclamó angustiada.
Driskell volvió a la cama —soslayando la hora que pudiera ser— rodeándole con el brazo y atrayendo su cuerpo descubierto hacia él; sintiendo el cálido tacto de sus pieles al estar de nuevo tan próximas.
—¡Tranquila… tranquila! —pronunció con voz delicada y tersa­—. No te abandonaría por nada en esta vida. Sólo debo ausentarme por unos días, y volveré como siempre. No temas.
—¡Lo prometes! —preguntó al borde de las lágrimas.
—Sí, Kalyna. Te lo juro… —confesó, apretándole con cariño al besarla—. Como siempre. Te traeré algo de mi viaje, ¿qué te parece?
—Está bien —respondió quedamente, entre apasionados jadeos, y enjugándose las lágrimas de los ojos con las sabanas.
Permanecieron acurrucados, con sus cuerpos al descubierto, juntos uno del otro hasta que ella de nuevo dormía; pasando su mano por su frente y llevando sus cabellos hacia atrás de su oreja se despidió besándola con delicadeza. Driskell se puso de pie, tomó sus prendas, se vistió y salió de la habitación; cerró lentamente la puerta, mientras contemplaba a su amada Kalyna dormir pacíficamente.
En el piso de abajo Driskell se dirigió a la cocina de donde tomó de uno de los cantaros, con ayuda de un tarro, agua, bebiéndola a prisa y sirviéndose de nuevo. De una caja, en lo alto del estante, sacó uno de los tantos relojes de bolcillo que guardaba dentro —el único que todavía tenía cuerda—, miró la hora y notó que faltaba cerca de una hora para medio día. Sabiendo esto se sentó en uno de los sillones. Mirando la chimenea con detenimiento; pasando por su mente lo sucedido hacia meses al encenderla: en invierno, un gélido invierno, al bajar las escaleras Kalyna, con lentitud como acostumbra, y percatarse de las llamas de la chimenea comenzó a gritar alterada, desplomándose en el suelo y llorando con ímpetu, con los brazos cruzados apretándose a sí misma con fuerza. Entonces, Driskell corrió a su lado, abrazándola y tratando de calmarla diciéndole repetidamente, mientras frotaba su espalda y trataba de controlar sus asiduos movimientos, «Ya ha pasado… tranquila». Teniéndola que llevar en brazos hasta su habitación, donde la cubrió con suficientes mantas como para pasar la helada noche, y permaneciendo a su lado hasta el día siguiente.
De la chimenea se escuchó el aletear persistente de un ave. Ésta descendió, y estando frente a él, le sacó del transe. En principio decidido a ahuyentarla o capturarla para sacarle, al levantarse no dio ni dos pasos cuando un recuerdo le evocó, dejándole petrificado, paralizado por un escalofrió que le descendió por el espinazo: recordaba, algo difuso, lo que en su temprana juventud oyese, por una parte, de su padre sobre una arraigada superstición oída en uno de sus muchos viajes sobre la visita inesperada de un ave como la que tenía ante sí: de plumajes negros y brillosos; pico largo, puntiagudo y aún rosado; mirada severa y penetrante, atenta y maliciosa; augurando desdicha, tragedia y desgracia en su porvenir, y por otra parte, los relatos —creencias— narrados a él por su madre, representando la voluntad y llamado, por su fiel mensajero, de la Diosa Morrighan. Aún turbado, simplemente abrió la puerta, y el cuervo aleteando con incapacidad voló sobre el sillón, de un salto a la masa y, ya en el suelo, a saltitos hasta afuera. Se miraron ininterrumpidamente, el ave herida con el pico bañado en sangre y él sin parpadear, hasta cerrarse la puerta.
Tratando de olvidar los recuerdos y actuales pensamientos angustiosos, se dirigió hacia el mueble pesado junto a la chimenea, mismo que movió no muy fácilmente; dejando a la vista una trampilla en el suelo. Sacó del mueble unos fósforos y una palmatoria con una vela casi nueva en ella; junto con un trapo. Levanto la trampilla del todo, y, con palmatoria en mano, bajó por unas angostas escaleras, llegando a su “armería” privada: no era muy amplia, poco más de un tercio de la estancia. Alumbrado por la tímida luz de la vela, encendió el resto de las velas de alrededor. Aun con todas las velas encendidas, aquel lugar tenía una apariencia lúgubre, húmeda y polvorienta, incluso tenebrosa. Al medio de su singular madriguera, está una mesa, misma que construyó ahí mismo; y, alrededor varios baúles. Tomó de debajo de la mesa un cántaro con el cuello estrecho y tapado por un corcho; lo destapó y empapó el trapo para limpiar de polvo la mesa. Sustrajo del baúl de los mapas —repleto de ellos—, el mapa geográficamente más extenso, que no abarcaba hasta Verdsnan pues se hallaba muy al norte; lo extendió sobre la mesa, y estudiándolo por unos minutos planeó la ruta que seguirían; lo dobló dejándolo sobre la mesa. De otro baúl tomó un arco recurvado, usado sobre todo para cazar y ocasionalmente para afinar la puntería —algo un tanto innecesario para el viaje, pensó; pero siendo precavido…—, flechas, bastantes flechas, así como una ballesta y virotes. Abrió dudosamente otro baúl; abierto por completo, permaneció observando su contenido moviendo los ojos de un lado a otro; sacó de allí una katana, envuelta en cuantiosos trapos, la sostuvo entre sus manos por unos instantes, sintiendo la textura de la vaina. Ese objeto era muy preciado para Driskell, le recordaba el radical cambio de vida que realizó hacia unos años. La desenvaino unos centímetros… la enfundó y colocó en la mesa. Regresó al mismo baúl, sacando de él una daga de unos quince centímetros; del fondo tomó un hacha. De otros baúles, sacó diversos artefactos y cosas que creía necesarias para el viaje. Antes de subir se equipó con la katana a la cintura, de lado izquierdo; y la daga de lado derecho cerca de la espalda; el arco a la espalda junto a las flechas . Al tenerlo todo listo, apagó las velas y salió de su solitario agujero con tres morrales a cuestas; cerró la trampilla y reacomodo el mueble.
Se dirigió al pequeño establo, donde se hallan un par de sus fieles compañeros de viaje: su caballo «Zorka» y la mula «Pekar». Zorka posee un tono rojizo y esplendida cabellera clara, casi amarillenta; y, una mancha blanca entre los ojos que va desde las orejas hasta la nariz. Y Pekar, una mula obscura de patas grises; la que es usada por Driskell para alar una carretilla de carga; sabiendo que el cerdito carecía de la posibilidad de montar a caballo sería requerida esta vez.
Alimentados y cepillados, Driskell ensilló a uno y acopló al otro a la carretilla, listos para el viaje. Antes de partir Driskell regresó al interior de la casa a por provisiones, mantas y lo que fuera necesario, depositándolo en la carretilla. Abriendo la puerta del establo, por la cual tuvo que pasar agachado, salió montado en Zorka seguido por Pekar; esperando fuera rebuznando emocionada mientras él regresaba a cerrar. Mientras se alejaban a paso lento, en dirección a la taberna, Driskell, miraba afligido la ventana de la habitación de Kalyna.
Al llegar Driskell a la taberna, revisó su reloj de bolsillo, marcando doce menos tres; habiendo cumplido con lo prometido, como acostumbraba. Desmontó de Zorka de un salto, pasando la pierna por detrás. Entró por la puerta trasera, viendo de inmediato a Elidor sentado en la mesa de la cocina escribiendo en su libreta.
—¡Cerdito!
—¡Buen día señor! —reaccionó Elidor, contento de verle.
—¿Listo para el viaje?
—Sí señor; sólo permítame despedirme y tomar mi morral.
—“Despedirte, vaya”. Pues adelante, esperaré fuera.
Mientras Driskell daba arrumacos a Pekar, Petra apareció.
—¿A dónde iréis?
—A Verdsnan; ida y vuelta.
—¡Vaya! Tened mucho cuidado, es un viaje largo… y peligroso.
—No tanto mujer —indicó confiado—. Antes no he necesitado ir tan lejos, pero, lo realmente peligroso está… bueno ya sabes. De cualquier modo evitaré pasar por ahí.
—¡Dios vendito!; eso espero. Toma: es tu bebida y algo más para el camino —Le entrego una pequeña canasta y una cantimplora de madera con una bebida en ella «especial para el día después de una francachela como anoche», y unas “botanas”. Tomando de la bebida, montado en Zorka, es cuando apareció Elidor, quien por instrucción de Driskell se acomodó en la carretilla; despidiéndose de nuevo de Petra al alejarse, diciendo: «Tened suerte».
—¡Id con Dios! —decía la tabernera, al alejarse ellos.
De frente a la salida del poblado, a unas diez calles, Driskell se detuvo; diciendo al cerdito que no tardaría; se apeó del caballo y se adentro en un callejón bastante amplio, donde llamó a la puerta en la cuarta casa del extremo izquierdo; todas, casas sumamente humildes, de un sólo piso y una pequeña ventana al frente. Tras esperar un momento, acudió a la puerta una mujer de mediana edad: cabello recogió, negro y con algunas líneas plateadas; robusta, viuda y sin hijos: Drita de Crastingal, viuda de Artan de Crastingal.
—¡Driskell, que sorpresa! ¿Qué te trae por aquí? —Lo saludo gustosa la mujer, inclinando levemente la cabeza un par de veces.
—Viajaré; me temo. Puede que se prolongue mí ausencia no sé por cuanto. Si usted pudiera… —Fue interrumpido por Drita.
—Ve despreocupado hijo, cuidare bien de Kalyna en tu ausencia.
—Me tranquilizan sus palabras. Le agradezco. —Tras despedirse volvió a donde lo esperaban.
—¡Qué los Dioses os resguarden! —gritaba Drita, al pasar ellos de esquina a esquina.
A unos pasos de la entrada norte del poblado, se encuentra una pileta, poco profunda, con agua para refrescarse; daba de algún modo la bienvenida a quien llega al poblado. Evett se encontraba sentada en el borde de la pileta. Musitaba, y movía manos y cabeza con movimientos indecisos, como ensayando que decir, sin llegar a una conclusión. Al percatarse de la cercanía a la que ya se hallaba Driskell se puso de pie velozmente, titubeante al sonreír esperando que se acercara del todo.
—¡Driskell! Llevo esperándote… —calló la muchacha, sin saber con qué proseguir, clavando la mirada al suelo.
—¿Qué sucede, Evett? ¡Vamos, dímelo! —insistió, tomándola con delicadeza de la barbilla y guiando su mirada hacia sus ojos.
Driskell la miraba con fijeza, directo a sus profundos ojos azules, a punto de derramar las lágrimas que la inundaban. Ella se arrojó a él, abrazándole con fuerza y rompiendo en llanto; Driskell le abrazo de igual modo, y al besarle en la cabeza, en sus dorados cabellos, dijo:
—Espera a que vuelva. Nos sentaremos tú y yo y me lo contarás todo, ¿sí? —Le pidió, antes de inclinarse y besarla.
—S-í-í. —afirmó suspirando con dilación, llena de esperanza y alegría; pues era la primera vez que él la besaba, que alguien lo hacía.
Dejando atrás a Evett, cruzaron por el gran arco de piedra que indica la salida o entrada al poblado, mismo que tiene biselado en lo alto: «Zlintka».
—Me parece que este no es el camino, señor —sugirió Elidor, al percatarse que tomaban una senda apartada del camino.
—Tranquilo, chanchito. Sólo necesito hacer una breve parada.
Driskell se adentró por una estrecha senda de tierra arenosa, rodeada por yerba alta y ceca, amarillenta, hasta llegar a un viejo árbol de ramas frondosas; donde mirando entre sus ramas grito:
—¡Wirt, ven… tenemos trabajo; venga baja ya! —Sin recibir respuesta alguna, comenzó a sacudir el árbol—. Venga, no tenemos tiempo. ¡Baja ya sucio haragán! —insistió dando una patada al tronco del árbol.
Detrás de él se escuchó el inconfundible crujir de una manzana al ser mordida. Al girarse, allí estaba, de pie comiendo una pequeña manzana, Wirt. Una zarigüeya, cercana al metro de estatura; de pelaje un tanto largo, blanco en la cara, gris tirando a negro en el lomo y las patas, y blanco cerca de la cola; apenas notorio, pues vestía un pantalón holgado y con una pequeña abertura donde se asomaba su cola, larga y gruesa; pues la usaba para colgarse de las ramas; rostro alargado, con orejas negras y redondas; ojos igual de negros; en la punta, una pequeña nariz rosada; unos bigotes largos y prominentes a los costados, y en su enorme boca un par de grandes colmillos al frente. Un ser de actitud notoriamente, más al conocerle, despreocupada, pero no por ello indiferente; de trato tranquilo y amigable, al menos hasta que le molestan; sumamente leal e inteligente en gran medida. Y andarín a dos o cuatro patas.
—¡Anda, que esperas!
Wirt, sin más, dejó caer la manzana a medio comer. Caminando sin preocupación hacia Driskell se dirigió al árbol, al que subió con agilidad; bajando de allí, su pequeño chaleco de piel de cerdo, idéntico al que portaba Driskell sobre su camisa; viejo y algo maltratado.
—¡Date prisa! Aún falta hallar a Sheply.
Sin más, Wirt se arrojó del árbol para ser atrapado en el aire por Driskell. Tras ponerle el chaleco lo llevó sentado sobre sus hombros. Preguntándole en el trayecto, si sabía donde se hallaba Sheply; entendiéndosele algo como, que andaba por aquí; al “hablar” era difícil entenderle, pues, lo hacía entrecortado y con leves sonidos como chillidos y gruñidos, algo a lo que Driskell, como Pekar y Sheply, con los años comprendían mejor.
De camino a la carretilla, a unos metros, de lado derecho, Driskell divisó una mancha negra echada entre la hierba amarilla. Se aproximaron hasta tener la mancha a los pies.
—Míralo, “descansando plácidamente”. —dijo a Wirt, mirando a Sheply.
Un perro de talla mediana, apenas lanudo —con algo de vedija en el lomo— y negro, totalmente negro; echado en el suelo sobre uno de sus costados, con la boca medio abierta. Un can que en la mayoría del tiempo esta de mal genio, igual que indiferente a lo que, a su sentir, carece de relevancia para las funciones que debe desempeñar; siendo por eso que pasa la mayoría del tiempo echado, comiendo o vagabundeando por allí; habitualmente en compañía de Wirt; y al igual que él fiel sin importar que.
Driskell lo movió con el pie suavemente tratando de despertarle. El canino reaccionó incorporándose agitadamente, mirando muy alerta a su alrededor. Se sentó a rascarse el cuello al notar que se trataba de Driskell, con Wirt posado plácidamente sobre su cabeza; el can le mostró los colmillos en señal de protesta.
—¡Anda, hay trabajo! —prorrumpió Driskell, dando media vuelta dirigiéndose hacia la carretilla. Sheply, se estiró, se sacudió la tierra y le siguió.
Sheply, al alcanzarles y notar al cerdito, se detuvo a observarle, sacó la lengua y la deslizo de un lado al otro por su hocico.
Una vez todos juntos: Wirt sobre la mula y Sheply echado sobre la carretilla, emprendieron el viaje o, como lo llamaba Elidor: «la encomienda de suma importancia».
En lo alto de un acantilado, no muy lejos del poblado, Evett les miraba alejarse, volviéndose a cada paso más diminutos hasta desaparecer en el horizonte; lloraba amarga e inconsolablemente, con pañuelo en mano —era este el lugar donde ella acudía cuando deseaba estar a solas o quería desahogar las penas que oprimían su pecho—. Se decía a sí misma que esta vez sí saltaría; temiendo al final, terminar casada con aquel hombre acaudalado, y no con su amado Driskell. Sin hacerlo después de todo, como en repetidas ocasiones; marchándose con lentitud, tocaba sus labios al pensar en la promesa de su amado, y en su primer beso.


(Registrado en INDAUTOR bajo el seudónimo de D. Leo Mayén)


Driskell entró en la habitación de Kalyna. Ella le esperaba mirando hacia la puerta, sonriente y alegre de verle. Le besaba con pasión, acariciando su espalda hasta llegar a sus glúteos y seguir por sus piernas; «Hagamos el amor, te lo ruego», le susurraba al oído ella. Intempestivamente se escuchó un estruendoso sonido, proveniente de la puerta, era tan sonoro que la casa temblaba a cada golpe. Al Driskell voltear Kalyna había desaparecido; aquel sonido estridente seguía, aumentando la frecuencia a cada golpe. Driskell se levanto de la cama llenó de angustia al no encontrar por ningún lado su katana, portando en su lugar un cuchillo para mantequilla; se aproximó a la puerta, donde al abrirla no se encontraba nadie; asomó la cabeza a su derecha, mirando el pasillo, no había nadie. «No me abandones», se escuchó la suave voz de Kalyna, proveniente de la habitación; al volver Driskell a la habitación y no encontrarse allí Kalyna de nuevo toda la casa se sacudió.

Shinken tsuba and saya
Fotografía del perfil, en Flickr, de Bobo Boom
Usada bajo la licencia Creative Commons

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