martes, 1 de noviembre de 2016

Este bosque maldito

Como lo prometí, en el cuento anterior, ayer Halloween, titulado "Ojos ominosos"; aquí les traigo esta lectura para Día de Muertos, y una sucinta reflexión u opinión sobre el día (en una cuartilla), al final y a modo de extra, que poco tiene que ver con el cuento aunque está relacionado de algún modo.

Este bosque maldito


   Aquella tarde era nublosa, de un día normal, al exterior de la cabaña, antiguo hogar de la ya difunta matriarca de la familia. José, el padre de Amabel, la había dejado en la cabaña esperando con su primo Antonio —actual habitante del lugar, buscando independencia y algo de libertad—, mientras él, su esposa, su hermano y cuñada acudían a la ciudad; pues la cabaña se hallaba a mitad de camino de casa de cada uno; siendo que, tras la dolorosa muerte de su madre, cada uno de ellos partiera literalmente en direcciones opuestas.
   En esa cabaña antigua, aparentemente, tanto como el mismo bosque, pero curiosa y notoriamente bien cuidada al interior, contaba con todos los servicios imprescindibles y prescindibles: desde electricidad y servicios de agua, hasta el, relativamente, nuevo calentador solar; internet, y T.V. por satélite. Así, de poco se carecía en la morada, y su ocupante como los esporádicos visitantes gozaban de comodidad al alojarse.
   Amabel, rondando los diecisiete años; de estatura apenas inferior al promedio, ojos marrones y pequeños, y de una mirada que iba desde la intensidad del enfado, hasta la felicidad completa, aunque ésta última muy escasa; cabellos tintados de rojo obscuro; y de actitud desafiante y despreocupadamente arrogante a veces, ya sea con su padre o con alguna autoridad que buscara imponérsele; estaba tumbada en el sillón navegando en su celular, mientras Antonio, mayor que ella, miraba la T.V. saltando sin parar de canales; él, de corte corto, cabellos negros y lacios; ojos azules como los de su madre; espíritu y voluntad siempre positivas y mirando al futuro con deseo a cumplir sus metas; querido por todos, aunque algo de fricción había entre él y Amabel por ello, pues ella siempre era la “mala” del cuento, la rebelde y de malas calificaciones; incluso, alguien, alguna vez, la había llamado «bruja maldita» —y bromeando en la familia la llamaba bruja o brujita, dependiendo—.
   De improviso, la corriente eléctrica se suspendió —una rama se había quebrado por el viento, muy lejos de ahí, cayendo pesada sobre los cables—. Amabel de inmediato se quejó de forma molesta y extensa, pataleando también; y fue ahí cuando una brillante idea le nació.
   —¡Vamos al bosque! —dijo de pie frente a Antonio.
   Él se lo pensó y contesto:
   —Mejor no. Esperemos a que vuelva la luz —ella sintiendo de inmediato su inflexibilidad cambio de táctica—. ¿Qué haces, Amabel? —preguntó al mirarla colocarse la gruesa y afelpada chamarra gris que, apenas llegar, había votado en el respaldo del sillón.
   —Entonces, iré sola. Y si… algo me pasa o me comen será tu culpa que fuera sola —expresó con descaro.
   —¡Por eso mejor no vayas! —Le gritó, apenas antes de que la puerta se azotara. Y farfullando, corrió a abrigarse y darle alcance, pues inevitablemente le preocupaba el bienestar de Amabel; y pensaba darle gusto dando un paseo por el denso bosque, y por sobre las inflexibles e impetuosas ordenes, restricciones, de su padre para que no fuera jamás allí.
   Adentrándose en el bosque, Antonio, insistía alzándole la voz una y otra vez a Amabel que parara, que le espera, al ella escurrirse por entre las sendas; estando apenas a unos cuantos metros el uno del otro, pues aunque ella era de piernas cortas él avanzaba con temerosa cautela: vigilando donde pisaba, donde ponía la mano, y desviando la mirada hacia cada ruido que escuchaba y le resultaba sospechoso.
   El bosque, este bosque, de senderos estrechos ceñidos de forma tupida por árboles secos despojados hasta de la más liviana hoja, y velado al suelo de hojarasca, ramas moribundas y troncos por donde quiera que se mirara; al igual que copiosos ojos que contemplaban, atestiguaban todo lo que ocurría ahí, día y noche; algunos acechantes, otros temeroso de esas criaturas que sólo buscaban saciar sus instintos primarios, animales. Las sendas, los caminillos, algunos, apenas y eran distintivos, otros claramente marcados por el pretérito paso de personas y escasos animales de apenas notorio tamaño. El caris era denso; entre frio y fresco; penumbroso allí donde las ramas en lo alto y bajo se aglomeraban cubriendo la poca luz que llegaba a la superficie previamente sosegada por las pesadas nubes grisáceas; en conjunto con la suave niebla gélida que se creaba, apareciendo y esfumándose a azarosas horas del día.
   Pasado un rato de dilatada persecución, Antonio perdió de vista a su prima.
   —¡Amabel, Amabel! ¡No es divertido!; ¿dónde estás?
   —¡Bu-u-u! Ja, ja, ja, ja —emitió ella surgiendo de detrás de una roca; no muy lejos de él.
   —¡Maldita sea; no es gracioso! —La reprendió con severidad; como siempre hacia su padre.
   —¡Eres un cobarde, siempre lo has sido! —interpuso enfadada, caminando hacia el precipicio, donde terminaba abruptamente esa parte del terreno, para continuar unos veinte metros debajo.
   —¡Amabel!, no vallas para allá; es peligroso.
   —¡H-m-m! —expresó guturalmente, arrogante y decidida.
   Amabel echó un vistazo y, siendo ella, permaneció así un par de minutos, pues jamás mostraba ante nadie miedo alguno; volvió y a poco menos de un metro de la orilla, del límite al “vacio”, Amabel pateó el tronco de un árbol con ímpetu, repetidas veces. Se quitó la chamarra, y usándola algo así como soga, pasándola por detrás del árbol y sujetándose de ambas mangas se balanceaba meciéndose con vilipendio a su seguridad y la angustia de Antonio, expresando con placer un sonoro «Yupi, yupi… güi », al hacerlo.
    —¡Basta, Amabel, por favor deja de hacer eso, te vas a caer… para ya! —suplicaba Antonio con angustiada voz.
   —¡Ah-h-h! —exclamó Amabel; al tiempo que voló su chamarra por el aire, cayendo flotante por el precipicio; mientras carcajeaba en el suelo, mirando la expresión de terror en Antonio.
   —Eres odiosa, Amabel; una mocosa que nadie quiere —dijo buscando revancha, desahogando la angustia que le abrumaba—. ¡Volvamos! Y camina al frente donde te vea.
   Amabel calló al percatarse de la lágrima que escurría por la mejilla de Antonio.
   Caminando de regreso, Amabel se sentía apenada, turbada por sentimientos poco explorados por ella. Entonces a medio camino se detuvo dando media vuelta y dijo con voz apagada:
   —¡Lo siento… Antonio! Es que yo… yo… Como dijiste nadie me quiere. Se la pasan reprendiéndome por cualquier cosa que hago mal; es igual en casa que en la escuela. No tengo amigos, no tengo con quien… Estoy sola —reveló sentándose sobre el tronco de un árbol caído, con las manos en los bolsillos de la chamarra que le diera casi de inmediato Antonio, y mirando al suelo con aflicción—. Me siento sola; y supongo por eso soy así, busco llamar la atención esperando…
   —¡No estás sola, Amabel! Me tienes a mí. Yo te quiero; somos familia. Puedes contar conmigo para lo que necesites y cuando quieras. Pero por favor deja de hacer tonterías como la de hace rato, ¿sí? Y cuando te hartes o te sientas sola sólo llámame o ven a verme —Amabel levanto la mirada y respondió a la cálida y sincera sonrisa que le daba Antonio de igual modo—. Ven, párate y deja que te abrace. Sé que no das abrazos pero has una excepción conmigo —Amabel se levando y, en principio, lo abrazo anémicamente, para después estrujarlo con fuerza antes de soltarse—.
   Caminando por un breve rato, estando en medio de un pequeño terreno despoblado de vegetación, cubiertos por la negra sombra de una densa nube, Antonio se detuvo, y mirando desconcertado de un lado a otro, de arriba abajo, dijo sin más:
   —Nos hemos perdido; no sé por dónde ir —Al encontrarse con la mirada de su prima, ella le sonrió algo apenada; pero indispuesta a reconocer culpa alguna—. ¿Podrías tomar una rama y volar alto para saber qué camino seguir? Je, je, je —insinuó bromeando.
   —“Ja-ja-ja” —expresó Amabel con ironía, empujando a Antonio y dando ella media vuelta en busca de la dirección que tomar —Pasados unos instantes, volvió—. Levántate; no te empujé tan fuerte. Se hace de noche. ¡ANTONIO! —exclamó ella, al mirar la sangre que, inadvertida, le brotaba de la boca al buscar pronunciar palabra, y resultando en un mero quejido ahogado.
   Desesperada, aterrada, Amabel no supo qué hacer más que correr, presa total del pavor que le domaba, en busca de ayuda. Corrió y corrió sin parar, tropezando por el miedo reflejado en sus piernas que, pasado un rato de partir sin rumbo cierto, comenzaban a aminorar sus fuerzas. La desesperanza de no encontrar el camino, de no saber siquiera… de desconocer totalmente si se alejaba o aproximaba a la cabaña, debilitaba su temple con poderío; y es que, al imaginar la magnitud de lo que podía pasarle a Antonio si no llegaba pronto la ayuda la hacía no detenerse y seguir adelante sin importar que. Con lágrimas incontenibles en sus ojos, al tropezar por última vez, soltó un iracundo bramido de frustración; y al erguirse tan aprisa como todas las veces anteriores, diviso entre la maleza las luces interiores de la cabaña. Entró gritando en busca de ayuda, pero nadie había; sólo la televisión encendida, sin nadie ya que la viera. Se abalanzó sobre el teléfono, pero éste no daba tono, ya que llevaba días descompuesto; por ello, con prisa, hurgó en sus bolsillos en busca de su teléfono, pero no estaba… Y quedó pasmada de la impresión de recordar que estaba en la chamarra que volara por los aires. Con frenesí buscó por toda la cabaña en busca de algo, incierto para ella, que le socorriera para pedir ayuda o, bien, para atender a Antonio. Entre lágrimas dolorosas y sollozos ruidosos, ella decidió volver a donde yacía esperando su primo. En el momento que Amabel salió rauda de la cabaña, justo llegaban sus padres para recogerla. Amabel detuvo el auto interponiéndose a su ya lento andar.
   —¡Papá, papá! —exclamaba con demacrada voz y gesto, entre abundantes lagrimas y gemidos—. Antonio, está…
   —¡Qué, Amabel!; ¿dónde está? —La cuestionó sacudiéndola de los brazos —¿Dónde está?
   —¡En el bosque, papá! Se cayó y… —Halándola del brazo, la exhortó a dejar de llorar y lo llevara donde estaba él; ulterior a instruir a su esposa a que aguardara y llamara a una ambulancia.
   Minutos más tarde, José, tras su hija contarle con dificultad lo ocurrido, vociferaba:
   —¡Maldita sea, Amabel; dime para donde es ahora!
   —No sé, papá —respondió ella, compungida, acongojada hondamente por lo que ocurría, y podría ocurrir; sin dejar de llorar a mares.
   Minutos después, cerca al atardecer, dieron con la pequeña zona despoblada de verde vida. Amabel, estando próxima al lugar, a espaldas de su padre, lo miraba sobre Antonio; al llegar ella, y mirar a su padre dejarse caer de sentón sobre el suelo y entre lazar las manos al frente con la mirada al suelo; al ella mirar a Antonio: sobre el grupo de pequeñas rocas y ramas, acostado de espaldas con la boca y nariz escurriendo sangre seca, y mirando a la nada con fijeza; la sensación más horrible que jamás había sentido en su joven vida le azotó fulminante, desde el pecho hasta la cabeza, haciéndola desplomarse en el suelo, luchando entre la realidad ante sus ojos y la negación de su mente, eso inverosímil, ocurrido tan perceptiblemente en brevedad; llorando profundamente la muerte de Antonio. Cuando, entre clamores de negación, Amabel trataba de acercarse a su primo, José la detuvo.
   De regreso a la cabaña, llevando José en brazos a su sobrino, Amabel sentía, a momentos, un imperioso impulso de correr sin parar, como hiciera hace poco, y perderse en el bosque, profundamente oscuro ya —justo a donde se dirigía—.
   Los días pasaron y se hicieron tormentosos meses. También, fuera de ella, de sí misma, revivía aquel día con dolor y pesar escuchando de voces familiares y ajenas oraciones como: “¡No debiste salir al bosque!, ¡No debiste dejarlo solo!, ¡Es tu culpa lo que ocurrió!, ¡De no ser por ti él todavía viviría!, ¡Tú lo mataste!”. Ante todo esto, Amabel callaba, tragándose la pena y el sufrir nacientes aquella tarde; cada vez más distante en el calendario, mas no en la mente y alma de quienes por ello desolaban. Ahora como nunca, Amabel estaba sola.
   Los años pasaron, Amabel abandonó la escuela, pues si bien el acoso por la muerte de Antonio, había dejado profunda huella en ella, y muchos ya se habían aburrido de joderla constantemente, otros se emperraban, cual imbéciles moscos en ventanas, a fastidiarla; pero ella, por sobre todo esto, no conseguía olvidar, superar, sus propios tormentos, las agonías inclementes que turbaban su vida haciéndola pesarosa y repleta de arrepentimiento, un arrepentimiento sin aparente fin.
   Una mañana, tras el ya bien plantado insomnio, Amabel anuncio a su madre que iría a la cabaña, ahora abandonada, de la abuela —como toda la familia la conocía y refería—; su madre se limitó a asentir con la garganta, y tristemente Amabel se marchó diciendo: «Te quiero, mamá». Al llegar José a casa del trabajo, de inmediato fue informado sobre su hija, y él, disgustado, fue en su búsqueda, no por preocupación o angustia sino por qué… él sentía debía limitarla, castigarla eternamente en consecuencia de lo ocurrido. A toda prisa partió en su auto hacia el bosque. Apenas al llegar encontró un papel pegado en la puerta, lo arrancó con brusquedad y lo leyó:
   “Escribo esto porque me siento cansada, harta de todo y todos. Mi dolor por lo que paso hace justo cinco años no aminora, y al contrario crese sin parar, desgarrando mi pecho entre pesadillas y un dolor tan hondo repleto de arrepentimiento y sufrir moral que ya no resisto más… ya no quiero. No soporto los ojos de todos mirándome, juzgándome sin compasión sin importarles lo mucho que me destruyen con sus comentarios crueles, inhumanos, culpándome por eso… Nadie los detiene cuando en la escuela, sin importarles que llore en sus caras, me escupan palabras desalmadas hasta acabar en el suelo. Mis padres… ellos son igual que ellos, no por cómo me tratan, pero sí por su indiferencia, su menosprecio y desatención a como me siento; nunca han observado cómo me siento, esta tristeza y soledad que porto ya arraigada desde siempre.. pero más intensa e insoportable ahora. ¡No puedo sacarlo de mi mente...! aquellas últimas palabras que Antonio me dijo esa tarde… Y ahora comprendo que realmente no estaba sola entonces… no como ahora, no como me esperaría el resto de mi vida. Por más que ruegue e implore de rodillas jamás podre logra que él vuelva, que lo que pasó esa tarde jamás haya ocurrido, que todo sea una simple historia cruel, y no esta pesadilla agonizante y sin fin. Con lo que haré espero por fin encuentren paz quienes lastime, que me puedan perdonar por haber matado a mi primo, él que me quería; buscaré su perdón adentrándome en este maldito bosque que toda la familia odia desde que la abuela muriera de inanición un invierno; por qué sé, jamás debió pasar esto, y merezco ser castigada. Tanto quisiera haber caído por el barranco aquella tarde y con ello no arrebatarles lo que tanto amaban, a quien maté por estúpida e imprudente; pues bien sé que mi vida jamás valdrá ni la mitad de lo que la de Antonio valía, una gran vida le esperaba… y yo lo privé de eso, por sobre la mía que, siendo un asco y una miseria sin remedio es mejor que termine pronto, antes de que provoque algo semejante de nuevo. Al morir, si por error termino en el mismo lugar que él (José corrió como nunca en su vida por el bosque, con el corazón acelerado y la vista agudizada en busca de su niña), pediré su perdón, rogando no sea como los demás, de quienes su perdón jamás recibí aunque sea para poder morir en paz ahora. Y también deseo con mi ausencia la familia vuelva a unirse.
   A quien encuentre esto, dígale a mi padre que lo siento, siento haberlo defraudado, haberle faltado tantas veces al respeto siendo tan imbécil testaruda como él, que espero con mi muerte pueda perdonarme la de Antonio, al igual que el resto de la familia; también que espero me recuerde como la niñita que tanto amó, y no la bruja en que me he convertido, la que tanto odia, igual que todos… tanto como yo. Espero que encuentren mi cuerpo antes de que los bichos del bosque me devoren, y si no que más da.
   ¡Lo siento!”
   Amabel, llegó al lugar donde falleció Antonio. Miró sonriente el lugar recordando aquellas bellas palabras que le dijera en ese glorioso momento, también recordando todos esos momentos compartidos en la infancia. Cayendo de rodillas rompió en llanto repitiendo una y otra vez: «¡Perdóname!, ¡perdóname!, ¡perdóname!», la saliva y mucosidad transcurrían desde su boca y nariz hasta por las fisuras entre las rocas, del mismo modo que hiciera la sangre de Antonio hace años: cuando al tropezar de espaldas se le encajara una rama, apenas y unos centímetros pero, perforando el pulmón; y a la vez se golpeara con fuerza una de las vertebras con una puntiaguda roca. Reclinándose sobre sus piernas, sacó de su chamarra el cuchillo que tomó de la cocina antes de salir, cuando su madre ni siquiera volteara a mirarla. Después de enjugarse con la manga las lágrimas de los ojos, y el rostro, cortó prontamente y de un tirón en transversal. El fluido rojizo intenso escurría a chorros, bañando las verduscas y grisáceas rocas, para después afluir creando un caminito que llegaba hasta la base del cumulo de rocas. Amabel, yaciendo inerte, miraba el cielo claro como pocos días en la región, hasta que sus ojos lánguidos, tras un parpadeo, se sellaron…
   Las ramas se quebraban una tras otra, vivas y muertas en el suelo. En cuanto José llegó y miró con horror a su hijita en ese estado, echó a llorar, aterrado, impotente, casi vahído; tomó fuerzas, y de pies a ella sacó presuroso la navaja multiusos heredada por su padre, y con sagacidad se cortó la manga del brazo izquierdo para contener la hemorragia, apretando, anudando, tan fuerte como pudo. Cargándola entre brazos, mientras ella, pálida e inconsciente, se sacudía por el apresurado y desesperado avance por los senderos silvestres, José se esforzaba por mantener su mano en alto, por sobre su pecho. Al llegar al auto, la sentó en el asiento del copiloto, le puso el cinturón de seguridad y, quitándose el cinturón de un fuerte tirón, ató su mano a la agarradera. Votó la navaja en el cenicero, y, tras maniobrar con el auto, pisó a fondo. Conduciendo frenético por la carretera, cada que espejeaba a su costado, veía de reojo a su hija con la mano pendiente por sobre ella; y desde su muñeca líneas irregulares pintadas con claridad hasta el dorso de su mano; su rostro oculto por sus largos y desaseados cabellos. Al entrar en la ciudad, con insistencia se esforzaba, hasta ahora, por que despertara, suplicándole, moviéndola con instancia diciendo:
   —¡Hija, por favor despierta, despierta! —La sacudía, y volteaba su cabeza hundida en el pecho para poder mirarla— ¡DESPIERTA, AMABEL! ¡Por favor, abre los ojos, mi amor! ¡No me dejes…! ¡Perdóname, hija! —pronuncio lastimero, con el rostro lleno de lagrimas y golpeando el volante con rabia.
   Saltándose todos y cada uno de los semáforos y manejando temerario llego hasta la clínica, el lugar más cercano. En brazos la llevó a la recepción donde, gritando con consternación, fue dirigido por una enfermera hasta una camilla; la llevaron al final del corredor al único quirófano del edificio, y en sucintos momentos entró un cirujano.
   José, sin consuelo posible, daba vueltas sin parar en el corredor, llevándose las manos a la nuca y la cabeza, odiándose con toda el alma, temiendo pasara lo peor, compungido por el pasado y suplicando a lo alto por un posible futuro... con su pequeña, con su niñita.
   Horas después, el celular de José vibraba y vibraba, pero él no atendía. Sostenía la mano de Amabel, acariciándola y rogando, mascullando, su perdón por ser tan nefasto padre, por no estar para ella cuando más lo necesito en su vida, cuando nadie más estuvo para ella… y él debió estar ahí. Pero por sobre todo, quería decirle como nunca que la amaba por sobre la estupidez que profesó y le segó durante años, décadas tercas e irreflexivas. Apenas abrió sus pequeños y preciosos ojos, iluminados por la luz del alba, la abrazó y, le dijo lloroso, arrepentido, tantas cosas… tantas cosas.
    Sabiendo, Amabel estaba despierta y bien en lo cavia, respondió al celular, que por enésima vez vibraba —siendo todas esas veces su esposa quien llamaba—. Afuera de la austera pero cómoda habitación donde yacía Amabel, José contó, hipando, y conteniendo el llanto, a Antonia, su esposa, lo ocurrido; para apenas colgar volver a lado de su amada hija, donde siempre estaría.


D. Leon. Mayén


Escribiendo cosa como esta, y leyéndolas, es que me pregunto por qué creo cosas así, tan horribles, dolorosas y tristes sin mesura; pero supongo peor es la vida, pues yo sólo roso sutil lo probable, el tal vez, ¡espero!; ya que saber de una historia así o verla… eso realmente sería horrible, mas allá de cualquier monstruo tenebroso, espantoso como tantas otras historias detrás de ramplonas notas en noticieros, blasfemas descripciones al dolor ajeno en diarios e internet; eso me parece es lo más horrible y asqueroso de esta vida, el menosprecio imbécil a la vida, de todos los días y de toda la vida.
Y aquí mí reflexiva opinión sobre Día de muertos.


Fog 
Fotografía del perfil, en Flickr, de Amanjeev
(Usada bajo la licencia Creative Commons)

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