El pequeño gran Chuy
La llegada del Rey
En el inmenso reino de los perros chiquitos, en una
tierra lejana y remota, según desde donde se refiera uno, Chuy Perrington,
Yorkie I, era el primer y único Yorkshire Terrier de la comarca, por ahora.
Al arribar al palacio que ahora sería su eterno hogar,
estaba extrañado ya que, al apenas tener unos meses de vida, de existencia en
este mundo, lo que conocía era limitado. A partir de entonces descubriría miles
de cosas nuevas; muchos amigos semejantes en apariencia a su Jefe, y también a
algunos entrañables perriamigos: unos tan pequeños como él, otros mayores en
talla y edad, en verdad muy mayores en ambos aspectos. Pero todos buenos amigos.
Como sea, para llegar a esto aún falta mucho.
En las primeras semanas de estadía en su palacio, de unas
doscientas doce y media unidades cuadradas chuyinas longitudinales (o sea,
chuys a lo largo al cuadrado), se dio cuenta que no estaba nada mal su nueva
morada, ¡nada mal! Nada en común con el antiguo sitio de estadía temporal del
que procedía, del que fue rescatado. Y del cual, en parte, seguiría ahí
simbólicamente, pues el pasado es imposible apartarlo por completo, sobre todo
la primera etapa de vida. Como sea, las aventuras Chuyinas comenzaban ahora.
Siendo un lindo y tierno cachorro, Chuy no podía percatarse
como se encontraba su Jefe, por lo que pasaba; ya que, al igual que él, tuvo un
pasado duro, que sólo quien ha vivido algo así o ha tenido a quien lo pasó
puede comprender, no del todo, pero sí lo necesario. Durante los días Chuy
dormía sus nueve siestas de ley, y por la noche se vomitaba como buen Yorkie
que angustia a su tutor. (Los Yorkies son muy sensibles de su pancita, más si
comen alimentos que no deben ni siquiera mirar). Pasadas unas semanas o algo
así, el pequeñín no dejaba de rascarse de forma compulsiva. El pobrecillo
jugaba con su Jefe, el jefe del Jefe —pero con la Señora no porque ella le
tiene miedo a su hociquito— y se rascaba. Antes de comenzar a comer o beber
agua se rascaba; en ocasiones se rascaba entre bocados. Estando quieto, sentado
o echado, se rascaba también. En pocas palabras, era una rascadera todos los
días y a toda hora. En ese lapso de tiempo su Jefe le encontró unas como
ronchitas bajo su tupido pelaje, en la piel. Aquello llevo de nuevo a tiempos
dolorosos e inciertos para ambos. Tan solo que esta vez… ninguno de los dos
estaba solo, se tenían el uno al otro. Por fortuna, todo eso fue superado en
poco tiempo. Entonces Chuy cachorro era un perrito nuevo, ya sin comezón. Mas
ahora era un Chuy cachorro ¡terrible!
El pequeño Chuy descubría el mundo a su alrededor, su
nueva y amada realidad. La música era algo nuevo para él. Durante una noche de
las primeras semanas, al escuchar música ladraba pues era un sonido nuevo y
extraño para él. Tiempo después le ladraba a los espejos y superficies donde
pudiera verse la imagen de ese otro cachorro que amenazaba su territorio y que
buscaba robar la atención y afecto que su Jefe, más que nadie, depositaba en
él. Por ello debía ser bravo con él. Al menos hasta que aprendió que se trataba
de él mismo… o algo así, es difícil definirlo con certeza. Al mudar de
dentadura, era una piraña desatada. Destruyó más de un par de pares de las
puntas plásticas de los cordones de los zapatos. En el recuento de daños de los
tiempos tremendos, figuran cinchos de plástico, portadas de libros —en
específico de un diccionario, de ahí que sea tan refinado y culto Chuyillo,
cuando menos la mayor parte del tiempo—, calcetas, un cable de red para el
ordenador, entre un extenso etcétera.
Pasados los meses Chuy por fin conoció el exterior,
bueno, de forma libre, digamos; de manera previa Chuy había salido, pero solo
en el carruaje a ver a los médicos reales, pero esa es otra historia. En fin,
Chuy salió por primera vez a reconocer la comarca y alrededores. Bonito lugar,
en verdad. Meses después, sintiéndose ya pleno en cuanto a comodidad Chuy
decidió que cada una de las edificaciones, carruajes y corceles metálicos en la
comarca, debían ser reclamados como suyos, ampliando así sus dominios. Y que sus
posibles adversarios y pretendientes de la zona supieran que él era el rey,
¡Chuyillo Rey!
Por las noches, era otra historia, pues como todo
infante, infante perrino en este caso, Chuyillo no gustaba de dormir solo. En consecuencia,
ansioso por poder subir por su cuenta a la cama y dormir junto a su amado Jefe.
A sus “ocho” meses de edad, en un acto de gallardía salto a la silla giratoria
del No Jefe —deudo del Jefe— siendo ahí donde comenzó la era yompadora.
Entonces ningún lugar estaba a salvo de los saltos chuyinos. Las camas se
perdieron, los sillones de la sala cayeron de manera irremediable, y con el
paso del tiempo todo lo que sus flacas patitas le permitían alcanzar de un
salto. Por ese entonces, Chuy acostumbraba a besar a quien encontraba durmiendo,
el beso chuyino consiste en acercar la nariz siempre húmeda al rostro hasta
despertarlo; era un príncipe azul atípico. Ja, ja, ja. Podía realizar esto
gracias a su estadía en el lejano oriente, donde aprendió el milenario, y ahora
casi extinto, arte ninja. Por lo que gozaba de una técnica de sigilo avanzada y
muy efectiva. Por desgracia sus senséis no le hicieron jurar que no usaría sus
habilidades ninjas sólo para el bien. Gracias a ese hecho, más de dos veces Chuy
dio a sus súbditos y al Jefe sustos de muerte. Pues se escondía en el lugar
menos pensado, el ultimo sitio donde lo buscarían, y donde no hacia ni un solo
ruido cuando, con desesperación al grito de ¡CHUY, CHUY!, lo llamaban por todo el palacio. Pero Chuy no hacia ni
un ruido, ni un bostezo siquiera. Todos angustiados, pensando lo peor en
aquellos momentos. Al final el Jefe lo encontraba bajo la cama. Chuy… bueno,
Chuy como si nada. Diciendo con toda calma y despreocupación:
—Aquí he estado, no me muevo. ¿Por qué tanto drama, ah!
D. Leo Mayén
El pequeño Gran Chuy by D. Leo Mayén está licenciado bajo Atribución-NoComercial-SinDerivados 4.0 Internacional
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