miércoles, 24 de enero de 2024

El pequeño gran Chuy

El pequeño gran Chuy

La llegada del Rey

 

    En el inmenso reino de los perros chiquitos, en una tierra lejana y remota, según desde donde se refiera uno, Chuy Perrington, Yorkie I, era el primer y único Yorkshire Terrier de la comarca, por ahora.

    Al arribar al palacio que ahora sería su eterno hogar, estaba extrañado ya que, al apenas tener unos meses de vida, de existencia en este mundo, lo que conocía era limitado. A partir de entonces descubriría miles de cosas nuevas; muchos amigos semejantes en apariencia a su Jefe, y también a algunos entrañables perriamigos: unos tan pequeños como él, otros mayores en talla y edad, en verdad muy mayores en ambos aspectos. Pero todos buenos amigos. Como sea, para llegar a esto aún falta mucho.

    En las primeras semanas de estadía en su palacio, de unas doscientas doce y media unidades cuadradas chuyinas longitudinales (o sea, chuys a lo largo al cuadrado), se dio cuenta que no estaba nada mal su nueva morada, ¡nada mal! Nada en común con el antiguo sitio de estadía temporal del que procedía, del que fue rescatado. Y del cual, en parte, seguiría ahí simbólicamente, pues el pasado es imposible apartarlo por completo, sobre todo la primera etapa de vida. Como sea, las aventuras Chuyinas comenzaban ahora.

    Siendo un lindo y tierno cachorro, Chuy no podía percatarse como se encontraba su Jefe, por lo que pasaba; ya que, al igual que él, tuvo un pasado duro, que sólo quien ha vivido algo así o ha tenido a quien lo pasó puede comprender, no del todo, pero sí lo necesario. Durante los días Chuy dormía sus nueve siestas de ley, y por la noche se vomitaba como buen Yorkie que angustia a su tutor. (Los Yorkies son muy sensibles de su pancita, más si comen alimentos que no deben ni siquiera mirar). Pasadas unas semanas o algo así, el pequeñín no dejaba de rascarse de forma compulsiva. El pobrecillo jugaba con su Jefe, el jefe del Jefe —pero con la Señora no porque ella le tiene miedo a su hociquito— y se rascaba. Antes de comenzar a comer o beber agua se rascaba; en ocasiones se rascaba entre bocados. Estando quieto, sentado o echado, se rascaba también. En pocas palabras, era una rascadera todos los días y a toda hora. En ese lapso de tiempo su Jefe le encontró unas como ronchitas bajo su tupido pelaje, en la piel. Aquello llevo de nuevo a tiempos dolorosos e inciertos para ambos. Tan solo que esta vez… ninguno de los dos estaba solo, se tenían el uno al otro. Por fortuna, todo eso fue superado en poco tiempo. Entonces Chuy cachorro era un perrito nuevo, ya sin comezón. Mas ahora era un Chuy cachorro ¡terrible!

    El pequeño Chuy descubría el mundo a su alrededor, su nueva y amada realidad. La música era algo nuevo para él. Durante una noche de las primeras semanas, al escuchar música ladraba pues era un sonido nuevo y extraño para él. Tiempo después le ladraba a los espejos y superficies donde pudiera verse la imagen de ese otro cachorro que amenazaba su territorio y que buscaba robar la atención y afecto que su Jefe, más que nadie, depositaba en él. Por ello debía ser bravo con él. Al menos hasta que aprendió que se trataba de él mismo… o algo así, es difícil definirlo con certeza. Al mudar de dentadura, era una piraña desatada. Destruyó más de un par de pares de las puntas plásticas de los cordones de los zapatos. En el recuento de daños de los tiempos tremendos, figuran cinchos de plástico, portadas de libros —en específico de un diccionario, de ahí que sea tan refinado y culto Chuyillo, cuando menos la mayor parte del tiempo—, calcetas, un cable de red para el ordenador, entre un extenso etcétera.

    Pasados los meses Chuy por fin conoció el exterior, bueno, de forma libre, digamos; de manera previa Chuy había salido, pero solo en el carruaje a ver a los médicos reales, pero esa es otra historia. En fin, Chuy salió por primera vez a reconocer la comarca y alrededores. Bonito lugar, en verdad. Meses después, sintiéndose ya pleno en cuanto a comodidad Chuy decidió que cada una de las edificaciones, carruajes y corceles metálicos en la comarca, debían ser reclamados como suyos, ampliando así sus dominios. Y que sus posibles adversarios y pretendientes de la zona supieran que él era el rey, ¡Chuyillo Rey!

    Por las noches, era otra historia, pues como todo infante, infante perrino en este caso, Chuyillo no gustaba de dormir solo. En consecuencia, ansioso por poder subir por su cuenta a la cama y dormir junto a su amado Jefe. A sus “ocho” meses de edad, en un acto de gallardía salto a la silla giratoria del No Jefe —deudo del Jefe— siendo ahí donde comenzó la era yompadora. Entonces ningún lugar estaba a salvo de los saltos chuyinos. Las camas se perdieron, los sillones de la sala cayeron de manera irremediable, y con el paso del tiempo todo lo que sus flacas patitas le permitían alcanzar de un salto. Por ese entonces, Chuy acostumbraba a besar a quien encontraba durmiendo, el beso chuyino consiste en acercar la nariz siempre húmeda al rostro hasta despertarlo; era un príncipe azul atípico. Ja, ja, ja. Podía realizar esto gracias a su estadía en el lejano oriente, donde aprendió el milenario, y ahora casi extinto, arte ninja. Por lo que gozaba de una técnica de sigilo avanzada y muy efectiva. Por desgracia sus senséis no le hicieron jurar que no usaría sus habilidades ninjas sólo para el bien. Gracias a ese hecho, más de dos veces Chuy dio a sus súbditos y al Jefe sustos de muerte. Pues se escondía en el lugar menos pensado, el ultimo sitio donde lo buscarían, y donde no hacia ni un solo ruido cuando, con desesperación al grito de ¡CHUY, CHUY!, lo llamaban por todo el palacio. Pero Chuy no hacia ni un ruido, ni un bostezo siquiera. Todos angustiados, pensando lo peor en aquellos momentos. Al final el Jefe lo encontraba bajo la cama. Chuy… bueno, Chuy como si nada. Diciendo con toda calma y despreocupación:

    —Aquí he estado, no me muevo. ¿Por qué tanto drama, ah!

 

D. Leo Mayén

El pequeño Gran Chuy by D. Leo Mayén está licenciado bajo Atribución-NoComercial-SinDerivados 4.0 Internacional



No hay comentarios.: