Driskell recupera los “tesoros” pedidos por los gemelos, estando
a punto de morir. Entre tanto Elidor conoce nuevos amigos, un muchacha y un
muchacho, pupilos de Atif. Este último le habla al cerdito sobre un libro muy
especial (fundamental y trascendente en la novela). Tras volver Driskell al
hogar de su simiesco amigo, le cuenta con hondo dolor lo que fue de él desde
que separaran sus caminos, lo que fue de su familia, la desdicha en ella al abandonarlos
Driskell.
En este capítulo doy a conocer detalles importantes sobre el
pasado del protagonista, Driskell, su familia, su formación como soldado, sobre
su mentor en ello, y el proceder y pasado de Kalyna.
La flama danzante de la vela conduce a la calidez y el romance.
Las llamas voraces llevan a la tragedia,
al frío de la soledad y dolorosas memorias;
pereciendo consigo en cenizas.
Andromalia - Capítulo VIII
T
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ardaron aproximadamente una hora, quizá un poco
más, en llegar al viejo calabozo-mazmorra. El pequeño claro a las faldas del
cerro otorgaba una vista despejada de cerca de veinte metros desde la entrada
al calabozo. Driskell se detuvo bajo el cobijo de las umbrosas ramas de un
voluminoso árbol; Pekar por su parte, no paró, siguió andando ignorando los
disimulados gritos de Driskell y Wirt, montado en él; deteniéndose por fin al
medio del claro a pastar. Driskell ató a su fiel corcel a la base del árbol,
pues esta vez, al no saber que esperar prefería saber con precisión donde se
hallaba; haciéndolo de igual modo con la mula. Sheply se quedó echado de
costado, al sol, haciendo “guardia”.
Driskell se acercó con cautela por el costado
izquierdo de la edificación hasta llegar a la entrada; asomando apenas la
cabeza para divisar el interior del calabozo. La luz sólo penetraba hasta unos
cuantos metros al interior, siendo profusa y tenebrosa obscuridad lo que les
esperaba al interior.
—Vamos, ve —indicó a Wirt; mirándose: inclinando
ambos la cabeza, uno hacia abajo y el otro tan alto como pudo.
Sin más, Wirt avanzó dejándose devorar por las
fauces del cerro, desvaneciéndose al ser engullido por sus inciertas y
avasallantes tinieblas, tan oscuras como el más profundo de los abismos. Del
interior se exhalaba una pesada y profunda serenidad, interrumpida meramente
por el fútil sonido de escombros moverse al desplazarse el nictálope Wirt entre
ellos.
Esperándole, Driskell notó en las cercanías a la
entrada un rastro de huellas, procedentes del extremo derecho del claro
—mirando de frente a la entrada, en la cual sólo permanecían los goznes de
hierro—. Al examinarlas con detenimiento descubrió que eran pertenecientes a un
toro bastante grande. Con prontitud acudió a la entrada llamando quedamente a
Wirt; sin recibir respuesta alguna corrió donde aguardaban tranquilos los
équidos, tomó un par de cosas y volvió a donde Wirt. A metros de la entrada
encendió un pequeño fuego. Con antorcha en mano —una rama gruesa y larga
cubierta con grasa animal— se hincó en la esquina de la entrada llamando de
nuevo con insistencia a Wirt, esta vez gritándole. Con lentitud, paso a paso,
se adentraba disipando las tinieblas a su alrededor, aproximándose con dilación
cada vez más hacia el, hasta ahora, inevitable peligro fatal que le aguardaba,
silencioso e invisible, acometiendo por una imprudencia de su parte. A su
alrededor, por el angosto pasillo, se vislumbraban las lúgubres condiciones en
que se hallaba el lugar: paredes cenizas y mohosas, teñidas en una tonalidad oscura;
el suelo lleno de escombros, así como disipados restos animales y humanos. Se
escuchó un débil ruidillo, siendo difícil de atinar su procedencia a causa del
sonoro eco que se extendía por cada obscuro y húmedo rincón del calabozo. La
adversidad de la atmosfera hacia que a momentos se ahogara casi hasta
desfallecer la llama de la antorcha. A los costados del pasillo no había más
que muros, gruesos y resistentes, ideados para evitar una fuga cavando tanto
del interior como del exterior. Los ruidos sin conocida procedencia o motivo
únicamente podían provenir del frente, dejando todavía en incógnita quien o que
los causaba. El ruido se hacía rápida y acrecentadamente más bullicioso.
Driskell dio un paso hacia atrás desconcertado, llevando a la vez la mano hasta
la katana, por mero instinto, ya que era un lugar complicado para usarla. Pasó
corriendo y chillando por debajo de sus piernas la figura de lo que parecía ser
Wirt; huyendo despavorido a cuatro patas hacia el exterior. Apenas a unos
metros de distancia pudo distinguir con claridad el ruido causado por las
pesuñas y el bufar lleno de ira del toro, aproximándose a él con ímpetu cual
carreta desbocada sin detenerse hasta impactar con algo. Driskell, como alma en
pena, corrió sorteando escombros y osamentas tan rápido como pudo hasta llegar
a unos escasos pasos del exterior, donde, al sentirse casi alcanzado por el
toro, en parte por el eco del lugar, sin frenar arrojó con fuerza la antorcha
hacia atrás, pasando ésta por encima del bravío vacuno. A espaldas del fiero
animal, inesperadamente surgió una llamarada avanzando de manera avasalladora
—a causa de una parca acumulación de gas—, cubriendo en su totalidad el angosto
pasillo, expulsando con violencia a Driskell hasta golpear con abrupto el
suelo; siendo así expulsado de “las fauces por el aliento del dragón”. Yaciendo
en el suelo, mientras Sheply ladraba y Zorka y Pekar relinchaban alterados por
el estruendo, con nulas fuerzas musito, antes de apoyar la cabeza en el suelo:
—Pazhar…
Elidor, esperando sentado en un cómodo sillón de
color vino, observaba a su alrededor con deleite, contemplando la más amplia de
las habitaciones en la particularmente angosta casa y de peculiar altura.
Estaba deseoso de escribir en su libreta sobre su nueva y emocionante amistad,
así como lo maravilloso y acogedor que le parecía su hogar y la cuantiosa
cantidad de objetos y libros en él; sin olvidar claro, lo placentero e
inolvidable que le resultaba Uvlieb.
Cruzando la puerta de entrada hay un estrecho
corredor que da de frente hasta la cocina; y de lado derecho la estancia, en el
que además de serlo, la mitad de la habitación es la biblioteca particular de
Atif: repleta de libros, con libreros cubriendo en su totalidad los muros, y
pilas enormes de libros sobre mesas y en el suelo, acumuladas al no tener
sitio, ya, los libreros. Es muy notorio el límite entre la estancia y la
biblioteca, sobre todo porque justo donde termina uno y comienza otro también
da inicio el otro piso, de madera, con una barandilla resistente en el borde;
al cual se accede por las escaleras al costado derecho, o bien, como suele
hacerlo Atif, subiendo apoyado del borde del librero y trepando hábilmente
hasta la barandilla. En el piso de arriba, de igual modo, libreros en las tres
paredes rebosantes de textos, aunque estos más selectos; en el medio una mesa,
muy rustica, donde el Keñano simio gusta de escribir en sus ratos libres. La
luz traspasaba con esplendor el vitral de color blanco, iluminando en su
totalidad la estancia y el piso de arriba, no así lo que se hallaba debajo de
él: debido a que el vitral se encontraba inclinado de tal modo que favorecía
sobre todo la iluminación en esos dos sitios. En la estancia, en un rincón
junto a la ventana, en el lugar más quieto y adecuado de la casa, hay un bello
reloj de péndulo. Era su tic-toc lo más notorio al estar en completo silencio,
eso, y el pasar de las mulas y/o caballos por la calle. En el medio de la
estancia una mesita de centro, bordeada por cuatro sillones todos ellos iguales
en el que se encontraba Elidor esperando. La mayoría de libros y muebles, como
el reloj, “curiosa y sorpresivamente”, provenían, sí, de El Continente.
Desde el fondo de la biblioteca se aproximó Atif
proviniendo de la cocina con una taza de té en cada mano.
—¿Te gusta beber el té con granos de caña, Elidor?
—Le agradezco, pero no gracias.
Elidor, sustrajo de su morral el fuizz que le
habían obsequiado: le servía para poder tomar objetos diversos con mayor
facilidad; decidiéndose por éste al considerar que aún le duraría por buen rato
el que poseía para escribir.
—Bonito fuizz —declaró el simio.
—Gracias, señor. ¿Usted tiene alguno?
—Afortunadamente puedo prescindir de esa necesidad.
Aunque sí me parece algo formidable y práctico, e indispensable para muchos. De
admirarse si se piensa con detenimiento.
—¿Admirable? —expresó Elidor con desconocimiento de
a qué se refería.
—Es de notable admiración porque es el hombre quien
los crea, los fabrica, para ser usados por diversos animales y para diversos
propósitos. Todo a partir de dos poderosas y fundamentales razones: la primera
de ellas, la imperiosa y en ocasiones apasionante necesidad que algunos de
nosotros, sin importar la especie, tememos por imitar y replicar las acciones
efectuadas por el hombre; muchas de ellas de su exclusividad; inclusive me
atrevo a decir, ¡disfrutar de ellas! —pronunció Atif, sentado frente a Elidor,
con vehemente coherencia—. La segunda de ellas es la exquisita necesidad del
hombre, si bien no de todos si de una cada vez mayor cantidad de ellos, de crear
infinidad de cosas, objetos, artilugios, por mencionar algo. En general, de
crear, inventar e innovar. Desde luego muchos de ellos sólo buscan lucrar;
otros más de resaltar y superarse entre sí; y también claro, entre algunos,
ayudar al prójimo: hombre o animal.
Elidor le miraba con atención, respeto y gran
admiración, por lo que oía.
—Afortunadamente en mi vida —dijo Elidor— he
conocido y convivido nada más que con quienes me han tratado de buena manera,
con cordialidad y cariño. El señor Driskell es en todo una excepción. Sufre de
una notoria falta de modales, entre otros detalles —declaró el cerdito.
—Jo, jo; me imagino. Driskell… desde muy pequeño ha
tenido una vida difícil. Cuando le conocí era sólo un infante… y yo un simio
joven. En una de las expediciones de su padre, al conocernos me incitó a
cambiar mi vida acompañándolo en sus travesías. Accedí anhelante de descubrir
nuevos lugares, personas y ampliar mi conocimiento sobre la vida. Durante los
dos años que le acompañe viajando casi por todo El Continente, y hasta que
dejaron de llagar los fondos de parte de quien le patrocinaba, desarrollamos un
profundo apego y afecto mutuo, por lo que lo acompañe de regreso con su
familia. Entonces conocí a su dulce esposa y sus tres hijos; Driskell es el
mayor de ellos. Al conocerlo me era notorio que gustaba de ser aventurero,
inclusive algo arriesgado e imprudente; seguido por sus hermanos pequeños…
Siempre cuidando de ellos.
“Años más tarde, desgraciadamente sus padres
fallecieron víctimas de una de muchas enfermedades proliferas en El Continente
en ese entonces. Por más que lucharon, y pese a mis constantes esfuerzos,
terminaron por perecer. Antes de morir, su padre me pidió los cuidara; su madre
me pidió suplicante que al morir les llevara con su hermana, donde los querrían
y cuidarían como si fueran sus propios hijos. Así lo hice. Permanecí a su lado
educándoles, enseñándoles, pero sobre todo inculcándoles lo que su padre me
había enseñado. Un par de años más tarde, me marché en busca de conocimientos
hacia La Gran Capital, sabiendo que los hijos de mi mejor y más preciado amigo
estaban en buenas manos, al cuidado de sus tíos. Dos muy buenas personas a
quienes recuerdo con aprecio, igual que a sus adorables pequeñas.
Llamaron a la puerta. Atif acudió sin prisa alguna.
Se trataba de un joven y una muchacha. Al abrirse la puerta, ella le acomodaba
el cuello del traje, muy risueña. Ella, de cabello castaño obscuro, recogido y
cubierto por un sombrero; ojos marrones claros; de figura esbelta, juvenil y
bien delineada, hombros redondeados y postura recta como toda una dama;
semblante indagador y sincero, y a la vez denotativo del saber en su mente,
claros más que nada por su forma de ser y vestir: sombrero y vestido propios de
alguien de su edad —diecisiete años y un pelín más—, prendas provenientes de El
Continente y obsequiadas por Atif. El muchacho se sonrojó al ser sorprendidos
por Atif. Él, de cabello oscuro, cubierto por una boina grisácea; de carácter
reservado, rara vez sarcástico e insolente, dependiendo sobre todo de su humor;
ojos marrones; desde siempre le era difícil expresar sus emociones y pensar.
Vestía un saco de igual modo grisáceo; el pantalón le quedaba un tanto grande,
y zapatos notoriamente viejos, de segunda.
Atif les hizo pasar, pues les esperaba como cada día. Él y ella debían su
complexión delgada —mas ya no enjuta— a causa de la pobre y mala nutrición que
habían tenido hasta hace un par de años en el orfelinato.
Wirt, sentado colgándole las patas del borde de la
carretilla —separada de Pekar—, a un lado de Driskell, comía los grillos que
Petra les había entregado justo antes de partir, ayudándole a que pasara el
susto. Driskell bebía agua de su bota —“cantimplora”; hecha de estomago de
oveja—; tenía el pelo de la nuca ligeramente chamuscado y el chaleco con una
pequeña quemadura. Hacia exageradas muecas al abrir y cerrar la boca tanto como
podía, esperando se le destaparan los oídos y, también, desapareciera o
aminorara el zumbido preponderante a sus pensamientos. El toro, asustado por el
estallido, había huido a toda prisa, con leves quemaduras.
Descansados por un rato, Driskell dijo a Wirt:
—¡Vamos allá! Bien, ya sabes que hacer.
Wirt asintió con la cabeza; Driskell de pie frente
a él. Comenzaron con el “juego”. Wirt, de pie sobre la carretilla, movía sus
manitas estirándolas hacia el frente de manera perpendicular.
—Adelante, lejos… avanzando… —Se esforzaba Driskell
por adivinar.
Wirt levantaba sus patitas como si fuera marchando,
a la vez que repetía el movimiento de sus brazos. Driskell calló un instante,
meditando a que podría referirse.
—¡Pasillo! —prorrumpió chasqueando los dedos.
Wirt asintió positivamente, y, tras mirar a su
alrededor, dio un salto de la carretilla y tomó una piedrita del suelo,
mostrándosela a Driskell y arrojándola de nuevo al suelo; pasó en repetidas
veces sobre ella, aunado a las expresiones mímicas que realizo previamente.
—¡Escombros! —De nuevo asintió afirmando.
Wirt colocaba sus manos cerca del pecho para
después abrirse de brazos velozmente, llevándolos hacia los costados como
pidiendo que le abrazaran. Esa era la seña de: «mucho o muchos, por todas
partes o en gran cantidad», representando en sí abundancia o cantidad. Por lo
que llegaba a concluirse que «en el pasillo había copiosos escombros».
Siguieron “jugando” al reconocimiento a señas o
como gustaba llamarlo Kalyna: «la zarigüeya dice». Wirt le indicó la notoria y
evidente peste en el interior, ayudado de un par de señas: Oler, olfato y todo
lo referente a ello: alzando la nariz al aire y exhalando con profundidad.
Peste, hedor, suciedad, pútrido: sujetándose la cola y alzándola, meneando el
rabo de lado a lado. Siguieron con lo mismo por un rato, haciendo que Wirt,
hiciera movimientos y expresiones de lo más peculiares, como: girar sobre su
propio eje apuntando al suelo, con el antebrazo en ángulo obtuso: indicando la
existencia de un agujero, caída, precipicio o barranco. Pararse fugazmente de
manos y andar representaba andar con cautela, ir en sigilo o con lentitud y
atento; correr, bueno… que alguien corría o había que correr. La seña de muerto
o muertos era algo simple, simplemente sacaba la lengua de un costado y la
dejaba colgando. La señal de espada y/o sable era representada por su brazo
derecho extendida al frente en posición firme. La de cuchillo, puñal o daga,
era su brazo derecho de igual manera sólo que dando saltitos al frente. Correr
con ambos brazos al aire, significaba: mosquetes, pólvora o armas de ese tipo.
Etcétera, etcétera, etcétera. Con el paso de los años, pero más que nada por la
imperante necesidad de ambos por comunicarse, llegaron a desarrollar este
particular, práctico, efectivo y único lenguaje de señas, mismo que sólo ellos
dos y Kalyna conocían; de ese modo, llegando a ser un lenguaje secreto.
Después de un considerable rato de estar
interpretando lo que vio Wirt al interior del calabozo se dispusieron a
reingresar en el funesto sitio, donde al pasar los años habían perecido
innumerables hombres.
Elidor y Atif, tras presentarles este último a sus
jóvenes pupilos, siguieron conversando sobre el mismo tema por unos momentos.
Hablando a continuación sobre literatura, sus obras favoritas, sumergiéndose
con devoción en el tema largo rato.
—Dinos, Elidor, ¿de dónde provienes? — Le cuestionó
Atif.
—De Zlintka, señor. Vivo en un palacio a las
afueras, en compañía de mí tutor: Cerdic.
—He oído bastante sobre él. Argumentos muy
favorables hacia su persona, por supuesto. Alguien muy notable.
—Así es señor. Desde que me acogió, cuando era yo
apenas un cochinillo, con suma gentileza y cariño cuido de mi; algo a lo que le
estoy eternamente agradecido. No sería quien soy de no ser por él.
—Veo que lo que se dice de él es más que cierto… y
evidente, naturalmente —apuntó Atif, señalando cortésmente hacia Elidor al
decirlo, como prueba fehaciente de lo dicho.
Dorsey, la muchacha
de vertido beige, tan limpio e impecable como le era posible tenerlo, se
aproximó desde el fondo de la biblioteca a paso lento pero firme, proveniente
de la cocina, llevando un par de tazas de té. Con una amplia sonrisa dibujada
en el rostro entregó una de las tazas a Carrick;
provocando el sonrojo del joven.
Elidor, Atif y Carrick
conversaban sobre un tema que tenía sin cuidado a Dorsey; sentada junto a ellos, fantaseando sobre su porvenir, que
pese a no ser ahora el mejor de todos no le impedía soñar y anhelar una vida
mejor, junto a alguien especial. Se puso de pie y, excusándose por ausentarse
brevemente, se dirigió hacia la biblioteca. Ayudada por una vela tomó de uno de
los libreros en el rincón, de la sección inferior, un libro de especial interés
para ella. Regresó a sentarse; y Atif, al notar su particular lectura, cambio
con brusquedad de tema.
—¡Muy bien, Dorsey!
veo que sigues con interés donde lo has dejado ayer —expresó con orgullo.
—Elidor, dime, ¿sabes algo sobre cálculos, números o formulas?
—Me temo que no, señor. En palacio diariamente me
instruyo en diversos temas, tantos como puedo, pero ese tema en especial es
algo que pese a mis repetidos esfuerzos no puedo comprender —respondió el
cerdito, un tanto avergonzado.
—Eso temí. Pero no tienes por qué avergonzarte. En
mi vida no he conocido animal alguno que goce de pleno conocimiento en dichos
temas, o siquiera les comprenda. Yo las comprendo, claro no tanto como Dorsey; ella tiene un habido interés por
esos temas, los estudia y practica concienzudamente y con gran devoción. Aunque
sea como pasatiempo. Por desgracia, mi ignorancia no me permite instruirle
tanto como quisiera; pero eso no la detiene —dijo Atif a Elidor, mientras
acariciaba con orgullo la mano de la muchacha. Quien esta vez se sonrojó.
De pie frente a la entrada, Driskell dijo a Wirt:
—“Por favor, señor Wirt, sea tan gentil de ir usted
delante” —Dicho en guasa, pues entraron a la par.
Esta vez entraron sin antorcha alguna, era muy
riesgoso, le parecía a Driskell, sabiendo que se trataba de un depósito de
alguna clase de explosivo. Dándole menor importancia con prontitud.
Se le ocurrió una idea de que, pese a su simpleza y
utilidad, resultaba tardada y laboriosa: volver a por un espejo de buen tamaño
para con él reflejar los rayos del sol hacia el interior. Idea que consideraba
cada vez mejor; ya que las tinieblas, al ir entrando, eran cada vez más
abrumadoras y dominantes, provocando que se acrecentara la agudeza de sus
sentidos, llevándolo a creer escuchar, en complicidad de su imaginación, ruidos
que podían ser de cualquier ser. Pero no por ello daría un paso atrás, ¡de
ninguna manera!; había pactado volver con el “tesoro”, y jamás faltaba a su
palabra sin importar qué o quién se interpusiera.
Wirt avanzaba al frente, a paso lento para que le
pudiera seguir Driskell; apartando los escombros hacia los costados del
pasillo. Entraron a cada una de las celdas, ubicadas a los costados del largo y
estrecho pasillo, encontrando en ellas una mínima cantidad de objetos útiles
entre los restos humanos y un par de animales; mismas que sacaron hasta la
entrada al calabozo. Al volver y llegar al final del pasillo, Wirt, con ayuda
de un chillido, indicó a Driskell que se encontraban al borde del agujero;
donde en sus mejores tiempos, se encontraban las escaleras que llevan hasta las
mazmorras. Driskell arrojó una piedra para poder estimar la profundidad;
llegando a ser de alrededor de diez metros. Por lo que, acudió a la carretilla
tomando de ella un par de sogas —una para bajar y otra para subir la carga—, lo
suficientemente resistentes para su cometido. Atado el extremo de la soga a un
barrote de la celda más próxima al agujero, Driskell comenzó a descender con
dilación y suma cautela, y Wirt aferrado a él; asegurándose que cada paso que
daba no le llevara al último que diera.
A un tercio de camino, con el peso de él aunado al
oxido acumulado de inclementes décadas, consumiendo lenta e implacablemente la
vitalidad del metal, el barrote que le anclaba entre la vida y la muerte cedió
con brusquedad. Cayendo sin compasión hacia el abismo de lo incierto el barrote
estuvo a centímetros de golpearle la cabeza, golpeando los muros del orificio
al caer y provocando el estruendoso resonar del metal al impactar en el fondo.
El temerario caza-tesoros se balanceaba en la soga de «respaldo» atada a Zorka
y Pekar, extendiéndose hasta él de manera que, al descender, la cuerda no se
riscara a causa de la fricción… en teoría.
Al llegar al fondo se vio impedido su avance hacia
las mazmorras obstruido por escombros de lo que fueran las escaleras. A sus
pies se encontraban los tan buscados “tesoros”. Notoriamente cuantiosos: al
caminar entre y sobre ellos se escuchaba el característico sonido de metal
golpearse entre sí, donde quiera que pisara.
Driskell miraba hacia arriba sin poder divisar ni
el más mínimo de los detalles. Era nimio el temor que sentía, ya que con los
años de dura y constante experiencia le permitían dominar sus miedos e
impulsos, permitiéndole imperar en él el razonamiento, la lógica y la táctica,
inclusive en situaciones de suma peligrosidad; no por ello, sin repercusiones a
futuro. A crecientes y espasmódicos lapsos, un particular sentimiento de terror
surgía de entre la profundidad de la serena oscuridad, de las tinieblas,
haciendo que se apartara de sus sentidos el frío y húmedo ambiente pesado que
le rodeaba. Luchaba por no ser gobernado por memorias y pensamientos
provenientes desde lo más recóndito de su mente y corazón; nublosos
pensamientos así como recuerdos inmersos de trágica melancolía, repletos de
muerte, abandono, soledad, desolación y destrucción; adhiriéndose a él con el
pasar de los años, prensándose cada día con más y más fuerza, como repugnantes
parásitos succionando con intensidad e inclemencia la vitalidad de su alma. Al
pasar por su mente la imagen de Kalyna, abrasado de una sensación de inevitable
fatalidad, salió del trance en que se hallaba desde más de diez minutos.
Amarró con prontitud las armaduras, escudos y armas
—que junto con cuidado temiendo una herida mortal por oxido— con la soga que
cayó al ceder el barrote de la celda; entre tanto Wirt, como hacía desde que
bajaron, recolectaba todo lo que “brillara” y fuera lo suficientemente pequeño
y/o liviano para que pudiera llevarlo hasta el morral; incluido un cuchillo
arrojadizo que le parecía muy de su agrado. Con premura, se ató el extremo
opuesto de la cuerda atada a sus équidos compañeros a la cintura y aló de ella
—listos y a la espera para subirles—. Subiendo con lentitud, Wirt saltó a la
pierna de Driskell, trepando por él hasta llegar a su cabeza. Al estar arriba,
Driskell se precipito hacia la luz, arrastrando tras de sí una hilera de
escandalosos “tesoros” que resonaban por el suelo, atorándose entre los
escombros y restos. Afuera, fue golpeado con brutalidad por la tenue pero
deslumbrante luz del exterior. El sol estaba cercano a retirarse de su jornada
diaria, tiñendo todo de tonos grises; el viento soplaba sacudiendo las ramas de
los árboles y bamboleando el pasto en el claro. Todo esto en conjunto, llenaba
a Driskell de variables sentimientos encontrados.
Retomando la discusión sobre literatura, y llegando
a tocar un tema de invariable deleite para Dorsey
dejo a un lado su libro —al llegar al final de la lección— sobre una mesita en
el rincón cercano a ella y prestó total atención a lo que Atif decía; algo que
pese a la reiterada constancia de Atif en el tema ella disfrutaba con solaz
vehemencia igual que la primera vez que le habló sobre ello. Para Carrick era lo opuesto, le resultaba
azorante oírle en repetidas ocasiones discutir sobre el tema con todo él que
era invitado a su hogar.
—Así es, Elidor, en ese libro se plantean diversas
situaciones, temas de singular interés. Como por ejemplo… —Se levantó de su
silla al no consolidar lo que quería compartir.
Carrick, conociéndole
bien, supuso que eso a lo que se refería, siendo de gran importancia para Atif,
estaría anotado en algún sitio, por lo que sugirió:
—¿Señor, no cree que se encontré entre sus notas?
Atif comprendiendo con facilidad a que se refería
el muchacho. Y sin mediar palabra, ágilmente, de un salto al librero seguido de
otro a la barandilla llegó al piso superior, donde tomó de diversos sitios sus
notas sobre el tema en cuestión; siendo ahí donde el simio guarda sus preciados
“tesoros” literarios y de diversa índole. Esperando que volviera Atif, Dorsey trajo desde la cocina una gran
pizarra, donde recordaba que su instructor había hecho escribir a Carrick un fragmento, obtenido de algún
modo, acerca del libro. Era un tanto pesada la pizarra, por lo que, al divisar
a la muchacha traerla a rastras, de inmediato Carrick corrió a ayudarla, muy caballeroso. En la pizarra, en el
borde derecho, se encontraban enlistados los meses del año: enmero, fiebrero,
manso, abrir, malló, jumío, injurio, agusto, septimbre, ocumbre, no-vi-en-be,
di-cien-be; todos ellos resultado de una broma de Carrick a costillas de Atif con el fin de hacer reír a Dorsey.
Reunidos de nuevo en la estancia, Atif dio lectura
comenzando por la pizarra:
—Esto que vez aquí, Elidor, lo obtuve con gran
dificultad. Como ya te he mencionado, al dejar a Driskell con sus tíos me
marche a El Continente. Ahí, pasados unos años, un hombre me habló sobre la existencia
de ese libro, titulado…
El mensajero llamó a la puerta. Atif tardo unos
instantes en acudir a su llamado; recibiendo este un par de cartas
pertenecientes a amistades que le saludaban cordiales o simplemente le ponían
al tanto.
De vuelta en el recibidor, Dorsey de inmediato mencionó a Atif donde es que había parado;
retomando el simio.
—Como decía, busqué de manera obsesiva por largos
años, rastreándole por todo El Continente, pero sin éxito. Más tarde lo hallé,
después que un irasco me hablase de su posible paradero. Desafortunadamente,
tras obtenerlo, únicamente pude poner mis peludas manos una sola vez entre sus
gloriosas páginas.
—¿A caso lo perdió, señor? —cuestionó Elidor,
mientras Dorsey les miraba con
notoria ilusión en su rostro; más evidente en el brillo de sus ojos.
—No, de ninguna manera; desapareció de un día a
otro. Aún no me explico cómo es que ocurrió.
“Esto que está en la pizarra lo obtuve de alguien
que, al igual que yo, tuvo por un breve lapso de tiempo el libro, para luego,
también, perderlo para siempre. Se trataba de un hombre ilustre y de costumbres
excéntricas; se tomó la libertad de copiar un fragmento del libro de
distinguida notoriedad para él. Te lo leeré: «El hombre vive como si tratara
por todos los medios de vengarse de la naturaleza; al ser traído a este mundo
sin propósito evidente, y sintiendo la rabia y pesar de su propia existencia,
siendo algo que de ningún modo pidió, pero, aún así otorgado por la naturaleza.
Por ello, y al ser su naturaleza el tener control de cuanto pueda, no resulta
difícil pensar que trata de hallar la más destructiva de las existencias en
busca de un inexistente y estúpido control. De lograrlo, irónicamente,
aniquilará el autocontrol del que goza y radica en sí mismo».”
Se hizo un silencio en la sala. Dorsey contuvo sus ganas de ponerse de
pie y aplaudir. Carrick simplemente
miraba por el vitral las siluetas distorsionadas crearse al pasar desde un
extremo para desaparecer en el otro. Elidor no tenía muy en claro lo que quería
decir el fragmento leído.
—Veo que no te ha quedado del todo claro, Elidor.
—prosiguió el simio—. Un claro ejemplo de lo antes mencionado son las guerras
que se han peleando hasta hace poco en El Continente. Todas ellas para obtener
las riquezas y el control de las tierras disputadas, para beneficio propio; así
como ampliar sus dominios; sin importar quien las ocupe y apartándolos del
camino por cualquier medio. Algunas de ellas se disputan contra animales que lo
único que quieren es defender su hogar; y otras se disputan entre hombres por
igual motivo. Buscando el control y el dominio por sobre la armonía y el
respeto. Otro ejemplo de ello es el hecho de que, mientras el hombre vive
venerando a diversos entes a lo largo de la historia, guiados por sus
semejantes, por otro lado, nosotros como animales, desde siempre y a lo largo
de nuestras vidas “veneramos” la naturaleza con devoción siguiendo el instinto
que nos ha otorgado sin cuestionarlo ni negarlo —Atif calló. —Curiosamente,
ninguno de los dos, animales u hombres, podrían cambiar absolutamente de rol,
creer y sentir el mundo como lo hace el otro. Sería, a mi parecer, algo sumamente
peligroso... más en los animales.
Elidor comenzaba a comprender lo que trataba de
expresar Atif, pero negándose a aceptarlo como algo absoluto; siendo totalmente
lo opuesto a lo que, desde siempre, había
creído era el mundo, la vida misma. Algo que Atif respetaba
naturalmente, de ningún modo pretendía convencerle de nada, simplemente
compartía su opinión y perspectiva.
—Señor Atif, háblenos sobre el aspecto del libro
—pidió Dorsey, sonriente, al tiempo
que su compañero torcía la boca.
—Cierto, casi lo olvido. Veras, Elidor, el libro
aunque por sus características y contenido es fácil de reconocer, como ya lo he
mencionado es difícil de hallar. Su portada es… si mal no recuerdo, ¡oh!
esperen —comenzó a buscar entre sus notas—. ¡Oh sí!, aquí está; no es que lo
olvide, pero es mejor leerlo. El titulo en la portada está marcado con letras a
fuego vivo, con ayuda de un hierro seguramente; en la contraportada, más que en
la portada, es notoria la cuantiosa cantidad de huellas entintadas de diversos
animales, incluidas las del hombre; escrito por diversos y numerosos coautores.
El material de la portada no lo recuerdo con precisión, sólo que es rígido y
resistente. Parece que mi memoria ya no es lo que era, ji, ji. Lo que recuerdo
muy bien es que cada hoja indica el nombre o nombres y especie o especies de
quien era el autor o autores de esas ideas o argumentos.
Atif siguió adentrándose en el tema por largo rato.
Driskell llevó los “tesoros” con los hermanos,
quienes sorprendidos y complacidos le recibieron con un:
—¡Vaya que sí es un cabrón1. JA, JA, JA!
—Carcajeaban al mirar su “tesoro”.
Los hermanos se dispusieron a cumplir con su parte
del trato, dejando así a Pekar y la carretilla con ellos. Indudablemente
Driskell no les entregó en su totalidad lo recuperado en el “foso”, donde, por
un breve momento sintió perecería; conservando lo que le pareciera útil, sin
contar con lo que Wirt recolectó en el morral para conservarlo.
Al poco tiempo, los jóvenes tuvieron que marcharse,
despidiéndose de Atif y de Elidor, de quien estaban muy contentos de conocer,
al igual que él. Atif les miraba andar por la calle dirigiéndose hacia su muy
humilde morada tomados de la mano, cundo creían no les miraban. Mirando la
bóveda celeste, Atif comenzaba a preguntarse donde se hallaba Driskell. Los
jóvenes caminaron por un par de calles; ella mirándole con dulzura al andar
tomada de su mano; él nervioso y a la vez emocionado. Llegaron a su hogar, un
lugarcillo en la parte superior de una panadería: era diminuto, sólo cabían
ellos dos; una recamara, un estudio y un pequeño cuarto donde guardaban las
provisiones. Dorsey encendió una
vela, a poco de consumirse —Pedía Dorsey
a la propietaria le diera todas sus velas que estuvieran cerca de un cuarto de
consumirse; la muchacha conocía a la perfección el tiempo que tardarían en
consumirse, gracias a constantes experimentos realizados—. Se sentaron en el
borde de la cama, en silencio, contemplando la obscuridad de la noche al otro
lado de la ventana. Dorsey posó su
mano sobre la de Carrick provocando
en él un pequeño sobresalto, a lo que ella respondió con una risita. Se giraron
quedando ambos de frente; él la miraba, desviando de inmediato la mirada tímidamente,
en parte apabulladlo por su belleza; ella le miraba pícaramente aproximando con
lentitud sus suaves labios hacia los de él, culminando en un terso y delicado
beso entre los dos. Sus labios se movían con templanza tratando de seguir los
pasos del otro. Alumbrados por nada más que la titilante y tenue luz de la
vela, permanecieron acariciándose labial y románticamente hasta que la vela se
consumió por completo, dejándoles a la intemperie de la obscuridad, y
sucumbiendo ante la pasión como hacían algunas noches, y quizá esta vez, a
diferencia de otras, hasta descarrilar en el punto más placentero del amor que
sentían el uno por el otro.
Era ya de noche, hacía tiempo que el nochero, en su
recorrido habitual, había encendido los quinqués en las calles así como los
postes —estos últimos un tanto escasos—. El orquestal cantar de los grillos
predominaba en las calles, como la repentina presencia de algún búho u otro
animal acechando bajo el cobijo de la noche. Driskell cruzó casi en su
totalidad Uvlieb hasta llegar a casa de su viejo amigo.
De pie en la puerta, ató a Zorka a ella. Llamó para
que le abriesen; al hacerlo, raudos entraron Wirt y Sheply. Pidió un balde con
agua para que bebiese Zorka de ella. Le cubrió con una manta atándola de modo
que no se le desprendiera o le incomodara. Despidiéndose tras crinarle y
acariciándole afectuosamente el cuello y la cara.
—Comenzaba a preocuparme —declaró Atif, invitándole
a sentarse, sacando un banquillo de debajo de la mesa del piso superior.
Driskell colocó arco y flechas sobre la mesa, antes
de sentarse y que Atif volviera.
—Heme aquí —respondió engullendo un trozo de pollo,
acompañado de un tarro de licor, precisamente vodka.
El silencio reinó por unos minutos entre ellos,
oyéndose nada más que el sonoro rasgarse de la carne del ave cocida, arrancada
a trozos por Driskell, masticada y tragada con ayuda de un sorbo de su licor
favorito —trayendo consigo gratos recuerdos de su mocedad acompañado por su
instructor—. Al terminar con su manjar llamó a Sheply, echado bajo la mesita de
centro, arrojándole los huesos limpios de carne; recibiéndolos gustosamente el
can.
—Cuéntame, Driskell, ¿que ha sido de ti? ¿Cómo se
encuentra tu familia? —expresó Atif tratando de romper el silencio.
Driskell calló, observándose en su rostro pesar y
profunda nostalgia.
—Veo que no lo sabes… Nadie lo sabe —Atif le miraba
intrigado, mientras él callaba divagando en sí, buscando un orden entre sus
recuerdos—. Unos años después de que te fueras… ¿Recuerdas el campo de
entrenamiento en lo alto de la colina, la más lejana de todas? Da igual si no.
Un soldado de alto rango se mudó a esa colina. Un día mando a sus hombres a la
villa para reclutar hombres para combatir, desde jóvenes como yo hasta todo el
que pudiera o supiera luchar. Sentí que esa vida era para mí, y sin dudarlo, la
semana siguiente me escabullí hasta la colina. Más tarde, tras meses de
entrenamiento básico, partí con él al ser un soldado notoriamente destacado,
¡excepcional!, decía él. Por años me llevó por todo El Continente haciendo que
entrenara con varios hombres que me enseñaron múltiples formas de ser mejor
guerrero; la mayoría de ellas con un fiel propósito, «matar». Muchas de ellas
he tratado de olvidarlas; eran en sobremanera despiadadas.
—Por lo que dices, asumo que en algún momento
fuiste participe de la guerra.
—No tienes idea mi amigo. Estuve en tantas como
pude. Al principio era todo lo que quería, mi único placer era el fulgor de la
batalla, sintiéndome pleno al estar en el campo de batalla, las flechas pasar a
centímetros de mí, luchar mano a mano contra el enemigo… Saliendo siempre
victorioso. En algún momento llegué a sentirme invencible, pero jamás de manera
arrogante, siempre tuve presente que si por un solo momento bajaba la guardia
estaría más cerca de morir; sentimiento extraño.
“Toda esa pueril estupidez cambio con el pasar de
los años, viendo morir a los que considero mis hermanos. Verlos morir en mis
brazos, sin poder hacer nada… observándoles hasta su inevitable y agónica
muerte. Sobreviviendo en lugar de “salir victorioso”. Tras sus muertes podía
hacer sólo dos cosas: realizar su última voluntad y vengar su muerte.”
—¿Última voluntad?
—Es llevar sus pertenencias, sortijas, relojes y
posiciones familiares hasta sus esposas, descendencia o herederos. Y también
las cartas con el último adiós. Que no es necesario te explique que son.
—¡No! Desde luego que no. Pero dime, ¿que ha sido
de tu familia?
Driskell cerró los ojos con fuerza, esforzándose
por que desapareciera la aflicción que le brotaba desde el pecho y se extendía
hacia todo su cuerpo.
—Bouren, el mayor, quiso seguir los “grandes pasos
del estúpido de su hermano”; se enlisto… y a los pocos años murió en batalla.
Quince… era apenas un niño —musitó con tristeza—. Cuando me enteré acudí de
inmediato a la villa. Permanecí ahí por unos días y me marché de vuelta a la
matanza, lleno de ira culpándome por su muerte.
“Alguna vez le pregunte a Pazhar —decía rellenando
su tarro con licor—; era el sobrenombre que se impuso el hombre, el fiel
soldado que me guiaba; desde que lo conocí bajo el rango de Mayor, para no
dirigir tropas y luchar entre las sombras; ja, ja… como siempre le gustó; como
fuera, todos le conocían y lo llamábamos Pazhar: se rumoraba tenía que ver con
el tatuaje de dragón que llevaba extendido por su espalda y pecho, pero yo
sospecho se relacionaba con nuestra tierra.
—Acorde a su lugar de origen, su hogar —refería
Atif hablando del lugar de nacimiento tanto del Mayor como de Driskell.
—Le pregunte
si creía posible —retomó Driskell— que la guerra, alguna de ellas, llegara
hasta nuestro hogar. Él me aseveró, por sobre su vida, que no, que sería
imposible que perdiéramos o llegará el enemigo hasta las colinas. Y de ser así
tenía todo listo para evacuar la villa; y lucharíamos hasta morir por
defenderla. Con lo que jamás contó fue… Un maldito traidor entre nosotros…
—Detuvo su relato, esperando que la ira pasara— Tiempo después Pazhar me
permitió volver a casa por unos días, ya que la batalla estaba concluida. Dijo
que me acompañaría. Él se adelantó y yo le seguí al día siguiente; me desvié en
busca de alguna dádiva para la familia. Tenía años que no les veía…”
Driskell calló, predominando en la morada de Atif
el constante y notorio tic-toc del reloj a la par del crujir de los huesos de
pollo en las fauces de Sheply, mordiéndoles girando la cabeza de un lado a otro
y sujetándolo con las “manos” echado bajo la mesita de centro. Driskell daba
largos tragos, sirviéndose con prontitud más licor.
—Cuando llegué, antes del alba, por el camino del
sur, sobre las simas de las colinas… se veían de color anaranjado. Jamás
olvidare todo lo que vi… esas escenas conformaban algo que nadie imaginó
pasaría: conforme me acercaba a todo galope se hacían cada vez más evidentes y
penetrantes los gritos de la gente en la villa. De camino a casa el paisaje era
desolador, casas derrumbadas o calleándose a pedazos a causa del fuego; todo
allí era cubierto y consumido por las llamas, envolviendo el ambiente de un
color amarillento-anaranjado. El aire era caliente e inundado de cenizas
llevadas de un lado a otro por el viento; sabes que ahí hay temporadas en que
el viento es fuerte y sopla con ahínco, pues eso favoreció a que todo se
consumiera con mayor rapidez. Difícilmente llegue a casa, evadiendo escombros y
cruzando por todo tipo de peligros. La casa se encontraba ya consumida por el
fuego, todo lo que quedaba eran negras cenizas… los cuerpo estaban calcinados,
de mi hermano, de… no pudieron siquiera salir, al igual que tantos en la villa.
No lo consiguieron porque el fuego fue causado por catapultas. Rocas bañadas en
combustible. Una de ellas impactó en el tejado de la casa hasta llegar a la
cocina donde en ese momento seguramente se encontraba mi tía. Permanecí ahí
hasta el atardecer, oliendo la carne quemada de lo que quedaba de ellos,
deseando haber muerto a su lado —comenzó a respirar con profundidad de forma
acelerada, con el rostro lleno de ira, reviviendo el momento como si estuviera
allí, sintiendo todo de nuevo como en repetidas ocasiones—. Lloré como un
infante, sintiendo una inmensa aflicción, que aún no me abandona, al haberles
fallado, por no haber estado cuando me necesitaron… no haber pasado más tiempo
con ellos. No podía evitar recordarles vivos y después… en el suelo frente a mí
—Lagrimas se deslizaban por su rostro, cargadas de culpa y arrepentimiento.
—Lo siento, Driskell —dijo Atif con pesar, y
lagrimas en puerta. Algo que caracterizaba al simio era su cualidad de saber
que decir y opinar sobre casi cualquier tema o situación, no así ahora, no
sabía ni remotamente que decir—. Pero no ha sido tu culpa. Quizá si yo no me
hubiera ido, e…
—¡No! Eso es nada más que mi culpa, yo decidí
largarme con ese hombre —alzó la voz con coraje—. De no ser por ello jamás se
habrían ganado guerras con mi ayuda y la de él, volviéndonos un blanco
constante del enemigo a todo momento. Tenían perfectamente planeado matarnos
cuando volviéramos a casa con ayuda de un maldito traidor comprado; le
entregaron las catapultas y las alisto sin problema alguno. En el momento en
que Pazhar pisó la aldea estaba sentenciado. Quizá se precipitaron en el
ataque, no lo sé, lo que sí sé es que él y la mayoría de quienes amaba murieron
esa mañana, sin advertirlo o poder defenderse.
Elidor escuchaba aterrado, desde la habitación del
fondo, a Driskell exaltado.
Por la mente de Driskell transcurrían las imágenes
de la grotesca muerte que dio al traidor tras una larga búsqueda, entre gritos
desesperados y suplicas sin sentido. Acalló esa ira que le dominaba con
imágenes y pensamientos distintos.
—De algún modo… No todo fue una tragedia ese día,
Atif. Cerca del atardecer, ese mismo día, mientras me compadecía de mí y
deseaba como nunca la muerte, llegando a estar a punto de enterrarme la daga en
el estomago y destriparme; de debajo de los escombros, entre los gritos de
dolor y desesperación de los quemados y sobrevivientes y el estruendo provocado
por las casas al derrumbarse, específicamente de debajo de una viga, donde se
hallaba el pozo particular de la casa, escuché tosidos, débiles, ahogados y apenas notorios por el bullicio
del exterior. Me apresuré a mover los escombros, la viga y levante la pesada
escotilla de metal. Jamás sentí tanta alegría y alivio en mi vida, Atif. Era
Kalyna; me miraba, empapada, con una expresión repleta de miedo y angustia. La
saqué del pozo y la cargué en brazos fuera de la casa… Después de eso no volvió
a ser la misma. Aunque ha mejorado.
Antes de que Atif pudiera decir algo, en la cocina
se produjo un estruendoso ruido. Driskell acudió de inmediato a indagar,
resultando ser Wirt y Sheply husmeando en busca de comida. Ulteriormente Atif y
Driskell fueron a dormir —ambos en la habitación aledaña a la biblioteca—,
aunque fuese por unas horas.
Durante esas horas, Driskell tuvo la presencia de
Kalyna en sus sueños; recordando un momento de su juventud: jugando al
escondite, buscándola por largo rato hasta hallarla oculta cobijada por un
tronco hueco, de donde salió risueña, y riendo le incitaba a que la atrapara;
tras corretearla por alrededor del tronco y por entre el bosque la atrapó
cargándola en sus brazos y haciéndola girar, mientras gritaba de emoción.
Teniendo así un sueño confortable y placentero, después de tanto.
1Cabrón: dicho a una persona muy osada, altiva,
indómita, temeraria a los riesgos o de aparente locura al actuar. Haciendo
alusión al, ocasional, actuar de un irasco o cabra).
(Registrado en INDAUTOR bajo el seudónimo de D. Leo Mayén)
(Registrado en INDAUTOR bajo el seudónimo de D. Leo Mayén)
Fragmento del capítulo IX (Da cñick para ir al capítulo)
¡Último capítulo en publicarse aquí!
Para llegar a Verdsnan debían o cruzar por Gregsindal siendo la ruta más corta y rápida, o rodear la ciudad tardando el doble y pasando por terreno escabroso. Solo una vez había estado allí Driskell y había tenido suficiente con ello.
... .... ...
Todo
era obscuridad. Y sin aviso alguno, desde lo alto del cielo, bajó lleno de ira
un rayo golpeando con total furia un viejo y enorme árbol, a unos metros
delante de ellos, cientos de astillas salieron disparadas en todas direcciones
al partirlo con inclemencia en dos e incendiarlo casi en su totalidad; el
estruendo del relámpago fue tal que la tierra se cimbro, llegando incluso a
hacer que cayeran algunas ramas débiles de árboles vecinos; el golpe del árbol
al impactar con el suelo hizo que de nuevo se sacudiera el suelo: Zorka se
erguió rampante relinchando y haciendo caer a Driskell, Pekar rebuzno
atemorizado y, desesperado, dio media vuelta huyendo a toda prisa, hasta que
Wirt se impuso a su propio exalto y frenó a la mula. Mientras Pekar se alejaba
y Zorka relinchaba sin control, Driskell permaneció en el suelo mirando con
fijeza el fuego consumiendo con lentitud ambas partes del árbol. Su respiración
se tornaba más profunda. Los rayos rugían sin parar. Llevando la mirada tan
alto como pudo, mirando al cielo, observó un grupo de rayos perseguirse por
entre las nubes, cruzándolas de un lado a otro hasta desaparecer de su vista.
Pronunció, antes de tranquilizar y montar en su corcel: «¡Que así sea!».
Fotografía del perfil, en Flickr, de Tristan Ferne
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Fotografía del perfil, en Flickr, de Shan Sheehan
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