jueves, 4 de enero de 2018

Andromalia - Capítulo 8

Driskell recupera los “tesoros” pedidos por los gemelos, estando a punto de morir. Entre tanto Elidor conoce nuevos amigos, un muchacha y un muchacho, pupilos de Atif. Este último le habla al cerdito sobre un libro muy especial (fundamental y trascendente en la novela). Tras volver Driskell al hogar de su simiesco amigo, le cuenta con hondo dolor lo que fue de él desde que separaran sus caminos, lo que fue de su familia, la desdicha en ella al abandonarlos Driskell.
En este capítulo doy a conocer detalles importantes sobre el pasado del protagonista, Driskell, su familia, su formación como soldado, sobre su mentor en ello, y el proceder y pasado de Kalyna.

La flama danzante de la vela conduce a la calidez y el romance.
Las llamas voraces llevan a la tragedia,
al frío de la soledad y dolorosas memorias;
pereciendo consigo en cenizas.

Andromalia - Capítulo VIII


T
ardaron aproximadamente una hora, quizá un poco más, en llegar al viejo calabozo-mazmorra. El pequeño claro a las faldas del cerro otorgaba una vista despejada de cerca de veinte metros desde la entrada al calabozo. Driskell se detuvo bajo el cobijo de las umbrosas ramas de un voluminoso árbol; Pekar por su parte, no paró, siguió andando ignorando los disimulados gritos de Driskell y Wirt, montado en él; deteniéndose por fin al medio del claro a pastar. Driskell ató a su fiel corcel a la base del árbol, pues esta vez, al no saber que esperar prefería saber con precisión donde se hallaba; haciéndolo de igual modo con la mula. Sheply se quedó echado de costado, al sol, haciendo “guardia”.
Driskell se acercó con cautela por el costado izquierdo de la edificación hasta llegar a la entrada; asomando apenas la cabeza para divisar el interior del calabozo. La luz sólo penetraba hasta unos cuantos metros al interior, siendo profusa y tenebrosa obscuridad lo que les esperaba al interior.
—Vamos, ve —indicó a Wirt; mirándose: inclinando ambos la cabeza, uno hacia abajo y el otro tan alto como pudo.
Sin más, Wirt avanzó dejándose devorar por las fauces del cerro, desvaneciéndose al ser engullido por sus inciertas y avasallantes tinieblas, tan oscuras como el más profundo de los abismos. Del interior se exhalaba una pesada y profunda serenidad, interrumpida meramente por el fútil sonido de escombros moverse al desplazarse el nictálope Wirt entre ellos.
Esperándole, Driskell notó en las cercanías a la entrada un rastro de huellas, procedentes del extremo derecho del claro —mirando de frente a la entrada, en la cual sólo permanecían los goznes de hierro—. Al examinarlas con detenimiento descubrió que eran pertenecientes a un toro bastante grande. Con prontitud acudió a la entrada llamando quedamente a Wirt; sin recibir respuesta alguna corrió donde aguardaban tranquilos los équidos, tomó un par de cosas y volvió a donde Wirt. A metros de la entrada encendió un pequeño fuego. Con antorcha en mano —una rama gruesa y larga cubierta con grasa animal— se hincó en la esquina de la entrada llamando de nuevo con insistencia a Wirt, esta vez gritándole. Con lentitud, paso a paso, se adentraba disipando las tinieblas a su alrededor, aproximándose con dilación cada vez más hacia el, hasta ahora, inevitable peligro fatal que le aguardaba, silencioso e invisible, acometiendo por una imprudencia de su parte. A su alrededor, por el angosto pasillo, se vislumbraban las lúgubres condiciones en que se hallaba el lugar: paredes cenizas y mohosas, teñidas en una tonalidad oscura; el suelo lleno de escombros, así como disipados restos animales y humanos. Se escuchó un débil ruidillo, siendo difícil de atinar su procedencia a causa del sonoro eco que se extendía por cada obscuro y húmedo rincón del calabozo. La adversidad de la atmosfera hacia que a momentos se ahogara casi hasta desfallecer la llama de la antorcha. A los costados del pasillo no había más que muros, gruesos y resistentes, ideados para evitar una fuga cavando tanto del interior como del exterior. Los ruidos sin conocida procedencia o motivo únicamente podían provenir del frente, dejando todavía en incógnita quien o que los causaba. El ruido se hacía rápida y acrecentadamente más bullicioso. Driskell dio un paso hacia atrás desconcertado, llevando a la vez la mano hasta la katana, por mero instinto, ya que era un lugar complicado para usarla. Pasó corriendo y chillando por debajo de sus piernas la figura de lo que parecía ser Wirt; huyendo despavorido a cuatro patas hacia el exterior. Apenas a unos metros de distancia pudo distinguir con claridad el ruido causado por las pesuñas y el bufar lleno de ira del toro, aproximándose a él con ímpetu cual carreta desbocada sin detenerse hasta impactar con algo. Driskell, como alma en pena, corrió sorteando escombros y osamentas tan rápido como pudo hasta llegar a unos escasos pasos del exterior, donde, al sentirse casi alcanzado por el toro, en parte por el eco del lugar, sin frenar arrojó con fuerza la antorcha hacia atrás, pasando ésta por encima del bravío vacuno. A espaldas del fiero animal, inesperadamente surgió una llamarada avanzando de manera avasalladora —a causa de una parca acumulación de gas—, cubriendo en su totalidad el angosto pasillo, expulsando con violencia a Driskell hasta golpear con abrupto el suelo; siendo así expulsado de “las fauces por el aliento del dragón”. Yaciendo en el suelo, mientras Sheply ladraba y Zorka y Pekar relinchaban alterados por el estruendo, con nulas fuerzas musito, antes de apoyar la cabeza en el suelo:
—Pazhar…

Elidor, esperando sentado en un cómodo sillón de color vino, observaba a su alrededor con deleite, contemplando la más amplia de las habitaciones en la particularmente angosta casa y de peculiar altura. Estaba deseoso de escribir en su libreta sobre su nueva y emocionante amistad, así como lo maravilloso y acogedor que le parecía su hogar y la cuantiosa cantidad de objetos y libros en él; sin olvidar claro, lo placentero e inolvidable que le resultaba Uvlieb.
Cruzando la puerta de entrada hay un estrecho corredor que da de frente hasta la cocina; y de lado derecho la estancia, en el que además de serlo, la mitad de la habitación es la biblioteca particular de Atif: repleta de libros, con libreros cubriendo en su totalidad los muros, y pilas enormes de libros sobre mesas y en el suelo, acumuladas al no tener sitio, ya, los libreros. Es muy notorio el límite entre la estancia y la biblioteca, sobre todo porque justo donde termina uno y comienza otro también da inicio el otro piso, de madera, con una barandilla resistente en el borde; al cual se accede por las escaleras al costado derecho, o bien, como suele hacerlo Atif, subiendo apoyado del borde del librero y trepando hábilmente hasta la barandilla. En el piso de arriba, de igual modo, libreros en las tres paredes rebosantes de textos, aunque estos más selectos; en el medio una mesa, muy rustica, donde el Keñano simio gusta de escribir en sus ratos libres. La luz traspasaba con esplendor el vitral de color blanco, iluminando en su totalidad la estancia y el piso de arriba, no así lo que se hallaba debajo de él: debido a que el vitral se encontraba inclinado de tal modo que favorecía sobre todo la iluminación en esos dos sitios. En la estancia, en un rincón junto a la ventana, en el lugar más quieto y adecuado de la casa, hay un bello reloj de péndulo. Era su tic-toc lo más notorio al estar en completo silencio, eso, y el pasar de las mulas y/o caballos por la calle. En el medio de la estancia una mesita de centro, bordeada por cuatro sillones todos ellos iguales en el que se encontraba Elidor esperando. La mayoría de libros y muebles, como el reloj, “curiosa y sorpresivamente”, provenían, sí, de El Continente.
Desde el fondo de la biblioteca se aproximó Atif proviniendo de la cocina con una taza de té en cada mano.
—¿Te gusta beber el té con granos de caña, Elidor?
—Le agradezco, pero no gracias.
Elidor, sustrajo de su morral el fuizz que le habían obsequiado: le servía para poder tomar objetos diversos con mayor facilidad; decidiéndose por éste al considerar que aún le duraría por buen rato el que poseía para escribir.
—Bonito fuizz —declaró el simio.
—Gracias, señor. ¿Usted tiene alguno?
—Afortunadamente puedo prescindir de esa necesidad. Aunque sí me parece algo formidable y práctico, e indispensable para muchos. De admirarse si se piensa con detenimiento.
—¿Admirable? —expresó Elidor con desconocimiento de a qué se refería.
—Es de notable admiración porque es el hombre quien los crea, los fabrica, para ser usados por diversos animales y para diversos propósitos. Todo a partir de dos poderosas y fundamentales razones: la primera de ellas, la imperiosa y en ocasiones apasionante necesidad que algunos de nosotros, sin importar la especie, tememos por imitar y replicar las acciones efectuadas por el hombre; muchas de ellas de su exclusividad; inclusive me atrevo a decir, ¡disfrutar de ellas! —pronunció Atif, sentado frente a Elidor, con vehemente coherencia—. La segunda de ellas es la exquisita necesidad del hombre, si bien no de todos si de una cada vez mayor cantidad de ellos, de crear infinidad de cosas, objetos, artilugios, por mencionar algo. En general, de crear, inventar e innovar. Desde luego muchos de ellos sólo buscan lucrar; otros más de resaltar y superarse entre sí; y también claro, entre algunos, ayudar al prójimo: hombre o animal.
Elidor le miraba con atención, respeto y gran admiración, por lo que oía.
—Afortunadamente en mi vida —dijo Elidor— he conocido y convivido nada más que con quienes me han tratado de buena manera, con cordialidad y cariño. El señor Driskell es en todo una excepción. Sufre de una notoria falta de modales, entre otros detalles —declaró el cerdito.
—Jo, jo; me imagino. Driskell… desde muy pequeño ha tenido una vida difícil. Cuando le conocí era sólo un infante… y yo un simio joven. En una de las expediciones de su padre, al conocernos me incitó a cambiar mi vida acompañándolo en sus travesías. Accedí anhelante de descubrir nuevos lugares, personas y ampliar mi conocimiento sobre la vida. Durante los dos años que le acompañe viajando casi por todo El Continente, y hasta que dejaron de llagar los fondos de parte de quien le patrocinaba, desarrollamos un profundo apego y afecto mutuo, por lo que lo acompañe de regreso con su familia. Entonces conocí a su dulce esposa y sus tres hijos; Driskell es el mayor de ellos. Al conocerlo me era notorio que gustaba de ser aventurero, inclusive algo arriesgado e imprudente; seguido por sus hermanos pequeños… Siempre cuidando de ellos.
“Años más tarde, desgraciadamente sus padres fallecieron víctimas de una de muchas enfermedades proliferas en El Continente en ese entonces. Por más que lucharon, y pese a mis constantes esfuerzos, terminaron por perecer. Antes de morir, su padre me pidió los cuidara; su madre me pidió suplicante que al morir les llevara con su hermana, donde los querrían y cuidarían como si fueran sus propios hijos. Así lo hice. Permanecí a su lado educándoles, enseñándoles, pero sobre todo inculcándoles lo que su padre me había enseñado. Un par de años más tarde, me marché en busca de conocimientos hacia La Gran Capital, sabiendo que los hijos de mi mejor y más preciado amigo estaban en buenas manos, al cuidado de sus tíos. Dos muy buenas personas a quienes recuerdo con aprecio, igual que a sus adorables pequeñas.
Llamaron a la puerta. Atif acudió sin prisa alguna. Se trataba de un joven y una muchacha. Al abrirse la puerta, ella le acomodaba el cuello del traje, muy risueña. Ella, de cabello castaño obscuro, recogido y cubierto por un sombrero; ojos marrones claros; de figura esbelta, juvenil y bien delineada, hombros redondeados y postura recta como toda una dama; semblante indagador y sincero, y a la vez denotativo del saber en su mente, claros más que nada por su forma de ser y vestir: sombrero y vestido propios de alguien de su edad —diecisiete años y un pelín más—, prendas provenientes de El Continente y obsequiadas por Atif. El muchacho se sonrojó al ser sorprendidos por Atif. Él, de cabello oscuro, cubierto por una boina grisácea; de carácter reservado, rara vez sarcástico e insolente, dependiendo sobre todo de su humor; ojos marrones; desde siempre le era difícil expresar sus emociones y pensar. Vestía un saco de igual modo grisáceo; el pantalón le quedaba un tanto grande, y  zapatos notoriamente viejos, de segunda. Atif les hizo pasar, pues les esperaba como cada día. Él y ella debían su complexión delgada —mas ya no enjuta— a causa de la pobre y mala nutrición que habían tenido hasta hace un par de años en el orfelinato.

Wirt, sentado colgándole las patas del borde de la carretilla —separada de Pekar—, a un lado de Driskell, comía los grillos que Petra les había entregado justo antes de partir, ayudándole a que pasara el susto. Driskell bebía agua de su bota —“cantimplora”; hecha de estomago de oveja—; tenía el pelo de la nuca ligeramente chamuscado y el chaleco con una pequeña quemadura. Hacia exageradas muecas al abrir y cerrar la boca tanto como podía, esperando se le destaparan los oídos y, también, desapareciera o aminorara el zumbido preponderante a sus pensamientos. El toro, asustado por el estallido, había huido a toda prisa, con leves quemaduras.
Descansados por un rato, Driskell dijo a Wirt:
—¡Vamos allá! Bien, ya sabes que hacer.
Wirt asintió con la cabeza; Driskell de pie frente a él. Comenzaron con el “juego”. Wirt, de pie sobre la carretilla, movía sus manitas estirándolas hacia el frente de manera perpendicular.
—Adelante, lejos… avanzando… —Se esforzaba Driskell por adivinar.
Wirt levantaba sus patitas como si fuera marchando, a la vez que repetía el movimiento de sus brazos. Driskell calló un instante, meditando a que podría referirse.
—¡Pasillo! —prorrumpió chasqueando los dedos.
Wirt asintió positivamente, y, tras mirar a su alrededor, dio un salto de la carretilla y tomó una piedrita del suelo, mostrándosela a Driskell y arrojándola de nuevo al suelo; pasó en repetidas veces sobre ella, aunado a las expresiones mímicas que realizo previamente.
—¡Escombros! —De nuevo asintió afirmando.
Wirt colocaba sus manos cerca del pecho para después abrirse de brazos velozmente, llevándolos hacia los costados como pidiendo que le abrazaran. Esa era la seña de: «mucho o muchos, por todas partes o en gran cantidad», representando en sí abundancia o cantidad. Por lo que llegaba a concluirse que «en el pasillo había copiosos escombros».
Siguieron “jugando” al reconocimiento a señas o como gustaba llamarlo Kalyna: «la zarigüeya dice». Wirt le indicó la notoria y evidente peste en el interior, ayudado de un par de señas: Oler, olfato y todo lo referente a ello: alzando la nariz al aire y exhalando con profundidad. Peste, hedor, suciedad, pútrido: sujetándose la cola y alzándola, meneando el rabo de lado a lado. Siguieron con lo mismo por un rato, haciendo que Wirt, hiciera movimientos y expresiones de lo más peculiares, como: girar sobre su propio eje apuntando al suelo, con el antebrazo en ángulo obtuso: indicando la existencia de un agujero, caída, precipicio o barranco. Pararse fugazmente de manos y andar representaba andar con cautela, ir en sigilo o con lentitud y atento; correr, bueno… que alguien corría o había que correr. La seña de muerto o muertos era algo simple, simplemente sacaba la lengua de un costado y la dejaba colgando. La señal de espada y/o sable era representada por su brazo derecho extendida al frente en posición firme. La de cuchillo, puñal o daga, era su brazo derecho de igual manera sólo que dando saltitos al frente. Correr con ambos brazos al aire, significaba: mosquetes, pólvora o armas de ese tipo. Etcétera, etcétera, etcétera. Con el paso de los años, pero más que nada por la imperante necesidad de ambos por comunicarse, llegaron a desarrollar este particular, práctico, efectivo y único lenguaje de señas, mismo que sólo ellos dos y Kalyna conocían; de ese modo, llegando a ser un lenguaje secreto.
Después de un considerable rato de estar interpretando lo que vio Wirt al interior del calabozo se dispusieron a reingresar en el funesto sitio, donde al pasar los años habían perecido innumerables hombres.

Elidor y Atif, tras presentarles este último a sus jóvenes pupilos, siguieron conversando sobre el mismo tema por unos momentos. Hablando a continuación sobre literatura, sus obras favoritas, sumergiéndose con devoción en el tema largo rato.
—Dinos, Elidor, ¿de dónde provienes? — Le cuestionó Atif.
—De Zlintka, señor. Vivo en un palacio a las afueras, en compañía de mí tutor: Cerdic.
—He oído bastante sobre él. Argumentos muy favorables hacia su persona, por supuesto. Alguien muy notable.
—Así es señor. Desde que me acogió, cuando era yo apenas un cochinillo, con suma gentileza y cariño cuido de mi; algo a lo que le estoy eternamente agradecido. No sería quien soy de no ser por él.
—Veo que lo que se dice de él es más que cierto… y evidente, naturalmente —apuntó Atif, señalando cortésmente hacia Elidor al decirlo, como prueba fehaciente de lo dicho.
Dorsey, la muchacha de vertido beige, tan limpio e impecable como le era posible tenerlo, se aproximó desde el fondo de la biblioteca a paso lento pero firme, proveniente de la cocina, llevando un par de tazas de té. Con una amplia sonrisa dibujada en el rostro entregó una de las tazas a Carrick; provocando el sonrojo del joven.
Elidor, Atif y Carrick conversaban sobre un tema que tenía sin cuidado a Dorsey; sentada junto a ellos, fantaseando sobre su porvenir, que pese a no ser ahora el mejor de todos no le impedía soñar y anhelar una vida mejor, junto a alguien especial. Se puso de pie y, excusándose por ausentarse brevemente, se dirigió hacia la biblioteca. Ayudada por una vela tomó de uno de los libreros en el rincón, de la sección inferior, un libro de especial interés para ella. Regresó a sentarse; y Atif, al notar su particular lectura, cambio con brusquedad de tema.
—¡Muy bien, Dorsey! veo que sigues con interés donde lo has dejado ayer —expresó con orgullo. —Elidor, dime, ¿sabes algo sobre cálculos, números o formulas?
—Me temo que no, señor. En palacio diariamente me instruyo en diversos temas, tantos como puedo, pero ese tema en especial es algo que pese a mis repetidos esfuerzos no puedo comprender —respondió el cerdito, un tanto avergonzado.
—Eso temí. Pero no tienes por qué avergonzarte. En mi vida no he conocido animal alguno que goce de pleno conocimiento en dichos temas, o siquiera les comprenda. Yo las comprendo, claro no tanto como Dorsey; ella tiene un habido interés por esos temas, los estudia y practica concienzudamente y con gran devoción. Aunque sea como pasatiempo. Por desgracia, mi ignorancia no me permite instruirle tanto como quisiera; pero eso no la detiene —dijo Atif a Elidor, mientras acariciaba con orgullo la mano de la muchacha. Quien esta vez se sonrojó.

De pie frente a la entrada, Driskell dijo a Wirt:
—“Por favor, señor Wirt, sea tan gentil de ir usted delante” —Dicho en guasa, pues entraron a la par.
Esta vez entraron sin antorcha alguna, era muy riesgoso, le parecía a Driskell, sabiendo que se trataba de un depósito de alguna clase de explosivo. Dándole menor importancia con prontitud.
Se le ocurrió una idea de que, pese a su simpleza y utilidad, resultaba tardada y laboriosa: volver a por un espejo de buen tamaño para con él reflejar los rayos del sol hacia el interior. Idea que consideraba cada vez mejor; ya que las tinieblas, al ir entrando, eran cada vez más abrumadoras y dominantes, provocando que se acrecentara la agudeza de sus sentidos, llevándolo a creer escuchar, en complicidad de su imaginación, ruidos que podían ser de cualquier ser. Pero no por ello daría un paso atrás, ¡de ninguna manera!; había pactado volver con el “tesoro”, y jamás faltaba a su palabra sin importar qué o quién se interpusiera.
Wirt avanzaba al frente, a paso lento para que le pudiera seguir Driskell; apartando los escombros hacia los costados del pasillo. Entraron a cada una de las celdas, ubicadas a los costados del largo y estrecho pasillo, encontrando en ellas una mínima cantidad de objetos útiles entre los restos humanos y un par de animales; mismas que sacaron hasta la entrada al calabozo. Al volver y llegar al final del pasillo, Wirt, con ayuda de un chillido, indicó a Driskell que se encontraban al borde del agujero; donde en sus mejores tiempos, se encontraban las escaleras que llevan hasta las mazmorras. Driskell arrojó una piedra para poder estimar la profundidad; llegando a ser de alrededor de diez metros. Por lo que, acudió a la carretilla tomando de ella un par de sogas —una para bajar y otra para subir la carga—, lo suficientemente resistentes para su cometido. Atado el extremo de la soga a un barrote de la celda más próxima al agujero, Driskell comenzó a descender con dilación y suma cautela, y Wirt aferrado a él; asegurándose que cada paso que daba no le llevara al último que diera.
A un tercio de camino, con el peso de él aunado al oxido acumulado de inclementes décadas, consumiendo lenta e implacablemente la vitalidad del metal, el barrote que le anclaba entre la vida y la muerte cedió con brusquedad. Cayendo sin compasión hacia el abismo de lo incierto el barrote estuvo a centímetros de golpearle la cabeza, golpeando los muros del orificio al caer y provocando el estruendoso resonar del metal al impactar en el fondo. El temerario caza-tesoros se balanceaba en la soga de «respaldo» atada a Zorka y Pekar, extendiéndose hasta él de manera que, al descender, la cuerda no se riscara a causa de la fricción… en teoría.
Al llegar al fondo se vio impedido su avance hacia las mazmorras obstruido por escombros de lo que fueran las escaleras. A sus pies se encontraban los tan buscados “tesoros”. Notoriamente cuantiosos: al caminar entre y sobre ellos se escuchaba el característico sonido de metal golpearse entre sí, donde quiera que pisara.
Driskell miraba hacia arriba sin poder divisar ni el más mínimo de los detalles. Era nimio el temor que sentía, ya que con los años de dura y constante experiencia le permitían dominar sus miedos e impulsos, permitiéndole imperar en él el razonamiento, la lógica y la táctica, inclusive en situaciones de suma peligrosidad; no por ello, sin repercusiones a futuro. A crecientes y espasmódicos lapsos, un particular sentimiento de terror surgía de entre la profundidad de la serena oscuridad, de las tinieblas, haciendo que se apartara de sus sentidos el frío y húmedo ambiente pesado que le rodeaba. Luchaba por no ser gobernado por memorias y pensamientos provenientes desde lo más recóndito de su mente y corazón; nublosos pensamientos así como recuerdos inmersos de trágica melancolía, repletos de muerte, abandono, soledad, desolación y destrucción; adhiriéndose a él con el pasar de los años, prensándose cada día con más y más fuerza, como repugnantes parásitos succionando con intensidad e inclemencia la vitalidad de su alma. Al pasar por su mente la imagen de Kalyna, abrasado de una sensación de inevitable fatalidad, salió del trance en que se hallaba desde más de diez minutos.
Amarró con prontitud las armaduras, escudos y armas —que junto con cuidado temiendo una herida mortal por oxido— con la soga que cayó al ceder el barrote de la celda; entre tanto Wirt, como hacía desde que bajaron, recolectaba todo lo que “brillara” y fuera lo suficientemente pequeño y/o liviano para que pudiera llevarlo hasta el morral; incluido un cuchillo arrojadizo que le parecía muy de su agrado. Con premura, se ató el extremo opuesto de la cuerda atada a sus équidos compañeros a la cintura y aló de ella —listos y a la espera para subirles—. Subiendo con lentitud, Wirt saltó a la pierna de Driskell, trepando por él hasta llegar a su cabeza. Al estar arriba, Driskell se precipito hacia la luz, arrastrando tras de sí una hilera de escandalosos “tesoros” que resonaban por el suelo, atorándose entre los escombros y restos. Afuera, fue golpeado con brutalidad por la tenue pero deslumbrante luz del exterior. El sol estaba cercano a retirarse de su jornada diaria, tiñendo todo de tonos grises; el viento soplaba sacudiendo las ramas de los árboles y bamboleando el pasto en el claro. Todo esto en conjunto, llenaba a Driskell de variables sentimientos encontrados.

Retomando la discusión sobre literatura, y llegando a tocar un tema de invariable deleite para Dorsey dejo a un lado su libro —al llegar al final de la lección— sobre una mesita en el rincón cercano a ella y prestó total atención a lo que Atif decía; algo que pese a la reiterada constancia de Atif en el tema ella disfrutaba con solaz vehemencia igual que la primera vez que le habló sobre ello. Para Carrick era lo opuesto, le resultaba azorante oírle en repetidas ocasiones discutir sobre el tema con todo él que era invitado a su hogar.
—Así es, Elidor, en ese libro se plantean diversas situaciones, temas de singular interés. Como por ejemplo… —Se levantó de su silla al no consolidar lo que quería compartir.
Carrick, conociéndole bien, supuso que eso a lo que se refería, siendo de gran importancia para Atif, estaría anotado en algún sitio, por lo que sugirió:
—¿Señor, no cree que se encontré entre sus notas?
Atif comprendiendo con facilidad a que se refería el muchacho. Y sin mediar palabra, ágilmente, de un salto al librero seguido de otro a la barandilla llegó al piso superior, donde tomó de diversos sitios sus notas sobre el tema en cuestión; siendo ahí donde el simio guarda sus preciados “tesoros” literarios y de diversa índole. Esperando que volviera Atif, Dorsey trajo desde la cocina una gran pizarra, donde recordaba que su instructor había hecho escribir a Carrick un fragmento, obtenido de algún modo, acerca del libro. Era un tanto pesada la pizarra, por lo que, al divisar a la muchacha traerla a rastras, de inmediato Carrick corrió a ayudarla, muy caballeroso. En la pizarra, en el borde derecho, se encontraban enlistados los meses del año: enmero, fiebrero, manso, abrir, malló, jumío, injurio, agusto, septimbre, ocumbre, no-vi-en-be, di-cien-be; todos ellos resultado de una broma de Carrick a costillas de Atif con el fin de hacer reír a Dorsey.
Reunidos de nuevo en la estancia, Atif dio lectura comenzando por la pizarra:
—Esto que vez aquí, Elidor, lo obtuve con gran dificultad. Como ya te he mencionado, al dejar a Driskell con sus tíos me marche a El Continente. Ahí, pasados unos años, un hombre me habló sobre la existencia de ese libro, titulado…
El mensajero llamó a la puerta. Atif tardo unos instantes en acudir a su llamado; recibiendo este un par de cartas pertenecientes a amistades que le saludaban cordiales o simplemente le ponían al tanto.
De vuelta en el recibidor, Dorsey de inmediato mencionó a Atif donde es que había parado; retomando el simio.
—Como decía, busqué de manera obsesiva por largos años, rastreándole por todo El Continente, pero sin éxito. Más tarde lo hallé, después que un irasco me hablase de su posible paradero. Desafortunadamente, tras obtenerlo, únicamente pude poner mis peludas manos una sola vez entre sus gloriosas páginas.
—¿A caso lo perdió, señor? —cuestionó Elidor, mientras Dorsey les miraba con notoria ilusión en su rostro; más evidente en el brillo de sus ojos.
—No, de ninguna manera; desapareció de un día a otro. Aún no me explico cómo es que ocurrió.
“Esto que está en la pizarra lo obtuve de alguien que, al igual que yo, tuvo por un breve lapso de tiempo el libro, para luego, también, perderlo para siempre. Se trataba de un hombre ilustre y de costumbres excéntricas; se tomó la libertad de copiar un fragmento del libro de distinguida notoriedad para él. Te lo leeré: «El hombre vive como si tratara por todos los medios de vengarse de la naturaleza; al ser traído a este mundo sin propósito evidente, y sintiendo la rabia y pesar de su propia existencia, siendo algo que de ningún modo pidió, pero, aún así otorgado por la naturaleza. Por ello, y al ser su naturaleza el tener control de cuanto pueda, no resulta difícil pensar que trata de hallar la más destructiva de las existencias en busca de un inexistente y estúpido control. De lograrlo, irónicamente, aniquilará el autocontrol del que goza y radica en sí mismo».”
Se hizo un silencio en la sala. Dorsey contuvo sus ganas de ponerse de pie y aplaudir. Carrick simplemente miraba por el vitral las siluetas distorsionadas crearse al pasar desde un extremo para desaparecer en el otro. Elidor no tenía muy en claro lo que quería decir el fragmento leído.
—Veo que no te ha quedado del todo claro, Elidor. —prosiguió el simio—. Un claro ejemplo de lo antes mencionado son las guerras que se han peleando hasta hace poco en El Continente. Todas ellas para obtener las riquezas y el control de las tierras disputadas, para beneficio propio; así como ampliar sus dominios; sin importar quien las ocupe y apartándolos del camino por cualquier medio. Algunas de ellas se disputan contra animales que lo único que quieren es defender su hogar; y otras se disputan entre hombres por igual motivo. Buscando el control y el dominio por sobre la armonía y el respeto. Otro ejemplo de ello es el hecho de que, mientras el hombre vive venerando a diversos entes a lo largo de la historia, guiados por sus semejantes, por otro lado, nosotros como animales, desde siempre y a lo largo de nuestras vidas “veneramos” la naturaleza con devoción siguiendo el instinto que nos ha otorgado sin cuestionarlo ni negarlo —Atif calló. —Curiosamente, ninguno de los dos, animales u hombres, podrían cambiar absolutamente de rol, creer y sentir el mundo como lo hace el otro. Sería, a mi parecer, algo sumamente peligroso... más en los animales.
Elidor comenzaba a comprender lo que trataba de expresar Atif, pero negándose a aceptarlo como algo absoluto; siendo totalmente lo opuesto a lo que, desde siempre, había  creído era el mundo, la vida misma. Algo que Atif respetaba naturalmente, de ningún modo pretendía convencerle de nada, simplemente compartía su opinión y perspectiva.
—Señor Atif, háblenos sobre el aspecto del libro —pidió Dorsey, sonriente, al tiempo que su compañero torcía la boca.
—Cierto, casi lo olvido. Veras, Elidor, el libro aunque por sus características y contenido es fácil de reconocer, como ya lo he mencionado es difícil de hallar. Su portada es… si mal no recuerdo, ¡oh! esperen —comenzó a buscar entre sus notas—. ¡Oh sí!, aquí está; no es que lo olvide, pero es mejor leerlo. El titulo en la portada está marcado con letras a fuego vivo, con ayuda de un hierro seguramente; en la contraportada, más que en la portada, es notoria la cuantiosa cantidad de huellas entintadas de diversos animales, incluidas las del hombre; escrito por diversos y numerosos coautores. El material de la portada no lo recuerdo con precisión, sólo que es rígido y resistente. Parece que mi memoria ya no es lo que era, ji, ji. Lo que recuerdo muy bien es que cada hoja indica el nombre o nombres y especie o especies de quien era el autor o autores de esas ideas o argumentos.
Atif siguió adentrándose en el tema por largo rato.

Driskell llevó los “tesoros” con los hermanos, quienes sorprendidos y complacidos le recibieron con un:
—¡Vaya que sí es un cabrón1. JA, JA, JA! —Carcajeaban al mirar su “tesoro”.
Los hermanos se dispusieron a cumplir con su parte del trato, dejando así a Pekar y la carretilla con ellos. Indudablemente Driskell no les entregó en su totalidad lo recuperado en el “foso”, donde, por un breve momento sintió perecería; conservando lo que le pareciera útil, sin contar con lo que Wirt recolectó en el morral para conservarlo.

Al poco tiempo, los jóvenes tuvieron que marcharse, despidiéndose de Atif y de Elidor, de quien estaban muy contentos de conocer, al igual que él. Atif les miraba andar por la calle dirigiéndose hacia su muy humilde morada tomados de la mano, cundo creían no les miraban. Mirando la bóveda celeste, Atif comenzaba a preguntarse donde se hallaba Driskell. Los jóvenes caminaron por un par de calles; ella mirándole con dulzura al andar tomada de su mano; él nervioso y a la vez emocionado. Llegaron a su hogar, un lugarcillo en la parte superior de una panadería: era diminuto, sólo cabían ellos dos; una recamara, un estudio y un pequeño cuarto donde guardaban las provisiones. Dorsey encendió una vela, a poco de consumirse —Pedía Dorsey a la propietaria le diera todas sus velas que estuvieran cerca de un cuarto de consumirse; la muchacha conocía a la perfección el tiempo que tardarían en consumirse, gracias a constantes experimentos realizados—. Se sentaron en el borde de la cama, en silencio, contemplando la obscuridad de la noche al otro lado de la ventana. Dorsey posó su mano sobre la de Carrick provocando en él un pequeño sobresalto, a lo que ella respondió con una risita. Se giraron quedando ambos de frente; él la miraba, desviando de inmediato la mirada tímidamente, en parte apabulladlo por su belleza; ella le miraba pícaramente aproximando con lentitud sus suaves labios hacia los de él, culminando en un terso y delicado beso entre los dos. Sus labios se movían con templanza tratando de seguir los pasos del otro. Alumbrados por nada más que la titilante y tenue luz de la vela, permanecieron acariciándose labial y románticamente hasta que la vela se consumió por completo, dejándoles a la intemperie de la obscuridad, y sucumbiendo ante la pasión como hacían algunas noches, y quizá esta vez, a diferencia de otras, hasta descarrilar en el punto más placentero del amor que sentían el uno por el otro.

Era ya de noche, hacía tiempo que el nochero, en su recorrido habitual, había encendido los quinqués en las calles así como los postes —estos últimos un tanto escasos—. El orquestal cantar de los grillos predominaba en las calles, como la repentina presencia de algún búho u otro animal acechando bajo el cobijo de la noche. Driskell cruzó casi en su totalidad Uvlieb hasta llegar a casa de su viejo amigo.
De pie en la puerta, ató a Zorka a ella. Llamó para que le abriesen; al hacerlo, raudos entraron Wirt y Sheply. Pidió un balde con agua para que bebiese Zorka de ella. Le cubrió con una manta atándola de modo que no se le desprendiera o le incomodara. Despidiéndose tras crinarle y acariciándole afectuosamente el cuello y la cara.
—Comenzaba a preocuparme —declaró Atif, invitándole a sentarse, sacando un banquillo de debajo de la mesa del piso superior.
Driskell colocó arco y flechas sobre la mesa, antes de sentarse y que Atif volviera.
—Heme aquí —respondió engullendo un trozo de pollo, acompañado de un tarro de licor, precisamente vodka.
El silencio reinó por unos minutos entre ellos, oyéndose nada más que el sonoro rasgarse de la carne del ave cocida, arrancada a trozos por Driskell, masticada y tragada con ayuda de un sorbo de su licor favorito —trayendo consigo gratos recuerdos de su mocedad acompañado por su instructor—. Al terminar con su manjar llamó a Sheply, echado bajo la mesita de centro, arrojándole los huesos limpios de carne; recibiéndolos gustosamente el can.
—Cuéntame, Driskell, ¿que ha sido de ti? ¿Cómo se encuentra tu familia? —expresó Atif tratando de romper el silencio.
Driskell calló, observándose en su rostro pesar y profunda nostalgia.
—Veo que no lo sabes… Nadie lo sabe —Atif le miraba intrigado, mientras él callaba divagando en sí, buscando un orden entre sus recuerdos—. Unos años después de que te fueras… ¿Recuerdas el campo de entrenamiento en lo alto de la colina, la más lejana de todas? Da igual si no. Un soldado de alto rango se mudó a esa colina. Un día mando a sus hombres a la villa para reclutar hombres para combatir, desde jóvenes como yo hasta todo el que pudiera o supiera luchar. Sentí que esa vida era para mí, y sin dudarlo, la semana siguiente me escabullí hasta la colina. Más tarde, tras meses de entrenamiento básico, partí con él al ser un soldado notoriamente destacado, ¡excepcional!, decía él. Por años me llevó por todo El Continente haciendo que entrenara con varios hombres que me enseñaron múltiples formas de ser mejor guerrero; la mayoría de ellas con un fiel propósito, «matar». Muchas de ellas he tratado de olvidarlas; eran en sobremanera despiadadas.
—Por lo que dices, asumo que en algún momento fuiste participe de la guerra.
—No tienes idea mi amigo. Estuve en tantas como pude. Al principio era todo lo que quería, mi único placer era el fulgor de la batalla, sintiéndome pleno al estar en el campo de batalla, las flechas pasar a centímetros de mí, luchar mano a mano contra el enemigo… Saliendo siempre victorioso. En algún momento llegué a sentirme invencible, pero jamás de manera arrogante, siempre tuve presente que si por un solo momento bajaba la guardia estaría más cerca de morir; sentimiento extraño.
“Toda esa pueril estupidez cambio con el pasar de los años, viendo morir a los que considero mis hermanos. Verlos morir en mis brazos, sin poder hacer nada… observándoles hasta su inevitable y agónica muerte. Sobreviviendo en lugar de “salir victorioso”. Tras sus muertes podía hacer sólo dos cosas: realizar su última voluntad y vengar su muerte.”
—¿Última voluntad?
—Es llevar sus pertenencias, sortijas, relojes y posiciones familiares hasta sus esposas, descendencia o herederos. Y también las cartas con el último adiós. Que no es necesario te explique que son.
—¡No! Desde luego que no. Pero dime, ¿que ha sido de tu familia?
Driskell cerró los ojos con fuerza, esforzándose por que desapareciera la aflicción que le brotaba desde el pecho y se extendía hacia todo su cuerpo.
—Bouren, el mayor, quiso seguir los “grandes pasos del estúpido de su hermano”; se enlisto… y a los pocos años murió en batalla. Quince… era apenas un niño —musitó con tristeza—. Cuando me enteré acudí de inmediato a la villa. Permanecí ahí por unos días y me marché de vuelta a la matanza, lleno de ira culpándome por su muerte.
“Alguna vez le pregunte a Pazhar —decía rellenando su tarro con licor—; era el sobrenombre que se impuso el hombre, el fiel soldado que me guiaba; desde que lo conocí bajo el rango de Mayor, para no dirigir tropas y luchar entre las sombras; ja, ja… como siempre le gustó; como fuera, todos le conocían y lo llamábamos Pazhar: se rumoraba tenía que ver con el tatuaje de dragón que llevaba extendido por su espalda y pecho, pero yo sospecho se relacionaba con nuestra tierra.
—Acorde a su lugar de origen, su hogar —refería Atif hablando del lugar de nacimiento tanto del Mayor como de Driskell.
 —Le pregunte si creía posible —retomó Driskell— que la guerra, alguna de ellas, llegara hasta nuestro hogar. Él me aseveró, por sobre su vida, que no, que sería imposible que perdiéramos o llegará el enemigo hasta las colinas. Y de ser así tenía todo listo para evacuar la villa; y lucharíamos hasta morir por defenderla. Con lo que jamás contó fue… Un maldito traidor entre nosotros… —Detuvo su relato, esperando que la ira pasara— Tiempo después Pazhar me permitió volver a casa por unos días, ya que la batalla estaba concluida. Dijo que me acompañaría. Él se adelantó y yo le seguí al día siguiente; me desvié en busca de alguna dádiva para la familia. Tenía años que no les veía…”
Driskell calló, predominando en la morada de Atif el constante y notorio tic-toc del reloj a la par del crujir de los huesos de pollo en las fauces de Sheply, mordiéndoles girando la cabeza de un lado a otro y sujetándolo con las “manos” echado bajo la mesita de centro. Driskell daba largos tragos, sirviéndose con prontitud más licor.
—Cuando llegué, antes del alba, por el camino del sur, sobre las simas de las colinas… se veían de color anaranjado. Jamás olvidare todo lo que vi… esas escenas conformaban algo que nadie imaginó pasaría: conforme me acercaba a todo galope se hacían cada vez más evidentes y penetrantes los gritos de la gente en la villa. De camino a casa el paisaje era desolador, casas derrumbadas o calleándose a pedazos a causa del fuego; todo allí era cubierto y consumido por las llamas, envolviendo el ambiente de un color amarillento-anaranjado. El aire era caliente e inundado de cenizas llevadas de un lado a otro por el viento; sabes que ahí hay temporadas en que el viento es fuerte y sopla con ahínco, pues eso favoreció a que todo se consumiera con mayor rapidez. Difícilmente llegue a casa, evadiendo escombros y cruzando por todo tipo de peligros. La casa se encontraba ya consumida por el fuego, todo lo que quedaba eran negras cenizas… los cuerpo estaban calcinados, de mi hermano, de… no pudieron siquiera salir, al igual que tantos en la villa. No lo consiguieron porque el fuego fue causado por catapultas. Rocas bañadas en combustible. Una de ellas impactó en el tejado de la casa hasta llegar a la cocina donde en ese momento seguramente se encontraba mi tía. Permanecí ahí hasta el atardecer, oliendo la carne quemada de lo que quedaba de ellos, deseando haber muerto a su lado —comenzó a respirar con profundidad de forma acelerada, con el rostro lleno de ira, reviviendo el momento como si estuviera allí, sintiendo todo de nuevo como en repetidas ocasiones—. Lloré como un infante, sintiendo una inmensa aflicción, que aún no me abandona, al haberles fallado, por no haber estado cuando me necesitaron… no haber pasado más tiempo con ellos. No podía evitar recordarles vivos y después… en el suelo frente a mí —Lagrimas se deslizaban por su rostro, cargadas de culpa y arrepentimiento.
—Lo siento, Driskell —dijo Atif con pesar, y lagrimas en puerta. Algo que caracterizaba al simio era su cualidad de saber que decir y opinar sobre casi cualquier tema o situación, no así ahora, no sabía ni remotamente que decir—. Pero no ha sido tu culpa. Quizá si yo no me hubiera ido, e…
—¡No! Eso es nada más que mi culpa, yo decidí largarme con ese hombre —alzó la voz con coraje—. De no ser por ello jamás se habrían ganado guerras con mi ayuda y la de él, volviéndonos un blanco constante del enemigo a todo momento. Tenían perfectamente planeado matarnos cuando volviéramos a casa con ayuda de un maldito traidor comprado; le entregaron las catapultas y las alisto sin problema alguno. En el momento en que Pazhar pisó la aldea estaba sentenciado. Quizá se precipitaron en el ataque, no lo sé, lo que sí sé es que él y la mayoría de quienes amaba murieron esa mañana, sin advertirlo o poder defenderse.
Elidor escuchaba aterrado, desde la habitación del fondo, a Driskell exaltado.
Por la mente de Driskell transcurrían las imágenes de la grotesca muerte que dio al traidor tras una larga búsqueda, entre gritos desesperados y suplicas sin sentido. Acalló esa ira que le dominaba con imágenes y pensamientos distintos.
—De algún modo… No todo fue una tragedia ese día, Atif. Cerca del atardecer, ese mismo día, mientras me compadecía de mí y deseaba como nunca la muerte, llegando a estar a punto de enterrarme la daga en el estomago y destriparme; de debajo de los escombros, entre los gritos de dolor y desesperación de los quemados y sobrevivientes y el estruendo provocado por las casas al derrumbarse, específicamente de debajo de una viga, donde se hallaba el pozo particular de la casa, escuché tosidos, débiles,  ahogados y apenas notorios por el bullicio del exterior. Me apresuré a mover los escombros, la viga y levante la pesada escotilla de metal. Jamás sentí tanta alegría y alivio en mi vida, Atif. Era Kalyna; me miraba, empapada, con una expresión repleta de miedo y angustia. La saqué del pozo y la cargué en brazos fuera de la casa… Después de eso no volvió a ser la misma. Aunque ha mejorado.
Antes de que Atif pudiera decir algo, en la cocina se produjo un estruendoso ruido. Driskell acudió de inmediato a indagar, resultando ser Wirt y Sheply husmeando en busca de comida. Ulteriormente Atif y Driskell fueron a dormir —ambos en la habitación aledaña a la biblioteca—, aunque fuese por unas horas.
Durante esas horas, Driskell tuvo la presencia de Kalyna en sus sueños; recordando un momento de su juventud: jugando al escondite, buscándola por largo rato hasta hallarla oculta cobijada por un tronco hueco, de donde salió risueña, y riendo le incitaba a que la atrapara; tras corretearla por alrededor del tronco y por entre el bosque la atrapó cargándola en sus brazos y haciéndola girar, mientras gritaba de emoción. Teniendo así un sueño confortable y placentero, después de tanto.

1Cabrón: dicho a una persona muy osada, altiva, indómita, temeraria a los riesgos o de aparente locura al actuar. Haciendo alusión al, ocasional, actuar de un irasco o cabra).

(Registrado en INDAUTOR bajo el seudónimo de D. Leo Mayén)


¡Último capítulo en publicarse aquí!
Para llegar a Verdsnan debían o cruzar por Gregsindal siendo la ruta más corta y rápida, o rodear la ciudad tardando el doble y pasando por terreno escabroso. Solo una vez había estado allí Driskell y había tenido suficiente con ello.
... .... ...

Todo era obscuridad. Y sin aviso alguno, desde lo alto del cielo, bajó lleno de ira un rayo golpeando con total furia un viejo y enorme árbol, a unos metros delante de ellos, cientos de astillas salieron disparadas en todas direcciones al partirlo con inclemencia en dos e incendiarlo casi en su totalidad; el estruendo del relámpago fue tal que la tierra se cimbro, llegando incluso a hacer que cayeran algunas ramas débiles de árboles vecinos; el golpe del árbol al impactar con el suelo hizo que de nuevo se sacudiera el suelo: Zorka se erguió rampante relinchando y haciendo caer a Driskell, Pekar rebuzno atemorizado y, desesperado, dio media vuelta huyendo a toda prisa, hasta que Wirt se impuso a su propio exalto y frenó a la mula. Mientras Pekar se alejaba y Zorka relinchaba sin control, Driskell permaneció en el suelo mirando con fijeza el fuego consumiendo con lentitud ambas partes del árbol. Su respiración se tornaba más profunda. Los rayos rugían sin parar. Llevando la mirada tan alto como pudo, mirando al cielo, observó un grupo de rayos perseguirse por entre las nubes, cruzándolas de un lado a otro hasta desaparecer de su vista. Pronunció, antes de tranquilizar y montar en su corcel: «¡Que así sea!».

Fire
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Fire
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