Hacia no se cuanto que no publicaba un cuento, y ahora vengo con este cuentote largo, haciendo referencias muy, pero muy mezcladas entre mi pubertad, adolescencia en compañía de grandes amigos, y el mundo de videojuegos que, tal vez a esas edades, no debimos jugar, ja, ja, ja.
Trata de no hacer ruido, los viejos despertamos fácilmente... y somos muy curiosos.
Nota: Sin golpes bajos o lesiones seberas. ¡Lo digo por ti!, no quiero perder las joyitas o algún dedo roto por un mísero videojuego.”
El residente vil
29 de Septiembre
Me encuentro en el baño de la primera planta, en la sección
frontal de la vieja casa donde crecieron mi padre y mi tío; la cual ahora
pertenece y es donde reside el tío Bill. Cabe aclarar que ese no es su
verdadero nombre, sino que, desde que yo era muy niño he escuchado a mi padre
llamarle «vil», cosa que, gracias a la influencia de la TV plagada de series americanas
lo asimilé cómo Bill; llamándolo así en sustitución a su nombre: David. No es
que sea una mala persona o algo por el estilo, sino al contrario… me parece es
poco comprendido debido a su “fantástica”, abstracta y profunda forma de ver el
mundo, sentir la vida.
Mi madre dice que eso de vil es un mero apodo, como miles
entre ambos, entre hermanos; algo prohibido tajantemente por ella tanto de mí
hacia mi hermano como al contrario.
La razón de que me halle aquí es simple, soy “pobre” y
desdichado, al menos como para adquirir por mis medios lo que se me ha
prometido si gano este “juego” que el tío Bill ha preparado durante bastante
tiempo. Y del cual mi padre ignora soy participe; ¡menos mi madre! Creen que
pasaré la noche con un amigo haciendo tareas pendientes de inglés o matemáticas,
no recuerdo bien. Por fortuna él y mi hermano me respaldan en la cuartada, ya
que, si todo va bien y venzo todos saldremos beneficiados.
La casa de los abuelos sólo la había visto en fotos; algunas
por dentro y una única de la fachada: la cual no ha cambiado nada: un largo
vitral en el balcón de techo tejado y una larga chimenea a la izquierda de
éste, más alta incluso que la azotea; en la planta baja, pasando el actual
jardín tétrico —de follaje alto—, a la derecha en la fachada un zaguán marrón
de notorio tamaño, y a la izquierdo una gran ventana con ornamentados acabados
blancos. Por fuera la casa parecía austera, pero era amplia por dentro, y más
con las remodelaciones que se habían hecho, aunadas a la compra de un terreno
lindante. El baño donde me hallaba, esperando, era cómodo.
Sentado en la taza —con la tapa abajo, desde luego—,
esperaba a que diera la hora de comenzar el “juego”: una hora después de la
puesta del sol; en todas las ocasiones el tío Bill lo decía así,
entrecomillando la palabra; seguramente para ponerme nervioso. Aburrido, miraba
los azulinos mosaicos en la pared y los amarillentos hexagonales en el piso…
esperando y esperando, pues ya era de noche pero desconocía la hora, ya que
aunque vine más que preparado con mi celular, una linterna de bolsillo,
herramienta multiusos y mi reloj de pulso, fui despojado de todo apenas baje de
la camioneta en que llegamos. ¡Por cierto, sólo di un precario vistazo a la
casa antes de que me vendó los ojos y colocó una funda de almohada, opaca,
encima!, algo muy exagerado, tanto como hacerme dar cincuenta vueltas para
marearme tras preguntarme: «¿Comiste algo antes de recogerte?», y traerme hasta
esta habitación. El ambiente es fresco y…
«¡Brrrrrrr!» Ese ruido… «¡Brrrrrrrr!» Tarde nada en
reconocerlo, un móvil vibrando. Rápidamente lo busqué entre las toallas en el
estante de pequeños espacios, barnizado de azul oscuro. Destapé el teléfono, un
Motorola plateado; la vibración del artefacto era debido a una alarma
programada, titulada: “¿’Notas’ qué tienes quince minutos?” Claramente faltaba
un cuarto de hora para comenzar pero... Minutos después y con una desazón en mi
sentir revisé el celular a fondo, hasta llegar a las notas; estaban almacenadas
unas cuantas. La primera se titulaba: el “juego” —de nuevo entrecomillado, ¡que
sorpresa!—.
“R. L. —abreviatura de mis nombres—, ganaras el juego si
logras “sobrevivir” hasta el amanecer y salir de la residencia. Y, ¡perderás si
te pillo y logro escribir en… —abrí la siguiente nota—
…tu frente la palabra U’ DIED. No olvides tu recompensa,
hijo, el RE7 y una consola.”
Otra nota ponía:
“Si eres haragán como tu padre perderás… Seguramente ya
revisaste toda la habitación… PUES IRÉ POR TI EN CUANTO PUEDA.”
Aunque extrañas las
notas eran muy a su estilo. Me restaban cinco minutos, y un nerviosismo me
comenzó a invadir, me jugaba mucho —mucho para un chavo de mi edad—. Desdoble
las toallas, busqué sobre el estante, palpándolo; bajo el lavabo y el inodoro
—no dentro, aclaro—, hasta en la caja —recordando una película en la que un
oficinista mirón pervertido ocultaba allí unos binoculares—, pero, no hallé
nada. Por último —mirando el móvil que me indicaba faltaban menos de dos
minutos para la hora señalada—, corrí las puertas del decorado acrílico blanco
y busqué lo que fuera en la regadera; encontrando un encendedor translucido, posado en vertical,
sobre la repisa de cristal. Desesperado y ansioso miré al techo y cogí el papel
adherido a él; ponía:
“Entre candados y puertas, llaves, trampas y enigmas,
tendrás que salir al amanecer, ¡no antes, no después! Cuentas con ciertas
ventajas y otras que pueden no serlo… depende de ti.
Cada hora, durante diez minutos antes y después de la hora exacta descansaré, pues estoy viejo y cansado como para perseguirte por todos lados «¿Viejo?, dice… Huevón a los treinta; ja». Aprovecha sabiamente tu tiempo libre.
Cada hora, durante diez minutos antes y después de la hora exacta descansaré, pues estoy viejo y cansado como para perseguirte por todos lados «¿Viejo?, dice… Huevón a los treinta; ja». Aprovecha sabiamente tu tiempo libre.
Trata de no hacer ruido, los viejos despertamos fácilmente... y somos muy curiosos.
Nota: Sin golpes bajos o lesiones seberas. ¡Lo digo por ti!, no quiero perder las joyitas o algún dedo roto por un mísero videojuego.”
Envolví con mi mano la fría chapa de la puerta… la giré
suavemente evitando cualquier ruido, tanto del mecanismo como de las bisagras;
moví la puerta muy despacio siendo que al otro lado abundaba la obscuridad, lo incierto.
Corre, corre, ratoncito
A unos pasos fuera del baño está la estancia central (un
espacio entre los cuartos); inmediato a mi derecha las escaleras hacia la
planta baja como a la azotea; postes tallados y barnizados de carmín conformando
el barandal, desde el primer escalón hasta el último —dejando al medio una
vista desde el piso de la planta baja hasta el techo del cubo de la azotea—. En
la estancia central, partiendo del sanitario, a la derecha estaba el cuarto que
fue de mi padre, a la izquierda el de mis abuelos, ambos con acceso al balcón y
alumbrados. Adyacente al baño y entre el cuarto de los abuelos, el viejo cuarto
del tío Bill, con la puerta en uso. Todo esto lo sé pues ambos rememoraban mucho
ese lugar, y nos contaban con deleite cuando preguntábamos. Nada, absolutamente
nada estaba como me lo describieron o lo vi en fotos. Cansándoseme el dedo,
cambié de mano y volví a chasquear la rueda del encendedor y presionar el
botoncillo, ambos movimientos crearon la flamita precedida de un diminuto
rastro de humo que se desvaneció en instantes; teniendo con ello un alumbrado
sumamente tenue y tétrico. El cuarto de mi padre estaba lleno de cajas de
plástico, apiladas una sobre otra en barias columnas por todo el cuarto y nada
equidistantes sobre sí mismas. Eché un vistazo por el espacio entre ellas
esperando hallar algo. Me dirigí a la puerta del balcón, metálica y marrón con
pelos de brocha en la antigua pintura. Al girar la chapa, plateada y en forma
de L horizontal, se resistió inflexible.
El azotarse de una puerta me asustó… Claramente, el portazo,
fue dado con alevosía. ¡Era el tío Bill! Entre en un absurdo pánico, pues era
sólo un juego, pero el poder perder la recompensa apenas empezando me turbo, y
un liviano miedo me embargo el cuerpo, la mente. Podía escuchar sus pisadas;
las que sonoramente marcaba al ir subiendo para atemorizarme… y vaya qué si lo
lograba. Sin tiempo a pensar con profundidad me oculté tras una de las pilas de
cajas. Miraba con tensión por el espacio entre los amontonados contenedores
plásticos, esperando verle… esperando no verle. No sabía si estaba en el corredor
o buscándome en el baño, o en otra habitación.
La luz se apagó repentinamente, impidiéndome ver ni mi mano.
Durante el, aparentemente, largo tiempo a oscuras —apenas unos segundos— sentí
el impulso de sacar el teléfono e iluminar mis alrededores, me contuve y no lo
hice.
La luz de la habitación se encendió para de inmediato
apagarse y encenderse de nuevo, y así repetidas veces. Al dejar en paz la luz
alguien entró, era un extraño, con un grueso impermeable amarillo, brilloso
ante la luz. Cuando llegamos, el tío Bill llevaba un pants dominguero y una playera
menuda. Moví de un lado a otro la cabeza procurando alinear mi rostro con el de
ese hombre, sin que me viera, claro. De un golpe rompió el foco en mil pedazos;
el estallido me exaltó, pero afortunadamente supe contener cualquier expresión
o movimiento que revelase que estaba ahí. De nuevo, de forma perpetua, las
sombras invadieron mi entorno, sin saber hacia dónde moverme, que hacer.
Encendió una linterna de mano, tipo candelero; la cual mecía siniestramente
formando sombras que desaparecían y retornaban. Moviéndome por entre las cajas
casi me descubre en el rincón donde me guarecía como un triste ratón. Callaba,
meciendo únicamente la linterna; intempestivamente se movía para tratar de
sorprenderme; algo que me hacía creer que sabía dónde estaba, y sólo jugaba
conmigo saboreando su pronta victoria. Correr o… creer que únicamente era un
ardid para hallarme. Permanecí inmóvil, silencioso y esperando no viniera.
Sigilosamente desplacé mis pies, temiendo hasta el más nimio
de los ruidos que pudiera producir al hacerlo; así también alimentando mi
nerviosismo, mi temor, mi angustia. En cuanto quebré un fragmento de cristal, con celular en mano, corrí a toda
mecha aventando tras de mí la puerta de la habitación, que para mi ingrata
suerte no cerraba, más que empalmándose con el marco. Por instinto, quizá, bajé
las escaleras; al descender como rayo una chicharra sonó por lo qué deduje era
una trampa; sabía justo hacia donde había huido.
Polvoriento
Hallándome oculto bajo la robusta y pesada mesa de la sala,
cubierta por un mantel, salvo por un trozo de tela restante en la parte donde
se supone debería haber uno de cuatro cristales; respiraba hondamente, evitando
los jadeos, y sin poder sosegar mi taquicardia. Sólo era un juego —ahora sé
porque las comillas— me repetía constantemente; y en verdad no sé por qué,
obviamente era un juego y el tío Bill no me lastimaría, pero era evidente que
sabia meterse en la cabeza de uno, atemorizarlo… y las tinieblas le asistían
fielmente en sus propósitos.
Sorpresivamente la linterna se encendió a palmos de mí,
rebelando las botas y el impermeable del tío Bill: no cabía duda, era él: pude
observar rápidamente su rostro por el hueco en la mesa y el mantel: canoso
prematuro, de abundantes cabellos retorcidos asomando por los bordes de la
capucha del impermeable; tez rojiza, y unas gafas de trabajo obscuras,
cubriendo su mirada tan seria como sagaz. Al gatear “pise” con la mano un
pequeño tornillo; dominé el quejido que me provocó. Siendo astuto tomé el
tornillo y lo arrojé hacia el lado opuesto donde miraba el tío Bill; por el
ruido solido que generó me pareció que era la cocina donde fue a parar, siendo el único lugar con losetas
en esta planta, el resto era alfombra.
Rauda y cautamente me escurrí hasta la chimenea, en la
esquina sureste de la casa —al él ir a indagar—, para ocultarme en el espacio
bajo ella. Imperaba el ruido de las manecillas del reloj trabajando
rítmicamente; lo que me guió a preguntarme qué hora era… esperando fuera la
hora en que se marchara mi perseguidor. Sólo podía esperar que no se le ocurriera
buscar en este polvoriento y estrecho lugar, y mirarlo caminar por la sala, aprovechando
con ello el poder reconocer el lugar apenas y sacando la cabeza en una posición
muy incómoda: en el muro de mi izquierda —a la derecha de la chimenea mirándola
de frente—, estaban las escaleras, entre ellas y yo una vitrina rustica —mismo
estilo que los sillones y la mesa—; entre las escaleras y la cocina había un
espacio más o menos de un metro de ancho; un arco al medio del muro entre la
cocina y ese sitio; la cocina tenía una puerta abatible, con una ventanilla al
medio, sin cristal, al parecer fue por ahí por donde paso el tornillo, ¡vaya
suerte la mía! Justo donde desembocan las escaleras, rotando noventa grados a
la izquierda y al otro lado de la habitación está la puerta que da al garaje, y
por último, se encontraban dos sillones, sin cojines, uno frente a mí y el otro
perpendicular, bajo la ventana en el muro a mi derecha.
Cubriéndome con la mano boca y nariz luchaba por no inhalar
el abundante polvo, así como no toser. Tras dar la tercera vuelta a la mesa e
introducir el candil y la cabeza en el hueco de la mesa se dirigió de vuelta a
la primera planta… lentamente.
Reptando salí de mi escondrijo, para, con la ayuda de la
tenue luz que proyectaba el móvil, indagar a mi alrededor. Sobre la mesa había
una playera limpia, la tomé, la olí y la deje donde estaba. Revisando los
sillones me percate de que uno de ellos tenía bisagras en el respaldo y el
asiento, lo que parecía indicar era una tapa y a la vez asiento, busqué como
abrirla pero no pude conseguirlo, estaba trabada o cerrada quizá. En la cocina,
apenas entrar, a mano derecha, el refrigerador, funcionando, pero sellado con
cadena y candado; un candado de combinación de perilla con una etiqueta al
posterior con los caracteres «M. J.» y debajo un «14». Apunto estaba de rotarlo
cuando lo escuché bajando las escaleras, me agaché de inmediato y me oculté
tras el frigorífico. Dio una rauda revisión a la sala; desde mi posición lo
escuché sacar un manojo de llaves, y, ulterior, salir al garaje. Al pasar por
el patio trasero de la casa se asomó por la ventana —sobre el fregadero—, por
suerte ya me hallaba lejos del espectro lumínico de su candil; apartó la mano y
el rostro del cristal y se desvaneció de mi vista.
De nuevo intenté abrir el sillón, mas no hallé como lograrlo.
Al otro lado de la mesa, me dirigí a indagar en la vitrina: en la fracción
derecha no había nada, al igual que en la central, pero en la izquierda estaba
una escopeta de Airsoft junto a un
botecito con BB’s: pequeñas esferas plásticas de apenas seis milímetros; la
etiqueta indicaba que contenía quinientas pero, si a caso tendría cincuenta. La
«replica», translucida y de cargador, estaba sujeta por un par de clavos que la
soportaban; el aparente cristal era en realidad acrílico. Ya que esa puertilla
no abría, astutamente quise tomarla abriendo la puerta de en medio… resulte
pinchado por un montón de cable, de ese que se usa para enrejar, no era de púas
¡pero cómo dolió! Me era imposible acceder a la escopeta o a la munición. Tras
cambiarme la playera me succioné la poca sangre que me provocó la sorpresiva
trampa, mientras pensaba en mi siguiente movimiento. Me decidí por volver al
piso de arriba, evitando activar la alarma. Ausculté las escaleras, desde el
espacio entre ellas y la cocina, no encontré cables o algo que la accionara. Osadamente
escalé por el barandal hasta alcanzar mi destino.
Inquiriendo
Teniendo claro que en el baño no había nada y que el cuarto
de mi padre no tenía acceso al balcón, me quedaba ir al cuarto de los abuelos.
A mi derecha, al cruzar el umbral, el closet —que abarcaba todo ese muro—
estaba cerrado, lo corrí, al hacerlo un grupo de cosas se me vinieron encima,
por reflejo las contuve llevándolas hacia mi pecho mientras las apretaba con
mis brazos y manos; se sentían viscosas y algunas ásperas; examinándolas vi que
eran “peluches” de lagartos, serpientes y tarántulas, todos de gran tamaño y
unos untados en una especie de gel. Terminé por dejarlas caer al suelo, llenó
de aquella sustancia, también, muy fragante. Las coloqué como pude en su sitio
original y cerré el closet con cuidado.
Al medio de la habitación: una cama kingsize —sólo la base—,
a su izquierda un gran espejo. En el cristal, con plumón morado, decía: «¡Los
rompecabezas no son fáciles, chico… Mucho menos ganarme!
Algo detrás de mí se movió, al otro lado de la ventana que
separa el balcón; me agaché y expedito apagué la luz, temeroso de no sé qué.
Silentemente me acerqué a la ventana, y lánguido me asomé por uno de los bordes
—reduciendo con ello mi exposición—. Era imposible que el tío Bill llegara a
esa parte de la casa sin que me percatase, pero... No era más que la cortina
del balcón siendo acariciada por el viento.
De frente a la puerta de metal, homologa a la del cuarto
colindante, con temor y cautela, pero más temor a la frustración, sujeté la
chapa e hice peso hacia abajó en ella, para ser recompensado con un
gratificante sentimiento de éxito al sonar el mecanismo de forma positiva y
sonora; empujé y entré, o salí, como sea. Ahí, el ambiente era fresco, tirando
a húmedo. Las tejas del techo se inclinaban en diagonal; el piso frio,
amarillento y moteado estaba hecho más bien para exteriores que para
interiores, y toda la parte frontal del balcón era un sólo vitral; mientras en
contra cara a éste todo eran mesas de trabajo —una de ellas con una computadora
de escritorio—, abarcando el espacio hasta poco antes de las dos puertas.
Al oprimir el botón de encendido de la PC respondió pero, el
monitor no reaccionaba aún prendido. Me desplacé hacia la siguiente mesa. Era
un reguero completo, entre bolsas vacías, cajas y trozos de cartón; escarbando
entre el material a reciclar me encontré con una caja gris de herramientas,
metálica y vieja, pero bien cuidada, era resguardada por un sencillo candado; con
simpleza gire la tuerquilla en él para separarlo. En el interior encontré una
linterna… no encendió pues sólo contenía una pila, lo supe al escucharla y
sentirla deslizarse en el interior y golpear el resorte; era metálica y
brillante con un botón rojo sobre el switch de encendido de tres posiciones.
Seguí indagando esperando hallar la pila restante, o algo de utilidad.
En la otra puerta, la que da al cuarto de mi padre, colgaba de
la cerradura la llave; la zafé en lugar de intentar abrirla pues me jacté de
que era la correcta. Echando ojo a la chimenea, enladrillada, anaranjada y
gratamente aromática, al lateral divisé un agujero, donde al meter la mano sentí
como toqué algo afelpado, y provocando que callera. Hurgando, palpe, entre todo
el ladrillo cenizo, una bolsa adherida apenas y arriba del borde del hoyo; con
cautela la desprendí y obtuve, así, la anhelada pila faltante.
“Con luz en mis manos” retomé la búsqueda con mayor
confianza y destreza. Indagué bajo las mesas, en las vigas del techo, en cada
rincón que se me ocurrió. Gracias a ello descubrí que al monitor del ordenador
le faltaba el cable de conexión al equipo. Saliendo por donde entré observé que
le faltaba un cajón a la cama; me tiré al suelo y exploré en las sombras: en
medio de la cama, donde se unen formando una pieza, colgaba de un clavo una
llave bellamente ornada con un acabado en el mango y un llavero elegante con la
cabeza de un ave negra; con trabajo la alcance, extendiendo el brazo hasta no
más poder, entre quejas y jadeos de esfuerzo, al final la obtuve; al reverso
decía: «Tzanatl»; la guardé en mi
bolsillo trasero, opuesto a donde estaba la otra llave.
Por mera curiosidad volví al balcón a echar un vistazo al
jardín. La noche era obscuramente avasalladora, y más en la linda loma donde
nos hallábamos. Un perro en el jardín comenzó a ladrarme sin parar, tomándome
como su jurado enemigo. Alumbrarlo con el haz de la linterna al fiero animal,
babiento y bien nutrido, supe que era un dóberman; todo a su alrededor eran
nada más que tenebrosas sombras. Adheridos a la ventana estaban tres naipes,
los cuales pude ver al pasar mi cabeza por entre los barrotes, eran una reina
de corazones, un diez de espadas y un as de tréboles.
Me paré al medio del balcón, di un hondo respiro y
disponiéndome a continuar hacia la azotea, la puerta se azotó. Mi primera
reacción fue agacharme y cubrirme tras la mesa, junto a la puerta opuesta. No
sabía si el viento la había cerrado o… era el tío Bill. Resistí en esa posición
desmedidos minutos, hasta no poder más. Apenas salí, y a nada de encender la
lámpara en dirección frontal, el candelero que cargaba se encendió descubriendo
su rostro y el amarillo impermeable.
—Hola, hijo. ¿Quieres jugar? —pronunció de forma sombría y
perturbadora.
Dirigí la luz de mi lámpara directo a su rostro mientras
retrocedía hurgando en mi bolsillo a por la llave; él cubriéndose el rostro con
el brazo. Acercándose, yo llevaba mi mirada de su rostro enceguecido a la
cerradura buscando a tientas embonara la llave.
Apenas conseguí cruzar el umbral jalé la puerta tras de mí,
a tal grado que los barrotes de las ventanas y sus translucidos materiales
quebradizos se cimbraron. Aunque tropecé con una de las pilas de cajas
plásticas, no me detuve; el tío Bill buscaba en su copioso llavero la llave
precisa. Taimado y osado corrí hacia el cuarto de los abuelos para cerrar la
otra puerta; esperando obtener algo de tiempo. Invisible y silencioso me dirigí
al baño, a buscar escondrijo en la regadera; muy sutilmente deslicé una de las
puertas, sintiéndome ansioso y angustiado por que el tío Bill me pillara en
cualquier momento, incluso sentía que lo tenía encima, detrás de mí y aguardando
a que yo mismo me encerrara. Antes de cerrar, de igual modo la puerta, me
cercioré no estuviera cerca.
—¡Luis Rena-a-a-to-o-o; sal a jugar… MALDITA SEA! —Vociferaba
previo a resonar las cajas plásticas siendo derribadas con brusquedad, chocando
unas con otras.
En mi mente tenía la certeza que vendría hacia mí, que
irremediablemente buscaría aquí, pues no hay mucho donde buscar, y obviamente
sabía que estaba ahí.
—¡Vamos, chico, ven y juega con tu querido tío! ¿Leonardo
Rodri-i-i-go-o-o? —cuestionó, estando ya más cerca—. ¡R. L.! Sal de una maldita
vez, ¡joder!
Claramente sabia mis nombre, pero siempre a modo de juego a
mi hermano y mí o nos los cambiaba o fingía olvidarlos, mezclarlos confusamente
o inventarnos otros, usando el apodo R.L. para los dos, distinguiéndonos por el
chiquilín o el pequeñín.
El silencio prevaleció largo rato después de eso. Y al
escuchar la puerta del departamento de atrás salí más seguro a la estancia
central. Al alumbrar el lugar, vacio, me concentré en contemplar a detalle la puerta
del cuarto del tío Bill, bellamente labrada y barnizada en tono con el
barandal; el labrado consistía en un árbol casi seco con tres aves de plumaje
largo, de picos punzantes y de mirada… de ojos aviesos; a lo alto de la puerta
estaba inscrito: «Quiscalus Mexicanus».
Por debajo resplandecía la luz del interior. Introduje la llave ornada, giré la
chapa y entré.
Planes
Esta habitación era completamente opuesta al resto. Una
lámpara de mesa alumbraba todo con claridad: una litera de frente a la puerta y
arrinconada; entre la cama y la puerta un locker cerrado con un pedazo de
varilla de construcción torcido entre sí, obstruyendo la apertura total de la
puerta —la cual cerré con seguro tras entrar—; a la izquierda de la litera un
librero lleno de figuras de acción y coleccionables; en seguida un espacio
vacío en la esquina; bajo la ventana un escritorio, y a la derecha del escritorio
un closet idéntico al del cuarto vecino, al de cada cuarto en esta planta: de
madera delgada.
Deslicé una de las dos puertas con delicadeza, anticipando
cualquier ruido y asomándome augurando una trampa. En el interior había toda
una telaraña, perteneciente a una araña patona, de esas inofensivas (el tío
Bill ya me había contado sobre Janise
y Jimmy, macho y hembra que cuidaba
con esmero, dándoles ocasionalmente de comer algún insectillo; alguna de las
cosas que hasta ahora no creía del todo). En la repisa superior al nidito de
los arácnidos encontré un maletín carmesí, de combinación de tres dígitos a
cada costado; no sé si estúpida o… buscando suerte, intenté abrir en vano el
maletín halando de los dos botones de apertura. Algo valioso debía contener, y
si no era para el “juego”, tal vez era porno del bueno, ja, ja, ja.
Intempestivamente comenzó a sonar mi celular desesperadamente;
raudo lo tomé y desactivé la alarma del calendario; una trampa que cargaba en
mi propio bolsillo. ¡Carajo!, no me lo esperaba.
Me oculté, tras dejar todo como estaba, en el closet del
cuarto de mi padre. Siendo que todavía faltaba para la hora en que el “viejo”
iría a descansar aguardé ahí, sentado, iluminado por la linterna erguida en el
suelo. ¡Aunque sin perder el tiempo!
Ya tenía una combinación descifrada: 110, me restaba
descifrar la otra. Pero, siendo ya “mi tiempo libre” sin que me asecharan lo
mejor era ocuparlo en explorar.
Recordé el objeto que calló en la chimenea. Se trataba de un
alfiletero cosido con un SIM en el interior. Apagué el celular, retiré la
batería e inserté la tarjeta SIM. Esperé. Numerosos contactos estaban
guardados, la mayoría con nombres de mujer, pero ninguno con un número
telefónico correcto; eran o números muy largos o muy cortos; y sin prefijos
adecuados como para ser números extranjeros. Algunos eran:
Amelia: 002784
Annya: 35069804#
Azul: 59478
Etcétera. La lista era amplia, pero me detuve en el número
que me pareció extraño por sucinto.
Mari José: 1*9
«Mari… José», claramente era algo importante, fundamental,
pues cada detalle era vital para este grandioso “juego”. ¡M. J.! Llegaron a mí
esas dos letras como un relámpago que iluminó mi mente. Corrí al refrigerador;
en mi segundo intento, otra vez, roté el candado hacia la derecha hasta el
número señalado al reverso de esté: 14; ahora hacia la izquierda dando una
vuelta entera hasta el 19… y… ahora, restaba un número. Ale del candado a modo
de pretender abrirlo, y lo hizo al encontrarse la perilla en el número seis.
Fue tan gratificante abrir la nevera; y aunque esperaba guardara algo de comer
simplemente encontré una funda para una pistola y un tubito con munición
plástica fosforescente: para efectuar diez tiros. Guardé el candado en mi
bolcillo y anoté la combinación en una nota del celular: 14196.
Decidido y confiado de que el tío Bill cumpliría con lo
dicho me aventuré a salir al garaje (que está debajo del cuarto del tío y del
de los abuelos). La puerta no estaba cerrada con seguro. Todo era obscuridad al
otro lado, exceptuando por un rincón al fondo, donde la pared del garaje se
topa con el departamento trasero, ahí, una bombilla de baja intensidad
iluminaba a un costado de las escaleras metálicas y ascendentes en abrupto
espiral. Fuera de la casa y cerrada la puerta eché un vistazo a mi alrededor:
el lugar era amplio, más largo que ancho, pero con el espacio justo para que
cupieran dos autos dejando el espacio justo para descender de ellos. En cuanto
escuché las profundas inhalaciones del perro al otro lado del zaguán apagué mi
linterna, permaneciendo callado y quieto como estatua; suplicando por qué no
ladrara la fiera. Lentamente y a oscuras llegué hasta las escaleras. Cerradas…
la pequeña puertilla de metal estaba trabada. Un montón de cascabeles
comenzaron a tintinear por una ligera briza pasajera, advirtiéndome de la
trampa. Me dirigí hasta el lavadero, en el extremo opuesto, subí en él y desde
ahí me fue fácil llegar a la azotea de la parte frontal del departamento: un
espacio despejado y plano. Con cautela busqué en el suelo, mas nada apareció
ante mí. Contemplando el cielo estrellado, vi lo que aparentaba ser un globo
flotando. Al apuntarle con el haz de la linterna led efectivamente se trataba
de un globo rojo, de tonalidad obscura. «¿Qué hacer?», me cuestionaba. Llegar
hasta ese punto era más que complicado, peligroso; y escalar por los grisáceos
tabiques apilados a modo de dejar pequeños espacios cuadrados era imposible,
pues un muro de láminas rojizas impedía el ingreso a la azotea de la casa.
Resignado, bajé. Al tocar suelo revisé el baño, que viene
siendo parte de la casa, pero con acceso únicamente desde fuera. Era frío, más
que en el superior. Prácticamente no había nada ahí, salvo por un tambo al otro
lado de la cortina de baño en verde pastel, que al patearlo reveló estar casi
lleno de agua. Lo destapé esperando encontrar algo pero, nada; simple agua
clara ondulando en anillos; permanecí mirando, pensando cómo proceder, hasta
que mi reflejo era claro en el agua, mientras sostenía la linterna encendida.
La alarma de que el tío Bill “despertaría” me sacó del trance.
Prontamente corrí hasta mi escondite previo. Continué con mi
labor de abrir el maletín… empresa más que tardada, y hastiosa por monótona.
Pasada más de una hora, por fin di con el número: 998. Me dejé llevar por la
gratificante emoción y así la linterna para contemplar mi premio: una réplica
de airsoft, emulando ser una Colt
1911; la sostuve en mi mano por un momento, antes de que se abriera el closet y
fuera sustraído de el violentamente…
Enajenación
Forcejeaba con el tío Bill, impidiéndole acercara el plumón
a mi frente. Nuestros movimientos eran meramente visibles por el candelero en
el suelo. El me empujaba y yo resistía como podía; de repente cedió para con un
movimiento ágil de sus brazos zafarse y empujarme de los hombros, haciéndome
tropezar con una de las cajas. De inmediato se abalanzo sobre mí… y al sentir
el marcador en mi frente me retorcí todo hasta que me soltó de la barbilla.
—¿A dónde vas, R.L.? Comenzábamos a divirtiéndonos; ven,
muchacho.
Cogí la réplica y bajé las escaleras. Aguardaba exaltado, a cubierto
tras la mesa. Pesada y marcadamente como el latir en mi pecho, descendía los
peldaños.
—No seas llorica, chico, y hazme frente. ¡Vamos! —gritó
desafiante.
Me asomé por sobre la mesa con la réplica en mis manos pero
ésta, aunque tenía el gatillo rígido, no disparó. Volviendo a cubrirme quité el
seguro y halé de la corredera, hasta que sonó el muelle. Había desaparecido mi
blanco entre las sombras; apagando el candelero. Tragué saliva mientras sacaba
la linterna; y sintiéndolo ya sobre mí caminé hacia el garaje antes de
encenderla. Choqué de frente con él, pero, antes de que pudiera sujetarme le di
un empellón con el hombro. Él a un extremo de la mesa y yo al otro; por unos
momentos nos movimos en torno a la mesa en compas. Me envalentoné y le disparé
en el pecho… el plastiquillo rebotó acompañando un quejido.
—¡Ahora jugaremos rudo, eh! Perfecto.
Ya que la linterna era angosta me permitía sostenerla y
recargar sin perder de vista el frente —casi siempre—; realicé dos disparos
más, y cuando lo tenía justo donde quería, y sintiéndolo mucho, le apunté a la
cara para dispararle a los lentes… errando el tiro y dándole en una mejilla.
—¡Hijo de…. Ah-h-h-h; mierda! —se aquejó con ímpetu,
tocándose la mejilla derecha y mirando al suelo entre movimientos toscos de
coraje.
Salí de ahí pitando. Como gato trepé a la azotea del
departamento; donde aguardé apenas y asomando la cabeza a que apareciera. Al
cabo de unos cuantos minutos hizo presencia Bill, registrando con el candelero los
posibles, y escasos, escondites. Observándolo cuidadosamente al entrar en el
baño, escuché como corrió las cortinas, pero tardo indagando en la regadera.
«¿Por qué?», me pregunté.
Al salir del W.C., se acercó al lavadero, por un momento
pensé que treparía… sólo abrió la ventanilla sobre el lavadero, revelándome una
forma de acceder al departamento. Entró al departamento y cerró tras de sí. En
sigilo lo observé por las ventanas alargadas al ras del suelo que dejaban ver
al interior de los dos cuartos posteriores del departamento. En la habitación a
la derecha, la primera a la que entró, tenía dos camas individuales, una a cada
lado; un ropero alto en el muro que separaba ambas habitaciones, y un armario
pequeño y una mesa cuadrada en el muro bajo de mí. La habitación de la
izquierda, estaba vacía en su totalidad, generándose un corto eco al andar por
ella; subió las escaleras, yendo al piso superior y de frente a mí. Anticipando
se asomara por una de las ventanas inmediatas a mí posición bajé aprisa.
Entré en el baño a indagar de nuevo. Tras el pesado tambo de
agua, en el rincón de la regadera, había una diminuta puertita corrediza
—silenciosa al deslizarla—, por donde apenas y cabía alguien a rastras. Echando
un vistazo a través de la abertura me era claro que conectaba con el hueco bajo
las escaleras; permitiéndome llegar a la sala. Indeciso, por fin resolví que
entraría al apartamento apenas y fuera mi “tiempo libre”. Mirándome en el
espejo, con el encendedor en la mano —iluminando una nimiedad de espacio de
color amarillento, y sintiendo el aire caliente en mis dedos tras mover la
flama— me contemplaba la frente, marcada, con una «U y un apostrofe» en tinta;
al girar la perilla y abril el grifo nada acudió en mi socorro; opte por tratar
de borrarme la marca, por reflejo, con saliva… era indeleble… desde luego; pero
me molestaba tenerla, incluso tenía la sensación de sentir los caracteres en mi
piel como si fuera un objeto adherido a mí.
Trazando en mi mente un plan para entrar sin dejar rastros y
que haría luego recordé el globo en la chimenea. Ya en la azotea, desenfundé la
réplica en mi cintura y saqué el cargador de la misma, dos esferitas cayeron al
suelo; sólo recuperé una. Una a una introduje la munición fosforescente,
después de cargarla discretamente con la luz de la linterna para que así
fulgurase. Repleto el cargador lo empujé hacia arriba hasta dar un sonoro clic;
extendí mis manos, apunté... Resultaba sumamente complicado apuntar hacia la
negrura estando en las tinieblas de la noche donde nada se ve. Dispuesto,
amartille la réplica… cerré mi ojo izquierdo mientras no paraba de buscar un
agarre cómodo de la empuñadura; las manos me sudaban, la respiración se me aceleraba.
Cerré los ojos y tomé un par de profundos respiros. Todo listo, y aunque mi
vista se adaptaba a la escases de luz opté por alinear las miras apuntando a un
cumulo de estrellas —pues justo hoy, no había luna; y no por coincidencia—. Disparé…
resultando en ver la trayectoria del proyectil, ¡muy marcada!, desviarse hacia
la derecha por el viento y la distancia. Cargué, me posicioné, alineé, compensé
y disparé: oí el rebotar del proyectil con el globo —seguramente en uno de sus
bordes—. Repetí el procesó, y esta vez al tirar del gatillo en cuestión de
centésimas el globo estalló… algo sonoramente muy grato a la vez que
preocupante.
Fui a la chimenea a toda prisa, usando la puertilla en el
baño. Inspeccionando la chimenea el brillo de una llave metálica, vieja y
amarillenta, detuvo mi búsqueda. No estaba etiquetada, grabada o con algún
llavero que me diera una pista. Únicamente quedaba torturar a Bill para que me
dijera que abría esa llave, ja, ja; ¡cómo no! Probé acceder con ella al
departamento pero fue infructuoso. ¿De dónde más podría ser…?
Temeroso… mejor dicho cauto, profusamente cauto subí las
escaleras hasta la metálica y pesada puerta de la azotea de la casa; introduje
la llave y abrió; el fugaz pero pronunciado quejido que hizo al girar sobre sus
goznes la puerta me puso de los nervios. El espacio era amplio, unos 49 metros
cuadrados, más o menos. De frente a la izquierda, un tanque de gas plateado y
oxidado de la tapa; caminando a la izquierda y de nuevo virando a ese sentido,
un lavadero —igual al del patio—, y un boiler alto, robusto y blanco en el
rincón derecho; sobre el lavadero, en los muros como en el techo, inicios de
fuego, muy de antaño, y en el centro exacto de la pared una gran cruz de
madera. En las repisas del muro siniestro (izquierdo) no había nada más que
botes y recipientes vacios. En el cuarto de herramientas y olvidados —justo a
la derecha entrando a la azotea—, deslicé el pestillo de la puerta —férrea y
con ventana de blanco acrílico opaco— y entré. Parecía el paraíso, repleto de
cosas; pero fue un mero engaño ya que la mayoría eran herramientas pesadas o de
trabajo que de poco me valían. En el muro de frente, visible apenas entrar al
cuarto, un “centenar” de llaves pendían de clavitos en un trozo de madera
delgada. Algunos clavos sosteniendo más de una llave, exceptuando algunos
espacios; sobre los clavos números marcados; por sus dispares longitudes
prontamente evoqué el móvil y los números almacenados en el SIM. Aunque
complicado, al final di con una similitud: Reveka: 391171-011171; quité las
llaves marcadas bajo esos dos números —una más pequeña que la otra— y, siendo lo
único abrible, separé las batientes del locker. Recompensa: una caja para
herramientas, plástica. Por su apariencia era nueva; al abrir y retirar el candado
que le resguardaba con celo obtuve una linterna militar en forma de L, con
filtro rojo y sin pilas: D; bajo la charola separadora de la caja un cable de
corriente con entrada para dos picos al otro extremo del enchufe. ¿Era
indispensable el cable?, ¿podía ahorcar con él a Bill o hacerle tropezar?, ja,
ja. Lo dejé.
Trampa… ¿trampa?
Bill se encontraba bajo de mí Y yo oculto en el espacio
donde se halla el suelo del tinaco azul y redondo y el techo de gruesa lamina
carmín. En cuanto entró a inspeccionar el cuarto de la azotea bajé de mi
escondite para sagazmente encerrarle.
—¡Abre, R.L.! Abre. Te lo advierto… ABRE. —pronunció en tono
exaltado.
Al dejar de golpear fuertemente en el acrílico se produjo un
silencio atildado por los cientos de grillos y bichillos cantores de la noche y
los perros comunicándose a ladridos a lo lejos. ¡Fue tan fácil después de todo,
ja, ja…
—¡PERO QUÉ CARAJO! —exclamé para mis adentros.
—¡Que fácil, no! Encerramos al idiota del tío Bill y se
acabo el jue-e-gui-i-to-o —entonaba, dándole hachazos al acrílico (algo que no
me esperaba en absoluto; ni siquiera había visto un hacha ahí). —Sera fácil que
te ¡quiebres! ¡Ah-h-h-h! —Retiró el hacha, trabada, de un tirón. —A esto me
fuerzas, muchacho, a destruir mi… vendita… propiedad, ¡MIERDA! ¡Espera a que te
ponga las manos encimas y…
Bajé hasta la sala desenfrenado, sin importarme si sonaba o
no la alarma, cosa que no hizo —tal vez por qué salté los últimos cuatros
escalones—. Justo antes de escurrirme por el hueco debajo de las escaleras
retorné a por la escopeta… ¡pero ya no estaba! Hasta ahora se me ocurrió quitar
el cajón y darme cuenta que era un fondo falso; así que, cuando menos, conseguí
el frasquito con munición. En uno de los cajones aledaños hallé las pilas D.
¡Qué estúpido, hasta ahora se me ocurría revisarlos! Volví a la azotea del
departamento.
Dada la hora esperada, bajé al lavadero del patio y con
delicadeza abrí la ventana: ésta se abría de forma vertical y atrancándose en
diagonal; dejándome un pequeño espacio apenas y apto para que cupiera mi sexy cuerpecito
adolescente. Al otro lado, terminé acostado en una mesa mediana; cerré la
ventana y me puse a cubierto, esperando, escuchando. Donde estaba era la
cocina, muy angosta y toda de una pieza: de lado de la ventana un horno alto,
seguido por el fregadero, la estufa y hasta la esquina una superficie plana,
metálica. Encima de todo, alacenas para los alimentos y la campana de la
estufa, y tras la mesa que me recibió con gusto un arco con vista a la sala.
Abrí el horno y me encontré con una cabeza humana toda
chamuscada y gesticulando de forma macabra; el hedor a quemado era penetrante.
Turbado en lo absoluto, y sintiéndome lánguido, casi vomito; tarde varios
minutos en reponerme. Al echarle una segunda ojeada, dispuesto a saber su
autenticidad, me dispuse a tocar la cabeza con asco y temor. «¿Podría ser…
podría ser un asesino el tío Bill; será esto un secreto que por error olvido
encubrir?» Sólo era un trabajo muy bien hecho de maquillaje de efectos
especiales, muy, pero muy bien hecho. Incluso los dientes se sentían como
auténticos… ¡Creo que esos sí lo eran!
Nada apareció en los cajones o alacenas de la cocina.
La sala, la sala: amplia de pisos sólidos —desconozco el
material— y azulado; una mesa de polímero blanco al fondo; un conjunto de
sillones esquinados, grises, viejos y polvorientos, y en la esquina opuesta un
sofá-cama plegable, muy gastado y casi sin relleno en el asiento interno. Éste,
en particular, estaba colocado de tal modo que los pliegues formaban una
especie de cueva. Me adentré con la esperanza de encontrar algo; únicamente
provoqué que callera una lata que estaba en el marco de la ventana; y que
colapsara la parte del sofá que hacia las de techo. Ordené todo como estaba tan
rápido como me fue posible y corrí a cubrirme al muro de la cocina: opuesto a
la ventana. La linterna en L con su filtro rojo me permitía ver con claridad
sin perder la visión nocturna al estar a oscuras. Esperé a que Bill apareciera,
asomando apenas y un ojo, con la pistola en la derecha y la linterna en la
otra. Por un instante me distraje y al volver a mi vigilancia tenía un gato
negro frente a mí, pululaba sigiloso, percibiendo el entorno; bajó la nariz y
repentinamente volteó a mirarme tan vertiginosamente como salió corriendo.
El teléfono comenzó a vibrar aterrado, pues el descanso había
concluido. Raudo me atrinchere en la habitación diestra, pese a no tener chapa
al igual que la habitación colindante. Por el hoyo metálico que quedaba de la
chapa contemplé a Bill —desde que hizo alusión a mi santa madre era Bill… el
vil Bill, como dijera mi padre— inspeccionando la cocina y la sala, lo perdí de
vista y se cerró la puerta del departamento… espere unos instantes, medio abrí
la puerta y observé: estaba despejado.
Apenas puse un pie en el escalón del otro cuarto cuando el
candil se encendió a pasos de mí, estaba Bill en el umbral, sin puerta, de la
cocina, apenas notó como salté del susto, musito tétrico «¡Bu-u!». Corrí hasta
el cuarto donde estaba… él alcanzó a poner el pie para que no cerrara la
puerta; con su brazo dentro de la habitación buscó frenéticamente pillarme; le
sujeté con mi mano el brazo a la pared, desenfundé y le disparé en la palma. Se
aquejó a todo pulmón. Resueltamente atranqué la puerta con el ropero y las
camas, éstas a modo de que no cediera en absoluto ningún mueble.
—¡Serás cabrón! Ah-h-h-h-h —Terminó por darle una fuerte
patada a la puerta.
—¡Entra a hachazos! —dije, al tiempo que arrinconaba el armario
y puse la mesa sobre él, esperando no se quebrara al montarme en ella, por
ultimo usé un cojín para alcanzar la ventana. Estaba trabada, casi sellada por
el desuso, mas con insistencia la desbloqueé. Bill envestía como lo hiciera un
alce ante su homologo rival, con bravura y coraje. Me fue sumamente complicado
salir por el rectangulito, más alargado que alto.
Los envistes y maldiciones de Bill se detuvieron. Esperaba
que me diera por encerrado. Aguardaría en la azotea, en el ya frio clima, hasta
la hora del “descanso”.
Sed de victoria
Faltando escasos minutos para poder actuar con libertad eché
un vistazo al cuarto donde me vi encerrado hace poco: pude ver una cangurera
(riñonera) en la parte superior del ropero; al aventarlo para usarlo como
barricada una de sus puertas se corrió. La pregunta era: ¿contenía algo
importante?
Trascurrido un rato bajé por la otra ventana, la del cuarto
izquierdo. Sabía perfectamente el riesgo que corría, por lo que apenas mis
plantas tocaron piso desenfundé, saqué la linterna en L y me la coloqué en el
cuello de la playera; nada tardo en apagarse: las pilas estaban muertas. A paso
firme subí las escaleras: a terreno completamente desconocido; mi investigación
previa sobre la residencia en fotos antiguas y preguntando a mi padre al
respecto no abarcaban esta área de la casa.
Este piso, para mi alivio, estaba alfombrado: una alfombra
algo gruesa; lo que me permitía no tener que cuidar mis pasos. A lo lejos podía
escuchar una canción sonando débilmente. De nuevo el encendedor me amparaba en
mi desdicha: creándoseme un caris aciago en su totalidad. Al llegar a la otra
habitación, que une una puerta plegable
al medio del muro, un estéreo en un esquinero reproducía una canción que,
traducida al español, era la voz de una niña repitiendo, mayormente: «Ve a
contarle a la tía Rhody», el resto de la letra apenas y lo entendí, salvo por
la parte clara en que menciona que todos están muertos. La canción se repetía
una y otra vez.
La mesa en el centro tenía numerosas plantas verdes, azules
y rojas en masetas anaranjadas, todas de plástico pues eran idénticas en cuanto
a forma y tamaño; al centro una botella de alcohol, al levantarla una voz penetrante
y profunda, a mis espaldas, pronunció: ¡STARS!; de no estar semi-deshidratado
me hubiera meado del susto; la botella estaba vacía, por lo que seguiría con la
marca de la vergüenza en mi frente. Seguramente despertaría el tío Bill. Le
aguardé oculto en el otro cuarto, bajo una gran caja de cartón; mirando por
entre las agarraderas de ésta; no acudió.
De vuelta en la habitación —usando la linterna de leds— me
abalance sobre la hielera en el rincón, con sutileza la abrí presintiendo
pudiera ser una trampa más. Dentro, cinco botellas de agua —de medio litro—;
dos conteniendo liquido transparente, una amarillo, otra morado y la restante
negro. Faltando poco para el despertar de Bill, pronto abrí una botella y le di
un largo trago, consumí casi un tercio del líquido cristalino, refrescante, tan
placentero al empapar mi lengua y bajar por mi garganta antes seca. Eché un
último vistazo a la habitación. Opuesto al rincón donde la hielera, la silueta
de Bill hacía contraste en el cristal de la puerta con diseño que distorsionaba
la luz al pasar por el material.
Con medio cuerpo fuera de la ventana Bill estaba por darme
alcance; de no ser por tener que buscar las llaves, me atrapaba seguro. Apenas
pisé el baño azoté la puerta y me encerré dando un brusco tirón al pestillo
horizontal. Ni siquiera intentó entrar, simplemente puso el candelero a un
costado de su cabeza, dejándome verlo, también distorsionado, al otro lado. Temiendo
que fuera a romper uno de los cristales para entrar me acerqué a la regadera,
sin correr la cortina, pero listo para huir. Largos minutos permanecimos así.
Miraba por un orificio de apenas milímetros en la puerta
cuando colocó el candelero en el fregadero y silenciosamente se escabullo hacia
la casa, creyendo no me daría cuenta. Estuve tan callado como nunca, tratando
de interponer mi oído al constante y estruendoso martillear de mi corazón
excitado, pretendiendo escuchar lo que hacía. Salir bien podría… Casi seguro
era una trampa. «¿Me aguardaba oculto en la esquina, a la derecha saliendo del
baño?, ¿estaba sentado paciente en la sala a que saliera por debajo de las
escaleras? ¿Qué debía hacer, joder… que hacer; a dónde ir? ¿Dónde estaba?». Mi
única opción era esperarle a que fuera a…
—Ah-h-h-h-h-h-h— bostecé con profundidad y placer—.
Me sentía adormilado, cansado intempestivamente. Me senté en
el suelo sin dejar de vigilar…
—Ah-h-h-h-h-h-h-h-h —El cuerpo se me estremeció al expulsar
el aire.
Bill entró al departamento y emparejó la puerta. Pasados…
—Ah-h-h-h-h-h-h-h-h-h-h-h.
…unos minutos, entré a la casa. «¿Qué me pasa?. Este sueño
repentino no es...»
Llegué a tirarme en el sillón, se me cerraron los ojos con
pesadez, por más que luche por no sucumbir ante Morfeo.
Desperté… «¿Cuánto tiempo había pasado?»—. Me levanté como
pude; y al hacerlo sentí una palanquilla en el borde del acabado del sillón.
Hallé otra más abajo… y una más en… Al
accionarlas el asiento se botó; y con mi ayuda terminé por destapar el sillón-cofre,
ante… Dentro había copiosas sombrillas en una bolsa marcada con la palabra Umbrella, y… una máscara de Neme…
—Ah-h-h-h-h —Oculté la bolsa bajo la chimenea y me tendí en
el afelpado interior del cofre, cerré apenas supe podía abrirse más fácil por
dentro que por fuera… Sellé con delicia mis ojos y —¡No puedo perder!— Apagué
mi fatigado cerebro.
Envenenado
Corría de tío David, trepé tan aprisa como pude por el
barandal, hasta llegar a la azotea. Cerré la puerta con candado para obstruirle
—estaba muy agitado—. Con una moto cierra derribo la puerta; volaban astillas y
chispas al ritmo del estruendoso motor. Me gritaba e insultaba sin parar… Su
rostro era otro; era un desquiciado, ya no él. Asustado y temiendo por mi vida
salté de azotea a azotea —Al caer el viento se sentía pesado, y la adrenalina
prolongó mi caída—.
Las paredes de la mansión se contraían, se cerraban hacia
mí.
La serpiente, el cocodrilo, los animales del zoológico.
¡Aléjense!
Podía oír a los cuervos graznar; cristales rotos y sirenas
de policía. ¡Debo llegar a la jefatura, hoy es…! Me alcanzan, son demasiados, y
el puto cuchillo no sirve, la munición no dura. ¡Los devoran vivos!
¡Esa mascara, ese rostro… cosido y sonrisa macabra con los
dientes expuestos frente a mí… MIERDA, me atrapó entre sus purpúreos
tentáculos!
Sucia ventaja
Cuando abrí los parpados una horrible sensación de
desorientación me avasalló provocándome pánico. La pesadilla, ¡tan real!, me
había despertado con abrupto y todavía sintiendo el cuerpo y el cerebro
lánguidos. No hallaba la linterna; la había dejado a la mano «¿Dónde…? Listo a
salir» Me preguntaba si todavía era de noche o… o el cofre estaba perfectamente
sellado y ya era de día.
Al salir todo eran tinieblas, afortunadamente. El celular
marcaba poco más de las cuatro a.m.; quedaba relativamente poco tiempo para
salir, para “sobrevivir”, para ganar.
Volviendo al departamento, ahora con la puerta de entrada
abierta y siendo la siesta de Bill, quizá por instinto accioné el interruptor: éste
no la encendió el foco (bombilla), probé con el interruptor en la misma lámina
dorada pero, el gemelo de la sala no respondió a mi exigencia. Probé en la
cocina y tampoco, ni en el cuarto izquierdo. Lo que me llevó a cuestionarme: «¿Por
qué sí reproducía la música el estéreo?».
Al descubrir el posterior del aparato electrónico contenía
cuatro pilas tipo D; yo requería dos, pero, si la música cesaba sabría donde
estoy o que he hecho. «¡El cable en la caja de herramientas!» Lo que debería hacer
ahora es…
Fui al garaje, donde se hallan las cajas de fusibles así
como los medidores. Uno de ellos con candado, etiquetado con cuatro cifras
enlistadas: 10,000; 101; 1,110 y 101 de nuevo; la otra caja en pleno
funcionamiento, específicamente la de la casa. Buscando en el muro de las
llaves ningún número coincidía con alguna cifra; las que anoté en el móvil. En
mi indagatoria divisé una llave y su llavero muy… de forma fálica. No sé por
qué pero me animé a usar dicha llave y funcionó. Dentro de la caja de fusibles
había un cable del computador, VGA: el necesario para usar la PC; faltaba un
fusible en la caja.
Estudié, repasé e hice un rápido simulacro del plan en mi
cabeza: ir a la azotea por el cable; conectar el estéreo a la corriente;
cerciorarme que todos los apagadores del departamento estuvieran en apagado; quitar
el fusible de la otra caja para dar corriente al departamento; sustraer las
baterías, y cambiar los fusibles a como estaban para usar la computadora.
Fácil, ¿no?
—¡MIERDA! —exclame frustrado, a media empresa, olvidando que
el tener corriente eléctrica en la casa para usar la computadora dejaría sin
corriente al departamento. «¡Que grandísimo idiota!»
El tiempo corría. Devolví el fusible a su lugar original y
corrí al balcón. Encendí de prisa el ordenador. «Iniciando»: decía el maldito,
arrancando con toda calma mientras yo tenía las nueces en la garganta del
nerviosismo. Previamente deje la puerta abierta del cuarto de mi padre e hice
un camino entre las cajas para huir con facilidad. Mi desesperación me llevo a
vigilar constantemente desde el cuarto de los abuelos la estancia central;
sintiendo que en cualquier momento le vería subir.
Ahora la computadora me pedía introducir una llave de
acceso. «¿Pero qué diablos era eso?».
Era la hora, pero, no me importaba, seguiría con mi misión;
apagué todo y bajé. En cuanto Bill subió las escaleras yo me escabullí por al
baño; desde fuera vi sombras en su habitación, por lo que fui retrasado a
cambiar los fusibles; de hacerlo ahora sabría justo donde me hallaba, pese a
que bien pudiera ser un simple corte de energía. Aguardé impaciente con una
mano en la palanca y la otra en el fusible, y pasado el tiempo que creí prudente
halé la palanca e hice el cambio.
Traspase los fusibles y corrí a por las pilas de la
grabadora. Teniéndolas ya en mis manos, fluctuando en mi proceder, velozmente coloqué
en el estéreo las viejas baterías y desenchufé el estéreo; para mi inesperada
sorpresa el aparato reproducía la música. Pero, con un agudo presentimiento,
sustraje la USB conectada al estéreo. Me oculté en la cocina casi veinte
minutos, después me paso inadvertido Bill, cerrando tras de él la puerta de la
sala. De nuevo, tuve que recurrir a la ventana.
Volví a intercambiar los fusibles —admito que ya no sabía
con claridad lo que hacía, o para qué—. La computadora tardo lo normal en
encender: “Una eternidad y dos vidas”. Al pedirme la llave introduje la USB del
estéreo y ¡bingo!: tenía acceso. El escritorio estaba vacío, los documentos,
las imágenes y videos igual… no había discos adicionales ni unidades de CD-Rom…
«¡La memoria!», pensé. Abrí la carpeta titulada «Diario de desarrollo» Contenía
documentos con contraseña. Consulte el SIM y di con el nombre Criptina; tecleé
el número que guardaba bajo ese nombre: 3_10_99/583562XrP#919*24. Pude entrar…
¡Ah-h-h, me sentí tan, pero tan placentero!
El documento contenía planos de la casa y el departamento,
así como todos sus atajos y accesos secretos. Leía apurado pero teniendo toda
mi atención en lo que ante mí se revelaba; giraba la rueda del mouse y paraba
en cada título a dar una hojeada rápida. Rápidamente descubrí cosas muy
interesantes y vitales: una alarma conectada a un censor fotovoltaico en el
lado este de la casa —especificaba por donde pesaba esa línea—; podría cortarlo
desde la azotea de la casa si hubiera tenido mi herramienta multiusos… pero
bien podría ser una trampa más. ¡Comenzaba a sentir que el tío Bill tenía todo
previsto, que todo lo que planeaba ya estaba en su mente apenas acababa de
formularlo en la mía! Entonces… de ser así… ¿podía ganarle; realmente vencerlo?
Olvidé esos pensamientos y me enfoqué. Ese sensor estaba conectado directo a
una alarma en el jardín trasero, por donde era más fácil escapar, según me
mostraban los planos. Además así no tentaría mi suerte con el perro.
Llegué al final del documento, lo cerré y abrí un archivo de
texto con el nombre: Ampliación; hacia clara referencia a la parte lindante con
el departamento y la casa, el segundo departamento, y de único acceso por el
departamento, por la habitación de las plantas artificiales; u osadamente
saltando por la azotea del departamento hacia el patio al medio del segundo
departamento. El archivo ponía, sucintamente, la llave la tiene Kerberos. «El
maldito perro asesino», especulé con angustia.
—No deberías husmear en MIS COSAS —pronuncio Bill, iracundo;
casi me da un infarto de la impresión.
Dejé todo y corrí hacia el lado opuesto del balcón,
haciéndolo sentí un agudísimo e irritante golpecillo en la espalda, ensalzado
por un sonoro «¡Pou!». Estando en la estancia central nuevamente un seco
«¡Pou!» sonó. Cubierto entre los muros de las escaleras reconocí se trataba de
la escopeta de BB,s. De inmediato desenfundé y respondí apenas exponiendo la
cabeza, pues yo no traía los vitales lentes, y parafraseando al tío Bill: «¡Un
mísero videojuego no valía el perder un ojo! Además no lo podría jugar igual»;
así que no lo encaré, simplemente le contuve. Di un salto al escalón en la
esquina, en forma de triangulo, desde ahí pensé en correr hasta la azotea del
departamento, pero lo escuché correr precipitado hacia mí por lo cual me
encerré en el departamento de atrás. Desesperado, apabullado, mientras buscaba
en su racimo de llaves, trasladé un par de sillones al pie de la puerta para
retrasarle. No me bastaba el tiempo… Corrí; intenté abrir la puerta blanca en
la habitación de las plantas, ¡cerrada! Salí por la ventana de ese cuarto, de
cristal opaco con mejor vista hacia afuera que hacia adentro. Estando fuera la
deslicé con delicadeza y me agaché.
Pasado el tiempo me introduje reptando, y de reversa, en la
habitación donde hacía tiempo me atrincheré. Por unos minutos me recosté,
después me senté, y termine por subir a la mesa e, hincado, vigilar. Poco antes
del penúltimo descanso de Bill, también mi “recreo”, se me apareció su cabeza
en el borde de la azotea, frente a mí, por sobre el muro entre ambos patios.
Era mi última chance, la última oportunidad de lograrlo, y
desconocía que habría en el segundo departamento; al menos sabía cómo llegar, otra vez, gracias al tío
Bill.
Peldaño a peldaño
Con angustia descendí por el muro más bajo del patio
aledaño. En el patio, la puerta cristalina y corrediza de la cocina del segundo
departamento estaba cerrada por dentro. Por allí no entraría.
Retorné al primer piso del departamento por la ventana. Para
mi sorpresa la puerta blanca estaba abierta. Frente a mí, catorce escalones —distinguidos
y contados por el rojizo rutilar de mi linterna—. Lánguidamente descendí, uno a
uno, experimentando desconfianza y temor, revisé el teléfono y faltaban exiguos
minutos para las cinco; desde entonces me quedarían diez minutos para explorar
a mis anchas. Al final de las escaleras otra puerta, de madera y barnizada de
gris... La chapa no opuso resistencia alguna al acariciarla.
Ya al otro lado, en el tramo final, me quedé callado en la
oscuridad: nada se oía, nada importante. Simplemente se veía una luz al fondo
del pasillo, pasada la sala. En la sala-comedor un par de sillones esquinados,
símiles a los de la casa, en el rincón frente a la puerta, separados por una
mesa; al centro del lugar una mesa de tamaño desproporcional, con “basura” en
un extremo que por lo visto llevaba ahí toda una vida; en el rincón opuesto a
la puerta un librero repleto de revistas de cocina, seguramente de la abuela.
Fui a la angosta cocina —donde a duras penas cabrían dos
personas, más que nada por el mobiliario—, para abrir la puerta al patio y
tener una opción de escape. Bebí a “ambuestas” del grifo del fregadero saciando
mi impasible sed; tanta como la de victoria.
Paso a paso me adentré en la penumbra del lugar, avanzando
por un pasillo más estrecho que la cocina. Al final del muro siniestro, el
sanitario —posterior una puerta cerrada; a la derecha el estudio —con la puerta
emparejada— anterior al cuarto donde emanaba la débil pero clara luz: con la
puerta a medio abrir. Dando un presuroso atisbo a las habitaciones elegí por entrar
a la alcoba al fondo: toda pintado de azul, las cuatro paredes y el techo; una
cama a la izquierda obstruyendo el closet ; al centro un sillón individual y reclinable,
bajo la serie de luces led navideñas que pendían en torno al foco apagado;
frente a mí una cajonera alta con una pantalla encima y al medio una consola de
videojuegos y dos controles; poco más allá, la ventana, opaca, y a la izquierda
un escritorio hecho un tiradero con todo tipo de objetos en él, junto a un
ordenador.
De pie en el umbral, y puesto que el sillón estaba de
espaldas a mí, me azoré cuando Bill movió un brazo —asiendo un libro— fuera del
reposabrazos, desvelándome su presencia; sigiloso me retiré para ocultarme en
el baño, dentro de la regadera. Desde el turbio acrílico observe su silueta
refrescándose la cara, por algún extraño motivo no me descubrió en cuclillas en
el frio rincón. Apenas escuché la puerta de las escaleras cerrarse me acerqué
al corredor con pistola y linterna en mano —sin encenderla—, escuché de pie en
la arista; asomé la cabeza de ida y vuelta a la vez que con el haz de la
linterna iluminé hacia el comedor; y de un movimiento sagaz al otro lado del
pasillo.
Entré al estudio siendo lo más próximo. De inmediato resaltó
ante mí el escritorio repleto de papeles, algunos desordenados, la mayoría
apilados. Previo a la ventana cortinada, un librero con libros de diversos
temas, informativos y literarios; a la vista me encontré con dos títulos de dos
autores de los cuales sólo uno había escuchado: Allan Poe y el otro era H. P. Lovecraft;
ambos con apartados entre sus hojas. Numerosos libros del señor de los anillos
«¡Y yo pensando que eran sólo cuatro!», y muchos más de escritores expirados.
De la mesa tomé uno de los manuscritos del tío, titulado: Elcursi (Coger) «¡Coger! Suena interesante», pensé en mi fuero interno. Eran nada
más que dos hojas. Leí lo subrayado:
“Comenzare por acariciar tus manos suavemente; besare, y,
apenas sentirás el toque de mi piel sobre la tuya, deslizándome por tu brazo
hasta llegar al antebrazo. Ahí parare, te mirare a los ojos, y si veo en ellos
que deseas que siga tanto como yo, lo haré. Me lanzare sobre tu cuello,
tocándolo una y otra vez, sin parar; hasta que me guíes hasta donde quieras que
siga. Seguramente será tu boca… nos besaremos unos instantes, pues eso ya lo
hemos hecho con anterioridad y constancia. Después de eso, mi amor, te
abrazare.; acto seguido, resbalaran mis manos por tu espalda, hasta llegar al
borde tu playera, te despojare de ella con ansia. —Me puse de pie, alejándome a
unos pasos del sofá—. Mientras te beso
tan intensamente como sea capaz, te empujare con sutileza; y, sintiendo mi
cuerpo cada vez más cercano al tuyo, terminaremos recostados sobre ese sofá, el
mismo en el que estas sentada ahora. Me quitaras la ropa y yo a ti, etcétera,
podrá ser con lentitud y gentileza o… tan rápido como si fuéramos a quemarnos
de lujuria, de no hacerlo así; llegados a ese punto, veremos. ¡Obviamente!
Estaremos al final de esa “etapa” desnudos o casi.
“Y bueno… desde ahí, propongo que nos dejemos llevar por
todo lo que sintamos en ese momento y, sin tentempiés; uniendo nuestros cuerpos con tanta pasión
como podamos, aunque dejemos al mundo sin una pizca.”
Ansioso, cogí otro texto engargolado y titulado: Al otro extremo… Arrebato pasional; el que ponía remarcado en amarillo:
“Liev besaba sus
mejillas, su cuello, sus hombros haciendo a un lado la prenda que le
obstaculizaba. Soñichka, dejándose llevar por el fulgor pasional del momento,
susurró:
—Liev… Liev… hagamos el amor.
El modo, el tono en que lo dijo, hizo que Liev, sin miramientos en la farsa que
representaba, diera el siguiente paso. A su vez, Soñichka paso por inadvertido
el hecho de que él respondiera con entendimiento a su deseo; ya que ambos se
hallaban en otro plano, carentes de una completa conciencia al gozar de la
plenitud de sus sentidos: el tacto de sus besos y caricias; el aroma natural e
imperceptible expelido por el otro; el sonido de sus bocas, de sus gemidos y
suspiros; y la visión del otro al encontrarse fugazmente sus miradas.
—Ty prikrasna, tak
krasiva, Soñichka! 1 —exclamó, tras hilar en su mente con dificultad las
palabras. Y sabiendo que ella no le entendería dejó salir una frase conocida,
la única cercana a lo que sentía por ella. —YA
lyublyu tibya, Soñia! 2
Liev se levantó
del borde de la cama y la hizo levantar para despojarla de su prenda superior.
Al sentarse él de nuevo ella se sentó sobre sus piernas. Liev le mimaba labialmente desde el cuello hasta donde comenzaban
sus senos, y volviendo a su boca, mientras frotaba su espalda con sus manos,
suavemente desde su espalda baja hasta su nuca; atrayéndola tan cerca de él
como podía. Uniéndose en un abrazo apasionado, con sutileza desabrochó su
sujetador sin apartar una mano de su espalda, en vista de que intuía, por sus
reacciones, le gustaban las acaricias en esa parte de su hermoso y delicado
cuerpo. Liev, acarició con sus
labios, y besaba, sus senos, sus aréolas. Entre suspirantes gemidos,
inadvertidamente, Soñichka invirtió “los papeles”, al abalanzarse sobre Liev y con ello teniéndolo de espaldas
sobre la cama, y a su merced. Rieron y sonrieron. Sonia le asistió a quitarse
la playera; y comenzó a besarle como hiciera él, y deteniéndole al, él,
intentar acariciarla o buscar besarla. Pues, sin palabra alguna, mutuamente, tácitamente,
comenzaron un jugueteo placentero para ambos; quizá, quizá, desde que entraron
al apartamento; quizá, desde que se vieran por primera vez. Quizá para… Quizá
por…”
Salté hasta la siguiente sección remarcada:
“Durante la noche, durante nuestro encuentro romántico,
intimo, amoroso, no podía dejar, evitar, besar tu boca, por sobre otras zonas
de tu precioso cuerpo, impulsado por un incontenible clamor de sensaciones, que
al hacerlo era como obtener de tu aliento un algo que llenaba mi pecho, mi alma;
algo que creo es lo que habita en la tuya, lo bello en ella, en ti, y como
sientes la vida; pues ahora a unas horas de este glorioso momento, nuestro
momento, extraña e irremediablemente veo el mundo diferente: todo brilla más,
es más grato, más… lleno de vida (bien podría ser el cambio de iluminación, ja-ja).
¡Gracias por ello… por tus dulces besos que yacen ahora en mi alma!
Ojos verdes, azules y de otras tonalidades los hay, pero
para mí los más bellos son los tuyos. El color, visto superfluamente, como la
mayoría hace, es un mero engaño propio, pues sólo resaltan su vistosidad; sin
en cambio todos pudieran ver lo que he visto en los tuyos… Cuando me mirabas en
el museo desviando de in-mediato tu mirada frágil como el cristal, o en la
“dulcería” llenos de evidente jubilo como la niña que creo aún yace en ti; o en
el lecho cuando nuestras miradas se encontraban, ¡y más aún!, cuando se
buscaban motivadas por sensaciones y sentimientos mutuos, compartidos del uno
por el otro, y pare el otro; sería más grata y sencilla esta vida… un poco
menos banal y sumamente más bella. Quisiera mis ojos vieran los tuyos cada día,
pero…”
¡Dios! Estaba tan… tan… tan excitado que necesitaba… leer
más. Lo siguiente que observé no estaba titulado, pero sí, como lo anterior, firmado
por él:
“(…) Bajo la cama, en el closet entre abierto o a través de
las rendijas de éste, en cualquier penumbroso lugar, o donde quiera que pueda
escapar de tu vista periférica, ¿estará ahora ahí, mirándote leer esto?
¿Piensas, se te ocurre algún lugar donde podría estar vigilándote ahora mismo?
¡NO VOLTEES, NO MIRES, NO LO BUSQUES!, pues no lo hallaras donde quiera que
observes; se escabulle como ningún ser
en este mundo, ¡el muy bastardo! Si acaso lo verás fugazmente, en menos
de un instante, cuando tus ojos digan a tu cerebro creer haber visto algo por
un borde de éstos, una sombra transitoria como el moverse de una silueta
difusa, que inevitable guía tu mirada en busca de eso sin forma, sin designio;
o algún ruido inusual; pero no será nada naturalmente.”
“(…) Mi, en ese momento,
frágil corazón bombeaba a todo lo que daba sin parar, martilleándome en
el pecho, zumbándome los oídos, sentía que desvanecía del shock de ver a tan
grotesca, hórrida criatura. Sin fin a mi desgracia, y siendo este el comienzo
de ella, dos fulgurosos relámpagos, de rayos cercanos, iluminaron mi habitación
al tiempo que la ventana se cimbraba de temor, uno inmediato al otro, como si
alguien, o algo, quisiera que siguiera mirándolo, y así fue; luchando en mi
abatimiento, con el corazón pinchándome con el ardor de un hierro punzante y al
rojo vivo atravesándome hasta el mero centro, en mi horror purgatorio,
meciéndome entre este plano y el etéreo que da fantasía a la muerte, me esforcé
desesperado por clamar la ayuda de alguien, quien fuera… pero nadie acudió,
pues simples y lábiles esfuerzos por completar siquiera una nimia silaba los
lograba lánguidos. Me tiré al piso esforzándome por alejarme de aquel ser
macabro —pues las piernas me fallaban provocándome traspiés constantes al
intentar ponerlas en función—, que mientras lo hacía —aún con la luz en la mano
para guiar mi pronto avance—, noté me seguía, a pasos lentos y sin parar de
hacer eso que hace con sus viles ojos; yo me arrastraba, braceando con premura
pugnada, esperando ganar una carrera que parecía eterna e in-ganable entre ese
ser y mi extenuada bomba de vida, que cada vez intensificaba su labor,
llevándonos sin saberlo a un fatídico final en el que, seguramente, lo último
que vería serian esos ojos ingentes, voluminosos, retrayentes y salientes.”
¡Vaya! El calentón se me fue como vino, tomé los tres
manuscritos y me los guarde entre el pantalón y la playera; ¿no creí que le
importará al querido tío Bill si los tomaba prestados?
Antes de acudir al cuarto de al lado, me percaté de una
fotografía en el rincón del escritorio, de una chica; lo que me intrigó fue que
aparentaba ser menor que yo. La examiné a detalle, el reverso estaba inscrito a
mano: “Mi dulce amor, mi adolecente y adoleciente eterna amante… algún día te
veré; entonces no te amare de nuevo, ya que no he dejado de hacerlo.”
Al final dos iníciales que no me eran legibles.
En la habitación azul, la de entretenimiento por lo visto,
había un montonal de juegos de mesa en un estante del librero; en el techo copiosas
estrellas fosforescentes; diversos coleccionables y figuras de la guerra de las
galaxias, y en el suelo, bueno, en el suelo un novedoso bote de basura
horizontal —o sea volcado—; una mancuerna para ejercitarse y unas pesas largas
y estorbosas; un zapato por aquí, otro por allá; todo un chiquero; el escritorio
era una calca, atestado de objetos y utensilios de papelería; entre tanta cosa
encontré mi herramienta multiusos, pequeña pero con lo indispensable. Bajo una
repisa en la pared, colgaba un extraño espejo, circular, en forma de dona con
una figurilla de un superhéroe atada; no dejaban de oscilar sobre sí pese a la
falta de corrientes de aire o algo que le moviera; reflejante por ambas caras. Por
curiosidad tomé el libro que previamente leía Bill: Cómo complacer a una mujer.
Técnicas totalmente explicitas…; de Lou Paget.
«¡Joder! Esto me interesa, sin duda alguna.»
Erróneamente, con una mano abrí el libro donde el separador
y con la otra busque el celular para tener una certera noción del tiempo; pero
las páginas en cuestión contenía un par de posiciones sexuales muy explicitas,
y el texto informativo no ayudaba en nada más que en… “exaltar” mi interés.
Todo ese capítulo trataba sobre el cun…
cunnilingus.
Sonó el teléfono celular haciéndome dar un salto en el
cómodo sillón reclinado.
Game Over
—¿Bueno? —respondí trémulo.
—¡Qué tal, R. L.! —pronunció Bill con tono cebero y seco—
¿Te estás divirtiendo, muchacho?
—S-sí… claro —Se hizo un largo silencio—. ¿Por qué, tí…?
—Te lo digo por dos cosas: primero, no me gustaría que se
termine tu diversión si te sorprendo fisgoneando en mis cosas íntimas,
privadas… o… que hurtaras algo. —«¿A caso me observaba, sabia donde estaba a
cada momento?» —Y segundo: por qué este juego, mozalbete, ya… lo… perdiste.
—¡Claro que no! —afirmé arrogante y confiado.
—Ah, no. ¡Está bien! Tal vez me he excedido al aseverar eso;
pero te tengo una sorpresa en el botiquín del baño. Vamos ve.
Con certeza era una trampa. Desenfundé e iluminé, la
linterna bajo el cargador. En el pasillo, intenté abrir la puerta de la
habitación de enfrente: ¡cerrado! Cuando menos lo oiría salir si estaba allí. Precipitadamente
di un vistazo al estudio para cerciorarme no estuviera oculto ahí; ulterior,
examiné la sala y la cocina, pero tampoco apareció. Ahora al sanitario. Revisé
desde la esquina, y así cada rincón, sin exponerme mucho y procurando tener
opciones para correr. Por temor cerré la puerta. Mirando al botiquín lo primero
en destacar, con horror, fueron las letras marcadas en mi frente: U’ DIE
—invertidas, desde luego—. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, haciendo
que volteara hacia la puerta con temor, sabiendo solo le faltaba una letra, un
carácter, una D más para vencerme. «¿Cuándo… cómo?» Al ir saliendo, en la
puerta, me encontré con un montón de números invertidos, en tres series. Con el
teléfono entre las manos pretendí tomar una foto para poder resolverlo,
¡olvidaba la llamada!, por lo que en cambio leí rápidamente por el espejo:
74*82*32081#21#62021*73#81*82*81#63032#72#32#73?
21*31#61#43#72#21*22*53*32!
61*21*62*31*21*61#32082#620”21*83*32”
No entendí una papa y retomé la llamada.
—¡Es vil trampa lo que hiciste! —reclamé, poniendo en mi
oreja el aparato.
—¿Trampa? A caso venia estipulado que no podía marcarte
mientras…
—¡Me drogaste! ¡Maldito! —reclamé sumamente encolerizado.
—Tú solo te sedaste. Escogiste una botella… y bueno, si
hubieras leído lo que escribí en el envase.
—¡ La botella no estaba rotulada!
—Debiste revisar dentro del sillón en la sala del
departamento, deslizando uno de sus cierres tendrías la lámpara UV para ver lo
escrito. ¡Simplemente tenias que oprimir X! —Se mofó descaradamente de mí.
—¿Tinta invisible? Pero como demonios querías que yo…
—¡Calla y mira la hora! —dijo con severidad antes de colgar.
El móvil indicaba tres para las seis. De nuevo entré en
pánico. Los manuscritos, el libro, todo fue una trampa para tenerme
entretenido, enajenado, perder la noción del tiempo.
—¡MIERDA! —exclamé con completa frustración y desesperanza.
¿Cómo saldría; por
donde? Miraba mi entorno en busca de algo que me fuera útil. Con los alicates de
mi pequeña herramienta corté el cable del que pendía el espejo circular, para
guardarlo en mi bolsillo; se sentía extraño, muy rígido para ser de cristal.
Corrí la cortina para mirar al exterior, de inmediato fue
golpeada causando un estruendo, la linterna me mostró a Bill al otro lado, en
el jardín trasero; esta vez sí estuve a punto de zurrarme. Corrió la ventana,
pero, los barrotes le detuvieron, sencillamente movía los brazos y se aquejaba cual
zombie. Seguro eso le parecía gracioso, mas no a mí.
Cerré la puerta de la cocina siendo la única entrada. Adherido
al cristal y auxiliado por la sutil y azulada luz del pre-amanecer vigilaba la
reja del patio; las aves comenzaban a trinar. Ruidos en la sala. Rápido, y con
la luz apagada, me posicioné en el umbral de la cocina; con el espejo —para mi
descontento— observé que tras uno de los sillones y detrás de la cortina, la
que pensé era una ventana más en realidad era una puerta de cristal como la de
la cocina. Debía decidir rápido… Apenas tuve tiempo de actuar con astucia.
Abrí con suavidad la puerta al patio y, en cuanto chilló el
celular que deslicé bajo la mesa de la sala, salí; cerré de igual modo.
Comenzaba a chispear con pintas de aumentar el vigor. Agachado me dirigí hasta
la reja. Estaba trabada o cerrada. «¿Ahora qué hacer, maldición?» Busqué algún
mecanismo secreto pues no tenia chapa y faltaba el candado; mientras me cuidaba
las espaldas con pavor. Un par de tornillos en el marco de metal resaltaban por
inusuales: uno en la esquina de abajo y el otro en la superior; uno de cruz y
otro plano. Abierta, ya no la pude cerrar o emparejar, se colgaba chirriante hacia
la pared; simplemente fui hasta el patio trasero. Era amplió, con algunos
objetos regados al azar; todo verde y bardeado —sobre la barda enrejado—.
Decidido, me arrojé hasta la puerta, al este: la salida de la propiedad.
¡Cerrada!; me asía con frenesí del frío metal ornado formando un perro de tres
cabezas. Los muros y la reja eran muy elevados como para sortearlos.
Al girarme distinguí la silueta de Bill en el techo.
Desconocía como llegó ahí pero, al menos no podía saltar y, aunque sólo fuera
un piso, venir a por mí. De debajo del impermeable sacó una réplica de rifle,
ya no la escopeta sin miras, y comenzó a dispararme. El segundo tiro me dio en
el brazo, antes de llegar a cubrirme tras un tambo azul, vacio. Las minúsculas
municiones impactaban dentro y fuera del contenedor. Deduje que el rifle,
también translucido, tiraba con potencia y tenía un cargador amplio, el dolor,
la puntería y el sonido al golpear superficie lo dejaba más que claro, además
de no recargar tras quince tiros. Sin otra cosa qué poder hacer contraataqué. Primero
disparé a siegas, después apenas sacando la cabeza, pero el golpeteo en la base
del tambo, o un posible “golpecillo” en la cara me hacían ocultarme de nuevo. A
lo lejos, próximo a la esquina con el cuarto azul, había una “casa de plástico”,
de esas para dejar a la intemperie y guardar cosas; tenia candado, pero serbia
de cobertura y me permitía estar más cerca del apartamento y poder entrar,
cerrar la puerta de la cocina y atrancar el acceso de las escaleras con uno de
los sillones, y… y aguardar la derrota. Corriendo me dio justo en el ijar, en
mis carnes blandas, por un santiamén mi instinto me pedía volver, ocasionando
que me quedara a medio camino y me diera ahora en un pectoral; de nuevo grite
de dolor. Estando a cubierto cesó el fuego y Bill desapareció; asimismo, tenía
el cargador vacio. La puerta de la sala-comedor estaba cerrada. Sin dejar de
apuntar a la azotea fui al oscuro corredor por donde llegué; en la esquina,
mirando por el espejo, contemplé a Bill cerrando con candado desde dentro…
Retrocedí.
Apresurado, rodé en vertical el tambo hasta una esquina sin
llegar a tocarse con la pared. Desde ahí, vigilaba mientras torpemente
recargaba tirando BB’s, en el vivo pasto, desdeñando los caídos y tomando nuevos;
al terminar halé de la corredera y, esperando tenerlo a metros de mí, saqué
medio cuerpo por sobre el tambo listo para lo que viniera. No estaba. La lluvia
se exhibió con mayor presencia, dificultándome un poco el mirar al mojárseme
las pestañas y los ojos. Los segundos, aparentando ser minutos, transcurrían
como el agua clara que caía desde el techo hasta otro tambo azul, para ser recolectada
y aprovechada; algo sonante por sobre las gotillas caer, siendo un parco pero
fluido chorro de agua el que caía en cascada.
Buscando calma y templanza, a cubierto, exhalaba sin saber
qué hacer, a punto de darme por vencido. «¡Pasos! Presurosos pa…» Bill se
abalanzó sobre mí, gritando con ímpetu —mi disparo en su pecho le inmuto—, me
prensó del cuello de la camisa y me derribó jalándome por sobre el tambo. A
gatas alcancé a recargar el arma y conseguí darle en la barbilla, esta vez no se
aquejó, simplemente gesticuló con ira y se arrojó sobre mí.
—¡Igual a tu maldito padre! Un llorón que no puede
—prorrumpió, con su espalda sobre mí y agitándome la mano sin cesar, con
frenesí hasta que se me soltó la réplica. Como pude me zafé, ayudado por el
lubricar del agua. Frente a frente, él imitaba mis movimientos amedrentándome a
actuar de cualquier forma. Logré engañarlo al abalanzarse sobre mí, pues mi
juvenil agilidad era un poco más imperante que la suya; corriendo cogí la
pistola; cargaba y disparaba, cargaba y disparaba, mientras se aproximaba a mí
cubriéndose el rostro con el antebrazo. Evadiéndome, de un salto consiguió
atraparme: me sujetaba del hombro pasando su brazo por mi pecho, mientras intentaba
derribarme y yo resistía a la vez que buscaba atinarle un disparo. Con un par
de movimientos me desarmó extendiéndome el brazo, para seguido derribarme por
mi propio peso al girarse sobre su tronco.
Fui a dar al suelo: empapado de la espalda, adolorido, falto
de aire y acabado. Bill tenía el arma en la mano; la recargó y la contempló de
lado a lado antes de acercarse.
—Guardaré esto —expuso, sacando el cargador, haciendo que
las bolitas restantes cayeran y guardándoselo. —¿Sabes que, hijo? —Se disparó
en el muslo—, ¡soy a prueba de plástico! ¡JA, JA, JA… JA, JA, JA— soltó una
risotada siniestra.
Soltó la réplica y sacó el marcador, formulando:
—¡Bueno…! A lo que
nos atañe.
De una voltereta
hacia atrás me puse de pie y me alejé de su inmediato alcance; si iba a perder
no sería con la marca de la vergüenza en mi cara. Di un grito de bravura y me
arrojé a confrontarlo. Luchábamos sosteniéndonos de los brazos y antebrazos,
haciendo fuerza para empujar al tiempo de no ceder. Evidentemente su fuerza era
mayor que la mía, pero siempre me he distinguido por mi formidable resistencia.
Comenzando a cansarme, ya con la luz amarillenta del sol al
horizonte, una alarma en lo alto sonó
con bulla y concisión, al mismo tiempo que un enorme faro naranja permaneció
encendido, también, la puerta del jardín se abrió precedida de un zumbante
sonido eléctrico.
¡Aún podía vencer! Y lo haría como fuera.
—En casa no hay mucho con que entretenerse, tío. Así que lo
siento —expresé, antes de despegar el pie derecho del humedecido terreno,
flexionar la pierna en ángulo recto y hacer un mohín mordiéndome el labio
inferior con fuerza y fruncir el seño.
—¡No-o-o-o-o-o-o! —gritó soltándome y llevándose las manos a
la ingle.
Aproveché mi brecha: le empellé derribándolo y corrí hasta
la puerta, la cerré tras de mí y la sellé: M. J. me había salvado. Ja, ja… ja.
Jaloneando la puerta el tío Bill exclamó molesto:
—¡Aún no termina el amanecer, chico! Mientras puedas ver el
sol sin cegarte es el amanecer.
—¿Y qué vas a hacer; eh? —apunté con aire arrogante; pero
apenas vi que tenía el teléfono móvil en la mano corrí por el bosque— (no fuera
a ser que me anulara todo por un caprichoso cambio de reglas; algo que mi padre
me contaba le hacía).
Quizá a medio quilómetro de andar, llegando a un camino de terracería
y apenas bajar de un salto a la vía, a mi derecha estaba aparcada una
camioneta… ¿gris? Me aproximé con cautela hasta que reconocí las matriculas,
era el auto de la familia; el mami-movil, como decía Bill. ¿A caso, ahora debía
conducir hasta casa? No es que no supiera, sino que no era bueno. Por el
retrovisor vi a mi padre en el asiento del conductor; él también me vio.
—¡Rápido, trépate —Me ordenó; obedecí.
En el traqueteante camino, mientras respiraba con libertad y
profundidad, una profundidad apaciguadora, gratificante y ¡gloriosa!, expresé:
—Ahora sé por qué le dices tanto, cabrón, a mi tío.
—¡Oye; qué te pasa!… —Me reprendió—. Ese cabrón es tu tío y
mi hermano… Se merece un respeto ese cabrón. Je, je, je —Reímos modestamente.
Me mire las manos, mugrientas, laceradas levemente y
pintadas por el plumón; por fortuna, la playera igualmente rayada no era mía, así que no
tendría que recibir el monologo de mi madre por no cuidar la ropa. No tarde en
quedarme dormido, arrullado por el bamboleo del escabroso terreno.
—¡Hola, R. L.! —dijo Bill, sentado junto a mí, en lugar de
mi padre.
—¡Hijo de…! —exclamé, asustado.
—¡OYE! —gritó mi padre interrumpiéndome— ¡Qué compartimos
madre, mocoso; es tu abuela!
—Perdón—
—“Perdón, perdón” —pronuncio en tono bastante burlón y
agudo el tío Bill meneándose de lado a lado, sobre todo la cabeza— Igual que su
padre: “Perdón, perdón; se me olvido”
—¡Cállate!, vil pervertido.
—¿Pervertido yo? ¿Y tú qué? Viste todo; sabias de todo y no
dijiste nada… Mal padre.
—Ya quisieras hijos como los míos, idiota.
—¡Ja! Este se duerme en plena partida; se envenena sólo. Ja,
ja, ja.
—¡Sí, hombre! ¡Qué caray! Me fallaste, hijo —indicó con un
fingido tono de decepción.
—¡Yo que!; la estúpida botella…
—A la próxima revisa que no haya sido violada la anilla de
seguridad. Hiciste perder a tú padre mil billetes por cada par de letras.
—Ahora no vas a tener consola, campeón.
—El juego sí, ¿no? —cuestionó Bill a mi padre.
—Sí, ese sí.
—¿Y en que lo voy a jugar? —reproché exaltado.
—¡Uh, que caray! —respondió mi progenitor, enajenado en el
móvil.
Me sentía frustrado, muy enfadado, enervado y con ganas de
desquitarme con algo, de… de...
—Es… es broma ¿verdad? —inquirí muy temeroso.
—Claro, niño —pronunció el tío Bill, sin apartar la mirada
de la carretera y riéndose a sus anchas—. El pusilánime de tu papá jamás se ha
atrevido a apostar sin ventaja.
—¡Sí, cómo no! Oye —sugirió mi padre, cambiando de tono y
tema— estaba pensando…
—“No se te vaya a hacer costumbre” —Interrumpió con gracejo Bill.
—Que deberíamos volver al bosque; con las replicas; como
antes, ¿Qué te parece? —Sucumbí ante el cansancio y no escuche más.
Epilogo
Jugando una tarde, con mi hermano y nuestros amigos el RE7,
apenas se fueron, mi madre me confiscó la consola y el juego; según ella por jugar
—yo, mi hermano y todos—, títulos no aptos para sus edades y mi madures. Me
encuentro en negociaciones para recuperarla, aunque sea para jugar… lo que sea.
No puedo dormir con la luz apagada, las pesadillas todavía
no cesan; pero, ¡por lo demás estoy genial!
Mi padre y el tío Bill no han dejado de echarme en cara —a
escondidas de mi santa madre, claro está—, las cagadas que hice en aquel
“juego”… “el juego”. Ja.
—A fin de cuentas perdiste contra la Jefa1 Final. JA,
JA, JA —Se reían de mí a todo fulgor los dos hermanitos.
A lo que siempre respondía disimulando la mueca de risible
ironía en mi rostro:
—Ja-ja-ja.
1 Jefa o jefe: En México,
forma coloquial de llamar a los padres.
D. Leon.
Mayén
Dedicatoria
Dedicado a mis hermanos, y en memoria de mis lejanos pero
presentes días de la infancia a su lado, en el que fue mi hogar, en el que tuve
el privilegio de conocerles; y ahora, más que eso, siendo que les considero
como hermanos, familia… más allá de la distancia o la frecuencia de vernos. Sin
ellos, puedo aseverar, en parte no sería quien soy; por esos momentos diarios
jugando videojuegos y después inventando nuestras propias historias o emulando
algunas hasta el aburrimiento.
¡Amigos, hermanos, gracias por su amistad duradera! También,
quiero decirles que aunque todos nos hemos dispersado, unos más que otros…, esa
casa “jacarandosa”, ja, ja, ja… mi casa a la que acudían casi a diario y que
ahora por cuestiones de la vida no existe más como lo era, para mí… En mi forma
peculiar de ver la vida, esa casa sigue y seguirá viva en mi mente, en nuestras
mentes, más viva que nunca, repleta de recuerdos y momentos únicos e
irrepetibles; ahora es sólo nuestra, de algún modo muy metafórico… nuestra, en el
recuerdo. Quiero creer, con fervor, nuestros días entre aventuras aún no
concluyen… sino que están pautados.
Debo decir que desde que abandoné esa choza rustica —ja, ja,
ja— hace ya tan-tos años… hasta ahora es que afronto esa perdida, ese duelo,
encarando con nostalgia y muchos sentimientos encontrados esos tiempos al
escribir esta historia, ficticia y trastocando los escenarios, pero
experimentando sinceras emociones al plasmarla. Y desde luego mi vida ahí… una
que a veces siento perdí.
¡Y claro, un agradecimiento especial al carnalito Luis! por
soportarme desde que llego a “invadir”, JA, JA, JA. Y por ser un incorregible
chilletas de campeonato. ¡No cambies, campeón!
