Pecados de sangre
Al suroeste del
Golfo de México, en la costa de Veracruz, donde desemboca el río Tecolutla en
el mar —a 81 kilómetros en carretera al este de Poza Rica—, la relativamente
tranquila superficie del rio fue perturbada por una espantosa creatura proveniente
del infinito y oscuro abismos del mar. Morada de creaturas que, mucho más allá
de estas costas y mares, surcan sin parar cada rincón del mar en el vasto mundo;
sin frontera alguna para ellos, sin lugar que no puedan alcanzar para consumar
su macabra naturaleza; asistidos por semejantes creaturas, aunque de naturaleza
diversa, pero con la misma intención. Motivados por atávicos propósitos, e
imperceptibles para el ser humano… su presa.
La creatura, tan
larga como un caballo adulto —de nariz a cola—, asomó sus ojos: inmensos y
ovalados, protegidos al zambullirse por una membrana nictitante; sin fosas
nasales ni oídos visibles; de enormes dientes puntiagudos como agujas —de
diversas longitudes— sobresaliendo desde su quijada, mas no del cráneo. Su torso,
blanquecino y terso, muy terso, era dividido por un par de aletas anales apuntando
hacia los costados; entre los amplios costillares tres hileras de branquias a
cada costado, de igual modo, aunque pequeñas, en el cuello; sus brazos largos y
terminando en algo parecido a una mano, de amplio tamaño, con una opaca
membrana entre las falanges; cola larga de aleta caudal arqueada, vertical y
amplia, y una aleta dorsal retráctil. En aguas poco profundas, de sus costados,
cerca del comienzo de la cola, en pocos minutos surgían un par de extremidades
de una sola articulación y tan largas como lo es el pie de un hombre hasta la
rodilla.
Al parpadear la creatura
sus parpados deflactaban la luz de las cercanías; dejando ver por fugaces
instantes el brillo difuminado de las luces eléctricas en la costa, así como de
las esporádicas embarcaciones a la distancia.
Contempló el
entorno por largos minutos; luciendo sus largos y marrones dientes. De un
momento a otro se sumergió, tan repentino como surgió.
Se adentró en el
río a contra corriente; imparable y veloz. En la orilla norte del río, a la
derecha del sentido en que nadaba, se escuchaba el bullicio de una muchedumbre
reunida en un restaurante —con su propio muelle repleto de botes—. Celebraban
desaforadamente entre música y gritos de gozo… Ignorando lo que a pocos metros
de ellos se abría paso entre la calmada corriente como de costumbre. Un infante
en el lugar, mientras su padre bailaba sosteniendo una cerveza en mano,
señalaba justo a la cabeza de la acuática creatura, pues era la segunda vez que
veía la reflexión lumínica de sus parpados; por más que halaba a su padre de
las bermudas con marcada insistencia éste no le prestó la mínima atención.
Un par de
pescadores —en la parte del rio que linda con el poblado de Gutiérrez Zamora—,
aguardando por algo de fortuna, con sus cañas ansiosas por trabajar, se
relajaban con el vaivén de la corriente, con la grata briza en sus rostros,
fresca y revitalizante después de una larga jornada. Al ser sorprendidos por el
brusco y fuerte sacudirse del bote ambos se dispusieron a indagar de inmediato
en su alrededor que los golpeó.
—¿Qué vez?
—Nada, güey.
—Busca bien. Prende
la lámpara —contestó el mayor de ellos, de cabellos crespos.
Movía la imponente
linterna de lado a lado mientras su compañero de pesca hurgaba en el bote en
busca del arpón. Se produjo un silencio en el que los dos hombres, como
halcones, buscaron con la mirada, y con el arpón listo a tirar.
—¡AHÍ, ¡VERGA, AHÍ!
—vociferó a todo pulmón el portador de
la linterna, divisando algo apenas y al alcance del intenso haz de luz.
Los dos tiraban de
la cuerda con fuerza, pues era pesada su presa. El mayor de ellos ya saboreaba
su presa, mientras que el otro por alguna extraña razón temía que se tratara de
algo que no debía sacarse del mar, pues al divisarlo le pareció en exceso extenso
para ser un pez, aunado al peso y resistencia que ponía. Al final ambos rieron
descubriendo que era un voluminoso pedazo de madera yendo a la deriva.
La abismal creatura
ya se encontraba a más de treinta kilómetros de donde los pescadores; pasando
por Paso de Valencia a toda velocidad. Las distancias que alcanzaba con
corriente a favor eran aún más impresionantes. En dos horas se hallaba justo
donde el río deja de limitar Veracruz y Puebla; estando a unos miles de metros
de Caxhuacan. Más tarde, donde se bifurca el rio, donde el ramal es visto con
claridad desde el Balcón del Diablo —un mirador—, el abismal ser sin titubeos
se escurrió hacia el norte, yendo cauto y despacio como en un principio;
abriéndose camino por entre las corpulentas rocas y escasa profundidad del
agua. Se arriesgaba a ser visto, incluso con la negrura de la noche sin luna,
por algún pobre infeliz que anduviese vagando por la zona… El cual sería apartado en dado caso. El instinto, la
voluntad férrea en su interior era lo que la movía, lo que le daba vida y razón
de existir, eso la guiaba hasta su destino final, lo volvía un ser implacable e
indetenible.
A mitad del
trayecto, y ya que el río moría con dilatoria agonía y la luminosa luz del
amanecer estaba por acariciar la vegetación, se acercó a la orilla esperado
atento con las membranas protegiéndole de la tenue luz diurna —al aumentar la
intensidad lumínica sus parpados le permitían mirar con claridad—. Un ave negra
de pico en punta, plumaje y envergadura vistosa al vuelo, extendiendo con
amplitud en abanico la cola y sus alas, se posó al margen del río a por agua.
Entre tragos miraba alerta el entorno, previendo posibles amenazas. Más rápido
que los reflejos del ave, una especie de tentáculo la caló, llevándola hasta
las “manos” de la creatura. Ésta retiró su punzante lengua del pájaro y de
inmediato se sumergió llevándola al interior de su espaciosa boca: era nada más
que una cavidad, grisácea y sedosa, sin conductos hacia el interior; allí tan
sólo se encontraba su larga lengua muscular y retráctil, que en parte se ocultaba
donde en el hombre estaría el estómago.
A medio día, en el
río, no quedaba nada más que una translucida membrana que, conforme pasaban los
segundos, se diluía en el agua… hasta que desapareció por completo. Cuando se
desvaneció aquella especie de tejido extraño, al poco tiempo salió disparada
del agua el ave bruna; volando incesante hasta su más próximo destino… otro
cuerpo de agua. La vida útil del huésped de la creatura era laxa, ya que
empeñaba toda su vitalidad en llegar tan pronto como fuera posible a su acuoso
refugio, preferentemente por la noche. Al arribar al cuerpo de agua que
delimita parte de los estados de Tlaxcala e Hidalgo, espero paciente y repitió
el proceso de despojo. Viajados poco más de cincuenta quilómetros, lineales —lo
que volvía a sus aladas marionetas unas aves que surcaban el cielo como
flechas, sin detenerse, sin cambiar de ruta según el viento, simplemente siendo
un animal poseído al capricho y voluntad de su sombrío huésped—, el pájaro se
dejó caer en picada en la superficie del embalse de agua conocido como “El
Caracol", en el municipio de Ecatepec, Ciudad de México (hasta hace no
mucho Distrito Federal). Desde ese punto… era un fluido amorfo e intuitivo y ya
no la aborrible creatura que surgió del fondo del mar; era algo que… resultaba
en el agua virtualmente invisible, ya que, si bien se desplazaba por debajo de
la superficie, si emergía se perdía con la tonalidad que tubería el agua: fuera
ésta clara e impoluta u opaca y espuria. De ahí se traslado hacia el sur, hasta
llegar donde desemboca el Río de los Remedios para dar el último movimiento
hasta su presa. Misma que desesperaba por consumir; anhelaba acallar el ansia
que ésta le causaba, y sosegar su voraz apetencia de inmundicia humana por un
tiempo.
Días tardo en
llegar, arrastrándose a contra corriente y bordeando desechos, hasta el puente
conformado por el periférico de la ciudad, en una parte de la “virulenta zona”
llamada Naucalpan. Estando aún en el río de aguas negras, colmado de todo tipo
de desechos humanos orgánicos, biológicos e inorgánicos, la creatura anidó bajo
el puente por una semana entera, en un rincón en el fondo. Durante todo ese
tiempo, niños, como habituaban, jugaron en los bordes del río, arrojando
piedras, perdiendo alguna pelota o balón; a la vez que desde las chabolas al
borde del río algunos arrojaron todo tipo de objetos: chicos, grandes y de
cualquier volumen. Pero nadie imaginaba siquiera lo que a unos metros aguardaba,
alistándose para surgir y consumar lo propio.
Hace siglos, en la
antigua roma, un puñado de hombres aseveraba haber visto a la distancia un
demonio de gran tamaño devorar a otro hombre; por la naturaleza del hecho la
mayoría huyeron del lugar, y no para alertar a otros, sino a guarecerse
despavoridos, sólo tres hombres permanecieron observando la aberrante escena,
que si bien era lejana resultaba claro lo que ocurría. Desde entonces aquellos
hombres, muy en secreto del resto de la comunidad, concluyeron que la víctima —de
quién tan sólo quedaron sus prendas— había sido zampada a causa de los yerros
de su padre, acusado de ladrón, violador y asesino —comprobándosele solamente
la primera de las acusaciones y siendo penado por ello—, a esta conclusión se
sumaba el hecho de que su hijo, el infeliz desaparecido en su totalidad, seguía
los pasos del padre. Además de que no era la primera vez que se decía que algo
exactamente igual había acontecido… Igual a como paso aquel atardecer. Entonces,
cada que alguien desaparecía por su fama pecaminosa heredada del padre se escuchaba
entre susurros, en boca de los más viejos, las palabras: Perversæ et impius pater
peccator filius (Padre perverso y malvado, hijo pecador). Aquellos hombres,
atávicos a estos tiempos…, no estaban del todo herrados en sus teorías y
conclusiones sin pruebas tajantes. Tiempo después, en el medievo, basándose
únicamente en pergaminos se aventuró a nombrar a la creatura Sugentem sanguine.
Al octavo día, en el
fondo del negruzco río, la creatura había terminado de gestarse en su nueva
forma. Pasada la media noche, un muchacho rondando los treinta y su joven novia
disfrutaban de lujuriosos momentos ilícitos en la vía publica bajo el amparo de
un grupo de tres frondosos árboles, cobijados por la oscuridad. A escasos
metros de ellos se hallaba un pequeño espacio con aparatos públicos para
ejercitarse; más allá y alrededor sólo pasto agreste. Donde se hallaba la
pareja apenas y llegaba la luz del farol al medio del campo lindante con el
río: con esto, quien fuera que mirara simplemente podía distinguir un par de
perfiles apenas reconocibles, uno de ellos hincado y el otro de pie y de
espaldas en uno de los árboles. Copiosos cables de energía eléctrica partían de
lo alto del farol al medio del campo, tanto en dirección de las viviendas al
sur del río, como al otro lado de la calle, y hacia las chabolas al borde del
fluvial cuerpo de agua, y arrinconadas a lo alto de éste en dirección norte,
todas ordenadas de este a oeste. La noche era callada en especial; de forma
habitual cuadrúpedos domesticados dirigían la orquesta nocturna, los canes
ladrando y aullando, aquejándose y charlando, y los felinos peleando o buscando
pareja… más no esta noche, ni un solo insecto era audible. Absolutamente ningún
ser vivo, conocido, se manifestaba de algún modo en las cercanías.
Aquello era como
si… como si un amplio número de factores intangibles y recónditos conspiraran
para que su víctima estuviera justo donde la quería, donde nadie pudiera
socorrerla… o saber que ocurrió.
—¿Oíste? —dijo Jennifer
María, tras limpiarse la boca con la manga de la sudadera.
—¡Qué! —protestó
Brian. —No es nada ¡Tú síguele; ándale!
—Mejor vámonos
—reiteró ella, no siendo la primera vez que temía que los descubrieran.
—¡Oh, que la
chingada! ¡No hay nadie ‘horita! —emitió molesto, agarrándola del brazo con
brusquedad. —No me puedes dejar a media ma… —calló repentinamente.
—¿Brian, Bri...
—Jenny no pudo decir nada más pues tenía el cuello oprimido.
El pavor en Brian,
más allá del provocado por no poder siquiera emitir un quejido, le impidió tomar
la navaja que portaba en su bolsillo trasero, misma con la que había obtenido
numerosos objetos y placer forzado; más que ver la enorme sombra que lo cogía,
podía sentirla. Jennifer pataleaba y, más que nunca en toda su vida, buscaba
poder gritar, gritar tan fuerte como le fuera posible, como sus pulmones y
garganta se lo permitieran, tanto como el miedo que sentía… Pero nada pudo
hacer para lograrlo. En cambio, fue vapuleada por el miedo creciente causado
por ese grito potente que se ahogaba en ella, ya que, aunque no podía
exteriorizarlo, ahí estaba. En cuanto el enorme demonio la liberó —cercano a
los dos y medio metros de altura—, Jennifer intentó emprender la carrera, mas el
demonio la cogió de la pierna, con su extremidad superior izquierda, la que
asemejaba, igual que la derecha, una mano humana, simplemente que ésta sólo con
tres falanges grandes y robustas; la opuesta muy semejante a la de un humano. Desde
aquel momento la pierna entera de Jennifer le fue inútil; seguida por su otra
extremidad cuando la creatura se la alcanzó. Brian, para ese momento, ya se
encontraba al medio del campo. La creatura cerró sus ojos “convencionales” al
frente de su cabeza —cobrizos, aceitosos, pequeños y muy sumidos con respecto a
la frente—, al tiempo que abrió un par distinto, cada uno a un costado de la
cabeza —donde en el hombre se hallan las sienes—, de forma elíptica en vertical
y de color cian. Apenas y dieron un destello sus ojos laterales, tan intenso
como una chispa naciente de metales en fricción, el alumbrado público en la
cercanía murió. De un imponente salto el demonio calló sobre su desdichada
víctima. Y volvió con ella bajo el árbol de igual manera.
Intentando arrastrarse
desesperada, María fue privada de la función de sus brazos. El corazón se le
desbordaba, se sentía desfallecer, mas el desmayo jamás llegó. Por cuestiones
ajenas a su comprensión, comenzaba a ver con mayor claridad en la noche,
permitiéndole observar con claridad alrededor… siendo lo último que sus ojos
llorosos observarían; esto era lo único que podía expresar ella: un sentimiento
desesperado reflejo de la colosal angustia en su pecho, en su mente: dando como
resultado un horripilante llanto mudo. Bryan, en cambio, no experimentaba más
que la ausencia de su voz y la de una pierna; ya que él era a por quien el
ingente demonio venía, a por quien viajo desde las mismísimas profundidades del
abismo, desde la infinita y perpetua oscuridad del mundo… y quería complacerse
con ese momento. Luchaba por alejarse a pie, mas caía cada vez sin siquiera
poder incorporarse.
Una efímera esperanza
calmo con brevedad a María al estarse acercando su novio —y no por qué fuera
directamente hacia o por ella, sino por qué hacia esa dirección se le
facilitaba el escape—. María observó, tumbada de costado en la impúdica tierra,
como el monstruo lo agarró por detrás de la nuca, lo hincó y, con las largas
garras de su mano derecha, le perforó la garganta de forma ascendente hacia la
quijada. Antes de que la sangre llegara a la base de su cuello, el demonio, de
un tirón, le desprendió la cabeza de su lugar, provocándose algo tan horrísono
como el grito que este hubiera dado apenas ver a la horrida creatura
endemoniada. Sin perder tiempo, colgándole la cabeza de la espina dorsal, el
demonio abrió la boca —amplia y hedionda con intensa repulsión; con encías y treinta
y dos orificios dentales sin pieza alguna; goteante de una secreción espesa y turbia
que gozaba de vida propia, subía y bajaba, se movía con libertad por sus
fauces, cual pequeñas serpientes de agua ávidas y vivaces—, abrió la boca
desplegando una especie de membrana con la que envolvió el cuello del pobre
infeliz ya finado. La sangre que escurría por su piel y ropas se tornó
fuliginosa y retorno hacia arriba. Succionando cada mililitro de sangre, el
pecho de la creatura como su vientre y costados comenzó a hincharse de forma
perceptible, contrayéndose y retrayéndose a ritmo marcado. Tardó segundos en
succionar el vital líquido; durante lo cual sus ojos cobrizos y cian se abrían
y cerraban —jamás estando ambos pares abiertos a la vez—, ilustrando con eso el
extasiante placer que experimentaba la bestia. El serpentino fluido abundante
en su boca comenzó a disolver cada uno de los órganos y huesos convirtiéndolos en
una grotesca masa gelatinosa y viscosa, y tornando la piel seca y rugosa; el proceso
se llevó a cabo sin apartar la membrana del orificio donde hace poco se hallaba
su cabeza. La membrana se retrajo de vuelta a su boca velozmente apenas la
retiró de su presa. Entonces, el demonio, sentado sobre sus piernas con el
cuerpo apoyado en él, introdujo una de sus manos extrayendo la masa homogénea
para llevarla hasta su boca, engulléndola con deleite, saciando ahora, además
de su sed, su ansiosa hambre. De entre sus piernas comenzó a caer otra especie
de fluido, sólo que éste aún más aberrante que el de su hocico, pues era
nacarado y aunque similar al otro, como serpiente, éste tenía cuatro “cabezas”,
dos delante dos detrás; raudamente se deslizaron no serpenteando o como gusanos
sino como halados por alguna fuerza invisible hacia la piel y sangre esparcida
por toda la cercanía, para, al asimilar la vital sustancia carmín, dividirse
las cabezas y reproducirse por medio de mitosis. Al concluir su tarea, con la
misma prontitud, retornaron hasta su amo. Desvaneciendo así cualquier rastro
que pudiera quedar de lo ahí acontecido. Repentinamente, y gracias a su
alimento, le surgieron dientes con premura. Tomó la cabeza, misma que puso a un
lado de él, y de igual manera succionó la sangre, sólo que ahora no se diluyó
nada al interior. En cambio, la piel de la cabeza, el rostro, la cabellera,
etcétera, se desprendieron del cráneo cual mascara, mientras los globos
oculares colgaban. Con su abominable mano siniestra sustrajo el cerebro, y
teniendo entre ambas manos lo partió en dos, consumiéndolo de cuatro bocados;
masticaba y mascaba hasta tragarlo. Por último engulló los ojos.
Al otro lado del
río, un hombre de mediana edad, al tratar de encender la luz, y ésta no
responder, optó por tomar la lámpara de mano junto a la cama, pero de igual
modo no encendió; no lo haría ningún aparato eléctrico en las inmediaciones.
Desde una calle
lejana se observaban aproximarse un par de luces intermitentes e intensas, una roja
y la otra azul. Desde lo alto de diversas azoteas, tejados y rincones oscuros
en la zona en tinieblas, “los vigías” del demonio lo alertaron sobre la
aproximación de dichas luces: un considerable número de creaturas apenas inferior
al metro de altura, de ojos ominosos, saltones e ingentes, negros y
reflectantes de la escasa luz visible que a ellos llegaba; sacaban y retraían
sus ojos de las cuencas mientras lo observaban todo, mucho más allá de lo que
cualquier hombre o animal conocido podrían; vigilaban cada palmo de los
alrededores sin que un solo detalle les pasara por alto.
Al llegar la
patrulla policiaca —una pickup adaptada— a la esquina de la calle paralela al
río, la creatura con premura se arrojó sobre María, quien hacía rato que había
fallecido al no soportar más su corazón tan lóbrega situación; la piel de la
creatura cambio de su tono opaco e idéntico a una costra recién formada en una
herida, a un color más acorde con el del terreno cercano. La patrulla, como en
algunas noches, pasó ese tramo sin más novedad, cumpliendo con su ocasional
labor impuesta.
Al concluir con el
mismo proceso de consumo con el cuerpo de María que con Bryan, el demonio saltó
al agua junto con las ropas de sus presas, siendo lo único que quedara de
ellos; ni siquiera una nimia escama de piel muerta o cabello desprendido…
absolutamente nada quedo. El chapoteo del agua fue escuchado por algunos al
borde del río. Lo que llevó a Herminio a asomarse a ver qué pasaba, pues no era
algo normal un sonido como ese. Nada era visible con claridad desde río arriba
donde se curva la corriente hasta el puente que cruza un tramo del Periférico
de la ciudad. Sobre él, sobre aquel humilde hombre de familia, una de las
ojonas creaturas le observaba con suma atención, sustrayendo y retrayendo los
ojos al tiempo que, ocasionalmente, movía la cabeza de un lado a otro, cual
perro atento; el demonio esperaba oculto bajo el agua a la espera de la
confirmación de la creatura enana de que el hombre no había visto algo
respectivo a él, por insignificante que fuera.
Aquella semana, por
azares del destino, o quizá por demoniaca confabulación, una diluvial tormenta
azotó el Valle de México: Distrito Federal y una parte colindante del Estado de
México por igual; a tal grado que, por las intensas horas de copiosa y
aparentemente interminable lluvia, el río de los Remedios, en diversas partes,
se desbordo inundando numerosas casas y vitales vialidades. En el área donde
hacía un par de días el demonio sació su hambre, específicamente en el puente
que debió cruzar, el río tuvo la misma suerte. El caudal de éste era intenso,
raudo y voraz; en él se podía observar como arrastraba muebles y objetos
diversos —de forma curiosa, pelotas de disímiles colores y “estampados”—. Toda
esta desdichada situación para los habitantes de la pecaminosa ciudad,
resultaba, en cambio, sumamente favorable para la creatura, ya que en cuestión
de horas pudo arribar al gran cuerpo de agua donde tomaría posesión de una
nueva víctima alada para poder llegar paulatinamente hasta el abismal lugar de
donde surge cada que una de las incontables congéneres y observadoras creaturas
—nombrada no hace mucho por un desdichado muchacho, que por mera coincidencia
pudiera y supiera como verlas, con el nombre de Ocuigens— encontrará a alguna víctima férvida heredera del pecado y
propicia para ser consumida. Reposando hasta entonces en lo más profundo de
alguno de los vastos mares de este, aún, misterioso planeta… junto a sus iguales.
A Jennifer y Bryan
los buscaron por largas semanas familiares y amigos. Pero en una ciudad, en un
país donde la desaparición de algún o algunos “don nadie” para la sociedad en
general o que meramente llama la atención por un insignificante lapso de
tiempo, sin importar cuán prolongado sea, prontamente se les dio por
desaparecidos, presumiendo de la posible responsabilidad de algún grupo siempre
organizado del crimen o la misma policía local; sobre todo por la inmunda fama
del novio, quien claro, fue el principal y siempre conveniente sospechoso, como
en cierto tipo de casos. Justo esto es lo que desde milenios aprovechaban estas
infaustas creaturas demoniacas; ya fuera en lugares remotos hace miles de años,
ya fueran guerras en tiempos más poblados, o cualquier oportunidad que tuvieran.
Lo más tenebroso, lo más horripilante y diabólico de cada una de todas ellas era
su evolutiva inteligencia superior —quizá no a la par de la humana, pero si
tremendamente comparable—; su incomparable colaboración organizada inter-especies;
la prevalencia y protección de su criptica existencia, y, sobre todo, la
irremediable necesidad de alimentarse por la “especie dominante” en el mundo.
D. Leon. Mayén